Anatomia De La Tercera Persona

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Guy Le Gaufey

Anatomía de la

Tercera Persona

Portada: MAGRITTH. La obra m aestra, 1955, colección particular.

Guy Le Gaufey

Anatomía de la

Tercera Persona Traducción de Silvia Pasternac

école lacanienne de psychanalyse

(^PÍle Consejo Editorial Josafat Cuevas Patricia G arrido G loria L eff M arcelo Pasternac (director) Lucía Rangel école lacartienne de psychanalyse

Versión en español de la obra titulada Anatomie de la troisiémepersonne de G u y Le Gaufey. La ed ición en francés fue publicada por E P E L (É ditions et publications de la éco le lacanienne), 29 rué M adam e, 75006 París. 1998.

Este libro, publicado en el marco del programa de participación en las publicaciones, ha recibido el apoyo del Ministére des Affaires Etrangéres de Francia y de la embajada de Francia en México E d ició n al cuidado de M arcelo Pasternac C opyright p or

Editorial Psicoanalítica de la Letra, A.C. Bahía de Chachalacas 28 Col. Verónica A n zures C.P. 11300 M éxico, D .E

M iem bro de la Cámara N acion al de la Industria Editorial IS B N 968-6 9 8 2 -0 8 -6 Primera ed ición en español: 2000 Im p reso en M éxico Printed in México

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Indice Capítulo I

I n tr o d u c c i ó n ................................................................

9

L a d u p lic id a d del a n a l i s t a .......................................

19

1. L a falsa sorpresa fre u d ia n a ...................................

21

1.1. “M eine P e r s o n " .............................................

25

1.2. “M i C apitán” ..................................................

26

1.3. L a m artingala infalible de la asociación l i b r e ....................................................................

28

1.4. U na regla m e to d o ló g ic a..............................

32

2. El desarrollo de la tra n sfe re n c ia ..........................

34

2.1. L a co n tratran sferen cia.................................

37

2.2. M aurice B ouvet y su c u ra -tip o ..................

39

2.3. S obre algunas v a ria n te s ...............................

43

2.4. L a “ am bigüedad irreductible” de la tra n sfe re n c ia ....................................................

49

3. Los dos tiem pos del sujeto supuesto s a b e r . . . .

C apítulo II

v í .H

54

e g e l............................................

57

3.2. Ú ltim os destellos de la intersubjetividad .

64

3.3. A nalista y sujeto supuesto saber: ¿el m ismo o n o ? ..................................................................

66

3.4. Lectura del “algoritm o” de la transferencia.

69

4. ¿D ónde está el p ro b le m a ? .....................................

73

4.1. L a n e u tra lid a d ................................................

73

3.1. D escartes

4.2. Ú ltim as precisiones fre u d ia n a s..................

75

L a d u p lic id a d del s o b e r a n o .....................................

79

1. U na ficción ju ríd ic a curiosa: los dos cuerpos del r e y .........................................................................

81

1.1. A liu d est distinctio, aliud s e p a r a d o .........

87

1.2. L a caída del segundo c u e r p o .....................

Capítulo III

1.3. L a im posible s e p a ra c ió n .............................

96

2. L a noción de “persona ficticia” en H obbes . . . .

101

2.1. P equeña historia léxica de la “representación” ............................................

101

2.2. E lem entos de filosofía p rim a ria ................

105

2.3. “Es una persona...” .......................................

110

2.4. El c o n tra to .......................................................

116

3. D e la triplicidad de la tercera p e rs o n a ................

122

3.1. Las aportas de la “autorización” ................

126

3.2. La escisión íntima cuyo efecto es el “autor” .

130

L a p e rte n e n c ia a sí m i s m o ......................................

135

1. Un acontecim iento discursivo: el m ag n etism o ..

135

1.1. Las am algam as del im á n .............................

136

1.2. M agnetism o y gravitación: ¿el m ism o c o m b a te ? ..........................................................

140

2. M esm er el in c ie rto ..................................................

145

2.1. La tesis y su p la g io ........................................

146

2.2. L a invención del m agnetism o a n im a l. . . .

150

3. La oleada m e sm e ris ta .............................................

155

3.1. L a ciencia y sus lo c u ra s ...............................

155

3.2. Reveses y éxitos p a risie n se s.......................

158

3.3. Nicolás Bergasse: M esm erism o y agitación rev o lu c io n aria.................................................

167

4. La desigual d iv is ió n ................................................

172

4.1. Bajo el pavim ento: el H u id o .......................

173

4.2.E1 nuevo Jano: in d iv id u o /ciu d ad an o .........

174

4.3. C apítulo IV

91

El Terror com o solución al c liv a je .........

179

R e to rn o a la tr a n s f e r e n c ia ......................................

185

1. L os tortuosos cam inos de la h ip n o s is................

185

1.1. Las m etam orfosis del f lu id o .......................

189

1.2. El hipnotizador fa g o c ita d o .........................

192

2. U na pareja m o tr iz ....................................................

195

2.1. Freud y el “E igenm achtigkeit” ..................

195

2.2. En los lím ites de la h ip n o s is .......................

198

2.3. ¿Q uién transfiere q u é ? .................................

202

3. L a exclusión freudiana del te r c e r o .....................

205

3.1. El caso R e i k ....................................................

207

3.2. ¿ C h a rla tá n ? .....................................................

209

4. El suspenso de la fin a lid a d ...................................

213

4.1.

L a representación m eta com o te rc e ro ....

215

4.2. Lo “ilim itado” de la tra n sfe re n c ia .............

217

4.3. R igores de la e q u iv o c a c ió n ........................

220

5. El sujeto rep rese n tad o ............................................

223

5.1. ¿Pero entonces quién es “alguien” ? .........

226

5.2. “ ...aquél por quien el significante vira al signo” ................................................................

231

C o n c lu s ió n ....................................................................

237

In d ice a lf a b é tic o .........................................................

247

Introducción Pero, ¿q u é hay en él que m e es tan rebelde, tan lejano? ¿ P o r qué, en el m om ento d e hablarm e, la som bra de esta tercera p erso n a (que él dejaría tras de s í a l hacerlo) vendrá a desacreditar lo que él p o d ría d ec ir al respecto ? ¡Y es que él es un m isterio p a ra m í! P o r m ás que yo tienda las tram pas m ás ingeniosas p a ra llevarlo a revelar fin a lm e n te lo que, llegado el caso, lo vuelve tercero, apenas abre la boca, inexo­ rablem ente se evapora lo esencial de lo que, quizás, él m e iba a revelar sobre él, sobre esa p roxim idad con respecto a ello, que yo no conozco. N o bien. N o com o él. ¡ Y quiera el cielo que yo sólo m e entere a través de las historias! Cuando m e dan ganas de darle voz libre en m í a esa tercera p ersona - la cual m e toca m ás seguido de lo que quisiera, com o a cualquiera-, una ligera m ordedura en el labio inferior m e lo recuer­ da: esta vez tam poco será. Cuando se trata de él, se excava una reser­ va. N i tú ni yo la vencerem os. ¿ Y entonces, si ni siquiera nosotros, quien m ás? ¿E llos? M ás vale no contar con eso. Com o cualquiera de nosotros, cada uno de ellos sólo tendrá una preocupación: d ecir "yo ”, arrojarse sobre esa p rim era p ersona p o r m edio d e la cual la p a la b ra se abre un camino, y d eja r en un eterno stand by a la que, p o r d efin i­ ción, sólo será invitada a los ágapes de la p a la b ra p o r preterición. El... ¡nunca será uno de los nuestros! Si se em peña en serlo, si viene con nosotros a Sevilla... ¡pierde su silla! R egresa d e a llí -h a lla un m astín. E n este siglo que se acaba, ese perro se llam ó m uchas veces “incons­ ciente” . A l m enos, con ese nom bre, Freud despejó las tierras vírgenes donde su lc h era presionado para advenir: “W oes war, solí Ich werden". E n el corazón del sujeto hablante, se abría una nueva zona, al m ism o tiem po neutra (en el sentido gram atical del térm ino: ninguna prim era persona la habita), y sin em bargo siem pre en condiciones de invadir y obstaculizar las avenidas subjetivas que D escartes había trazado p ara su ego, bien prendido a la existencia, ciertam ente, pero al precio de encontrarse abandonado sobre su propio pensam iento. U na vez que despegó de tan m inuciosa y constante coincidencia con ese pensam ien­

to, el Ich freudiano podía soportar que se cavara de otro m odo el espa­ cio de la tercera persona. Con él, el neutro y el no neutro, con los que los gram áticos se las habían arreglado hasta entonces p ara calibrar a esa persona, aguantaban que un tercer térm ino se introdujera en su m i­ tad: a esas representaciones reprim idas que no puedo considerar com o m ías en tales o cuales ocasiones, ya no m e estará perm itido considerar­ las solam ente ajenas. L o que en m í paga tributo a lo que él recuerda entonces vagam ente haber sido, genera un trastorno específico. Toda una zona interm edia de la personación se encontró abierta de este modo, con suficiente vivacidad com o para adoptar a veces aspecto de sismo. Sin em bargo, si inscribíam os este acontecim iento dentro de un contex­ to epistém ico m ucho más am plio, se podía adivinar una relación insos­ pechada: que al proponer de ese m odo su hipótesis del inconsciente, el p sic o a n á lisis se in sc rib ió en la le n ta y so rd a e v o lu c ió n d e u n a personación del sujeto que se encontraba en las rupturas y m eandros de la constitución de los Estados m odernos. Si la intim idad aparentem ente m ás tabicada, la de la transferencia que está en ju eg o en la cura, revela­ ba en el m ejor de los casos la com plejización del ju eg o concerniente a la tercera persona, se volvía turbador seguir paralelam ente cóm o - p r i­ m ero con H obbes, su L eviatán , y su muy poderoso concepto de “perso­ na ficticia”- la introducción de la representación en política había veni­ do a echar abajo la estructura de esa m ism a tercera persona. Con otras prem isas y otras conclusiones, ciertam ente, pero instalando allí tam ­ bién entre “persona” y “no persona” esas “cosas personificadas” (com o las llam ó desde el com ienzo H obbes), que tenían la siguiente especifi­ cidad: eran sujetos del derecho, pero en ningún caso podían decir “yo” , si no era por interposición de algún otro, debidam ente designado para tal efecto. Entre el “él” de “él me am a...” y el “él” [tácito en español] de “llueve” , toda una población de “actores” se alzaba así en busca de ese nuevo concepto de representación, al llam ado de un “él me autoriza...” . ¡N ada de eso es muy nuevo!, se dirá quizás. ¿N o era esa la condición del curador, que el derecho rom ano ya destinaba a los m enores ju ríd i­ cos? ¿N o era eso tam bién lo propio de esa invención m edieval: la te o ría d e lo s d o s c u e rp o s del re y ? D os c u e rp o s h e te ro g é n e o s indisociablem ente m ezclados se requerían para sostener una co n cep ­ ción ju ríd ica de la realeza que no se confundiera con una propiedad individual. El rey no era un señor propietario de los bienes de la C oro­ na, com o lo era de sus propios bienes señoriales: ¿entonces qué relacio­ nes jurídicas m antenía en calidad de rey con la C orona, una e indivisi­ ble? G racias a E. K antorow icz, podem os saber que las respuestas no se contentaban con ser de orden religioso, sino que ya daban testim onio de un tráfico sutil con la tercera persona: detrás del rey vivo, que puede

enferm arse, volverse loco, que m orirá un día, otro cuerpo con p ro p ie­ dades m iríficas se perfilaba. A sí, el rey fue concebido com o doble: a su cuerpo vivo y m ortal se le adjuntaba, se le adosaba un cuerpo indefini­ dam ente perenne, que todavía no se confundía con lo que hoy se llam a E stado. N os acercarem os a esa invención jurídica, que debía derrum ­ barse a com ienzos del siglo X V II. Cuando, m ás tarde, otro tipo de rey se eclipsó, y m ás aún cuando lo hizo bajo la cuchilla de la guillotina, una inversión iniciada hacía m ucho tiem po se com pletó: m ientras que el cuerpo de ese rey resultaba estar finalm ente, en su vivisección m is­ m a, reducido solam ente a la unidad fúnebre del cadáver, aquél q ue fue d urante tanto tiem po su sujeto de una sola p ieza se m ostraba, cu rio sa­ m ente, duplicado a su vez. El signo de esta duplicidad nueva, a la vez discreto y atronador, se lee ya en el título de la declaración de los D erechos del hom bre Y del ciu ­ dadano. Incluso si hoy, por costum bre, y tam bién por algunas otras razones más profundas, nos rem itim os al apelativo de los “D erechos del hom bre” , conviene no olvidar que en el m om ento de asentar su novísim a legitim idad, en ese fin de agosto de 1789, después de su tabla rasa de la noche del 4 de agosto, los C onstituyentes no pudieron evitar ese doblete: los D erechos sólo del hom bre hubieran sido una aberra­ ción política, los D erechos sólo del ciudadano habrían anticipado la constitución que se trataba de realizar. La citada declaración no podía entonces hacerse más que en esa m itad com pletam ente nueva que dis­ tinguía y conectaba al “hom bre” con el “ciudadano” . E s im posible confundirlos, es im posible separarlos: el ciudadano pertenecía, d e e n ­ trada, p lenam ente a su nuevo soberano - e l pueblo, o la nación-, era una parcela inalienable de su “ voluntad general” , m ientras que el “hom bre” parecía no estar ahí más que con el fin de evitar una sujeción aún m ás im placable que la que había vinculado al antiguo súbdito a su rey de derecho divino. E se “hom bre” se volvía entonces un nom bre para d e­ signar lo que no pasa por la representación política capaz de articular a p artir de ese m om ento al ciudadano con su representante, que debía p oner en práctica la voluntad general. Y así, en ese escenario com plejo - q u e irem os visitando en algunos de sus arcanos-, se alzó una cuestión de siem pre, pero tom ada a partir de entonces dentro de coordenadas com pletam ente nuevas: la de la pertenencia a s í m ismo. Se acabaron las cazas de brujas, la predom inancia de lo religioso y de lo dem oniaco, y se vieron muy reducidos los auxilios inm em oriales de la sapiencia; se alzaba, en cam bio, la vocecita del magnetism o, a partir del m om ento en que se trataba de saber a quién, a qué le correspondía lo que, en el h om ­ bre revolucionario “regenerado” , presa de su nueva soberanía, no era reductible únicam ente al ciudadano.

El evocador nom bre de M esm er todavía engaña, del m ism o m odo que M esm er engañó m aravillosam ente a su m undo en el P arís anterior a la R evolución. Previam ente, durante los siglos X V II y X V III, el poder de los im anes ya se había apropiado, efectivam ente, de las m entes para convencer de que un fluido m agnético universal regenteaba a la m ate­ ria, a im agen de la invisible gravitación new toniana. A ese fluido gene­ ral ya sólidam ente instalado, M esm er le agregó en 1776 una invención de su cosecha, ese “M agnetism o anim al”, que debía alcanzar su clím ax en París de 1778 a 1788, hasta que al m enos el anuncio de la cercana convocatoria de los E stados G enerales lo relegara a la som bra. H ijo de las L uces, im pregnado por com pleto de cientificidad, ese m agnetism o anim al perm itía fácilm ente adivinar una panoplia de fuerzas oscuras que en su totalidad, individuales y sociales por igual, se oponían a la perfecta y natural igualdad del fluido. Fuerzas inquietantes, m ás bien laicas, pero de entrada m uy políticas, cosa que olvidam os con d em asia­ da frecuencia, pero que trató de hacer com prender el portavoz y po rta­ plum as parisiense de M esm er, N icolás B ergasse. Tan seg u id o r de R ousseau com o de M esm er, él presentaba el fluido m agnético com o la base, fís ic a de una teoría correcta del cuerpo político: Si por casualidad el magnetismo animal existiera... -escribía ya en 1786 en uno de sus lib elos- qué revolución, yo le pregunto, señor, no nos cabría esperar1?

E legido en la A sam blea C onstituyente, se desem peñó en ella m uy acti­ vam ente, com o luego lo hizo Brissot, futuro jefe de los G irondinos, en la A sam blea Legislativa. L os dos se conocieron prim ero alrededor de una cubeta, com o otros partidarios del fluido de M esm er (La Fayette, d ’E prém esnil, C arra) que se encuentran aquí y allá en el seno del perso­ nal revolucionario, m ezcladas todas las tendencias. En los tiem pos en que el ciudadano hacía de este m odo su entrada triunfal en la política bajo la égida de una nueva soberanía - y resultaba con ello irreductiblem ente doble, clivado por la representación instala­ da en el centro del sistem a que lo hacía nacer-, el m esm erism o se eclip­ saba casi tan discretam ente com o el propio M esm er, que no m urió h as­ ta 1815, y se contentó con una existencia de rentista itinerante a partir de 1786, sin pensar m ás en practicar su arte. Pero el germ en y a estaba sem brado: de Puységur a J. P. F. D eleuze, del abate F aria (que ya nega­

1. Citado en el libro de Robert Darnton, La fin des Lumiéres. Le Mesmérisme et la Révolution [El fin de las Luces. El mesmerismo y la Revolución], París, O. Jacob, 1995, pág. 132.

b a las prem isas m agnéticas de M esm er con su “sueño lúcido”) a la desaparición de la palabra “m agnetism o” por la de “hipnosis” aportada por el inglés B raid (1843), de “la atención” de L iebeault a la “libido” freudiana, pasando por C harcot y sus experim entos, toda una serie de prácticas, íntim am ente vinculadas entre ellas p or la noción de “flu id o ”, serpenteaba a lo largo del siglo X IX . L ejos de las turbulencias del ju e g o político, unas veces en nom bre de la ciencia, otras veces en nom ­ bre de la m edicina, se revelaba con ellas lo que, en el hom bre, tenía el p oder de determ inarlo sin que él supiera nada al respecto. Parecía necesario entonces sondear lo que, en ese hom bre considerado com o siem pre en su falsa eternidad, escapaba de la representación que él se daba de sí m ism o (confundida m uy a m enudo con su “co nciencia”), sin que se pensara m ucho en el hecho de que esta duplicidad subjetiva pudiera ser tam bién una consecuencia de su nueva naturaleza política. El inconsciente freudiano -m ie m b ro de esa estirpe a pesar de todos los “cortes epistem ológicos” con los que a veces se lo quisiera protegerllevaba a su culm inación la intim idad de ese clivaje: ¿quién se habría internado en la búsqueda de huellas de un “ciudadano” en el ser víctim a de las represiones y de las fantasías vinculadas con su vida sexual? Por ese lado, el cam ino estaba cerrado y, en conjunto, así se quedó. Inversam ente, y de m anera muy extraña, un síntom a raro no cesó de esm altar la vida de los grupos analíticos a lo largo de todo el siglo XX: cuando tuvieron a bien no reducir sus am biciones a la tarea terapéutica, los analistas perm anecieron la m ayoría de las veces apartados de un reconocim iento estatal directo. Al contrario de casi todas las dem ás profesiones, les bastaron para reagruparse unas leyes asociativas sin n inguna especificidad. Ya en 1926, cuando Freud se ve obligado a intervenir, a causa del asunto R eik, para escribir su artículo “¿Pueden los legos ejercer el análisis?” , la relación del analista con el poder de E stado es la de una estricta exterioridad. El E stado no es ju zg ad o apto para reconocer - y garantizar, com o lo hace en el caso de todos los títulos que p ro d u c e - al analista calificado. Sólo sus pares son co nside­ rados en posición de hacerlo, según Freud, al m enos, quien lo espera de los prim eros “institutos” que existen entonces. N o faltarían los inten­ tos, sobre todo a través de la U niversidad en estos últim os veinte o treinta años, de paliar ese peligroso hiato que, dejando en la lejanía a la garantía estatal, m antenía viva la am enaza de charlatanería. A hora bien, la resistencia de los analistas sobre este punto es tanto m ás notable cuanto que proviene de grupos a los que separan m uchas cosas por lo dem ás. ¿Por qué están de acuerdo sin tener que consultarse siquiera en cuanto se trata de su relación con el poder de E stado? A quí se p resenta la tesis central de esta obra.

A causa de la transferencia. F reud fue el prim ero en m arcarla con una am bigüedad im posible de elim inar: en unas ocasiones la describe com o la sorpresa de las sorpresas, lo que no nos esperábam os, que lo com pli­ ca todo, y en otras, com o la cosa m ás trivial del m undo, que se encuen­ tra por todos lados en la m ayoría de las relaciones hum anas, el coadyu­ vante sin el cual - y esto es una precisión c ru c ia l- el análisis m ism o no sería posible. ¿D e qué se trata con este ser bífido? A parentem ente, si seguim os m ás o m enos de cerca la falsa sorpresa de Freud, se trata de un m ovim iento afectivo m ás bien positivo del paciente (de la paciente) hacia el analista. Todo es de lo más trivial si nos reducim os a esto, en efecto. M enos trivial es la respuesta en acto del analista: ni responde a ella, ni deja de responder, y tam poco se contenta con guardar silencio al respecto. L a cosa se com plica. ¿E ntonces qué hace? Al m enos acepta volverse el soporte de ese ser de ficción que la palabra y los com porta­ m ientos del paciente tejen con regularidad. N o actúa de tal m odo por sim ple benevolencia, sino p orque espera de ello m aterial p ara su inter­ vención interpretativa. Así, podríam os creer que su actitud está ju stifi­ cada sobre una base técnica: la transferencia es soportada en tan to que condición del acto. Sin em bargo, esto equivaldría a silenciar d em asia­ do rápidam ente lo que, una vez m ás en este caso, ocurre con respecto a la tercera persona. A sí que hay dos... ¿pero dos qué? Los designarem os por el m om ento a partir de la capacidad que los especifica en su encuentro: dos seres hablantes, que se las ingenian al principio para no ser m ás que dos. “La situación analítica no soporta terceros” , escribe Freud con todas las letras, en la introducción de su obra “¿Pueden los legos ejercer el an á­ lisis?” , para explicarle a su “interlocutor im parcial” (com o lo llam a, y alto funcionario del E stado, por lo dem ás), por qué no lo puede p oner en la postura de espectador de una cura. N ada de grabadora, ni de espejo sin azogue, ninguno de esos trucos experim entales con los cu a­ les se convoca a un tercero para disponer de un entendim iento de la experiencia que aseguraría su posible reproducción. En el instante en que es lanzada la regla fundam ental, provoca, por el contrario, una clausura casi m onacal, que los analistas, interesados por la laicidad, prefieren en general llam ar el “m arco” analítico. A hora bien, en ese marco, el lugar del tercero es dejado en blanco para quedar resérvado solam ente al libre jueg o de la transferencia. Intentarem os seguir el nivel de consistencia que F reud, L acan y unos cuantos más han entram ado alrededor de lo que no m e atrevo a llam ar aquí “tercero” , en la m edida en que equivaldría a forzar dem asiado, una vez m ás, su individuación, a distinguirlo dem asiado de cada uno de los dos seres hablantes que se lo intercam bian, siendo que no se confunde

estrictam ente con ninguno, e incluso su abatim iento sobre el analista que se vuelve su soporte cum ple la regla. M aurice B ouvet, por su par­ te, hubiera querido hacer de él un ser distinto, im posible de confundir con el analista. M uy por el contrario, gracias a su nom inación de “su ­ je to supuesto saber” , Lacan habrá logrado tom ar nota de una especie de d ehiscencia del analista, de un inicio de partición que no cesa de no realizarse, allí donde Freud se había contentado con los acentos de la falsa sorpresa para sostener una doble verdad: no, no soy yo, es la neu­ rosis, aunque... sí, con todo, tam bién soy yo. En esta exfoliación deliberadam ente asum ida por parte de uno de los dos participantes -q u e despeja así una form ación nueva sin conferirle nunca esa independencia, esa circunscripción que la constituiría com o un ser propio-, propongo leer un rudim ento del clivaje íntim o que d iv i­ d e al sujeto político a partir de su determ inación en la lógica de la representación (en teoría desde H obbes, en los hechos desde el periodo revolucionario). Ya se ha insistido mucho, y con razón, sobre el hecho de que el psicoanálisis no habría podido ver la luz más que por un cierto apoyo tom ado sobre el discurso de la ciencia galileana; pero este aspecto de las cosas, capaz de justificar y de sostener en su interior num erosas hipótesis, sigue siendo m asivam ente inoperante en cuanto a una com ­ prensión cualquiera de la transferencia. A dem ás, m edir a esta últim a prioritariam ente por el rasero del am or/odio y de las pasiones en general, com o se acostum bra, im plica prepararse para no entender nada sobre su valor “gram atical”, sobre esa m anera que tiene de preparar el escenario de la tercera persona. Inversam ente, ubicar ese esbozo de tercera perso­ na producida por la transferencia en la m ism a dirección de la fractura abierta p or la “persona ficticia” de H obbes, perm ite ver cóm o esa trans­ ferencia utiliza la cuestión del tercero y, a cam bio, la aclara. A riesgo de adoptar aires de aprendiz de brujo, los analistas no titubean dem asiado, en general, en perm itir que se desarrolle esa form ación “ no de artificio, sino de veta ” ,2 com o lo precisaba bellam ente L acan, sin sa b er de antem ano adonde eso los llevará , a ellos y a sus pacientes. A hora bien, para m antener al respecto la estatura de un signo de inte­ rrogación, para conservar en ello la dim ensión de una ignorancia acti­ va, es casi increíble el arreglo en el que a veces es necesario lanzarse. A bsolutam ente todo se apresura para venir a am ueblar ese vacuum crea­ do con tanta dificultad; todavía hoy las inquietudes por la ética se en ­ 2. J. Lacan, P m position du 9 octubre 1967 sur le psychanalyste de l ’école, Annuaire de l ’EFP, 1977, pág. 10. [Hay edición en español: Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la escuela y otros textos, Buenos Aires, Manantial, 1991, pág. 13.]

cuentran allí en prim era fila, acom pañadas por diversas preocupacio­ nes que apuntan a la terapéutica, al cuidado, al conocim iento, incluso al deseo, o aún a la liberación del sujeto. Sea cual fuere el objetivo que en cada caso se fijen, en el m om ento de esgrim irlo, los estorba mucho, salvo si se abaten, ahora y siem pre, so­ bre la única dim ensión terapéutica de su acto .3 Pues en el m om ento de fijar ese objetivo de una vez y para siem pre, y de hacer de él, así, un ser aparte, una tercera persona en form a, bien individualizada, sentim os claram ente al leerlos que predican a favor de su parroquia, en busca de una identidad profesional cuya nebulosidad soportan tanto peor cuanto que el personaje del analista se encuentra ya en los cuatro rincones de la cultura. ¿Y no es capaz de explicar claram ente lo que hace durante las sesiones? ¡Qué escándalo! P resento aquí la hipótesis de que la ausencia de una m isión social esta­ blecida del analista viene directam ente de la naturaleza de la tran sfe­ rencia, y que en el m ism o m om ento en que el analista volviera públicas sus m etas y su función, les m ostraría a todos y a cada uno que se en­ cuentra en un im passe sobre... la transferencia. B asta con olvidarlo, olvidar esa curiosa exfoliación de una tercera persona a partir de una situación de interlocución, para hallarse en un m undo m ás o m enos ordenado, donde cada uno -y o , tú, él- responde, desde su lugar, a sus nom bres y a sus cualidades. Un gato, a partir de ese m om ento, ya no es m ás que un gato, y la “realidad” (clínica, traum ática, pulsional, po líti­ ca, etc.) vuelve a tom ar la delantera sobre ese lenguaje que la tran sfe­ re n c ia -e lla y sólo ella- perm itía apreciaren su justo valor... subjetivante. E sta extraña situación convierte al analista en una especie de com peti­ dor directo del Estado. R econozco la indecencia que hay en considerar en un m ism o plano com petitivo a dos form aciones tan heterogéneas; pero m e perm ito sin em bargo hacerlo, en razón de su trato com ún con la tercera persona. Tanto uno com o el otro fa b rica n deliberadam ente tercera persona; uno, hasta perderse de vista; el otro, a hurtadillas. U no, en su gloria y su poder, dentro de la m agnificencia del D erecho; el otro, a pesar suyo, en la penum bra cerrada de su consultorio. Con una cosa 3. Quien quiera convencerse ae ello podrá remitirse a la reciente obra de J. Sandler y A. U. Dreher, Que veulent les psychanalystes? (Le probléme des buts de la thérapie psychanalytique) [¿Q ué quieren los psicoanalistas'!' (El problem a de las m etas de la terapia psicoanalítica)], París, PUF, 1998. El título habría podido parecer excelente. Desgraciadamente, el subtítulo da a entender que la pregunta sólo es planteada por los psicoanalistas, quienes se ocupan de res­ ponderla. Esta positividad meritoria atraería las flechas disparadas por Kierkegaard sobre lo que él llamó en su momento “la falsa seriedad”.

que articula sus diferencias: ni el uno ni el otro puede dirigirse a un tercero para hacerle legalizar lo que am bos hacen cuando perm iten así que escape una tercera persona. Ese es el verdadero escándalo, y la fuente de su profunda ignorancia recíproca. Lacan hizo de ello una m áxim a digna de adornar una fachada: “El analista no se autoriza m ás que por él m ism o.” ¡Cuántas tonterías no habrem os escuchado al respecto a m anera de com entarios! En p rim er lugar, por parte de los que no habrán visto en ella m ás que una autosuficiencia fuera de lugar desde todos los puntos de vista (¡y en efecto, la frase tenía m uy distintas am biciones!). Ellos m ism os, con frecuencia, no encontraron palabras lo bastante duras para señalar el costado de tal m áxim a que alentaba a la charlatanería: “ ¡Entonces cualquiera puede volverse psicoanalista!” L os alum nos m ás preocupados p o r la resp eta­ b ilidad se apropiaron, por su parte, de ciertas p alabras que L acan había, una vez, pegado a la m áxim a, agregando entonces que el analista no se autorizaba m ás que por él m ism o “y por algunos otros” . ¡Ah, esos “algunos o tros” ! Cuán bienvenidos fueron por todos aquéllos y aqué­ llas a quienes la form ula espantaba po r su aparente solipsism o. ¿E sos “o tro s” no eran acaso psicoanalistas? ¿A caso L acan no sobreentendía d e ese m odo que un analista debía ser autorizado -cie rtam e n te no por el E sta d o - sino por sus colegas y otros cam aradas? E ntonces, ¡uf!, regresam os al punto de partida, el que Freud había planteado con sus Institutos. Pues bien, no. “El analista no se autoriza m ás que por él m ism o” excluye solam ente que un tercero en debida form a -b ie n in d iv id u ad o - se intercale entre el analista y el analizante: ni el E stado, ni las sociedades de análisis, es­ cuelas y otros institutos, ni tam poco esas form as sutiles del tercero que son los objetivos com partidos, puestos en com ún. Es cierto qu e el “él m ism o” de esta fórm ula no es nada fácil de captar, pues no es el reflejo d e un “ yo m ism o ” ;4 no im p lic a la m ism id ad , ni q u ién sab e q ué reflexividad apropiativa, sino, por el contrario, una pura exclusividad. E s “él” , y ningún otro, con que el analista “se autoriza” , lo cual está reforzado, por lo dem ás, por el “no... m ás que” de la fórm ula, que es una restricción, y no una negación. L ejos de subrayar alguna inflación de identidad, ese “él m ism o” , ese pronom bre duplicado (que sigue por su parte a un verbo reflexivo) presenta así, en la trivialidad de su anáfo­

4. El diccionario P etit Robert, si nos remitimos sólo a él, distingue de entrada entre un empleo no reflexivo de la expresión “él mismo” (“él mismo no sabe nada”), y un empleo reflexivo (“La buena opinión que tiene de él m ismo”). A pesar de las apariencias gramaticales, el “él mismo” de la fórmula no es re­ flexivo.

ra y la indefinida neutralidad de su referencia, la m ás valiosa de las indicaciones en cuanto a la localización del problem a: la divergencia aquí presentificada entre “analista” y “él m ism o” : eso es la transferen­ cia, en aquello a lo que apunta, al m enos. A tacar frontalm ente a ese Jano hubiera sido una apuesta. M ás valía apostar que una buena parte del m isterio de esta divergencia reposaba sobre la noción de “autorización” que une aquí a los dos térm inos y los distingue: alrededor de ella, una vez aplanada la “irreductible am bigüe­ dad” de la transferencia, recorrerem os algunos de los accidentes, m etafísicos y políticos a la vez, que m anufacturaron la noción de “p ersona” ordenada po r esta autorización, las dos íntim am ente vinculadas al co n ­ cepto de representación. C on un acento muy especial sobre ese asunto sinuoso que, desde M esm er hasta Freud y Lacan, pasando por m uchos otros, habrá corrido, lejos de los avatares de la ciudadanía, bajo la cu ­ bierta de una extraña “relación” , ya que ése fue el térm ino invariable que, desde M esm er, les sirvió a todos y a cada uno para d esignar el vínculo entre el m agnetizador y el m agnetizado, el hipnotizador y el hipnotizado. M anteniendo de este m odo desunidos, y sin em bargo entretejidos aquí y allá esos hilos disím bolos, adm itirem os progresivam ente que la “ no relación” del analista y del p oder de E stado no tiene nada de un olvido reparable en este últim o, o de una actitud de filibustero de altura en el prim ero. Q ue su ignorancia recíproca se debe a dos políticas diam e­ tralm ente opuestas sobre un m ism o eje: allí donde el Estado confunde, no sin razón y pertinencia, a la tercera persona con una finalidad in­ cuestionable en la cual se resuelve com o en su punto de fuga perspectivo (el bien com ún), el análisis, con sólo abrir el escenario transferencial, rem ite a sus actores a las condiciones de producción de esta tercera persona. L ejos de tom arla de entrada por lo que pretende ser: un dato separado, revela llegado el caso su naturaleza artificiosa, su indefinido despliegue. Y así, en ese punto estratégico de la finalidad p o r la cual esta tercera persona posiblem ente se individua, el analista y el p oder de E stado se dan la espalda. M ejor es saber cóm o y por qué.

Capítulo I

La duplicidad del analista Las concepciones de la transferencia elaboradas en el cam po del p si­ coanálisis im plican una dualidad, incluso una duplicidad de la persona que ocupa ese lugar, llam ado por m om entos “del analista” , y p o r m o­ m entos “del m édico” . Se trata de una duplicidad constitutiva en la m e­ d ida en que el que resulta ser el blanco de este conjunto com plejo de sentim ientos, de representaciones y de afectos d iversos y variados recubiertos por la palabra “transferencia”, se presenta a él m ism o com o no confundiéndose con ese blanco; a lo m ucho, hace lo necesario para autorizar, para facilitar su surgim iento, pero sería un com pleto error de entrada si él se identificara con esa form ación que proviene exclusiva­ m ente, a prim era vista, del paciente. A ntes de servir para describir lo im portante de la relación an a lis tapaciente, la palabra Ü bertragung (transferencia) sólo es utilizada p o r F reud para designar de qué m anera una representación tom a otra a su cargo, en la m ayoría de los casos de m anera indebida por lo que se refiere a la racionalidad aparente del vínculo forjado de ese m odo, en la m edida en que el funcionam iento inconsciente dom ina y regula la o pe­ ración. En el año de 1895, la palabra Ü bertragung se encuentra así muy cercana, y casi se confunde con la expresión fa lsc h e Verknüpfung, un “falso anudam iento ” .1 El ejem plo que Freud extrae en ese m om ento de su lectura de la prensa francesa para ilustrar la cosa no necesita com en­ tario: unos cam pesinos franceses asisten por prim era vez a una reunión de la cám ara de D iputados el d ía en que una m áquina infernal, colocada por los anarquistas, explota ruidosam ente, ju sto al final de un discurso. C om o la bom ba no p rovocó daños detectables, nuestros hom bres co n ­ cluyeron sin am bages del hecho que así se anuncia protocolariam ente el final de cada discurso en este hem iciclo, tan prestigioso para ellos.

1. Ver la aparición del término al final de los Estudios sobre la histeria, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed„ 1987, tomo II, pág. 306.

Al hacer esto, efectúan (según Freud) un “falso enlace ” 2 característico, por pura contigüidad. D el m ism o m odo (¡o casi!), el sueño según la Traum deutung realiza unas transferencias, Ü bertragungen (se observará de inm ediato el p lu­ ral). Cuando la censura, por la razón que sea, im pide el paso a una representación reprim ida, ésta - q u e por sí m ism a presiona irreversible­ m ente hacia su “devenir conciente”- se consigue un representante, en este caso otra representación, consciente esta vez, que, por algún rasgo, valdrá por la que no puede tener acceso a la conciencia. Es el destino de los restos d iurnos, de esas representaciones cualesquiera encontradas principalm ente en la actividad psíquica de la víspera, que servirán para expresar todo lo que no puede hacerlo directam ente, a causa del funcio­ nam iento encriptado del sueño. En esos prim eros tiem pos de las elabo­ raciones freudianas, la noción de Ü bertragung sigue siendo, por lo tan ­ to, b astan te c e rcan a a la de E n tste llu n g (d efo rm ació n ) y a la de Verschiebung (desplazam iento). L a transferencia es la figura por la cual una representación es al m ism o tiem po desplazada y deform ada, pero éstos no son m ás que tanteos conceptuales, pues muy pronto y a no se tratará de una m ism a representación que m igra y se transform a, sino del establecim iento de un vínculo entre dos representaciones, vínculo que vuelve a la representación preconsciente o consciente la represen­ tante, en el sentido político del térm ino, de la que perm anece p rohibi­ da, inhibida, reprim ida: inconsciente. D e m anera que cuando Freud se ve obligado a tom ar nota de los víncu­ los afectivos im petuosos que encuentra en sus pacientes (de am bos sexos), com o está decidido a no atribuirle sus éxitos únicam ente a su persona, tiene al alcance de la mano, preparado, el aparato m ínim o para describir lo que ocurre: el “m édico”, el “analista”, debe en ten d er­ se en esa situación com o, digam os, un “gran” resto diurno (o más bien un potencial de restos diurnos). O frece por él m ism o, por sus rasgos, sus m aneras, su postura, su voz y las mil particularidades de su p resen­ cia con respecto a su paciente, lo que va a perm itir que las rep resen ta­ ciones reprim idas de este últim o se expresen, y cada una se enganchará transferencialm ente a tal o cual rasgo del m édico. L a transferencia (tal com o se entiende hoy, en tanto que elem ento clave de la relación analista/ analizante) nació de este cruce entre, por un lado, un sistem a de rep re­

2. También podremos leer sobre ese tema en la larguísima nota de las páginas 8890 de los Estudios sobre la histeria, op. cit., donde Freud detalla ampliamente un caso de “falsa asociación” en Emmy von N..., así com o las definiciones que da de la “m ésalliance” [“alianza inconveniente”] (en francés en su texto), pág. 307 de la misma obra.

sentaciones donde una le delega a otra el poder de representarla y, por el otro, un m ovim iento afectivo que prim ero se declaró bajo la fo rm a del amor. P ara percibir correctam ente la pertinencia de esta co rrela­ ción, antes que nada nos preguntarem os por qué Fréud escogió con tanta frecuencia presentarla bajo la tonalidad de la sorpresa.

I. 1. La fa lsa sorpresa freudiana A un que de m odo m ás o m enos m arcado dependiendo de la dirección de sus diferentes escritos sobre el tem a, esta dim ensión de surgim iento inopinado de la transferencia se desarrolla en general bajo la p lu m a de Freud del m odo siguiente: durante su explicación de los síntom as, d o n ­ d e se descubre sucesivam ente la representación patógena, la represión y las resistencias, y todas las num erosas elaboraciones qu e acom pañan el em pleo de esos térm inos, de repente surge aquél que no nos esp erá­ bam os. Todo iba, de verdad, bastante bien, y paf: una nueva dificultad aparece, todavía m ás abrupta que las anteriores, incluso si pronto nos enteram os de que va a revelarse com o un valioso auxiliar, in dispensa­ ble, a decir verdad. Es, de m odo ejem plar, el caso en uno de los principales textos de Freud sobre el tem a, su vigesim oséptim a conferencia, titulada: La transferen­ cia. El núm ero de la conferencia ya dice bastante: dado qu e sólo (!) son veintiocho, es por lo tanto la penúltim a, y la transferencia adquiere en ella, de entrada, un aire de lechuza de M inerva. D urante los dos p rim e­ ros tercios de la conferencia, nuevam ente, no dice ni una palabra sobre el tem a anunciado. El term ino m ism o está escondido, y no será objeto de ninguna aclaración en las veintiséis conferencias anteriores. P rim e­ ro se ofrece al descubrim iento el funcionam iento de la “terapia an alíti­ ca”, cóm o se trata en ella de “volver conciente lo inconsciente”, si esa terapia m erece ser llam ada “causal” o no, el problem a llam ado clásica­ m ente “de la doble inscripción” , las dificultades debidas a las resisten ­ cias que se oponen de diversas m aneras a los objetivos terapéuticos, el pro blem a de la sugestión, cuando de repente Freud exclam a, en una frase nom inal hecha a propósito para abrir el apetito: “Y ahora, los hechos” [U nd nun die Tatsache]. ¿Q ué “hechos” ? M isterio. N uevam ente, Freud, que no escatim a sus efectos, previene que a pesar de innegables éxitos, su terapia sufre fra­ casos im previsibles con ciertas categorías de pacientes: Esos pacientes, paranoicos, melancólicos, aquejados de demencia pre-

coz, permanecen en conjunto impasibles e inmunes contra la terapia psicoanalítica. ¿Porqué será así? Nos encontramos aquí ante un esta­ do de hecho [7iii.rai.7ii] que no comprendemos3 [...].

Sólo en ese m om ento aparece un “segundo hecho pa ra el cual no estábam os de ninguna m anera preparados”.4 A saber que, después de cierto tiem po, conviene observar que los enferm os, aquéllos a q u ie­ nes Freud acaba precisam ente de llam ar “ nuestros histéricos y nuestros obsesivos” , se com portan “hacia nosotros [gegen uns] - e s c r ib e - de una m anera m uy particular.” Tendrem os que esperar todavía alrededor de cuatro páginas para poder leer la palabra m ism a: Llamamos transferencia a este nuevo hecho que tan a regañadientes ad­ mitimos. Creemos que se trata de una transferencia de sentimientos sobre la persona del médico, pues no nos parece que la situación de la cura avale el nacimiento de estos últimos .5

El ejem plo genérico que Freud tom a entonces para darse a entender es típico de un repliegue realizado desde el com ienzo, y del que será d ifí­ cil deshacerse luego: “Si se trata de una m uchacha o de un hom bre bastante jov en entonces sí -p ro s ig u e - se po d ría considerar “nor­ m al” el enam oram iento que parece tener lugar de ella hacia él. P ero escribe unos renglones más a b a jo - si: [...] esos vínculos tiernos reaparecen siempre, incluso en las condiciones más desfavorables, con desproporciones francamente grotescas, igualmente en la mujer ya anciana y hacia el hombre con barba encanecida, aun allí donde a nuestro juicio no puede tener lugar ninguna atracción, entonces tenemos que abandonar la idea de un azar perturbador y reconocer que se trata de un fenómeno relacionado con la naturaleza misma del estar enfer­ mo en lo más íntimo que tiene [dem Wesen des Krankseins selbst im Innersten ].6

3. S. Freud, “Le transfert”, 27" conferencia, in La Transa, n° 8/9, París, marzo de 1986, pág. 50. [Otra traducción al español: S. Freud, “La transferencia”, 27“ conferencia, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1987, tomo XVI, pág. 398. Hemos optado por traducir directamente del francés cuando algún argumento se juega con el texto tal como había sido traducido a ese idioma, y tomamos la traducción existente en Amorrortu ed. en los demás casos. N. de T.] 4. S. Freud, “La transferencia”, 27“ conferencia, op. cit., pág. 399, “eine zweite Tatsache [...] au fd ie w ir in keiner Weise vorbereitet waren", el subrayado es mío. 5. Ibid., pág. 402. 6 . S. Freud, “Le transfert”, 27’ conferencia, in La Transa, op. cit., pág. 58. [En español: “La transferencia”, 27“ conferencia, op. cit., pág. 401-402]

Por m ás inverosím iles que se vuelvan esos vínculos tiernos, y a pesar del privilegio otorgado a las relaciones heterosexuales gracias a las cuales conviene de entrada el vocabulario del am or ,7 Freud, con todo, no evita el asunto po r m ucho tiem po: ¿Qué ocurre con los pacientes masculinos? Tendríamos derecho a esperar que en este caso nos sustraeríamos de los enfadosos efectos de la diferen­ cia de sexos y la atracción sexual. Pero no; nuestra respuesta es que no ocurre nada muy diverso que en el caso de las mujeres. El mismo vínculo con el médico, la misma sobreestimación de sus cualidades, el mismo abandono al interés de él y los mismos celos hacia todo cuanto lo rodea en la vida.

A penas se ha em plazado esta om nipresencia del am or en el “hecho” de la transferencia, nos enteram os, en el m ism o párrafo, de la existencia de una form a de transferencia “hostil, o negativa”. Pero cualquier lec­ to r paciente de Freud sabe que la am bivalencia de los sentim ientos es una especie de piedra de toque de su doctrina, y la existencia -tam b ién “fáctica” , sup o n g ám o slo - de esa negatividad de sentim ientos no p u e­ de, bajo su plum a, m ás que reforzar ese cuadro en el cual transferencia y a m o r se confunden. D e ah í su decepción de científico cuando se im ­ p one sem ejante realidad, sem ejante “hecho” , en una cura con aparien­ cias hasta ese m om ento casi quirúrgicas: [...] semejante confesión nos toma por sorpresa; se dilía que echa por tierra nuestros cálculos. ¿Puede ser que hayamos omitido en nuestro plan­ teo los pasos más importantes? Y de hecho, a medida que nos adentramos en la experiencia, menos pode­ mos negarnos a esta enmienda vergonzosa para nuestro rigor científico .8 7.

Más caricaturesca aún se presenta la introducción al fam oso texto “Observations sur l ’amour de transfert” [“Puntualizaciones sobre el amor de transferencia”]: “Entre todas las situaciones que se presentan, sólo citaré una, particularmente bien circunscrita, tanto a causa de su frecuencia y de su im­ portancia real como por el interés teórico que ofrece. Me refiero al caso en que una paciente (weibliche Patientin), ya sea por medio de transparentes alusio­ nes, ya sea abiertamente, da a entender que, al igual que cualquier simple mujer mortal (sterbliches Weib), se ha enamorado de su médico-analista (ianalysierenden Artz)”, en La technique psychanalytique, París, PUF, 1970, pág. 116, Trad. al francés de A. Berman revisada. [Otra traducción en español: “Puntualizaciones sobre el amor de transferencia”, en Trabajos sobre técnica psicoanalítica, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1987, tomo X ll, pág. 163.] 8 . “A ber ein solches Gestándnis Uberrascht uns: es wirft unsere Berechnungen über den Haufen. Konnte es sein, dab w irden wichtigsten Posten aus unserem Ansatz weggelassen haben? Vnd wirklich, je w eiter w ir in der Eifahrung

El tono em pleado aquí no deja de evocar una am arga decepción que puede verse en cierta form a de galanteo: alguien, que andaba com o especialista impasible de las cuestiones del amor, se encuentra muy a su pesar enredado justam ente en esos sentimientos que tenía planeado ahorrarse. Sería fácil m ultiplicar aquí las citas en las cuales Freud ubica en la categoría de la sorpresa la aparición de la transferencia. “F enóm eno inesperado” (en esa 27a conferencia), “untow ard event" escribe en in­ glés cuando com enta la transferencia de A nna O. sobre B reuer ,9 “una com plicación inesperada surge ” ,10 confiesa en el m om ento de p resen­ tar el desarrollo de u na cura a un “interlocutor im parcial” : con la trans­ ferencia, podríam os creer que surge el perfecto arru in a-cu ras, aquél que no nos esperábam os. Y sin em bargo, para nuestra sorpresa esta vez, estaría igualm ente per­ m itido reunir otras citas que m uestren exactam ente lo contrario: sem e­ ja n te transferencia no podía no sobrevenir. [...] un análisis sin transferencia -escribe Freud en la Selbstdarstellunges una imposibilidad. No se crea que la engendra el análisis y únicamente se presenta en él, pues éste sólo la revela y aísla. La transferencia es un fenómeno humano universal, decide sobre el éxito de cada intervención médica y aun gobierna en general los vínculos de una persona con su ambiente humano ...11

¿A h, sí? ¿A sí de trivial es la cosa? Igualm ente, en la introducción de su artículo “Sobre la dinám ica de la transferencia” , escrito y publicado en 1912, Freud no titubea al escribir: D eseo agregar aquí algunas observaciones que permitirán que se com ­ prenda que la transferencia se produce inevitablemente [notwendií;] en una cura psicoanalítica [...]12

kommen, desto weniger kiinnen w ir dieser fü r unsere Wissenchaftlichkeit beschdmenden Korrektur widerstreben.”, S. Freud, “La transferencia”, 27° conferencia, op. cit., pág. 401. 9. S. Freud, Contribuciones a la historia del movimiento psicoanalítico, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1986, tomo XIV, pág. 11. 10. S. Freud, La questión de l'analyse profane [La cuestión del análisis profa­ no ], París, Gallimard. 1985, pág. 97. [Otra traducción al español: ¿Pueden los legos ejercer el análisis?, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1988, tomo XX.] U .S . Freud, Presentación autobiográfica, O bras Com pletas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1988, tomo XX, pág. 40. 12. S. Freud, La technique psychanalytique, op cit., pág. 50. [Otra traducción al español: Sobre la dinámica de la transferencia, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1987, tomo XII, pág. 97.]

Pero entonces, si se reconoce que dicho factor form a parte h asta ese p unto del orden de las cosas, ¿por qué diablos conservar las tonalida­ des de la sorpresa, por qué m ezclarlas con tanta constancia (ése es el caso hasta el final de la obra) con las de la im placable lógica? ¿N os estarem os enfrentando, con esta curiosa postura enunciativa de Freud, a la pareja C ándido-Pangloss, donde uno grita com o un descosido frente a la m iseria y la injusticia del m undo para que el otro le despliegue cada v ez con m ay o r fu e rz a las p erfec tas d isp o sicio n e s de la A rm o n ía preestablecida y sus im periosas necesidades?

1.1.1 “Meine Person ” C uando, por ejem plo, al final de la prim era parte del fam oso capítulo V II de La interpretación de los sueños, Freud se ocupa en ju stificar Iet' regla fundam ental llam ada de asociación libre, observa que equivale al le v a n ta m ie n to de lo que él lla m a u n a re p re se n ta c ió n -m e ta , u n a Z ielvorstellung. El discurso conciente habitual, en efecto, tiende co ­ m únm ente hacia una representación, anim ada por cierto “querer-decir” que, en el m ejor de los casos, ordena la secuencia de las frases. E so es exactam ente lo que Freud les pide a sus pacientes que no hagan, para privilegiar, por el contrario, la Einfall, la idea lateral e im prevista que b usca atravesarse en el discurso orientado por una m eta. A nota, sin em bargo, dos excepciones regulares: Cuando le pido a un paciente que no reflexione y me diga todo lo que se le pase por la cabeza [alies Nachdenken fahrenzulassen], planteo en prin­ cipio [ j o halle ich die Voraussetzung fest] que no puede dejar que se vayan [nicht fahrenlassen kahn] las representaciones-meta del tratamien­ to, y considero que debo encontrar una relación entre las cosas en aparien­ cia más inocentes y más fortuitas que podrá decirme sobre su estado. Hay otra representación-meta que el paciente no sospecha; ist die meiner P erson.13

L a antigua traducción francesa de M eyerson es, respecto a esto, fría­ m ente (y falsam ente) objetiva, contentándose con: “es la persona de su m édico” . Strachey, tam bién muy incóm odo, pero más audaz a pesar de

13. S. Freud, L ’inteprétation des reves, París, P.U.F., pág. 452, traducción revisa­ da. Texto alemán: Die Traumdeutung, Studienausgabe, vol. 11, Frankfurt, Fischer Verlag, 1972, págs. 508-509. [Otra traducción al español: La interpre­ tación de los sueños (segunda parte), O bras Com pletas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1988, tomo V, pág. 525.]

todo, escoge perm anecer fam iliar: one relating to m yself . 14 Pronto ve­ rem os que no hay prácticam ente razón para confundir “la persona del m édico” , “die m einer P e rso n ” y “m y s e lf’. E sta doble discreción de Freud con respecto al funcionam iento de la regla fundam ental, que p o r otro lado se supone que no tiene falla, dice m ucho sobre su concepción de la transferencia, al m enos en esa época (pero a lo largo de m últiples reediciones, él no ju z g ó necesario realizar el m enor retoque al respecto). P or un lado, se reserva el derecho de recordarle al paciente - y con seguridad aún m ás a la p a c ie n te - que está allí para un tratam iento, que no conviene que pierda de vista esa repre­ sentación-m eta (cuando todas las dem ás deben por el contrario ser m antenidas a raya); y, po r otro lado, sabe (pero entonces, una vez más, ¿por qué los tonos de sorpresa?), sabe, digo, que ese m jsm o paciente, esa m ism a paciente no dejan de m antener, aunque m ás no sea sin saber­ lo, pensam ientos hacia su persona. Veamos esto con m ás detalle, si­ guiendo la dirección del m étodo freudiano, que pasa p o r el ca so .15

1.1.2. “Mi capitán” P or suerte, se han editado las notas cotidianas tom adas p o r Freud en su análisis de quien m ás tarde habría de llam arse “El hom bre de las ratas” . A sí que llega el jueves 3 de octubre de 1907, día de la segunda sesión. Con ocasión de la prim era, el día anterior, Freud le com unicó a su p a­ ciente las “dos condiciones principales” del tratam iento: la consigna de asociación libre, y el hecho de no tom ar ninguna decisión im portante m ientras duren las sesiones, lo que Freud llam a en ese m om ento (¡en nuestros días lo tenem os un poco olvidado!) la regla “de abstinencia” . E se jueves, acostado en el diván, el que no se llam a todavía el hom bre de las ratas se lanza al relato de su encuentro fortuito, con ocasión de recientes m aniobras m ilitares, con un capitán checo de quien precisa de inm ediato que “evidentem ente am aba lo cruel ” .16 M ientras com ían ju n ­ tos, ese capitán se había lanzado a su vez en el relato “de un castigo

14. S. Freud, The interpretation ofD ream s, trad. James Strachey, Penguin Books, 1982, pág. 679. 15. Sobre este punto, cfr. Jean Allouch, “De la méthode freudienne”, in Freud, et puia Lacan, París, EPEL, 1993, muy especialmente las páginas 46-56. [En español: Freud, y después Lacan, Buenos Aires, EDELP, 1994, págs. 45-58] 16. S. Freud, -4 propósito de un caso de neurosis obsesiva (el “Hombre de las R atas’’), Obras Com pletas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1988, tomo XIV, pág. 133.

particularm ente terrible, em pleado en O riente” . A hora sigam os a Freud al pie de la letra: Aquí se interrumpe, se pone de pie y me ruega dispensarlo de la pintura de los detalles. Le aseguro que yo mismo no tengo inclinación alguna por la crueldad, por cierto que no me gusta martirizarlo, pero que naturalmente no puedo regalarle nada sobre lo cual yo no posea poder de disposición.

¿S obre qué dice Freud no tener poder? Sobre el hecho de que lo que se presentó en la m ente de su paciente efectivam ente se le presentó. A hora bien, se acordó ju sto el día anterior que cualquier cosa que llegara se d iría ip so fa cto . Freud m arca entonces aquí su retiro de la cortesía y de la benevolencia que buscarían que se le ahorre al otro cualquier displacer, ju zg án d o lo conjuntam ente “inútil” , y se atiene firm em ente a su regla. Pero, ¿de qué nos enteram os cinco páginas más adelante, siem pre en el relato de esta m ism a sesión del 3 de octubre? A Freud la cosa le parece lo bastante im portante com o para subrayarla él mismo: En un momento dado, cuando le hago notar que yo mismo no soy cruel, reacciona llamándome “mi Capitán”. 11

E n su redacción definitiva del caso, Freud es todavía m ás explícito: [...] al final de esta segunda sesión, [el paciente] se comportó com o ato­ londrado y confundido. Me dio repetidas veces el trato de “[mi] Capitán”, probablemente porque al comienzo de la sesión le había señalado que yo no era cruel como el capitán N., ni tenía el propósito de martirizarlo inne­ cesariam en te [u n n ó tig e r w e is e ],18

E sto no dice nada sobre torm entos eventualm ente “útiles” cuya exis­ ten cia Freud protegería, o pone m uy poca atención, por el contrario, a la “utilidad” de la crueldad del capitán N ..., la m ism a que ocasiona en el hom bre de las ratas esas violentas sensaciones que Freud describe com o “el horror de un goce ignorado p o r él m ism o”. C om o sea, lo esencial de lo que busco ubicar aquí sobre la transferencia está dado en este sainete: po r una parte, Freud no se tom a de ningún m odo por el capitán cruel (y no duda en decírselo a su paciente), quien le contesta de in m e­

17. S. Freud, L ’homme aux rats. Journal d ’une analyse [E l hombre de las ratas. Diario de un análisis], París, PUF, 1974, pág. 41. [Las ediciones en español (Amorrortu ed., Tomo X, y Ed. Nueva Visión, Los casos de Sigmund Freud, tomo 3) no tienen sesiones anteriores al día 10 de octubre.] 18.Id., A propósito de un caso de neurosis obsesiva, op. cit., pág. 135, versión revisada.

diato, y no sin pertinencia, que precisam ente él sí lo tom a por ese capi­ tán. Y si Freud inscribe de entrada en sus notas esa reacción de su paciente y la subraya, para luego, en su exposición pública, darle tan poco m isterio, es en efecto porque percibe que esta réplica repetitiva del hom bre de las ratas es su últim a palabra. E sta serie de intercam bios introduce m ucho m ejor a la cuestión de la transferencia que la historia de la prim era paciente que se echó un día al cuello de Freud declarándole su ardor. L a prim era respuesta de Freud, ante la dem anda de su paciente de pasar discretam ente por alto todas sus bajezas, se apega a la regla que se había prom ulgado el día anterior: Superar sus resistencias -prosigue dirigiéndose siempre a su paciente jus­ to después de haberle dicho que no podía dispensarlo- es una orden [Gebot] de la cura a la que no podemos sustraernos.|l>

¿Q ué diablo im pulsa a Freud a em plear aquí la palabra “G ebot” , que ciertam ente no pertenece solam ente al lenguaje m ilitar, pero con todo se encuentra en él? Pues si bien queda excluido tam bién perentoriam ente sustraerse a tal Gebot, bastará con im aginarla com o fuente de displacer para hablar de... ¡suplicio! L a respuesta, tranquilam ente inexorable, de Freud (“Lo que se le ocurrió es lo que se le ocurrió, yo no puedo hacer nada al respecto” ) u bica la llegada de los pensam ientos a la m ente en el nivel de la llegada de las ratas al ano. Pensem os solam ente aquí en el suplicio de las ratas con este pequeño agregado: las ratas podrían elegir entre precipitarse dentro el ano del supliciado o huir (o quedarse en el tarro). D e ser sádica, la historia se vuelve escatológica, vagam ente in­ decente; le otorga la m ayor im portancia a la psicología ratil y d eja a nuestro hom bre de las ratas exilado de este “goce ignorado por él” . No. L a historia no funciona, no m erece su calificativo de sádica (y no tiene interés para el paciente de Freud) m ás que si las ratas no tienen opción. N ingún cuestionam iento deberá realizarse al respecto, so pena de des­ bandada inm ediata. Pero el m étodo de asociación libre debe tam bién ser im posible de frenar, o si no, no es nada.

1.1.3. La martingala infalible de la asociación libre N o deseo recorrer enteram ente ese tópico de la historia del psicoanáli­ sis: ¿cóm o llegó Freud a em plazar este m étodo llam ado de la “asocia­

ción libre” , que le perm itió abandonar la hipnosis. Sin em bargo, d eb e­ mos regresar a ello para, al ilum inarlo de cierta m anera, m ostrar su punto de enganche con el desencadenam iento de la transferencia. Esta sólo se im pone en efecto al térm ino de una serie de fracasos suce­ sivos, relacionados todos con la concepción traum ática que Freud se construye entonces con respecto de la etiología de la neurosis. L a cosa com ienza con el descubrim iento penoso de los lím ites bastante estre­ chos de la hipnosis, pero en un m ovim iento característico del propio Freud: en un prim er m om ento, se contenta con pensar que no es un buen hipnotizador, y que otros operan m ejor que él. C om o siem pre, un caso vendrá a probarle lo fundam entado de las prevenciones que m an ­ tiene respecto a eso: una de sus pacientes recae regularm ente al cabo de algún tiem po tras cada uno de sus tratam ientos hipnóticos, y Freud se dice que no logra hacerle alcanzar el grado m áxim o de hipnosis que su caso requiere, el de sonam bulism o con am nesia. Pero B ernheim , p o r su parte, gran m aestro de la hipnosis, ¡Bernheim seguram ente lo lograría! Y durante el verano de 1889, Freud y su paciente con un nom bre tan prom etedor ,20 lo bastante acom odada com o para hacer el viaje, se van cam ino a N ancy. ¡Qué va! El gran B ernheim tropieza tam bién: Pues bien; Bernheim intentó con ella varias veces [lograr que alcanzara el nivel de sonambulismo con amnesia], pero no obtuvo más. Me confesó llanamente que él alcanzaba los grandes éxitos terapéuticos mediante la sugestión sólo en su práctica hospitalaria, no con sus pacientes priva­ dos .21

A sí que el problem a no está com pletam ente del lado de los talentos del hipnotizador. P or entonces, pasa por el consultorio de Freud cierto nú­ m ero de pacientes histéricas a quienes aplica con m ayor o m enos suerte algunas sesiones de hipnosis, cuando llega fra u le in Elisabeth: En el caso de la señorita Elisabeth -escrib e-, desde el comienzo me pare­ ció verosímil que fuera conciente de las razones de su padecer; que, por lo tanto, tuviera sólo un secreto, y no un cuerpo extraño en la conciencia. [...] Al comienzo podía, pues, renunciar a la hipnosis, con la salvedad de

20. Su verdadero nombre era Anna von Lieben. ¡No es un invento! Inmediata­ mente después del fracaso de Bernheim, Freud la envió también a París a ver a Charcot. No sabemos si el gran hombre tuvo más éxito que los otros dos... Cfr. Jacqueline Carroy, Hypnose, suggestion et psychologie [Hipnosis, su­ gestión y psicología], París, PUF, 1991, pág. 187. 21. S. Freud, Presentación autobiográfica, op. cit., pág. 17.

servirme de ella más tarde si en el curso de la confesión hubieran de surgir unas tramas para cuya aclaración no alcanzara su recuerdo.22

Vemos aquí, entonces, a la hipnosis reducida (com o la coca en su m o­ m ento 23 ) al papel de coadyuvante. A hora bien, con E lisabeth, que es tan seria, la cosa se resiste firm em ente: “Vea usted - le dice ella [cada vez que él se ve llevado a recurrir a la hipnosis]- no estoy dormida, no me pueden hipnotizar”,.24

Freud recurre entonces a un procedim iento especial, muy controverti­ do entre los hipnotizadores: toca a su paciente. En la p ostura delicada en que ella lo coloca con sus rechazos reiterados, saca su últim o as y pone las m anos en su frente, siguiendo la técnica que había utilizado con M iss Lucy: Así, cuando llegaba al punto en que a la pregunta: “¿Desde cuándo tiene usted este síntoma?” o “¿A qué se debe eso?”, recibía por respuesta: “Real­ mente no lo sé”, procedía de la siguiente manera: Ponía la mano sobre la frente del enfermo, o tomaba su cabeza entre mis manos, y le decía: “A ho­ ra, bajo la presión de mi mano se le ocurrirá. En el instante en que cese la presión, usted verá ante sí algo, o algo se le pasará por la mente como súbita ocurrencia, y debe capturarlo. Es lo que buscamos. -Pues bien; ¿qué ha visto o qué se le ha ocurrido?” 25

Pero E lisabeth persevera en su indocilidad, ella que al inicio parecía poder prescindir de toda hipnosis. Y F reud, quien continúa no co nside­ rándose un terapeuta irresistible, se dice que decididam ente hay días buenos y días m alos .26 Sin em bargo, observó que los fracasos ocurrían sobre todo cuando E lisabeth estaba de buen hum or, m ientras que la im posición de las m anos funcionaba siem pre cuando estaba de mal hum or. Y adem ás, su buen hum or vira al m alhum or cuando se m uestra

22. Id., Estudios sobre la histeria, op. cit., pág. 154. 23. Sobre este largo y apasionante episodio de Freud y de la coca, referirse al capítulo de Jean Allouch: “Freud coquera”, Letra p o r letra, B.uenos Aires, Edelp, 1993, págs. 25-40. 24. S. Freud, Estudios sobre la histeria, op. cit., pág. 160. 25. Ibid., pág. 127. Un pequeño detalle al pasar: cuando la presión cesa es cuando se espera que se presente la idea. La sucesión se impone de entrada a la contemporaneidad. Sobre esta práctica del “toque en la frente”, presente en Liebeault, Bernheim y Noizet (su inventor), ver R. Roussillon, Du baquet de Mesmer au “baquet" de Freud [de la cubeta de Mesm er a la "cubeta" de Freud], París, PUF, 1992, pág. 103. 26. “Las primeras ocasiones en que apareció esta contumacia acepté interrumpir el trabajo so pretexto de que el día no era propicio; otra vez sería.”, Ibid., pág. 167.

refractaria. Freud se encuentra entonces ante una especie de ecuación: buen hum or + rechazo = m alhum or. C oncluye de ello lo siguiente, que tiene un gran peso en nuestra balanza: Me resolví entonces a suponer que el método nunca fracasaba, y que bajo la presión de mi mano Elisabeth tenía siempre una ocurrencia en la mente o una imagen ante los ojos, pero 110 todas las veces estaba dispuesta a comunicármela, sino que intentaba volver a sofocar lo conjurado [...] Pro­ cedí entonces como si estuviera enteramente convencido de la confiabilidad de mi técnica. Ya no lo dejé pasar cuando ella aseveraba 110 ocurrírsele nada. Le aseguraba que por fuerza algo se le había ocurrido; acaso ella 110 le había prestado suficiente atención .27

Se efectúa un salto esencial, y de inm ediato Freud lo extiende m ucho m ás allá de la particularidad del caso: [...] o bien ella había creído que su ocurrencia no era la pertinente. Y le decía que esto último no era cosa de su competencia; estaba obligada a mantener total objetividad y a decir lo que se le pasara por la cabeza, viniera o no al caso. Por último, que yo sabía con certeza que algo se le había ocurrido; ella me lo mantenía en secreto, pero nunca se libraría de sus dolores mientras mantuviera algo en secreto. Mediante ese esforzar conseguí que realmente ninguna presión resultase ya infructuosa. Me vi precisado a suponer que había discernido de manera correcta el. estado de la cuestión, y a raíz de este análisis cobré de hecho una confianza absoluta en mi técnica,2H

E sto es m uy apropiado para escandalizar a quienquiera que se co n ten ­ tara con ver en ello una inducción errónea, acom pañada por una intim i­ dación feroz (“ [...] nunca se libraría de sus dolores m ientras m antuviera algo en secreto”), ese “pasaje en el lím ite” es, sin em bargo, una pieza d ecisiva del m étodo freudiano .29 ¿P or qué un juicio tan arriesgado, e in c lu so tan a b ie rta m e n te falso , si só lo se tra ta b a d e e n te n d e rlo factualm ente? Es la única salida que Freud encuentra para poner térm ino a la pulseada que lo vincula con su paciente, al m enos en la m edida en que él sabe que este últim o, fatalm ente, se opondrá en algún m om ento a su terapeu­ 2 7 .Ibid., pág. 168. 28. S. Freud, Estudios sobre la histeria, op. cit., pág. 168. Los subrayados son míos. 29. Que volvemos a encontrar sin demasiadas dificultades en la otra afirmación teórica del mismo periodo: todo sueño es una realización de deseo. Tomado factualmente, este enunciado parece difícilmente aceptable. Si no olvidamos su íncipit metodológico, en cambio, suena de un modo un poco distinto; si queremos interpretarlo, entonces sí, todo sueño es una realización de deseo.

ta por razones tocantes al objeto m ism o del procedim iento: la repre­ sión. L a resistencia del paciente no puede no ser planteada, correlato inevitable de la definición de la representación inconsciente com o re­ presentación reprim ida que, al m ism o tiem po, aspira por sí m ism a a volverse conciente (es su indispensable costado “rata”), pero ve nueva­ m ente rechazado ese destino p or la instancia m ism a que la relegó fuera de lo conciente, y continúa sin quitarle los ojos de encim a.

I. 1 .4 Una regla metodológica El hallazgo de Freud equivale entonces a a bandonar a l p a cien te en tanto que interlocutor, m anteniéndolo al m ism o tiem po com o hablan­ te. C om o Freud le dice claram ente a Elisabeth: en lo referente a saber si lo que ella va a decir tiene o no interés, “esto no era cosa de su com pe­ tencia” . Esa brutal descalificación del juicio en aquél o aquélla de quien se espera la “confesión” es ante todo m etodológica en la m edida en que im parte a cada uno el papel que deberá desem peñar en la distribución de la palabra. Pero, a fin de cuentas, ¿qué es una “regla m etodológica” ? Cuando un estudiante se lanza en la resolución de un problem a de física relativo a un sistem a determ inado, se encuentra en la obligación de em pezar su dem ostración con estas palabras: “C onsidero al sistem a x (luego viene una descripción som era del sistem a y de sus com ponen­ tes) com o aislado físicam ente.” Sin em bargo, todo el m undo sabe, em ­ pezando por el alum no y su profesor, que ningún sistem a está nunca verdaderam ente aislado “físicam ente” , aunque más no sea en razón de la om nipresente gravedad y por el hecho de que necesita “reposar” , de alguna m anera, sobre otra cosa. Y sin em bargo, cada vez que se quieren estudiar las fuerzas en juego dentro de un sistem a dado (una construc­ ción m etálica, un sistem a biela-m anivela, etc.), conviene circunscribir­ lo “aislándolo” así, no físicam ente, sino m etodológicam ente. Y no se trata aquí de una pura fla tu s vocis pues, a lo largo de la solución del problem a, será necesario, consecuentem ente, im pedirse traspasar la circunscripción prim era que constituirá entonces ley por el sim ple h e­ cho de haber sido enunciada com o ta l. L a “regla fundam ental” del p si­ coanálisis viene en este lugar. M ientras Freud se tom a el pulso (y por lo tanto se busca coadyuvantes) para saber si va a ganar en la lucha contra las fuerzas de la represión o no, se encuentra en la postura en que estaba durante su experim enta­ ción sobre la cocaína, cuando m edía con el dinam óm etro su “fo rm a” del día, prim ero sin coca, luego con coca. E sto lo llevó a darse cuenta

de que la coca le perm itía volver a alcanzar su form a m áxim a p recisa­ m ente cuando no se encontraba en el m áxim o, pero que, p o r el co n tra­ rio, la m ism a dosis sólo ten ía poco efecto cuando ocurría que estaba naturalm ente “en su m ejor form a” . El asunto se reduce ahora a un co m ­ bate entre él (y sus diversos m edios técnicos) y su paciente, quien no pu ede ser planteado aparte de su patología, com o es el caso con bastan ­ te frecuencia en m edicina. A hora bien, si el inconsciente es efectiv a­ m ente lo que Freud im agina entonces al respecto, queda excluido ap o s­ tarlo todo a la cooperación del paciente. E stá claro que es im portante, que sin ella no se hará nada, pero contentarse con ella sería fatal. Por eso conviene p la n tea r m etodológicam ente el enunciado de acuerdo con el cual la palabra del p aciente ya no le pertenece. Esto no pu ed e ser del orden del m ás o del m enos; unas veces le pertenecería, otras veces no le pertenecería. N o. A partir de esto, en el m arco de cada una de las sesiones por venir, el paciente dejará de sopesar en la báscula de lo verosím il y de la conveniencia lo que se presenta p o r sí m ism o. E sa es la regla. Q ue se siga con m ayor o m enor aplicación no cam b iará en nada su naturaleza de regla. En el lugar m ism o de esa exclusión, al m ism o tiem po m etodológica y soberana (soberana por ser m etodológica), la transferencia va a surgir en su doble polaridad, que Freud no deja de atestiguar: prim ero sorpre­ sa, puesto que si la regla hacía caso om iso del paciente com o inter­ locutor, ya no tendría que intervenir en el cam po operatorio delim itado de este m odo m ás de lo que debería hacerlo el paciente bajo el escalp e­ lo del cirujano. Pero tam bién la ausencia de sorpresa, pues este relegam iento del paciente en el papel de proferir una palabra sin ju ic io reitera a su m anera la represión, e im plica una p oderosa reacción. V ista desde ese ángulo, la regla se presenta en efecto en la m ism a dirección de la hipnosis, pues establece (y no dem anda, ni exige, ni obliga) que la ac­ tividad de ju icio crítico del paciente perderá toda posición “m eta” , y será reducida de entrada al nivel de pensam ientos tan cualesquiera com o cualquier otro. Los hipnotizadores no tenían otro objetivo, aunque con una diferencia, sin em bargo; ellos querían hacer ca lla r a esa instancia crítica, reducirla al silencio en el tiem po m ism o de la h ip n o sis ,30 m ien­ tra s q u e F re u d le d a la p a la b ra , c o n te n tá n d o s e co n e s ta b le c e r reglam entariam ente que ya no tiene poder sobre el curso m ism o de la palabra, pues está destinada a hundirse en ese flujo.

30. E incluso más allá, como lo piensan todavía hoy los que se espantan de los poderes de la hipnosis sólo para alojar mejor allí las dulces angustias vincula­ das a la más extrema pasividad...

En general, no se pone la atención suficiente a la naturaleza del pacto que se establece con el enunciado de esta regla, vivida con frecuencia en nuestros días com o una obligación vacía de sentido (¿quién podría decir verdaderam ente sin reservas lo que le viene a la m ente?). Sin com entar m ás ese punto por el m om ento, m e contentaré con anotar la existencia de ese m om ento curioso, aparentem ente paradójico, en que se le exige expresam ente al ju icio del paciente que acepte, con toda conciencia, por lo tanto, una regla que destituye a ese m ism o ju ic io de sus funciones más propias. ¿Se trata acaso de una nueva form a de ser­ vidum bre voluntaria? M e apartaré aquí del estricto com entario freudiano en la m edida en que F reud, obstinadam ente, sostuvo que la transferencia era ante todo una producción de la neurosis. Tal fue el caso, por ejem plo, en su texto decisivo Recordar, repetir y reelaborar (1914), donde d ab a una nueva definición, técnicam ente precisa, de la transferencia: lo que el paciente no consigue recordar a través del m étodo de la asociación libre - y que, sin em bargo, fiel al im pulso del “devenir consciente” , no cesa de aspi­ rar a la ex p re sió n - se pone en acto en el m arco de la relación de tra n s­ fe ren c ia entre analista y paciente. El A gieren, que el inglés acting out traduce lo bastante bien com o para que el español y el francés lo hayan adoptado, aportaba su piedra a la idea freudiana dom inante de acuerdo con la cual la causa de la transferencia debe buscarse en prim er lugar del lado del paciente: lo que él no puede decir (o dar a entender), lo m uestra ,31 nos gustaría decir a la W ittgenstein. H asta el punto que la causa p rim era de la transferencia parecía deber referirse, una vez más, a la “ naturaleza m ism a del ser-enferm o en lo más íntim o que tiene” . A hora bien, sobre este punto, las opiniones de los freudianos posterio­ res cam biaron suficientem ente com o para que al m enos se tom e nota de ellas.

I. 2. El desarrollo de la transferencia D urante la vida de Freud, nada muy estridente se escribiría a propósito de la transferencia; o m ás exactam ente, de la causalidad de la tran sfe­ rencia, pero las experiencias de unos y otros habrían de m odificar, poco

3 1. A cualquier precio que pudiera costarle, a veces. Este valor de la transferencia fue retomado en Más allá del principio de placer, como uno de los tres enig­ mas que conducirían al concepto freudiano de “repetición” en su vínculo con el instinto de muerte.

después de su desaparición, un lienzo que, durante m ucho tiem po, p rác­ ticam ente no conoció más que su pincel. En prim er lugar, en razón de un hecho muy sim ple; pero tontam ente insistente: con lo que muy pronto fue llam ado la “segunda regla funda­ m ental” - l a obligación para todo analista de haber em prendido y lleva­ do a buen puerto un análisis en tanto que p ac ie n te-, los analistas de la “segunda generación” tuvieron que escoger los candidatos que ad m i­ tían a estos “análisis didácticos” . En los diferentes institutos que se crearon entonces en el seno de la I.P.A., siem pre siguiendo m ás o m e­ nos el m odelo del prim er instituto de B erlín, estos didactas se p reo cu ­ paron por apartar de entrada a las personalidades dem asiado p atológi­ cas, tanto del lado de la neurosis com o - y aún m á s - del de la psicosis. A hora bien, al tom ar en análisis a unos individuos que no presentaban en su com portam iento nada que pudiera considerarse com o “neurosis clínicas” , se toparon con la sorpresa (¡ellos tam bién!) de ver que se establecían transferencias que no tenían nada que envidiarle, tanto en su intensidad com o en su “capricho” [“fa n ta is ie ”], a las de los p acien­ tes m ás trastornados. El argum ento de Freud según el cual había que referir en prim er lugar la irrupción de la transferencia a la “ naturaleza m ism a del estar enferm o en lo más íntim o que tiene” , no se sostenía ya. La p rim era en atreverse a decirlo en voz alta fue Id a M acalpine, en un artículo bastante esbozado, pero que habría de hacer época, publicado en 1950 bajo el título: “The D evelopm ent o f T ransference ” .32 Su argum entación es sim ple: la transferencia es desencadenada por la situación de la cura. El (ya) fam oso “m arco analítico” se im pone com o una versión más m oderna de la F reu d ’s che Psychoanalytische M ethode, de acuerdo con el título m ism o del artículo de F reud de 1904, y M acalpine construye su artículo sobre el esquem a, trivial después de esto entre los partidarios del “m arco” , de acuerdo con el cual la frustra­ ción im puesta por el analista produce la regresión, que a su vez d esen ­ cadena la transferencia, que vuelve por su parte posible el tratam iento. P rim ero, ella se tom a el cuidado de establecer claram ente la am bigüe­ dad de Freud en cuanto a la causalidad de la tran sferen cia ;33 por un 32. Ida Macalpine, “The Development o f Transference”, Psychoanalytic Quarterly, 1950, n° 19, págs. 501-539. Este texto sólo fue traducido al francés muy tardíamente, y publicado en la Revue frangaise de psychanalyse, XXXVI, 1972, 3, págs. 443-474. Por otro lado, desde 1939, Michael Balint había atraído la atención de la comunidad freudiana sobre esos problemas a través de sus artículos “On Transference and Counter-Transference” (1939) y “On the Psychoanalytic Training System” (1947). 33. No es lo menos curioso en este largo texto de Macalpine el hecho de verla

lado, pone en fila sin esfuerzo las citas donde él d a a saber, por ejem ­ plo, que “ese carácter particular de Ja transferencia no debe, en co n se­ cuencia, atribuírsele al tratam iento, sino que debe im putársele a la neu­ rosis m ism a del paciente ” ,34 pero apunta qu e él sugiere tam bién, llega­ do el caso, que “el analista debe reconocer que el paciente que se ena­ m ora es llevado a ello por la situación analítica Ida M acalpine, por su parte, se erige claram ente en la abogada de la segunda p o sib ili­ dad, sobre la cual dice que “Freud no la desarrolló ni la precisó” . N os darem os de entrada una idea del tono general del artículo si en tra­ m os en conocim iento de los quince puntos que M acalpine term ina por ordenar unos tras otros para dar cuenta de las causas de la transferen­ cia, contentándose con num erarlas para dar una vaga im presión de o r­ den: I) la supresión del mundo objetal; 2) la constancia del entorno; 3) la rutina inamovible de la ceremonia analítica; 4) la no respuesta del analista en tanto que repetición de situaciones infantiles; 5) la intemporalidad del inconsciente; 6 ) las interpretaciones en un nivel infantil, que favorecen un comportamiento infantil; 7) el papel del yo reducido a un estado inter­ medio entre el dormir y el sueño (por la regla fundamental); 8 ) la disminu­ ción de la responsabilidad social (una vez más a causa de la regla); 9) el elemento mágico de la relación médico-enfermo; 10) la asociación libre, al liberar las fantasías inconscientes del control conciente; 1 1) la autori­ dad del analista; 12) la entera simpatía de otro, seguida por la desilusión y por lo tanto, una vez más, de regresiones; 13) la ilusión de una completa libertad; 14) una frustración de toda satisfacción que provoca, también en este caso, la regresión infantil; 15) el analizado se separa cada vez más del principio de realidad y cae bajo el dominio del principio de placer.

Sus conclusiones, com o se sospecha, son más bien francas: Ya no se puede sostener, por ello, que las reacciones del analizado durante el análisis sobrevengan espontáneamente. Su comportamiento es una res­ puesta a la situación infantil estricta a la que está sometido .35

seguir fielmente, sin pestañear, la “sorpresa” de Freud ante la transferencia: “Freud, quien tuvo que abrirse un camino paso a paso para crear una técnica nueva, fue tomado completamente en descampado cuando se encontró por primera vez con la transferencia, en su nueva técnica.” O también: “Cuando, para su estupefacción, Freud se encontró con la transferencia en su nueva técnica [...]” Ida Macalpine, “Le dévéloppement du transfert”, op. cit., págs. 460 y 470. 34. Cita también a Ferenczi y a Rado, que van uniformemente en la misma direc­ ción. 35. Ida Macalpine, op. cit., pág. 464.

De ahí su definición de la transferencia: “U na capacidad de adaptarse til hacer una regresión ” .36 ¿A daptarse a qué? A la situación de la cura, al ahora fam oso “m arco” . L o m ás notable, en esta reversión realizada por M acalpine, le corresponde al lugar que ella le otorga ahora a la “contratransferencia” .

1. 2. 1. La contratransferencia La p alabra no era nueva. El propio Freud la había em pleado bastante pronto 37 para designar las reacciones del analista. Sin em bargo, no le puso m ucha atención, y nada perm ite im aginar en él una especie de dialéctica entre la transferencia del paciente y la contratransferencia del analista. A hora bien, es precisam ente esta veta la que habría de tom ar unos visos de desencadenam iento en los años cincuenta. E sto no significa que el artículo de M acalpine haya servido ahí de disparador; más bien fue testigo en un lento m ovim iento de vuelco. T heodor R eik, entre otros, ya se daba a conocer desde hacía algún tiem po a través de sus m últiples publicaciones com o alguien que no titubeaba en p o n er en ju eg o sus propias reacciones inconscientes durante la sesión, reaccio­ nes que él convertía en el tram polín de sus interpretaciones .38 D entro de una veta claram ente idéntica, num erosos analistas conocidos en los años cincuenta (D onald W innicott, M argaret L ittle, A nnie R eich, etc.) buscaron p oner de relieve la noción de contratransferencia, y la hicie­ ron pasar de un casi oprobio a un reconocim iento pleno y com pleto. El oprobio provenía por supuesto de lo dicho por Freud: si la transfe­ rencia es, en lo esencial, una producción del analizado, conviene no dar m ás consistencia a un m ovim iento ya de suyo bastante incóm odo, res­ pondiéndole con la m ism a fuerza y en el m ism o tono. En esta co n cep ­ c ió n , se le su p lic a al a n a lis ta q u e p o n g a un fre n o a c u a lq u ie r contratransferencia eventual, y se espera que su análisis “didáctico” lo habrá capacitado para ello. A esto, los partidarios de la co n tratran s­ ferencia responden, con la sensación de tener a su favor una m ayor preocupación po r la frescura y la veracidad: oigan, es evidente que el 36.Ibid., pág. 469. 37. Especialmente en su famosa carta a Ferenczi del 6 de octubre de 1910: “[...] Además, no soy ese superhombre Ya que hemos construido, ni he superado tampoco la contratransferencia [...]”, S. Freud-S. Ferenczi, Correspondance, (1910-1914), París, Calmann-Lévy, 1992, pág. 231. 38. Su obra más famosa desde ese punto de vista sigue siendo: “Listening with the Third Ear", pero la mayoría de sus demás publicaciones va en el mismo sen­ tido.

analista está agitado p o r sentim ientos diversos y variados durante toda la cura, e incluso es deseable que así sea, en vista del m aterial con el que se enfrenta y al que se expone. A sí que dejem os de practicar la política del avestruz y otorguém osles a estos sentim ientos, a estas em o­ ciones, toda la atención que m erecen, al igual que a esas m anifestacio­ nes del inconsciente (sueños, lapsus, actos fallidos) que no dejan de aparecer del lado del analista en su relación con su paciente. P ara dar una im agen un poco exacta de esta reacción que agitó al m un­ dillo psicoanalítico en los años cincuenta y sesenta, sería conveniente entrar en mil m atices, pues cada autor sostenía una concepción singu­ lar, cuando no acababa variando a su vez con el paso del tiem po. La valorización de la contratransferencia fue realizada sin em bargo por aquellas y aquellos que se sentían o se ponían por su cuenta a sí m ism os un poco al m argen de la ortodoxia de la I.P.A., alineada de m anera b a s ta n te q u is q u illo s a s o b re el F re u d o fic ia l q u e re p u d ia b a la contratransferencia. Con algunas im portantes sorpresas: M elanie Klein, por ejem plo, ignoró casi totalm ente ese concepto en el conjunto de su obra. Casi no se lo ve surgir, salvo en sus últim os trabajos sobre E n vi­ dia y gratitud, m ientras que num erosos kleinianos se contaron entre los más ansiosos en otorgarle im portancia: B ion, por supuesto, pero tam ­ bién M oney-K yrle, y aún más el argentino Racker, quien describía a la contratransferencia com o “la C enicienta de la investigación analítica” , y llegó hasta él punto de inventar la “neurosis de contratransferencia 39 ” . P ara los que apoyaban la “relación de ob jeto ” -B a lin t, F airb airn , W innicott, luego G unthrip y otros m á s-, la contratransferencia cae por su propio peso, es uno de los constituyentes básicos de la relación an a­ lítica, y no puede no entrar en las interpretaciones llam adas m ás g en e­ ralm ente “de transferencia” , claves de la neurosis del m ism o nom bre, y por lo tanto del análisis. N o pretendo criticar aquí ni ensalzar esta concepción de una tran sfe­ rencia en espejo, sino sim plem ente indicar en qué fue, entre otras co­ sas, una réplica a la indecisión en la que Freud había sabido m antener­ se con respecto a la causa de la transferencia. En todo caso, nunca se espera que el analista sea activam ente, por sí m ism o, seductor o sádico; en pocas palabras, directa y personalm ente activo en la eclosión de la transferencia. El m ovim iento que había llevado a considerar a la tran s­

39. Sobre esta valoración de la contratransferencia entre los kleinianos, cfr. Gerard Bléandonu, L ’école de Melanie Klein [La escuela de Melanie Klein], París, Paidos/Le Centurión^ 1985, págs. 64-70. Sobre las concepciones bastante extremistas de Racker: “The Meanings and Uses o f Countertransference”, Psychoanalytic Quarterly, n° 26, 1957. págs. 303-357.

ferencia com o un aato de la naturaleza h um ana en su conjunto adem ás d e una producción únicam ente de la gran histeria, ese m ovim iento d e­ bía, finalm ente, resultar ser decisivo al incluir al analista en el grupo de aquéllas y aquéllos llam ados a transferir. L a noción de contratransferencia im plica entonces que el analista no puede no estar tocado por la transferencia de su paciente, por una parte, y que reacciona a ella según las m ism as vías tam bién inconscientes, por otra parte. E so constituye dos puntos m uy diferentes. Si aproxim ada­ m ente todos concuerdan sobre el prim ero (c/r. el extracto de la carta de F reud a F erenczi citada supra), difieren sobre el segundo, por un lado, con los partidarios de la neutralidad analítica, quienes no ven cóm o sacar partido de la contratransferencia, y los partidarios de la im plica­ ción. L as curas de pacientes psicóticos habrían de dar, p o r otro lado, nacim iento a verdaderas “nuevas técnicas” psicoanalíticas que d edica­ ban la m ayor parte de su esfuerzo a esa im plicación contratransferencial. L a tom a en cuenta de la contratransferencia com o elem ento dinám ico en la cura reposa sobre la idea de que el analista no ganará nada colo­ cando po r un lado la m anera en que su persona se encuentra pu esta en escena en la transferencia del paciente, y po r el otro... ¿a él m ism o? ¿C óm o nom brar este elem ento que habla, que sueña, que es afectado, que se em bolsa el dinero y goza de él; en pocas palabras, que conserva aparentem ente cierta autonom ía con relación al juego en el cual el p a­ ciente tiende a encerrarlo? ¡Es m uy difícil encontrar un nom bre apro­ piado para eso! El “analista” no es conveniente, pues es tam bién el nom bre de aquél a quien el paciente pone en escena. ¿ “El m édico” , com o frecuentem ente se arriesga a llam arlo F reud? E so prácticam ente no m ejorará la situación, y generará muy rápidam ente incóm odas am ­ bigüedades. ¿El “ser hum ano” oculto tras el analista? ¡Cuánta m etafí­ sica! M ás vale, para apreciar lo que está en juego, darse vuelta hacia una polém ica susceptible de entregar, a través de los textos que co n ­ fronta, la postura enunciativa a la que apunta este tipo de cuestión.

1.2.2. Maurice B ou vety su cura-tipo M aurice B ouvet no form ó parte de esos perturbadores institucionales que, en una veta abierta en su m om ento p o r el ardiente Ferenczi, agita­ ban la bandera de la contratransferencia en la I.P.A. de la postguerra. M édico de los hospitales psiquiátricos, je fe de clínica, se lanza en el p sicoanálisis durante una época en que todavía era algo excepcional en Francia, y helo aquí m iem bro titular de la Société P sychanalytique de

P arís en 1948. M iem bro de la com isión de enseñanza desde 1949, lue­ go de la dirección de esta m ism a institución; se encuentra forzosam ente en el centro de las trifulcas que, en 1953, habrían de ver la separación entre la SPP (a la que perteneció hasta su m uerte en 1960, cuando sólo tenía cuarenta y nueve años) y la Société Frangaise de P sychanalyse, donde se encontraba Jacques L acan .40 En 1954, p ublica en la p restigio­ sa E nciclopédie m édico-chirurgicale [E nciclopedia m édico-quirúrgi­ ca ] un artículo [40] titulado “La cura-tipo ” ,41 donde se aboca con toda su fuerza al siguiente problem a: ¿qué hacer de esa divergencia entre el analista tal com o está presentificado en el decir del paciente y esa otra cosa que po r el instante se llam a aquí el analista com o “él m ism o” ? La suerte en este caso es que a Jacques Lacan tam bién se le encargó escri­ bir, un año m ás tarde, durante las Pascuas de 1955, un artículo que habría de resultar crítico con respecto al de Bouvet, titulado “Variantes de la cura-tipo” , tam bién publicado en la m ism a E nciclopédie m édicochirurgicale.42 E sta polém ica viene com o anillo al dedo p ara d escifrar unas apuestas que la abundancia de la literatura analítica sobre ese tem a de la transferencia es m ás tendiente a ahogar 43 El artículo de B ouvet es muy largo (cerca de una centena de páginas), y queda excluido recordar aquí en detalle los m uy num erosos a p rio ri a través de los cuales delinea una concepción del análisis que le otorga la m ayor im portancia al yo (lo que justificará, en la crítica de L acan, la am algam a con cierto psicoanálisis estadounidense de la m ism a época). Sólo retom aré unos cuantos párrafos, referentes a la transferencia, bas­ tante num erosos, po r lo dem ás. Prim ero, unas palabras sobre el tono general, que alim entó sin duda el m alhum or de Lacan en su artículo, donde no cita ni una sola vez el nom bre de Bouvet. L a sim plicidad del tono, el recordatorio de una parte de la literatura analítica, el recorte

40. Para más detalles, ver el capítulo que Elisabeth Roudinesco le consagró a Maurice Bouvet: “Maurice Bouvet ou le néo-freudism e á la frangaise” [“Maurice Bouvet o el neofreudismo a la francesa”], Histoire de la psychanalyse en France 2 [H istoria del psicoanálisis en Francia 2], París, Le Seuil, 1986, págs. 280-287. 4 1 .M aurice B ouvet, “La cu re-type”, E n ciclo p éd ie m éd ico -ch iru rg ica le, “Psychiatrie”, 1954, 37812 A10-A40. Retomado en: Dr. Maurice Bouvet, O eu vres p sych a n a lytiq u es 2 [O b ra s p sic o a n a lític a s 2 ], “R ésistances, Transferí” [“Resistencias, Transferencia”], París, Payot, 1976, págs. 9-96. 42. Jacques Lacan, “Variantes de la cure-type”, Enciclopédie médico-chirurgicale “Psychiatrie”, tomo III, 2-1955, fascículo 37812 CIO. Retomado en: “Varian­ tes de la cura-tipo”, Escritos 1, M éxico, Siglo XXI, 1984, págs. 311-348. 43. A partir de su tercera página, Bouvet cita a Sacha Nacht, quien habría dicho: “¿La literatura de la transferencia? ¡Pero si es toda la literatura analítica!” M. Bouvet, “La cure-type”, op. cit., pág. 11.

pedagógico, todo participa p ara darle al trabajo de B ouvet el estilo de un m anual para uso de los estudiantes. El capítulo II, p o r ejem plo, se titu la “D esarrollo de un análisis” , y presenta los subtítulos sucesivos siguientes: “Fase inicial del tratam iento. Las prim eras entrevistas” , “D ar un diagnóstico fírm e” , “C alcular las posibilidades de éxito de un a cura analítica” , “El análisis en curso” , “L a evolución del yo durante el an á­ lisis” , “L a transferencia” , “La interpretación” , “T erm inación del análi­ sis” , y finalm ente, last but not least, “El destete” . E s ésta, p o r lo m enos, una transm isión en regla de un saber doctam ente establecido, de un saber que habría ganado desde hacía m ucho tiem po sus galones u niver­ sitarios, y que por ello es apto para alinearse sin dificultades con el e s tilo g e n e ra l de las p u b lic a c io n e s de la E n c ic lo p é d ie m éd ic o chirurgicale, tan m édica com o su nom bre lo indicaba sin am bages. D esde el com ienzo, se resalta cierta concepción del análisis: El analista es un espejo, ciertamente,44 y toma todas las precauciones necesarias para no reflejarle al sujeto más que la imagen que éste proyecta sobre él, es decir, las imago parentales en el sentido amplio del término, que lleva dentro de él mismo y cuyo conjunto constituye el superyo, que durante el análisis y en la transferencia tenderá a exteriorizar sobre el operador, encargándole de ese modo que sea una personificación de las fuerzas represoras.45

Introducida por un verbo con aspecto m uy sim ple (“éste p ro yecta ”) el concepto de proyección ocupa de inm ediato el banquillo de los acusa­ dos, con su curiosa prom oción de cierto “operador” (otro nom bre p ara d esignar lo que po r el m om ento se presenta solam ente com o un “él m ism o”). Sin em bargo, es necesario rem itirse a m ás de treinta páginas m ás adelante p ara ver de cerca el significado que B ouvet le d a a ese concepto: Algunas de estas defensas [del Yo], y las más primitivas, tales como la proyección, acarrean ipsofacto una deformación de la manera en que es posible que el sujeto aprehenda la realidad exterior, pues quien dice pro­ yección dice sustitución de la realidad a secas por la realidad subjetiva, e imputación de aquélla 46 [...]

44. Ese “ciertamente” es por sí solo un buen indicio de la posición enunciativa adoptada por Bouvet, quien presentará como evidencias simples unas cons­ trucciones que se desprenden de cierta vulgata francesa, ya parcialmente freudolacaníana. Ese “analista-espejo” no es otra cosa, incluso si puede justificarse con algunas (pocas) citas de Freud. 45. M. Bouvet, Oeuvres psychanalytiques 2, op. cit., pág. 15. 46. Ibid., pág. 43. Los subrayados son míos. Pero Bouvet está muy lejos de

¡Curiosa, m uy curiosa “realidad a secas” ! El realista m ás im penitente dudaría en convocarla de este modo, y sólo los partidarios del “sentido com ún” la invocan así sin vergüenza. ¿Será ese el caso de Bouvet? R espuesta inm ediata: Así, el Yo parece definitivamente incapaz de salir de ese círculo vicioso: débil por estar privado de suficientes aportes de energía instintual, 110 puede tener del mundo más que una imagen que mantiene el arcaísmo de su estructura, por el hecho mismo de las distorsiones que le hace sufrir a la realidad, en función de los procedimientos de defensa que le son acce­ sibles, pero aquí precisamente está la salvación; es que en la vida actual, presente, se encuentran en acción todos los elementos del conflicto que es responsable de la detención del proceso normal de la evolución. Como sobrevive disimulado pero activo, partiendo de aquí y ahora, y apoyándo­ nos sobre la realidad actual, nos será posible, sin que intervenga ningún artificialismo, captar en esta forma viva el conflicto inicial, de tal modo que pueda ser superado de una manera muy distinta que en la convención de un conocimiento intelectual.47

¡A sí que la realidad “a secas” era la realidad “actual” ! L a dicotom ía introducida con esta acepción del concepto de “proyección” im presio­ na entonces por su sim plicidad: por una parte, fuerzas arcaicas que vienen de otro lugar; por la otra, una realidad “actual” hacia la cual con­ vendrá llevar progresivam ente a aquél o aquélla a quien cegaban hasta ese m om ento sus fuerzas instintuales inconscientes. L a definición que sigue de la transferencia m ism a se queda claram ente dentro de esta línea: [...] La transferencia, es decir la transformación del significado de una si­ tuación objetivamente caracterizada, en función de la realidad psíquica48 [...]

N uevam ente “realidad psíquica” y “realidad actual” (o en este caso “objetivam ente caracterizada”), resultan encontrarse en exclusión recí­ proca, o al m enos lo suficientem ente recíproca com o para que el analista tenga un acceso directo a cada una, sea testigo de la divergencia entre lo que el paciente dice de él y lo que él es, hace, dice en el m arco de la “situación analítica” , tam bién confundida con la situación “actual ” .40 permitir suponer que utiliza una versión personal suya del concepto de pro­ yección. En la página 54, podemos leer: “[Las formas clásicas de resistencia] son diez; sólo doy la lista como recordatorio, pues su estudio detallado no agregaría nada a lo esencial de mi demostración y su definición debe haber sido dada en otro sitio [...].” En la lista de las diez, encontramos, por supuesto, a la proyección. 47. M. Bouvet, Oeuvrespsychanalytiques 2, op. cit., pág. 44. A%.Ibid., pág. 53. 49. “[...] la situación actual, o, dicho de otro modo, la situación analítica [...]” Ibid., pág. 54.

D esem bocam os aquí, un poco caricaturescam ente, en un desdoblam iento que aísla una de otra a las dos entidades que la transferencia parece tener que plantear irresistiblem ente, y tal com o se ubicaron ejem p lar­ m ente con el sainete del hom bre de las ratas, en el que Freud hacía saber que él no era el capitán cruel (es conveniente no precipitarse a ver en eso una denegación), por m edio de lo cual el p aciente lo consideraba precisam ente com o tal, y se lo hacía saber.

I. 2. 3. Sobre algunas variantes ¿C óm o organiza L acan su réplica, frente a este discurso filosóficam en­ te ingenuo, pero que tiende tam bién a hacer de esa ingenuidad el in d i­ cio de una buena ley fundam ental en el analista? ¿C óm o se las arregla para recusar esta dicotom ía que ubica al analista en la postura de o rde­ nar, por un lado, lo que ocurre con la realidad de su persona, y p o r el otro lo que pertenece a las proyecciones patológicas de su paciente, sin por ello hacer caso om iso de la bifidez propia de la transferencia, sino inscribiéndose sim plem ente p o r encim a de esta división? A nte los “dilem as en los que se enreda el m édico” , el eje de L acan no es otro que el de la intersubjetividad: “E sa plataform a [de las “V ariantes de la cura-tipo”] es estrecha -e sc rib e -: consiste toda ella en que una práctica que se funda sobre la intersubjetividad no puede escapar a sus leyes cuando, queriendo ser reconocida, invoca sus efectos ” .50 A sí puntúa el fin de cada uno de sus capítulos con una pregunta que v olverá a centrar cada vez m ás el asunto de la transferencia sobre la p ersona del analista. En una frase que ha sido retom ada con m ucha frecuencia por sus com entadores, L acan lanza prim ero com o conclusión de su in tro ­ ducción la definición siguiente: [...] un psicoanálisis, tipo o no, es la cura que se espera de un psicoanalis­ ta .51

Un palm o de narices “irónico” (según lo que dice su propio autor) a toda la paciencia pedagógica de un Bouvet: he aquí la prim era in v er­ sión im portante; lejos de que el psicoanalista se defina com o cierto tipo de “operador” en el m arco general de lo que debe ser un “psicoanálisis” , es él -p ero , ¿qué de é l? - el que va a servir com o piedra de toque en el posicionam iento de la singularidad que constituye una cura analítica: 50. J. Lacan, Escritos 1, op. cit., pág. 317. 51. Ibid.

[...] será por las solicitaciones ejercidas sobre el hombre real por la ambi­ güedad de esta vía como intentaremos medir, con el efecto que él experi­ menta, la noción que toma de ella. [...] si sigue siendo permanente en esa práctica particular la cuestión del límite que ha de asignarse a sus varian­ tes, es que no se ve el término donde cesa la ambigüedad.52

En esta m ism a veta, unas páginas más adelante, Lacan no titubea en criticar del m odo m ás áspero 53 a uno de los personajes m ás visibles dentro de la I.P.A. de esa época: A nna Freud, y su libro E l Yo y los m ecanism os de defensa. ¿Por qué un ataque tan frontal p o r parte de L acan? P orque el Yo es concebido po r A nna Freud com o siendo el sujeto propiam ente dicho, el que resiste en la transferencia y en la cura, y a quien es im portante hacer com prender que él resiste. En esas co n d i­ ciones, la cura ya sólo puede concebirse com o un enfrentam iento entre dos Yo, de los cuales uno se supone que está m ás o m enos gravem ente alterado en su percepción y en su com prensión de la realidad, m ientras que el otro m antendría con ella relaciones m ás distendidas y m ejor adaptadas. Si el Yo m erece form ar de este m odo el centro del cuadro, Lacan concluye su capítulo con una pregunta provocadora: “P ara asu­ m ir ser la m edida de la verdad de todos y cada uno de los sujetos que se confían a su asistencia, ¿qué debe pues ser el Yo del an alista ?” 54 Y entonces se dirige h acia Ferenczi y la lista de las “consignas” que se le dan al analista en su artículo titulado “L a elasticidad p sicoanalítica” : [...] - reducción de la ecuación personal - lugar segundo del saber - im­ perio que sepa no insistir - bondad sin complacencia - desconfianza de los altares de beneficencia - única resistencia que atacar: la de !a indife­ rencia ( Unglauben) o del demasiado poco para mí (Ablehnung) - aliento a las expresiones malevolentes - modestia verdadera sobre el propio saber - en todas estas consignas -concluye Lacan-, ¿no es el Yo el que se borra para dar lugar al punto-sujeto de la interpretación55?

É sta es una oportunidad para él de recordar sus estudios anteriores so­ bre “L a agresividad en psicoanálisis” y “El estadio del espejo” , y de resaltar la distinción prom ovida por él entre el Yo (instancia im agina­ ria, producto del espejo y de la especularidad, principio de desconoci­ m iento narcisista), y el sujeto (determ inado solam ente p o r'la cadena significante, y las form aciones del inconsciente que se desprenden de

5 2 .Ibid., pág. 317-318. 53. En 1949, con ocasión de la redacción y la publicación del Estadio del espejo, tomaba todavía muchas precauciones respecto a ella. 54 J. Lacan, Escritos 1, op. cit., pág. 326. 5 5 .Ibid., pág. 328. Los subrayados son míos.

ella). “A sí, el Yo - e s c rib e - no es una vez m ás sino la m itad del sujeto; y aún así es la que él pierde al encontrarla.” D e ahí la pu n ta de su crítica, que parece concentrarse en el párrafo siguiente: Con sólo acomodar, en efecto, su punto de mira sobre el objeto cuya ima­ gen es el Yo del sujeto, digamos sobre los rasgos de su carácter, [el analista] se situará, no menos ingenuamente que lo hace el sujeto mismo, bajo el efecto de los prestigios de su propio Yo. Y el efecto aquí no se mide tanto en los espejismos que producen como en la distancia que determinan de su relación con el objeto. Pues basta con que sea fija para que el sujeto sepa encontrarlo en ella. Consecuentemente, entrará en el juego de una connivencia más radical en la que el modelado del sujeto por el Yo del analista no será sino la coartada de su narcisismo .56

B ouvet y L acan concuerdan en un punto nodal en cuanto a la tran sfe­ rencia, detectado desde nuestro prim er abordaje del texto freudiano: entre el analista y la persona del analista tal com o la revela la tran sfe­ rencia a través de los decires y los com portam ientos del paciente, sub­ siste un hiato tanto m ás irreductible cuanto que no se refiere a la m ayor o m enor sem ejanza de esos dos elem entos, sino a una diferencia de naturaleza. L a pequeña escena de la segunda sesión del hom bre de las ratas resulta ahora paradigm ática porque puede ayudar a situar los d i­ versos elem entos que están en ju eg o en el posicionam iento de una trans­ ferencia: en ese m om ento, entonces, está el capitán checo (es un ele­ m ento discursivo que se supone que posee un referente, y por lo tanto una realidad considerada -c o n o sin ra z ó n - com o histórica), está Freud (que, a pesar de mi com entario sobre la regla fundam ental, no es ese capitán cruel), y finalm ente - e s la cosa transferencial propiam ente d i­ c h a -, está, por el sólo hecho de la réplica del hom bre de las ratas, lo que llam arem os a partir de ahora “el Capitán F reud”, ese ser m itad pescado y m itad carne; m itad capitán y m itad Freud. L a argum entación de Bouvet, por su parte, le da enteram ente la razón a Freud cuando éste últim o se interna en el escenario de la cura que acaba ju stam ente de construir para decirle a su paciente que no. Bouvet, muy razonablem ente a prim era vista, pretende d evolverle al pescado lo que es del pescado, y a la carne lo que es de la carne. N o, Freud no es un capitán cruel; es lo propio de la neurosis del hom bre de las ratas ver en Sigm und Freud una reedición del capitán checo. A unque B ouvet sugie­ re algo que no se encuentra en el texto de Freud: im pulsado por la preocupación de dem ostrar a su paciente que proyecta sobre una reali­

dad dada (la de la cura) unos elem entos que vienen de otro lugar, d esa­ rrolla una concepción tal de la transferencia que su operación equivaldrá, de una u otra m anera, a convencer al paciente que de este m odo tom aba el cam ino equivocado, que confundía una realidad (psíquica) con otra realidad (objetiva, racional, actual, “a secas” , etc.)- P ara hacer esto, habrá sido necesario que el analista tenga en su posesión una p ercep ­ ción inm ediata y directa de esta “realidad a secas” que sería la de la cura “fuera de la transferencia” , habría que decir. El “Capitán F reud” ya no es m ás que un ser m ixto que es p o r prin cip io siem pre posible disociar, una m ezcla de realidad pasada con realidad presente: el cap i­ tán (checo) por un lado, Freud (Sigm und) por el o tro .57 El vínculo o s­ curo que se entram aba entre el suplicio de las ratas y el suplicio de los pensam ientos dándole cuerpo al “C apitán Freud” se desconoce aquí, y ese “capitán Freud” está condenado a dar m uestras de tanta m enos co n ­ sistencia, a estar tanto m ás apoyado sobre un puro fenóm eno de repeti­ ción, cuanto que entonces hay que darle un lugar a esa voz del analista que, en el centro m ism o de la relación transferencial, vendrá a efectuar la división entre el capitán y Freud, entre la “persona del analista en la transferencia” y el analista com o... ¿“él m ism o” ? Al resaltar el térm ino de intersubjetividad, Lacan prosigue sus avan­ ces, que le hacen distinguir entonces sin descanso “sujeto” y “Yo” . Al hacer esto, ubica a los dos participantes de la relación analítica sobre el único y m ism o eje de la palabra, y recusa cualquier invocación a una supuesta “rea lid ad ” que hab ría de dom inar la relación de p alab ra instaurada por la cura y su regla fundam ental. N o es que se trate de contradecir a B ouvet punto por punto: la aparición del am or de tran sfe­ rencia “que nada, salvo su p roducción artificial -e sc rib e L ac an -, dis­ tingue del am or-pasión ” ,j8 descubre toda una porción de repetición en la cual el com plejo de E dipo, por sólo hablar de él, tiene el papel prin­ cipal. L a m aniobra interpretativa de B ouvet no es absurda desde todos

57. “[...] el sujeto, bajo la influencia de la interpretación de sus relaciones arcaicas e irracionales, evoluciona insensiblemente hacia relaciones cada vez- más ra­ cionales con aquél que lo ha curado: racionales, lo cual no quiere decir faltas de afecto, sino simplemente de verdad objetivas, es decir, admitiendo una posición afectiva construida a la vez con una aceptación de ciertos vínculos de gratitud lejana, al mismo tiempo que un desinterés básico; en el fondo, la relación transferencial se ha transformado progresivamente en esos vínculos afectivos de buena convivencia, quizás un poco más, que no comprometen ni atan, pero que dan testimonio de cierta simpatía; “este hombre me hizo un bien, pero le pagué”, ésta podría ser la manera de formular la terminación ideal de esa aventura.”, M. Bouvet, Résistances, Transferí, op. cit., pág. 191. 58. J. Lacan, Escritos 1, op. cit., pág. 333. Los subrayados son míos.

los puntos de vista a los ojos de L acan; m uy por el contrario; pero del m ism o m odo que la única diferencia entre un cilindro y un cono, desde el p unto de vista estrictam ente topológico, reside en la existen cia o no de un único punto cúspide, tam bién la posición teórica de L acan se opone violentam ente a la de B ouvet en la exacta m edida en que niega al analista cualquier posibilidad de realizar una división cap az de zanjar, en el centro m ism o de la cosa transferencial, entre lo que pertenece a la pura repetición de un pasado patológicam ente activo, y lo que co rres­ ponde a la pura actualidad de un presente objetivo y racional. En ese punto de A rquím edes que B ouvet se daba a sí m ism o del m odo m ás natural del m undo, Lacan sólo lee la ausencia calculable p o r todos la­ dos D e tal m odo que subsiste, a sus ojos, un punto perfectam ente en ig ­ m ático con respecto al “C apitán F reud” en la m edida en que no le es d ado al analista com parar el “C apitán transferencial” en qu e se h a co n ­ vertido y un “él m ism o” cualquiera. E se “él m ism o” , entendido aquí com o pura reflexividad especular ,59 ya sólo es considerado com o un principio de desconocim iento, no puede ser convocado com o aliado seguro en la operación de la transferencia. E ntonces, po r m ás lejos que se p u ed a llevar la interpretación de la transferencia en el sentido de una repetición patógena de acontecim ientos infantiles, esta interpretación nunca podrá pretender haber disociado a la transferencia en sus ele­ m entos constituyentes, que hacen de ella ese ser bífido, p asado/presen­ te, inconsciente/consciente, activo/pasivo, agente de la resistencia/m o­ tor de la cura, etc. En su preocupación central por darle nuevam ente espacio al sujeto, Lacan vuelve a colocar com o tem a de actualidad a nuestro “Capitán F reud” , él, que concluyó todo su volum inoso y d eci­ sivo sem inario sobre la transferencia dirigiéndose a los psicoanalistas que lo escuchaban con esta frase: A propósito de quienquiera, pueden hacer la experiencia de saber hasta dónde se atreverán ustedes a llegar interrogando a un ser, a riesgo de desaparecer ustedes mismos allí.60

N ada de consistencia particular del psicoanalista por “él m ism o” a quien, en tanto que yo, se le suplica m ás bien que se haga el m uerto, com o lo

59. Otros comentarios podrían empujar ese “él mismo” hacia sentidos muy dife­ rentes, como, por ejemplo, podemos entenderlo en la frase, mucho más tardía en la enseñanza de Lacan: “El analista no se autoriza más que por él mismo”. Pero en la época de la disputa con Bouvet, reina todavía para Lacan 1a dimen­ sión de la intersubjetividad. 60. J. Lacan, Le transferí...[La transferencia...], sesión del 21 de junio de 1961.

indicaba ya la m etáfora de Lacan a propósito de la partida de Bridge psicoanalítica .61 Es fácil encontrar el eje de esta réplica a Bouvet, de 1955, a lo largo de ese sem inario de 1960-1961, Le transfert dans sa d isparité subjective, sa prétendue situation, ses excursions techniques [La transferencia en su disparidad subjetiva, su pretendida situación, sus excursiones téc­ nicas]. Sin entrar m ás en detalle dentro del largo estudio textual que L acan hace en ese m om ento del B anquete de Platón, iré directam ente al blanco m ostrando lo esencial de su análisis del personaje de Sócrates. A lcibíades, em briagado com o es debido en un banquete com o ése, donde es conveniente honrar a B aco, pues por él la verdad se abre un cam ino; A lcibíades, decíam os, no solam ente confiesa su am or por Sócrates, sino que aspira a que él m ism o, Sócrates, produzca una confesión pública del am or que él le profesa. Y Sócrates no niega - s e m oría por el bello y fogoso A lcib íad es-, pero elude repetidam ente cualquier declaración de ese orden. A lcibíades vuelve entonces a la carga: bajo sus aparien­ cias de sátiro, Sócrates oculta la m aravilla de las m aravillas, unos agalm ata que no tienen igual. E sta sola palabra, agalm a, lanza a Lacan a todo un asunto, central en nuestra apreciación de la transferencia. Q uizás es el tesoro, la jo y a , que se encerrará en una caja para sustraerla a m iradas dem asiado envidio­ sas, pero tam bién es cierto brillo del objeto susceptible, en el m undo griego, de atraer y de apaciguar la m irada de los dioses. A los ojos de A lcibíades, Sócrates es el sitio secreto de los agalm ata que explican la intrepidez de su deseo por ese hom bre viejo con aspecto ingrato. Y la réplica de Sócrates, él, que desde el com ienzo se presentó com o no sa b ien d o nada fu era de las cosas del am or, v u elv e a se ñ ala rle a A lcibíades, en la persona del joven Agatón, a quien encierra los agalm ata que en verdad A lcibíades desea tan ardientem ente. E se es el sentido muy evidente del elogio de A gatón en el cual se lanza a m anera de respuesta a A lcibíades. Pero en ese m ovim iento d e designación del objeto del deseo, Lacan reconoce entonces el acto interpretativo del analista m ism o, tom ando en cuenta la transferencia: el deseado no es tanto Sócrates y sus supuestos agalm ata, sino A gatón, el im bécil feliz, el encantador jov en al que A lcibíades perseguía sin saberlo. Sócrates, m aestro de las cosas del am or, avanza com o aquél que sabe eso y se lo dice al interesado. ¿E ntonces podría ser que A lcibíades, por m ás de­ seoso que esté del bello A gatón, aprecie todavía m ás ese saber que lo

61. Metáfora desarrollada en la sesión del 8 de marzo de 1961 de ese mismo seminario de La transferencia...

señala com o aquello tras lo cual él corría “ sin saberlo” ? ¿El saber sobre el deseo sería acaso todavía más valioso que el objeto al que apunta ese m ism o deseo? Platón pone todo en escena para no ocultar nada, pero tiene la prudencia, la eficacia, de no decirlo.

1. 2, 4. La “ambigüedad irreductible ” de la transferencia L acan, por su parte, m antiene su com entario dentro de cierta am b ig ü e­ dad, m achacando con que Sócrates está en este asunto en posición de analista, lo cual im plica una concepción del am or de transferencia d o n ­ de el objeto, una vez más, no corresponde con lo que dice el erastés, el deseante. E ste objeto está efectivam ente en otro lugar, y la m aniobra de lu transferencia equivaldría para el analista a volver obvia esta localiza­ ción enm ascarada durante m ucho tiem po, desplazando de ese m odo la m ira del m ovim iento afectivo, cualquiera fuera su tonalidad. D e tal m odo que le ocurre a L acan que lance frases com o: “L a p resencia del pasado, tal es la realidad de la transferencia” 62, con la que se podría creer que lo vem os abundar en el sentido de un Bouvet. P ero la co rrec­ ción no tarda en llegar. En la m ism a sesión, pocos m inutos m ás tarde, al com entar una parte de la enorm e literatura analítica sobre el tem a, lo escucham os decir: La cuestión permaneció dentro del orden del día, la cuestión de la ambi­ güedad que permanece, que en el estado actual no puede ser reducida por nada. Esto quiere decir que la transferencia, por más interpretada que esté, conserva en ella misma una especie de límite irreductible; esto quie­ re decir que en las condiciones centrales, normales del análisis, en las neurosis, será interpretada sobre la base y con el instrumento de la trans­ ferencia misma, que sólo podrá hacerse con un acento [de diferencia]: es desde la posición que le da la transferencia desde donde el analista anali­ za, interpreta e interviene sobre la transferencia misma .63

A tento a la circulación de la palabra y a las obligaciones que ésta d es­ peja, L acan no considera en ningún m om ento desdeñable, sin em bargo este pecadillo, apegado entre todos a este orden que todavía sigue lla­ m ando “la intersubjetividad” : el que habla se encuentra situado en su discurso por lo que dice, y por los num erosos detalles de su enuncia­ ción, pero tam bién por el lugar que le otorga el que lo escucha. C uando

62. J. Lacan, Le transferí..., sesión del Io de marzo de 1961. 63. Ibid., la misma sesión del Io de marzo de 1961.

m e dirijo a alguien, no puedo decidir solo el lugar a partir del cual quiero ser escuchado: ¡cuántas escenas de pareja se envenenan por no poder tom ar en cuenta este dato trágicam ente sim ple! En uno de los extrem os de este desconocim iento, reina la psicosis pasional por exce­ lencia, la erotom anía, que casi se define por ignorar este dato: el (la) erotóm ano(a) pretende efectivam ente decidir solo(a) el lugar enunciativo a partir del cual su m ensaje debe ser percibido. Pero im aginem os, apa­ rentem ente a la inversa, a un analista ocupado en intentar convencer a su paciente, con un tono todo lo calm ado y m esurado que se quiera, de que su im pulso transferencial no tiene nada que ver con la situación presente, viene directam ente de la infancia lejana y/o de los bajos fon­ dos de la neurosis, y nos encontrarem os ante un caso ejem plar no muy alejado de la erotom anía, que tam bién sabe, llegado el caso, hablar con un hilito de v©z... U na especie de erotom anía negativa, com o se habla a veces de alucinación del m ism o nombre. En este desbordam iento, a prim era vista muy inocente, por el cual el interlocutor se coloca obstin ad am en te por en cim a del p ro ceso de interlocución, una violencia potencialm ente terrible asom a la nariz. El m ovim iento tiene cierta sutileza, pues prácticam ente tam poco puedo contentarm e en todos los puntos con la postura enunciativa que el otro me otorga, y sostener por consiguiente la verdad de unas palabras com o enteram ente relativa a la enunciación que las h a producido. D urante el m ism o intercam bio, si es algo más queju g u etó n , querré subvertir, más o m enos, tal o cual elem ento de las convenciones im plícitas de partida de nuestra discusión, querré, con total legitim idad discursiva, llevar al otro a enfocar las cosas desde un ángulo cercano al mío. Pero si, apo­ yándom e sobre esta realidad que hasta el m om ento yo solam ente invo­ caba, tiendo cada vez más a extraerm e de la situación de palabra para conm inar a la citada realidad a m antenerse sólo de mi lado; entonces, genero esa violencia que no había pasado desapercibida para la sagaci­ dad de Jean Paulhan. El ofrecía un esbozo de ello en el pequeño d iálo ­ go siguiente, atrozm ente cotidiano: A - D esconfía de tal. Es mentiroso. B - ¿A h? ¿Te im aginas que m iente? A - N o me lo imagino. A s í es. B - Bueno, lo supones. A - N o lo supongo para nada. Es un hecho. B - Sí, es una idea que tienes tú, es lo que yo quería decir. A - ¡Q ue no! ¡No es una idea! E s mentiroso. El tercero presente en este intercam bio no es aquí “aquél de quien se habla” , sino efectivam ente la realidad del rasgo m entiroso de ese otro,

realidad que, transform ada unívocam ente en realidad discursiva, esta­ ría entonces encargada de constituir la ley entre los dos interlocutores, dándole la victoria sin discusión a quien en el ju e g o de las réplicas la habrá sostenido de m anera decisiva. A quí ya es necesario diferenciar dos tipos de intercam bios de lenguaje. En uno de ellos (al que calificarem os com o “científico” para apresurar el asunto), dos interlocutores inauguran una serie de réplicas sobre la base tácita de que se com parte una m ism a axiom ática. Tanto uno com o el otro suscriben, sin siquiera tener que declararlo dem asiado, a una m ism a batería de enunciados fundam entales, ni verdaderos ni falsos, en función de los cuales será posible dem ostrar la verdad subsecuente de tal o cual enunciado derivado, considerado a partir de eso com o un teorem a. E sta situación es m ás clara en m atem áticas que en cualquier otro lado: si me suscribo a los axiom as geom étricos de E uclides, puedo considerar convencer de la veracidad de cierto núm ero de enunciados a cualquier interlocutor que adopte esas m ism as bases. N o p odrá ju g a r conm igo, ni yo con él, el ju e g u ito q u e m ostraba Jean Paulhan. En algún m om ento, una realidad designada por un elem ento de discurso vendrá a indicar sin discusión donde está lo verdadero. En cam bio, si discuto con alguien que sólo se suscribe a los axiom as de la geom etría de R iem ann, cuando yo me sigo ateniendo a la de Euclides, ni siquiera estarem os de acuerdo sobre el valor de la sum a de los ángulos de un triángulo, y si cada uno considera que sus propios enunciados son m ás verdaderos que los del otro, será necesario pronto desenvainar los cu ­ chillos o darse la espalda. E sta situación no es la del régim en habitual de la palabra, para no h a­ blar en lo inm ediato del de la cura. Si hablo una lengua natural con alguien que la com parte, m ás o m enos, conm igo, no puedo partir en ningún m om ento de la idea de que com parte tam bién conm igo los enun­ ciados en función de los cuales otros enunciados derivados de los pri­ m eros podrán ser considerados com o verdaderos. P or el contrario, para desem bocar en sem ejantes enunciados con respecto a los cuales co m ­ partiríam os la convicción de que son verdaderos, será necesario, a co sta de un largo trabajo poblado de concesiones diversas, de exclusio­ nes explícitas, etc., rem ontarnos parcialm ente hacia unos “paquetes” de enunciados considerados conjuntam ente com o aceptables. Si quiere ser racional, nuestro acuerdo estará a partir de eso siem pre som etido al riesgo de toparnos con un enunciado que, desde antes de todos los que y a se han producido, vendría com o m anzana de la discordia. L a prim e­ ra consecuencia de este estado de las cosas, de esta incertidum bre esen­ cial sobre el acuerdo, se refiere al estatuto de la “realidad” : nada puede venir a asegurarm e que tal o cual fragm ento (perceptivo) de esta “rea­

lidad” puede entrar a título de argum ento discursivo sim ple e inm edia­ to, pues será interpretado siem pre por el que lo utiliza de una m anera de la que no puedo, en el m om ento m ism o en que la acepto, com probar que la com parto. E ste problem a se encuentra de m anera muy sim ple en las diversas teo­ rías de la inform ación: un canal inform ativo cualquiera (una báscula, un voltím etro) no puede dar una inform ación sobre cierto “estado de las cosas” (un peso, una intensidad), y al m ism o tiem po ofrecer la infor­ m ación com plem entaria a partir de la cual la inform ación d ad a es confiable. Si quiero verificar la fiabilidad de mi báscula o de mi voltí­ m etro, me tom aré el tiem po de contrastarlos con la m edida patrón, de ponerlos en contacto con un peso, con una intensidad que ya conozco de m anera m uy precisa , y podré entonces verificar que esos instrum en­ tos dan una respuesta confiable. D espués realizaré m ediciones, nunca las dos cosas al m ism o tiem po. L os m úsicos, por su parte, no afinan sus instrum entos en el m om ento preciso en que lo tocan. En el ju e g o de la palabra, por el contrario, en ningún m om ento puedo contrastar con la m edida, correctam ente, a mi interlocutor ,64 darle mi “la” , y no existe ningún “la” en la lengua com o tal sobre el cual afinarse. 64. Esto sólo es pertinente con respecto a lo que podríamos llamar, con Lacan, el “saber referencial” (un saber que pretende decir algo sobre el orden local de cierta realidad exterior a él), opuesto a un “saber textual” que, por su parte, no se refiere más que a la disposición de las letras en la organización simbólica de los mensajes (cfr. la Proposición del 9 de octubre, donde esta oposición es axial). El rébus de transferencia no es, así, el lugar de ninguna flotación, de ninguna tolerancia en el nivel de la significación. No “mide” nada, de tal modo que con él, com o con el síntoma o con el lapsus, ya no se trata de información, sino de cifrado. Lacan extrajo de esto una concepción de la ver­ dad -la verdad “habla yo"- que ya no tiene nada que ver con la antigua proble­ mática de la adecuado. Por ella, la verdad se hace presente, sin que tengamos que preocuparnos demasiado de lo que ella dice entonces (más bien “tonte­ rías”, hace notar Lacan). Mantener la existencia de ese otro campo de la ver­ dad puede resultar crucial para una práctica com o el psicoanálisis -pero no solamente para ella: los teoremas de incompletud de Gódel sólo se alcanzaron una vez que se despejó (lo hizo David Hilbert, alrededor de 1925) el nivel estrictamente Mteral de ciertas escrituras matemáticas, allí donde ya ninguna verdad referencial estaba en juego, sólo el rigor de una disposición de letras (Cfr. G. Le Gaufey, L ’incomplétude du symbolique [La incompletud del sim ­ bólico], París, EPEL, 1991, págs. 79-119). El problema consiste en que saber referencial y saber textual no convergen para formar ningún tipo de “saber general”. Entonces, la verdad sufre un trastorno de identidad, justificado por su reputación de ser huidiza. Esta distinción se vuelve a encontrar en la opo­ sición interna al concepto de representación: la representación mimética es referencial y cede su lugar a una aproximación, la representación política, que es, por su parte, textual, y por más irónico que uno se ponga sobre esto, en

M e aproxim aré, con más o m enos fineza, tacto y sensibilidad a lo que valen los m ensajes que él m e envía; le tenderé incluso algunas tram pas para calibrar m ejor su régim en enunciativo, pero de todos m odos me será necesario aceptar una limitación interna de mi decodificación: nunca p odré asegurarm e de que él sabe exactam ente lo que yo sé .65 A hora bien, la interpretación de un m ensaje depende siem pre del depósito de inform ación presente en la recepción. Un ejem plo trivial: se dice d e un objeto que se encuentra en uno de los cuatro cajones presentes. Un individuo X ya ha abierto los cajones 1 y 2, y sabe que están vacíos. O tro ndividuo Y todavía no ha abierto ningún cajón. E stando los dos presentes, ahora el cajón 3 es abierto: no hay nada. A nte un m ism o hecho, los individuos X y Y no pueden concluir idénticam ente. La d ife­ rencia de sab er presente a ntes de la experiencia decide el valor que se d educe de ella.66 E ste dato es esencial para cualquier entendim iento de la transferencia. Las observaciones de L acan, tanto en su texto de respuesta a B ouvet com o en las citas que acabam os de ver de su sem inario sobre La tra n s­ feren cia ..., y m uchas otras consideraciones suyas ,67 todo confluye para designarlo com o perfectam ente advertido de ese giro típico de la rela­ ción del lenguaje que incluye lo que él m ism o llam a sin am bages una “am bigüedad irreductible” . Y en vista de que su concepción de la trans­ ferencia equivale a ordenar a esta últim a en el único eje d e la palabra, deberíam os concluir de ello que estaba m ás que enterado d e la ex isten ­ cia d e un “C apitán F reud” . A hora bien, en el m ovim iento m ism o que lo habría de llevar a desplazar, volviendo a nom brarla, la problem ática freudiana de la transferencia, en ese viraje de su enseñanza del com ien­ zo de los años sesenta, tropezará de m anera ejemplar, nuevam ente, com o los dem ás, sobre esa espina, esa bifidez de la transferencia.

tanto que ciudadano, uno no está “más o menos” representado por su diputa­ do. Uno lo está, punto y se acabó. 65. Suponiendo que efectivamente lo logre en un momento t, todavía tendría que verificar que sabe que yo lo sé, a falta de lo cual una diferencia decisiva segui­ ría estando enjuego, hipotecándolo todo. 66 . De una manera mucho más compleja, por integrar una dinámica ausente en mi ejemplo, Lacan trató ese problema en su texto “El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada. Un nuevo sofisma”, Escritos 1, op. cit., págs. 187203 A partir de eso seremos sensibles al hecho de que la diferencia entre las conclusiones de X y Y en nuestro ejemplo proviene en gran parte de la aplica­ ción del principio lógico llamado del “tercero excluido”, evidente en todo conjunto finito (es el caso de nuestros cuatro cajones), mucho menos en el caso de los conjuntos infinitos.

I. 3. Los dos tiempos del sujeto supuesto saber Los hechos son relativam ente sim ples. El térm ino de “sujeto supuesto saber” surge por prim era vez en boca de Lacan el 22 de noviem bre de 1961, con ocasión de la segunda sesión del sem inario La identifica­ ción, y es de entrada el objeto de una proscripción sin apelación. [...] hay para nosotros una entidad insostenible. Quiero decir que no po­ demos contentamos de ninguna manera con recurrir a ella, pues es tan solo una de las formas de lo que yo les denunciaba al final de mi discurso de la última vez con el nombre de sujeto supuesto saber [...]. Debemos aprender a prescindir de ese sujeto supuesto saber en todo momento. No podemos recurrir a él en ningún momento, eso queda excluido [...]

E sta proscripción es muy eficaz para Lacan, en prim er lugar porque no volverem os a encontrar ni una sola vez ese térm ino en el resto de ese sem inario, solam ente una vez en el sem inario posterior, L a angustia, ya nunca en la sesión sin continuación de los N om bres d el Padre, y fin al­ m ente tendrem os que esperar a las sesiones finales del sem inario si­ guiente, L os fu n d a m en to s del psicoanálisis para verlo reaparecer, pero triunfalm ente esta vez, pues servirá, de m anera casi inm ediatam ente om nipresente, para designar la apuesta m ism a de la transferencia, y esto continuará hasta el fin de esa enseñanza en 1980. ¿P or qué esta aparente salida en falso? N o es fácil responder a esa pregunta si q u ere­ m os despejar lo que se ju e g a textual y doctrinalm ente en ese m ovi­ m iento en dos tiem pos bien diferenciados. Lo cual supone un retorno lento y m inucioso hacia las condiciones enunciativas qu e estaban en ju e g o cada vez. El sem inario anterior a estas prim erísim as sesiones de L a identifica­ ción no es otro que La transferencia... durante el cual L acan identifica al analista con Sócrates, en el m om ento en que este últim o le “interpre­ ta” a A lcibíades lo que ocurre con el objeto de su deseo: no él, Sócrates, y sus invisibles agalm ata, sino A gatón, el bello jo v en . Ni el analista ni Sócrates son am ados “por ellos m ism os” . Y, sin em bargo, son am ados, eso es innegable. P roblem a.68 67. Por ejemplo esto, que él lanzaba a su auditorio con ocasión de la sesión del 13 de noviembre de 1957, durante su seminario sobre La relación de objeto: “Si se trata en efecto, a propósito de las funciones creativas que ejerce el significante sobre el significado, de hablar de una manera válida, a saber, no simplemente hablar de la palabra, sino hablar en el hilo de la palabra, si se puede decir

[...]” 68 . Pascal, discretamente en segundo plano: “[...] Así que uno nunca ama a nadie,

sino solamente a unas cualidades. ¡Ya no hay que burlarse entonces de aqué-

¿E ntonces para qué un sem inario sobre la identificación? D esde su introducción, Lacan m uestra su insatisfacción por haber dejado la cues­ tión de la transferencia en una especie de impasse: No sin intención evoco esta referencia [al Protée [P roteo] de Claudel] a propósito de esta manera como, el año pasado, mi discurso sobre la trans­ ferencia se terminaba en esa imagen de la identificación. Por más que me esforcé [j'a i eu beau faire], sólo podía hacer algo bello [¡'aire du beau] para marcar la bañera en donde la transferencia encuentra su límite y su pivote .69

Tal com o lo anuncia ese día, va a dejar las avenidas de lo “bello” p o r las del saber, arm ado - e s en ese m om ento difícil saber bien por q u é - con esa ubicación clásicam ente central del sujeto que es el cogito cartesia­ no. A quí es donde hay que frenar y seguir de muy cerca los giros y requiebros de su argum entación. D e entrada, el “Yo pienso” cartesiano es puesto en relación con el “Yo m iento” de la paradoja de E pim énides el cretense cuando enunciaba: “Todos los cretenses son m entirosos” , y eso es suficiente para salir del com entario clásico de las M editaciones, en el cual Lacan anunció que no se internaría. ¿E ntonces cuál es la “verdad” del Yo p ien so com para­ da, dice, con el “torniquete” del Yo m iento? Tres posibilidades se le presentan: 1. O bien esto querrá decir: yo pienso que pienso, lo cual equivale 3 no hablar absolutamente de otra cosa que del yo pienso de opinión o de ima­ ginación, el yo pienso como se dice cuando se dice: “yo pienso que ella me ama” [...] 2. O bien quiere decir: Yo soy un ser pensante, lo cual equivale, por su­ puesto, a trastornar de antemano todo el proceso de lo que apunta justa­ mente a extraer del Yo pienso un estatuto sin prejuicios ni tampoco infa­ tuación a mi existencia.™

H asta ahora, no podem os m ás que sorprendernos p o r estas objeciones, que en su m om ento estuvieron dirigidas a D escartes (a dem anda suya), y p o r las cuales escribió sus R espuestas a las objeciones, que un lector un poco serio de las M editaciones no puede no haber leído. A sí que no se trata de entablar un diálogo con D escartes, y vale la pena an o tar eso, líos que se hacen honrar por cargos y oficios! Pues no se ama a nadie más que por sus cualidades prestadas.” Pensées, Lafuma 688 : “Qu’est-ce que le moi?” [“¿Qué es el yo?]. [Hay edición en español: Pascal, Pensamientos, Madrid, Cátedra.] 69. J. Lacan, L'identification, primera sesión, 15 de noviembre de 1961. 70. Ibidem.

pues no se tratará, tanto en esta sesión de sem inario com o en las si­ guientes, m ás que de volver a realizar subjetivam ente la experiencia del cogito -c o m o el propio D escartes invita a hacerlo en su p re fa c io m ucho m ás que de debatir con la tradición escrita que se desprendió de él, em pezando por los com entarios y precisiones del autor. E s cuando L acan enuncia una tercera posibilidad de entender el “Yo p ienso” , que va a llevar directam ente al sujeto supuesto saber: Una vez que se señaló esto, resulta que nos encontramos con algo impor­ tante, resulta que nos encontramos con ese nivel, ese tercer término que hemos destacado a propósito del yo miento, a saber, que se pueda decir: “yo sé que pienso”, y eso merece por completo atrapar su atención. En efecto, se trata aquí del soporte de todo lo que cierta fenomenología ha desarrollado en lo concerniente al sujeto. Y traigo aquí una fórmula que es aquélla que habremos de retomar las próximas veces; es la siguiente: aquello con lo que nos enfrentamos, y cómo nos es dado, puesto que somos psicoanalistas, es decir si se subvierte radicalmente, si se vuelve imposible ese prejuicio, el más radical... que es el verdadero soporte de todo ese desarrollo de la filosofía, del que puede decirse que es el límite más allá del cual nuestra experiencia ha pasado, el límite más allá del cual comienza la posibilidad del inconsciente... es que nunca ha habido, den­ tro del linaje filosófico que se desarrolló a partir de las investigaciones cartesianas llamadas del cogito, que nunca ha habido más que un solo sujeto que yo designaré, para terminar, de la siguiente forma: el sujeto supuesto saber.71

P rim era m ención de ese sujeto supuesto saber, un sujeto que enuncia­ ría entonces, bajo su “yo pienso” , un “yo sé que p ienso” . ¿Es acaso D escartes, po r su parte, tan directam ente afirm ativo? N os es perm itido dudarlo cuando sabem os que no identificó en ningún lugar p en sa m ien ­ to y conciencia,72 aunque sea necesario tom ar tam bién en cuenta el hecho de que, para él, no puede haber pensam iento sin conocim iento inm ediato de que hay pensam iento.73 L acan tiene entonces una ju sti­ ficación para deslizar aquí bajo los pies de D escartes esta presencia

IX.lbid. 72. Descartes prácticamente no utiliza el término de “conciencia” en francés. So­ bre ese punto de historia de la filosofía, podemos remitimos ahora a la intro­ ducción de Étienne Balibar al texto de Locke, Identité et difference [Identi­ dad y diferencia], París, Le Seuil, col. “Point Essais”, 1998. Allí vuelve a trazar con precisión los primeros pasos de las palabras “conciencia” y “sí mismo”, que fueron primero inventos de Pierre Coste, traductor en 1700 del Essai sur l'entendement humain [Ensayo sobre el entendimiento humano], para verter la “consciousness” y el “se lf ’ de Locke. El “Glosario” al final del volumen vale la pena, por no hablar del texto de Locke, por fin publicado en edición bilingüe... 73. “No puede haber ningún pensamiento sobre el cual, en el mismo momento en

suya del pensam iento, incluso si sería un exceso identificarla p u ra y sim plem ente con la conciencia tal com o han podido entenderla los cartesianos después de M alebranche y Locke.

I. 3. 1. D escartes vs. Hegel O tra turbación pu ed e tam bién atrapar al lector de estas líneas del sem i­ n a rio d el 15 d e n o v ie m b r e d e 1 9 6 1 : ¿ a q u é le lla m a L a c a n "fenom enología” ? A parentem ente, ni se le ocurre rem itirse m ás que a la F enom enología del espíritu, o dicho de otro m odo, a H egel: Tienen ustedes que atender aquí a esa fórmula de la repercusión especial que, de algún modo, trae con ella su ironía, su cuestionamiento, y noten que si la remiten a la fenomenología, y especialmente a la fenomenología hegeliana, la función de ese sujeto supuesto saber adquiere su valor por ser apreciado en cuanto a la función sincrónica que se despliega en estas palabras: su presencia siempre ahí, desde el comienzo de la interrogación fenomenológica, en cierto punto, cierto nudo de la estructura, nos permi­ tirá desprendemos del despliegue diacrónico que se supone que habría de llevarnos al saber absoluto .74

¿D ebem os escuchar en esta condena algo que iría dirigido tam bién a H usserl, Sartre o M erleau-P onty? ¿O es m ejor no leer en ella m ás que un ataque dirigido a ese tem a hegeliano central en la Fenom enología: el del sab er absoluto ? Inm ediatam ente después de estas líneas que acabam os de leer, Lacan prosigue: Ese mismo saber absoluto, com o veremos, a la luz de esta cuestión, ad­ quiere un valor singularmente refutable, pero solamente en lo siguiente, hoy: detengámonos en plantear esta moción de censura de atribuir ese supuesto saber, como saber supuesto, a quienquiera, pero sobre todo cui­ démonos de suponerle, subjicere, sujeto alguno al saber. El saber es intersubjetivo, lo cual no quiere decir que es el saber de todos, sino que es el saber del Otro, con mayúscula. Y ya hemos planteado que es esencial mantener al Otro como tal: el Otro no es un sujeto, es un lugar donde nos esforzamos, desde Aristóteles, por transferir los poderes del sujeto.

que está en nosotros, no tengamos un conocimiento actual”, “Réponses aux quatriémes objections (de M. Amauld)”, R. Descartes, Oeuvres Philosophique;:, op. cit., vol. 2., pág. 691 74. J. Lacan, L ’identification, primera sesión, 15 de noviembre de 1961. Cito largamente para que se sienta el tono en el que Lacan dice las cosas y también por la tenaz ausencia de cualquier edición pública de este seminario decisivo.

L a sesión del 15 de noviem bre se cierra con esto, con esta “m oción de censura” hacia lo que Lacan habrá presentado desde el com ienzo com o una conjunción del saber y del pensam iento, o lo que es lo m ism o: el inverso perfecto del inconsciente freudiano que se define por ser una red de p ensam ientos sin pensador, sin ninguna conciencia reflexiva. A partir de esto, el planteam iento parece bastante unívoco, si no es que sim ple: puesto que, en su aproxim ación de la identificación, Lacan p re­ tende aventurarse hacia nada m enos que una nueva definición del suje­ to en su relación con el significante (para llevar la cosa inm ediatam ente después hasta su relación con el saber), le interesa de paso disipar el equívoco que reduciría al nuevo sujeto al rango del sujeto hegeliano, que tam bién es establecido en su relación con el saber, agente histórico del propio despliegue de su esencia hasta alcanzar ese saber absoluto por m edio del cual se com pletaría su trayectoria. H ay que proscribir a ese sujeto supuesto saber, subraya Lacan, para dejarle un sitio claro, despejarle el espacio necesario al nuevo sujeto que pronto encontrará por prim era vez su definición, al final de la sesión del 6 de diciem bre, apoyándose de m anera m uy singular sobre un cogito deshegelianizado. Toda una serie de oposiciones se em plaza entonces: el O tro sigue sien­ do concebido com o el “tesoro de los significantes” , pero qu ed a exclui­ do que sea sujeto (el sujeto, por el contrario, determ inado com o lo está a p artir de esto po r el significante situado en el lugar del O tro, el sujeto está en otra parte). Esos dos no se m ezclan y, si le creem os a Lacan, toda la experiencia analítica está ahí para persuadir de que al m ism o tiem po se im plican (no hay sujeto sin O tro y recíprocam ente), y se excluyen (el O tro no es sujeto; el sujeto no es O tro); en pocas palabras: que lo más im portante es diferenciarlos bien, ju stam ente porque están estrecham ente vinculados. L a puesta fuera de la ju g a d a del sujeto su­ puesto saber se inscribe en la necesidad de evitar la confusión al res­ pecto: porque está determ inado ante todo p o r el significante, el nuevo sujeto no se inscribe com o tal en el lugar del significante: A. Si, al contrario, existiera un sujeto en el lugar del O tro, entonces sería nece­ sario llam arlo “ sujeto supuesto saber” . C om o no es ése el caso, la retó ­ rica que actúa en el decir de Lacan es la del “un sujeto expulsa al otro” : aquél que fue el “prejuicio [...] m ás radical [...] verdadero soporte de todo ese desarrollo de la filosofía, del que puede decirse que es el lím ite más allá del cual nuestra experiencia ha pasado, el lím ite m ás allá del cual com ienza la posibilidad del inconsciente” , aquél debe ser deste­ rrado con estruendo para dejarle su lugar al nuevo, a ese m uy poco ser que tendrá que contentarse con ser representado por un significante para otro. E xit el sujeto supuesto saber, rem itido sin rem ilgos a sus cuarteles filosóficos, para que haga m uy pronto su entrada ese sujeto

“representado po r un significante para otro significante” , invención p ropia de L acan que él está interesado en enganchar al tiem po m ás frágil del cogito, un poco antes del fin de la segunda M editación, cu an ­ do ego es garantizado de su existencia, pero nada m ás, pues la duda hiperbólica ha barrido con todo el resto. Sea ahora el otro borde de la fractura que se ha producido de este m odo, m ás de dos años y m edio después, apenas un poco antes del m om ento en que ese sujeto supuesto saber iba a efectuar su im presionante com e back (3 de ju n io de 1964). El conjunto del sem inario de ese año debe tratar cuatro conceptos juzgados fundam entales p ara el psicoanálisis, respectivam ente: la repetición, el objeto a, la transferencia y la pulsión. Estos dos últim os tem as se m ezclan de m odo bastante vigoroso en toda la segunda parte del sem inario, pero las cosas se precisan en lo relativo a nuestra cuestión desde la sesión del 27 de m ayo de 1964. D esde el com ienzo, no se trata más que de distinguir al m áxim o al sujeto y al O tro,75 com o con ocasión de las prim eras sesiones de La identificación, con una precisión com pletam ente nueva ese día: “L le­ go ahora a las dos operaciones que pretendo articular hoy en la relación del sujeto con el O tro.” E ntonces surge lo que se ha convenido en llam ar el “punzón” [poingon: punzón, cuño, troquel], que L acan, de hecho, introdujo en realidad desde la construcción de su grafo, en sus dos sem inarios anteriores L as fo rm a cio n es del inconsciente y E l deseo y su interpretación, grafo retom ado a su vez en m últiples ocasiones, nasta el texto de los E scrito s: “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano” , y m ás allá. El punzón, por lo tanto, no es una novedad de ese día, pero, por un m ovim iento enunciativo m uy presente a lo largo de sus veintiocho años de sem inarios, Lacan retom a aquí un elem ento que ya ha lanzado para volver m ás com plejo su alcance operacional, tejiendo su red conceptual de un a m anera a la vez m ás estrecha y m ás abierta al equívoco. Prim ero recuerda que ese punzón es efectivam ente el que creó en su escritura de la fantasía (S 0 a) y en su escritura de la pulsión (siem pre en el grafo: S 0 D ). D ibuja en el pizarrón cierto recorte del citado punzón, y prosigue: Separación A lienación 75. “Primero [i.e. durante la sesión anterior] acentué la repartición que yo consti­ tuyo oponiendo, con relación a la entrada del inconsciente, a los dos campos del sujeto y del Otro [...] La relación del sujeto con el Otro se engendra por entero en un proceso de hiancia [...]”, Sesión del 27 de mayo de 1964.

Atengámonos a ese pequeño rombo. Es un borde, un borde que funciona. Basta con suministrarle una dirección vectorial, aquí en el sentido inverso a las agujas del reloj [...] La pequeña V de la mitad inferior del rombo, digamos aquí que es el vel constituido de la primera operación en la que pretendo suspenderlos durante un instante [...] Se trata del vel de la pri­ mera operación esencial en que se funda el sujeto. [...] no se trata de nada menos que de esta operación que podemos llamar la alienación.

E ntonces Lacan se m ostrará muy elocuente en lo concerniente a esta alienación, distinguiendo entre el vel exhaustivo - “ voy aquí o aquí, si voy aquí, no voy acá, hay que escoger”- , el vel de indiferencia - “ voy p ara un lado o para el otro, nos da igual, es equivalente”- y finalm ente el que retendrá toda su atención: el vel no exclusivo, allí donde la “elec­ ción no consiste m ás que en saber si querem os quedarnos con una de las partes, y la otra desaparecería en todos los casos7, con el ejem plo p rinceps muy conocido: “la bolsa o la vida” . Siguiendo ese m odelo, L acan busca resaltar la disyunción entre el se r y el sen tid o , donde el sujeto se encontraría del lado del ser, y el sentido del lado del O tro. Si escojo el ser (y el sujeto), am bos desaparecen, no tengo nada. Si, en cam bio, escojo el sentido: El sentido sólo subsiste mermado de esa parte de no-sentido que es, ha­ blando con propiedad, lo que constituye, en la realización del sujeto, el inconsciente. En otros términos, se encuentra dentro de la naturaleza de ese sentido, tal como viene a emerger en el campo del Otro, estar eclipsa­ do en una gran parte de su campo por la desaparición del ser, inducida por la función misma del significante.

N o deseo com entar aquí estas líneas; solam ente quiero precisar que el hecho de ubicar así en un m ism o lado al sujeto y al ser, y en otro lado al O tro y al sentido, en vista de que el propio L acan sólo u tiliza en escasas ocasiones para sí m ism o esas categorías hiper filosóficas del ser y del sentido, es suficiente para señalar a D escartes y su cogito, en una sesión donde su nom bre no es pronunciado ni una vez. Pero ocurre que en el m om ento de hablar m ás sobre la otra vertiente del punzón, se le viene la hora encim a y, aparte de la introducción del concepto de separación que hace pareja con el de alienación constituyendo la o tra m itad del “punzón”- , Lacan se contenta con lanzar unas cuantas indicaciones, rem itiendo a la sesión siguiente una explicitación en regla d e “esta op e­ ración segunda, que es tan esencial definir com o la prim era, pues allí es donde verem os asom ar el cam po de la transferencia” . L a dificultad está en el O tro, en la m edida en que ha quedado fuera de cuestión considerarlo com o sujeto. C ualquier cosa m enos eso. A hora bien, este O tro a-subjetivo de entrada adquirirá el valor del 0 (o )tro

participante, en un equívoco tan fundam ental com o fundador en la en ­ señanza d e Lacan: Una falta es, por el sujeto, encontrada en el Otro, en la intimación misma que el Otro le hace por su discurso. En los intervalos del discurso del Otro surge, en la experiencia del niño, aquello que es radicalmente localizable en él: él me dice eso, ¿pero qué quiere de mí?

A través de una sutileza clínica que fue observada con to d a ju sticia, Lacan de entrada responde a esta pregunta abism al con un rasgo que llam a la atención a la vez por su ju stez a psicológica y p o r su fuerza estructural, tom ando en cuenta el em pleo q ue él le da al sacarlo a co la­ ción en ese m om ento: El primer objeto que [el niño] le propone a ese deseo parental cuyo objeto es desconocido, es su propia pérdida: -¿P u ede él perderm e? La fantasía de su muerte, de su desaparición,'es el primer objeto que el sujeto tiene para poner en juego en esta dialéctica, y lo pone en efecto, lo sabemos por mil hechos, aunque más no fuera por la anorexia mental. Sabemos tam­ bién que la fantasía de su muerte es esgrimida comúnmente por el niño en sus relaciones de amor con sus padres. Una falta recubre a la otra [...] Una falta engendrada en un tiempo precedente es lo que sirve para responder a la falta suscitada por el tiempo siguiente.

D e ahí la im portancia, en todo este contexto, del térm ino de aphanisis, que Lacan retom a de E rnest Jones, para darle un uso diferente, e in clu ­ so opuesto, pues se trata aquí de desaparición, dcfa d in g , no del deseo, sino del sujeto. Sin em bargo, sería erróneo dejar de lado aq u í una pre­ gunta que se le dirigió a Lacan al final de esa sesión. E n prim er lugar, porque cualquiera que tenga la experiencia de un sem inario pu ed e sa­ ber q ue ese tipo de pregunta está en parte perfectam ente al costado de la bacinica, pero en parte (es difícil com prender bien p o r qu é y cóm o cada vez) da de lleno en el blanco. R ecordarem os ante todo qu e a lo largo de esta sesión Lacan no ha pronunciado ni una sola vez el nom bre de H egel, cuando Jacques-A llain M iller le pregunta: Con todo, ¿no quiere usted acaso mostrar que la alienación de un sujeto que ha recibido la definición por haber nacido adentro, constituido por y ordenado en un campo que es exterior a él, se distingue radicalmente de la alienación de una conciencia de sí? En resumen, ¿no hay que compren­ der: Lacan contra Hegel?

L acan se precipita a darle la razón, contra A ndré G reen, quien le habría dicho ju sto antes: “ [...]U sted es el hijo de H egel.” N unca lo sabrem os realm ente, pero pienso que hay que ver, en esta advertencia de una

cercanía excesiva a H egel, el m ovim iento que m ostrará su régim en p le­ no en la sesión siguiente, aunque m ás no fuera por un pequeño indicio: L acan vuelve a recordar la pregunta en estos térm inos: Para responder a la pregunta que se me planteó la última vez sobre mi adhesión a la dialécticahegeliana [...] me comprometo, si me provocan, a mostrar que la experiencia efectiva que se inauguró con miras a un saber absoluto no nos lleva nunca a nada que pudiera, de ningún modo, ilustrar la visión hegeliana de síntesis sucesivas, a nada que permita incluso que aparezca la promesa del momento que Hegel vincula oscuramente con ese estadio, y que alguien ilustró con gracia con el título del Domingo de la vida -cuando ya ninguna abertura quedaría abierta en el corazón del suje­ to. Es necesario que yo indique de dónde proviene el engaño hegeliano.

Y vuelve a em pezar un estudio sobre... el cogito cartesiano, esta vez para encontrar en él aquello de lo que habría que saber prescindir re­ sueltam ente, ese ya citado “engaño hegeliano” . Tras haber vuelto a poner en la escena y en la m ontura a un D escartes clásico, presionado para establecer una certidum bre capaz de servir de piedra angular a todo el edificio científico que él am biciona con su m athesis universalis, D es­ cartes, prosigue L acan, se vio conducido a “realizar una separación m uy particular” ; cierto D escartes va entonces a echarle una m ano a L acan, quien había prom etido la vez anterior echar luz sobre el co n cep ­ to nuevo de separación. D e hecho, prácticam ente todos los p rotagonis­ tas están ahora presentes: D escartes, H egel, el saber, el sujeto, el Otro, y esta separación que sigue esperando encontrar su régim en. En pocas líneas, dos puntos de viraje serán sucesivam ente y casi apre­ suradam ente franqueados: prim ero Lacan identifica a la certidum bre a la que apunta y que obtiene D escartes con “la instauración de algo separado” . ¿Q ué es lo que apela aquí a este calificativo? “S eparado” no es una palabra de D escartes. Lacan presenta entonces u na especie de “error” del propio D escartes, vinculado con ese “yo sé que p ienso” percibido a m edias con ocasión de la prim era m ención del sujeto su­ puesto saber: Cuando Descartes inaugura el concepto de una certidumbre que cabría por entero en el Yo pienso de la cogitación [...], podríamos decir que su error consiste en creer que se trata aquí de un saber. Decir que sabe algo sobre esa certidumbre. No hacer del Yo pienso un simple punto de desva­ necimiento.

¿V erdaderam ente com etió D escartes ese “error” ? Sí y no, com o hem os podido verlo anteriorm ente. En efecto, hay una necesaria presencia ante sí del pensam iento (“no podem os querer una cosa que no percibim os

por el m ism o m edio por el cual la querem os” ), pero eso no se co n stitu ­ ye verdaderam ente com o un “saber” sobre algo, y especialm ente no sobre la certidum bre producida por el cogito. É sta toca en efecto co n ­ ju n ta m en te al pensam iento y al ser, y por lo tanto perm anece ajena a ese saber reflexivo que el pensam iento - y sólo é l - trae aparejado, y sólo para sí. Se ve entonces que L acan continúa aquí leyendo algo com o el corazón de la tesis hegeliana en el culm en activo del cogito cartesiano, por m edio de lo cual va a buscar lim piar a este ego cartesiano de su sobrecarga hegeliana, separando lo m ás radicalm ente que le es posible el “Yo soy” (del lado del sujeto, del lado de la certidum bre) y el “yo p ienso” (del lado del saber, del lado del O tro76). Y aquí ocu p a su lugar un segundo viraje, tan decisivo en el com entario del térm ino de sep a ra ­ ción com o en la reintroducción, el sorprendente retorno, del sujeto su­ puesto saber: Pero ocurre que él [Descartes] hizo otra cosa [distinta de hacer del yo pienso un simple punto de desvanecimiento], que concierne al campo, que él no nombra, donde están errando todos estos saberes, de los que dijo que convenía ponerlos en una suspensión radical. Pone el campo de estos saberes en el nivel de ese más vasto sujeto, el sujeto supuesto saber, Dios. Ustedes saben que Descartes no pudo hacer otra cosa más que volver a introducir su presencia. ¡Pero de qué manera tan singular!

El D ios creador de las verdades eternas, que cabe en unas cuantas lí­ neas disem inadas en tres cartas a M ersenne fechadas el 15 de abril, el 6 y el 27 de m ayo de 1630, es p resentado aquí com o lo m ás separado del sujeto que puede hacerse, sin dejar de estar, por supuesto, en la relación más fundam ental con él y el saber que puede fabricar. A L acan, quien busca desde la últim a vez dar cuerpo a la noción de separación, este extraño D ios cartesiano le viene com o anillo al dedo para responder a su apelación ya antigua de sujeto supuesto saber. E se D ios h abría creado las verdades eternas -en ten d am o s ante todo: las m a tem áticas- com o creó el m undo. “A su im agen” , sí, pero m ante­ niendo tam bién una diferencia esencial entre El y ese m undo. C o n tra­ riam ente a cierto deslizam iento ontológico,77 que habría pretendido que

76. Lacan le dará continuidad a esta oposición, hasta convertirla en la trama del cuadrángulo que muestra con ocasión del seminario La lógica de la fantasía, que ordena repetición, acting-out, pasaje al acto y transferencia a partir de la oposición negativada: “O no pienso o no soy”. 77. Notablemente apuntado y comentado por Jean-Luc Manon en su libro Sur la théorie blanche de Descartes [Sobre la teoría blanca de D escartes], París, PUF, 1988, en su “Livre I: L’analogie perdue, de Suarez á Galilée” [“Libro I: La analogía perdida, de Suárez a Galileo”].

el saber riguroso y definitivo de las m atem áticas fuera com partido con D ios m ism o. D escartes reafirm a una infranqueable trascendencia del D ios, ya no desde el único punto de vista de la G racia, sino tam bién desde el punto de vista del saber: del hecho de que un triángulo tiene tres lados no nos está perm itido concluir que lo m ism o ocurre para D ios. D ios creó los triángulos así, com o creó los hom bres, sin que sea posible deducir de ello cualquier cosa en cuanto a su saber. P or más lejos que se lleve la elaboración del saber de ego, por m ás garantizado que esté, no aum entará un ápice el conocim iento que podem os tener de Dios. Éste tiene su sa b e r-su en ten d im ien to -y ego tiene el suyo, y entre los dos, D escartes no puede concebir más “relación” que la que hay a sus ojos entre lo finito y lo infinito. Lo cual equivale a decir: ninguna.78 H e aquí efectivam ente la más estricta separación que pueda concebirse en el orden del saber. L a construcción de D escartes perm ite así que planee la idea de un saber absoluto, no en el sentido hegeliano, sino en el sentido de un saber que sería el de un sujeto absolutam ente fuera del alcance para ego. El reencuentro con D escartes y la súbita prom oción del sujeto supuesto saber se inscriben así para Lacan dentro de uno de sus virajes esencia­ les: el abandono puro y sim ple del tema, decisivo durante m ucho tiem ­ po en él, de la intersubjetividad.

1.3.2. Últimos destellos de la intersubjetividad H em os visto anteriorm ente el apoyo que este tem a le ofrecía a Lacan, por ejem plo en su diatriba contra Bouvet. C on ocasión de la sesión del 13 de m ayo de 1959, durante su sem inario E l deseo y su interpretación, todavía se podía escuchar que dijera: No hay - e s un principio que tenemos que mantener como principio de siempre- sujeto más que para un sujeto.

Y en la sesión siguiente, el 20 de mayo:

78. Descartes se suscribe plenamente a la regla clásica: Finiti ad infinitum nulla esl proportio. Ver también su crítica más que severa contra Galileo en otra carta a Mersenne, del 11 de octubre de 1638: “Falla en todo lo que él [Galileo] dice sobre el infinito, por el hecho de que, a pesar de que admite que el espíritu humano, siendo finito, no es capaz de comprenderlo, no deja de discurrir sobre él como si lo comprendiera.”

No puede haber otro sujeto más que un sujeto para un sujeto, y, por otro lado, el sujeto primero no puede instituirse como tal más que como sujeto que habla, más que como sujeto de la palabra; así que es en tanto el otro mismo está marcado por las necesidades del lenguaje, en tanto el otro le instaura no como otro real, sino como otro, como lugar de la articulación de la palabra, que se hace la primera posición posible de un sujeto como tal, de un sujeto que puede captarse como sujeto, que se capta como suje­ to en el otro, en tanto que el otro piensa en él como sujeto.

M ientras el orden de la palabra - “p lena” o “vacía” , de acuerdo con las palabras que Lacan tom aba entonces prestadas de H eid e g g er- d o m in a­ ba la escena analítica a los ojos de Lacan, existía la necesidad, en efec­ to, de que un sujeto fuera el único apto para responder a otro sujeto. En tanto lugar de la palabra, el O tro era sujeto. A partir del m om ento en qu e la estru c tu ra del len g u aje to m ab a la d elan te ra a los cam in o s h eideggerianos de la palabra, el O tro “com o tal” debía vaciarse de toda cualidad de sujeto, hasta el punto que desde el prim er uso proscriptivo del sujeto supuesto saber, éste últim o sirve casi com o definición para esta naturaleza subjetiva am bigua del Otro: sujeto, no deja de serlo, pues gracias a él “yo” habla; pero, al m ism o tiem po, no lo es, salvo si nos hundim os en el "engaño h eg e lia n o ”. L a suposición viene a decir sobre él exactam ente lo que es. A nte ese “ser” que se im pone com o la dim ensión m ism a del sujeto, este O tro, a partir de esto, ni es, ni no es: todo su “ser” se reduce a la suposición que lo funda, y nada más. La intersubjetividad no tiene entonces ya por qué ser tan fundam ental, a oartir del m om ento en que ya no hay que ordenar dos sujetos reales (com o el proceso norm al de la palabra incitaría a hacerlo), sino un sujeto real y un sujeto supuesto. Y si ya no es fundam ental, entonces ya no es nada. U na vez claram ente ventilado este “engaño h egeliano” , L acan, al parecer, ya no encontrará palabras lo bastante duras p ara co n ­ denar ese térm ino de intersubjetividad. Si tuviéram os que detenernos aquí, podríam os pensar que Lacan no hace m ás que desplegar más am pliam ente lo que había adelantado casi tres años antes. Sabem os que le hizo m uy poco caso siem pre a la res­ puesta de D escartes a la segunda79 pregunta de ego, garantizado de su existencia por el cogito, pero incom odado igualm ente por esta m ism a existencia: “Pero yo, ¿quién soy? [...] E ntonces no soy, precisam ente hablante, m ás que una cosa que piensa [...]” Y hace surgir entonces la oposición res cogitans/res extensa, de la que podem os leer la crítica

79. La primera era más ansiógena todavía que la segunda: “Yo soy, yo existo: eso es seguro, ¿pero por cuánto tiempo?” Meditations, París, Garnier-Flammarion, 1%7 vol. 2, pág 418.

bastante feroz hecha por Lacan en sus repercusiones psiquiátricas, del lado de Henri Ey, por ejem plo.80 A Lacan sólo le im porta ese m om ento de desvanecim iento, de aphanisis de ego, que él lee a pesar de las m on­ tañas de com entarios filosóficos casi m andados a hacer para enm asca­ rarlo. U na vez extirpado el “engaño hegeliano” gracias a la apelación de sujeto supuesto saber, la certidum bre cartesiana sobre la existencia de ego viene a apoyar la idea de esta separación que Lacan busca en­ tonces instaurar entre un sujeto presa de una certidum bre sin saber por un lado, y un O tro, lugar indefinido del saber despojado de toda certi­ dum bre subjetiva, por otro lado. A unque esta oposición, por m ás clara que sea, parece con todo excesiva. D em asiado didáctica para ser hon­ rada, de algún modo.

I. 3. 3. Analista y sujeto supuesto saber: ¿ el mismo o no ? L a sorpresa - la de los asistentes del sem inario ese día, quizás; la nuestra, en todo c a so - no es causada por esa lectura original de las M editaciones, que retom a y despliega más delicadam ente los datos de la proscripción de 1961, sino p or la frasecita que sigue, lanzada en la m ism a dirección de las citas anteriores sobre el D ios creador de las verdades eternas: Puede parecerles que los llevo lejos del campo de nuestra experiencia, y sin embargo -lo hago recordar aquí a la vez para disculparme y para man­ tener su atención en el nivel de nuestra experiencia- el sujeto supuesto saber, en el análisis, es el analista .*1

Si tenem os a bien recuperar con respecto a esto cierta ingenuidad (m al­ tratada por años pasados tragándonos ciegam ente esa equivalencia), la frase parece bastante asom brosa. Lacan se apresura, por otro lado, a agregar, com o para am ansar a su auditorio: Tendremos que discutir la próxima vez, a propósito de la función de la transferencia, cómo es que no tenemos, nosotros, ninguna necesidad de la idea de un ser perfecto e infinito -¿a quién se le ocurriría atribuirle esas dimensiones a su analista?- para que se introduzca la función del sujeto supuesto saber.

80. Al releer “La causalidad psíquica”, por supuesto, pero también si nos detene­ mos en las páginas 514-515 de los Escritos, en las cuales Lacan denunciaba las concepciones de alucinación derivadas de esa concepción cartesiana de las cosas del “espíritu”. 81. Siempre en la sesión del 3 de junio de 1964.

A partir de la sesión siguiente, tras algunas p recisiones rápidas y estric­ tam ente introductorias al tem a de la transferencia (la contratransferencia no es m ás que una m anera de “eludir aquello de lo que se trata” , la tra n s fe re n c ia “fu e d e s c u b ie rta an tes de F re u d ” , “p e rfe c ta m e n te articulada” por Platón - v e r el caso S ócrates/A lcibíades-, etc), Lacan suelta la aserción siguiente, bastante grave a su m anera, tam bién: A partir de que hay en algún lado el sujeto supuesto saber -q u e les abrevié hoy en lo alto del pizarrón como S.s.S - hay transferencia.

N uevam ente, la eventualidad de un saber absoluto debe hacerse a un lado: “Es m uy seguro, del conocim iento de todos, que ningún psicoa­ nalista puede pretender representar, ni siquiera de la m anera m ás estre­ cha, un saber absoluto.” ¡Uf! E ntonces, ¿qué relación existe, para term inar, entre ese D ios cartesiano creador de las verdades eternas ex ­ purgado de todo “engaño hegeliano” , y el analista? ¿Q ué es lo que ahora autoriza este acercam iento, esta relación que podríam os co nside­ rar casi de im plicación?82 N ada del orden del saber, pero una nada que proviene del deseo. L o que ese D ios sabe, D escartes plantea que él (ego) no lo sabrá nunca; en cam bio, el sentido de lo que ese ego sabrá (que un triángulo tiene tres lados, que dos m ás dos son cuatro) sólo será tal porque D ios lo habrá querido así. E sa voluntad d ivina es planteada por ego al m ism o tiem po que se desinteresa de ello para obrar a partir de entonces sólo dentro de las avenidas de un saber egóico que habrá sabido ubicar antes que nada su verdad últim a fuera de su propio alcance, en ese D ios absolutam ente separado. E so es lo que Lacan recupera poniéndolo en la cuenta del deseo, de ese deseo desconocido (¿inconsciente?) que habrá presidido ese m ontaje de saber que es el síntom a, por el cual el analizante viene al análisis. P o r razones que atañen m ucho m ás a la neurosis que a la cultura circun­ dante (¡aunque tam bién!), quien produce un com portam iento dado con­ sidera que significa algo, sin entender nada de él, salvo que hay allí algo que entender. “¿P ero qué quiere decir que yo haga sin cesar lo m ism o?” El “¿Q ué quiere decir?” inscribe dos cosas al m ism o tiem po: por un lado, puesto que eso “quiere decir” , es que hay significación en ju eg o , que corresponde potencialm ente a ú n a m athesis, a u n saber; pero por el otro, al m ism o tiem po, es supuesto que ese saber viene de un

82. “La transferencia es impensable si no tomamos su punto de partida en el suje­ to supuesto saber.” Sesión del 17 de junio de 1964.

sujeto tan separado com o puede serlo el D ios cartesiano, qu e no se confunde con el saber de sus criaturas. El “ voluntarism o div in o ” p o stu ­ lado por D escartes (y muy controvertido entre los cartesianos) parece efectivam ente haber sido uno de los asideros (en el sentido alpinista del térm ino) por los cuales Lacan pudo operar ese sorprendente acerca­ m iento del D ios creador de las verdades eternas y del analista en la cura; su invención del sujeto supuesto saber constituiría la bisagra en ­ tre los dos. P odem os convencernos de esto leyendo, en la sesión del 24 de ju n io de 1964, una apología vibrante sobre el deseo del analista, “deseo de obtener la diferencia absoluta f...]” . El beneficio del nuevo apelativo de sujeto supuesto saber es inm ediato: en el lugar de la “transferencia” , fenóm eno, hecho de experiencia que se im ponía fenom enológicam ente (bajo la form a p rin cep s del am or), viene una función (el S. s. S.), algo m ucho más abstracto a partir d e lo cual se vuelve posible generar los hechos observables, aum entando notablem ente de esta m anera su inteligibilidad. A sí ocurre con el am or de transferencia, que puede dejar de ocupar el prim er plano de la esce­ na con tanta naturalidad, puesto que adquiere de entrada el rango de efecto.83 Al m ism o tiem po, tam bién, vendrán con m ucha m ayor clari­ dad algunas precisiones (im portantes con relación a lo que puede verse en el debate con Bouvet): [...] la transferencia no es, por su naturaleza, la sombra de algo que hubie­ ra sido vivido antes. [...] No es repetición de lo que pasó más que por ser de la misma forma. No es ectopía. No es sombra de los antiguos engaños del amor. Es aislamiento en lo actual de su funcionamiento puro de engaño.

M ás tarde, Lacan ju g a rá con cierta fortuna vinculada con la apelación, y declinará a este sujeto tanto del lado del saber -h a y un saber (por ejem plo en el síntom a), y a ese saber le es supuesto un sujeto que detenta su significació n -, com o del lado del sujeto - h a y un sujeto (el analista) del que es supuesto que oculta un saber (en relación con la significa­ ción desco n o cid a)-. E sa p a la b ra de tres térm inos: sujeto/supuesto/sa­ ber se lee com o bustrófedon. A pesar del enorm e núm ero de citas que sería posible reunir con res­ pecto a la evolución de ese concepto a lo largo de esos dieciséis años de 83. “[...] el sujeto es supuesto saber de solamente ser sujeto de deseo. ¿Pero qué pasa? Pasa lo que se llama en su aparición el más común efecto de transferen­ cia. Ese efecto es el amor.” Siempre el 17 de junio de 1964. “Sólo ahí puede surgir la significación de un amor sin límite, porque está fuera de los límites de la ley dice el 24 de junio de 1964, como conclusión última del sem i­ nario de ese año.

vida activa que conoció en la enseñanza de Jacques L acan, estudiaré ahora una sola etapa, aquella en la que Lacan produjo, con la ayuda de algunos de los térm inos de su “álgebra” , una escritura del sujeto su ­ puesto saber, que luego acostum brado a llam ar el “algoritm o de la trans­ ferencia”. E sta escritura aparece en un texto de 1967 conocido con el título de: “Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la escuela” .

I. 3. 4. Lectura del “algoritmo ” de la transferencia E ncontram os allí el cifrado siguiente, que L acan prácticam en te no retom ó luego, paro que insertó en su decisiva P roposición sobre el p sicoanalista de la escuela'.

í

S — -------------------------- -> S‘i ( S ', S 2, ...,S ")

L a letra “S” , m ayúscula, designa com o frecuentem ente en Lacan a un significante, la pequeña “q” colocada com o exponente sobre la segun­ d a S debe leerse com o “cualquiera” . “Sq” : “un significante cualquiera” , “j ” , a su vez, debe leerse en su equívoco, habitual tam bién en Lacan, para designar a veces al significado, y a veces al sujeto (cierto estado, al m enos, del sujeto). D e tal m odo que si se desdeñan por un m om ento los paréntesis visibles en el denom inador, podríam os creer que estam os leyendo la definición del sujeto tal com o apareció la prim era vez el 6 de diciem bre de 1961: el significante (en este caso: S) representa a l sujeto (aquí: s) para otro significante (Sq, el significante llam ado aquí, por razones sobre las que regresarem os, “cualquiera”). He aquí ahora la descripción que Lacan da de lo que se m uestra a la lectura bajo la barra: Bajo la barra, pero reducida al palmo suponedor del primer significante: la ,r representa al sujeto que resulta al implicar en el paréntesis al saber, supuesto presente, de los significantes en el inconsciente, significación que ocupa el lugar del referente todavía latente en esa relación tercera que lo adjunta a la pareja significante-significado.*4

L a poco usual palabra “palm o”85 viene a cuestionar a la “ S” , llam ada tam bién “significante de la transferencia” . N ada en el texto que antece­ de viene a fijar la significación de sem ejante expresión, y por el instan­ te es necesario contentarse con cierta indeterm inación de algunos tér­ minos. Por otro lado, el solo hecho de plantear esa “ S” abre la posibili­ dad de la barra y de su denom inador con, al m ism o tiem po, un sujeto y un saber que le es “adyacente” . C om o la buena filosofía, la lectura es ante todo hija de la penuria: en lo concerniente a las relaciones, tan valiosas, entre el sujeto y el saber en la escritura del sujeto supuesto saber, no está perm itido echarse al buche, por el m om ento, m ás que esta pobre palabra, “adyacente” , “situado en la inm ediación o p ro xim i­ da d de otra cosa”, ésos son los sinónim os que aporta el D iccionario de la R eal A cadem ia. El sujeto se encuentra entonces flanqueado por un saber que, por su parte, está estrictam ente com puesto p o r significantes, en un núm ero indefinido, y encerrados entre paréntesis. C om o ocurre con frecuencia con Lacan (del m ism o m odo que, curiosa­ m ente, cuando nos enfrentam os a un texto escrito en un idiom a extran­ jero), la cuestión de la com prensión es prim ero gram atical, en razón de los vínculos que se deslizan sobre este terreno: ¿la palabra “significa­ ción” debe entenderse aquí com o en aposición con la palabra “saber” que la antecede? ¿N o sería más bien la palabra “ significantes” la que se trata de retom ar? ¿O quizás es la “s” la que conviene, m ejor ubicada desde el punto de vista m usical, puesto que viene ju sto después de los dos puntos, y abre la serie de las aposiciones? Es notable, al m enos en lo referente al estilo de Jacques Lacan, partidario de cierto rigor sim bó­ lico, que sea necesario con m ucha frecuencia pasar p or el sentido para despejar los equívocos de la gram ática. En general, es más bien al co n ­ trario: la gram ática sirve para despejar los equívocos del sentido. D e hecho, solam ente la lectura de una prim era escritura de este texto anterior por unos cuantos m e se s- perm ite despejar más o m enos el equívoco. En el tiem po en que Lacan com enzaba a acercarse a la escri­ tura m ism a de su algoritm o, y apartaba una vez más de su cam ino la posibilidad de una intersubjetividad cualquiera, escribía: Dos sujetos no están impuestos por la suposición üe un sujeto, sino sola­ mente un significante que representa para otro cualquiera la suposición de un saber como adyacente a un significado, o sea un saber tomado en su significación .86

85. “Distancia que va desde el extremo del pulgar hasta el del meñique, estando la mano extendida y abierta”, D iccionario de la Real Academia, pág. 1509. 86 . J. Lacan, Propositión..., Primera versión, Analytica, vol. 8 , abril de 1978. [En

D e este m odo, es necesario leer en la fórm ula del texto definitivo, tan parca que se vuelve opaca, que ese saber de los “significantes en el inconsciente” adquiere un valor de significación en tanto (en la m edida en que) un significado-sujeto le es “adyacente” . Por lo que se inscribe en efecto lo esencial de lo que quiere significar la expresión sujeto supuesto saber: que a la pregunta dirigida sobre un com portam iento cualquiera - “¿y que quiere decir eso?”- se le suponga que hay uno que d etenta la significación de ese saber. En ese puro m ovim iento de supo­ sición, dicha significación se constituye “en reserva” , adquiriendo el rango de “referente aún latente” . Y ese texto prim ero, m ucho m ás claro sobre num erosos puntos, prosigue: El analista no tiene otro recurso más que colocarse en el nivel de la s de la pura significación del saber [...]

E se “ saber tom ado en su significación” , que habrá sido necesario ir a pescar en una versión anterior, revela lo esencial: si un saber, siem pre concebido com o concatenación de significantes, perm anece inserto en un sujeto (“s ”, vuelto posible a su vez por la puesta en m ovim iento de una cadena significante m anifiesta S —» Sq), habrá transferencia. Y la estrategia del analista equivaldrá a “colocarse” en ese nivel... P or medio de lo cual regresa la pregunta del inicio, con la q u e ya nos topam os con la traducción del “die m einer P ersorí’: ¿qué relación cabe concebir entre el analista que conti nuaremos calificando aquí com o “él mismo” y el analista tal com o es fabricado por la transferencia, en este caso la “ 5 ” m inúscula que produce un “saber tom ado en su significación” ? Las líneas inm edia­ tam ente consecutivas a la cita atacan ese problem a de frente: Vemos que si el psicoanálisis consiste en el mantenimiento de una situa­ ción convenida entre dos participantes, que se plantean en ella como el psicoanalizante y el psicoanalista, tal situación no podría desarrollarse más que al precio del constituyente ternario que es el significante intro­ ducido en el discurso que se instaura allí, el que se llama el sujeto supues­ to saber, formación, a su vez, no de artificio sino de veta, como despren­ dida del psicoanalizante. Tenemos que ver lo que califica al psicoanalista para responder a esta situación de la que vemos que no envuelve a su persona. No solamente el sujeto supuesto saber 110 es real en efecto, sino que además no es necesa­ rio en absoluto que el sujeto activo en la coyuntura, el psicoanalizante (único que habla primero) se lo imponga [...]

español: “Proposición...”, Ornicar?, N° 1. págs. 11-40, Barcelona, Ed. Petrel, 1981.]

Lo que nos importa aquí es el psicoanalista, en su relación con el saber del sujeto supuesto, no segunda sino directa. Está claro que del saber supuesto él no sabe nada. El S 4 del primer renglón no tiene nada que hacer con las S en cadena del segundo, y no puede toparse con ellas más que por encuentro 87.

C ontrariam ente a las afirm aciones por las cuales Lacan inicialm ente había introducido sus palabras en 1964 (“ [...] el sujeto supuesto saber, en el análisis, es el analista”), se ve em pujado ahora a distinguir entre ese sujeto supuesto s a b e r-q u e preside la eclosión de una transferencia a partir de esta “adyacencia” de un saber (las S 1, S2, Sn) y de un sujeto (la “s” m inúscula en itálicas), am bos igualm ente supuestos, lo que está señalado sin am bigüedades por su posición en el denom inador en la escritura del alg o ritm o - y lo que, en estas líneas, se llam a “el analista” . L a sim ple identificación del verbo ser ya no conviene p ara entablar el vínculo entre esos dos. El sujeto supuesto saber es aquí claram ente señalado com o “constituyente ternario”, hasta el punto en que puede plantearse claram ente, para term inar, la cuestión de la “relación” que ese “psicoanalista” m antiene con el saber de ese sujeto supuesto, rela­ ción “no segunda, sino directa”. U ltim a precisión que debem os recordar: m ientras que la palabra “per­ sona” no es en L acan de un em pleo frecuente, muy p o r el contrario, y no llega nunca al concepto (excepto en su tesis de 1932, que se desplie­ ga en otro contexto), la vem os desem peñar aquí un papel de prim era im portancia: la situación transferencial del analista “no envuelve a su p ersona” . En sum a, éste últim o lleva una vida independiente de la del sujeto supuesto saber. Por otra parte, tenem os la prueba de ello: en general al analizante le tom a cierto tiem po antes de “im ponérselo” , antes de im ponerle ese encargo. Ya no queda posibilidad de duda: no solam ente hay en efecto tres protagonistas, sino que ahora cad a uno porta un nom bre que le pertenece: el analizante, el analista y el sujeto supuesto saber. Claro está que, los dos últim os presentan un alto grado de intrincam iento. D istinguir hasta ese punto -n o m in a lm e n te - a la p er­ sona del analista del personaje encarnado por él en el análisis: ¿acaso eso no equivaldría, una vez más, a darle cuerpo peligrosam ente a unas concepciones a la B ouvet? ¿H em os avanzado verdaderam ente en el posicionam iento de la cuestión desde el firm e titubeo de F reud?

87. Todas las itálicas son mías.

1.4. ¿Dónde está el problema? N o hay necesidad alguna de haber pasado años sobre un diván o con la nariz pegada a obras eruditas para com prender la situación descrita aquí: un individuo, el “psicoanalista” , se presta a un ju e g o particular, que existe en todas partes y que se encuentra en el cim iento de la m ayo­ ría de las relaciones hum anas. ¿Q uién no ha tenido que enfrentar en efecto el sentim iento de ser tom ado, en tal o cual situación, por un p ersonaje al que uno se siente ajeno? Cuando alguien se ve c onfronta­ do a una parte de su reputación, aunque reconociera en ella alguna verdad, p odem os apostar que el sentim iento predom inante será el de la extrañeza. Se excava una divergencia entre el personaje público pro d u ­ cido en tal o cual situación y la percepción que cada uno tiene de sí mismo. A sí que no es privativo del psicoanalista en funciones en un a tran sfe­ rencia el hecho de conocer sem ejante jaloneo (solam ente eventual, pues hay que saber tam bién no desdeñar, por lo m ism o, un acuerdo de en tra­ da igualm ente sospechoso entre esta im agen transferencial y ese m aldi­ to “él m ism o” que no logram os ahorrarnos). La singularidad de su p o ­ sición se debe p o r com pleto al hecho de que, lejos de soportar el fenó­ m eno com o todo el m undo, el analista tiene que estar advertido d e su producción hasta el punto de que, lejos de oponerse a la “im posición” que de este m odo le inflige su paciente, o de aceptarla plenam ente, se esfuerza en m antenerse al respecto en una neutralidad tan grande com o pueda hacerlo.

1.4.1. La neutralidad E sa palabra, “neutralidad” , hizo fluir m ucha tinta freudiana. Todavía recientem ente, el director actual del P sychoanalytic Q uarterly publi­ caba en esa revista un artículo titulado “T he perils o f N eutrality” ,88 en el cual se bate contra ese concepto: El concepto de neutralidad analítica se ha convertido en un fardo porque nos alienta a perpetuar ciertas ilusiones estrechas sobre el papel del analista en el proceso analítico .81-1

88 . Owen Renik, “The perils of Neutrality”, Psychoanalytic Quarterly, LXV, 1996,

págs. 495-517. 89. Ibid., pág. 496.

A través de algunas frases llenas de sentido com ún, R enik m uestra sin dificultad que apenas ha hecho o dicho algo, el analista se ha separado de su “neutralidad” . Concluye: “ ¡Dicho de otro m odo, la única m anera en que el analista podría ser neutro sería no hacer nada!” ¿C óm o en ­ tiende esa p alabra com pleja para llegar a un ju icio tan categórico sobre ella, cuando tantos freudianos no pudieron ver claro? N o lo rem ite, a lo largo de todo su artículo, m ás que a un sola cosa, muy específica del psicoanálisis estadounidense de hoy: los conflictos del paciente. A p e­ nas interviene el analista en el seno de estos conflictos p ara plantear preguntas, subrayar callejones sin salida, interrogar convicciones, etc., no puede no tom ar partido, aunque sea poco (y podem os saber que ese “poco” es lo que se escucha quizás m ejor en la situación de la cura). En ese sentido, R enik tiene razón, sin discusión. Por otra parte, no lo ve­ m os ni una sola vez darle consistencia al personaje que él encarna en su relato del caso. Por m ás juiciosas que puedan p arecer algunas de sus intervenciones -esp ecialm en te cuando se opone directam ente a ciertas convicciones que la paciente sostenía respecto a sus p a d re s- nunca lo sorprendem os atento a lo que en Lacan se llam a esa “im posición”90 transferencial. En un m om ento de la cura, por ejem plo, R enik conside­ ra que la relación de su paciente con su novio m erece ser interrogada claram ente, en vista del poco caso que ese novio parece hacerle. La interrogué en ese sentido -escrib e- Diane [es el nombre de su pacien­ te] se sintió criticada y traicionada por mí. ¿Por qué tomaba yo partido por su novio? ¿Era yo sexista? ¿Estaba sobreidentificado con él? Le dije que no creía, aunque no dejaba de ser posible, evidentemente, que de una manera o de otra, no esté yo consciente de ello; pero lo que me llamaba la atención como algo importante, le dije, era que ella se sintiera tan ataca­ da, cuando mi intención era claramente -aun siendo de modo tan torpe {m isguided)- la de ayudarla a ver si podía solucionar ese problema y encontrar placer sexual en una relación que, por otro lado, ella tenía en mucho aprecio.91

L os acentos finales de esta intervención de R enik no son m uy diferen­ tes de los que se perciben en Freud cuando él tam bién le hacía saber al hom bre de las ratas que no era cruel. El analista está aquí en p o stu ra de defender con fuerza su buena fe ante la im posición transferencial de la paciente que, está claro, no lo ve de esa m anera. C oncebim os que, en tales condiciones, un analista com o ese se preocupe de m anera p redo­

90. J. Lacan,P ropositionsurlepsyclianalyste..., op. cit., pág. 11. [“Proposición...”, op. cit., pág. 17.] 91. Owen Renik, “The perils of Neutrality”, op. cit., pág. 504.

m inante por los conflictos, pues él es una de las fuentes patentes de ellos: ¿quién tendrá razón, si las cosas se ponen espesas, la paciente que se siente traicionada o el que le dice de inm ediato que, p o n ien d o a un lado la reacción inconsciente, nunca tuvo esa intención? U n a vez que, adm itám oslo, ella se hubiera convencido de ello y que, ad m itá­ m oslo tam bién, hubiera extraído un beneficio de ese cam bio de p ers­ pectiva (¿por qué no?), ¿cóm o no tendería ella asintóticam ente hacia ese yo apacible, atento, bien intencionado, adaptado a las realidades, en sum a: provisto de la m ayoría de las virtudes que son precisam ente las que le faltan oficialm ente a la paciente desde el com ienzo de la cura?92 L a identificación con el yo del analista, que se pregonó durante mucho tiem po com o conclusión lógica del análisis, está aquí gestándose, s o b re e s ta sim p le in te rv e n c ió n q u e p o d ría , con to d o d e re c h o , adjudicársele a un tal Sigm und Freud...

I. 4. 2. Últimas precisiones freudianas A hora bien, éste tam bién había sabido realzar otro aspecto de las cosas, susceptible de m antener una am bigüedad que aquí falta. Al final de su texto “Puntualizaciones sobre el am or de transferencia” , com ienza en u ­ m erando las razones en nom bre de las cuales es conveniente oponerse a la autenticidad de ese amor. Se resum en m ás o m enos en esta frase m uy directa: Como segundo argumento contra la autenticidad de este amor viene la afirmación de que éste no aporta ni un sólo rasgo novedoso proveniente de la situación presente, que generalmente está compuesto no solamente por repeticiones e imitaciones de cosas más antiguas, sino también por reacciones infantiles .93

92. Breve presentación del caso: “Diane, cardióloga de unos treinta años, entró en análisis para encontrar ayuda con respecto a su depresión crónica. Aunque acabó su internado y su especialización, estaba conciente de una falta de con­ fianza en ella que la frenaba. Se negaba las oportunidades para avanzar por­ que tenía miedo de no estar a la altura. En particular, evitaba las situaciones en las cuales habría tenido que colaborar estrechamente. Era muy pesimista en lo referente a llevarse bien con sus colegas. A veces se salía de sus casillas; o, con mayor frecuencia, se retiraba de mala gana cuando estaba enojada. Diane consideraba que en general no era una persona amable, y se preocupaba de que nadie deseara hacer amistad con ella.” Ibid., págs 500-501. 93. S. Freud, “Bemerkungen über die Übertragunsliebe”, Studienausgabe, vol. XI, Frankfurt, Fisher Verlag, 1975, pág. 227.

¿R epresentan acaso estos argum entos efectivam ente la verdad?, p re­ gunta en el párrafo siguiente. ¿C on ellos hem os “dicho la verdad a la paciente” , o “recurrim os a ellos para nuestras necesidades [in unserer N o t la g e ] p a r a d is im u la r [zu V e r h e h lu n g e n ] y d e f o r m a r [u n d Entstellungeri] ?” E s difícil ser m ás claro. L a som bra del relato freudiano de una supuesta huida de B reuer ante la confesión de em barazo de A nna O. recorre todavía esas páginas, para desem bocar directam ente en la siguiente pregunta: Dicho de otro modo: el enamoramiento que se vuelve manifiesto en la cura analítica, ¿debe ser considerado efectivamente como no real?94 Mit anderen Worten: h t die in der analytischen Kur manijes! werdende Verliebtheit wirklich keine reale z.u nennen?

L a respuesta, por m ás contradictoria que sea con los “argum entos” an­ teriorm ente desplegados, no se hace esperar. L a siguiente frase: Pienso que hemos dicho la verdad a la paciente, pero no toda [...] Ich meine, w ir haben der Patientin die Wahrheit gesagt, aber doch nicht die ganz.e [...]

¿Q ué quedaba por decirle? Sim plem ente que ese am or de tranferencia, producido por la situación de la cura y lleno de rem iniscencias de todos los tipos... no era fundam entalm ente diferente de cualquier otro amor. Todos son m ás o m enos com o ése. “R esum am os” , concluye Freud tras haber m encionado estos novísim os argum entos: No tenemos el derecho de negarle al amor puesto a la luz en el tratamiento analítico el carácter de un amor “auténtico” .95 Man h at kein Anrecht, d er in d er analytischen Behandlung z.utage tretenden Verliebtheit den Charakter einer “echten" Liebe abz.ustreit.en.

94. Notaremos al pasar el contrasentido de la traducción PUF (La technique psychanalytique, PUF, 1970, pág. 126), que muestra aquí: “Autrement dit, l’amour qui devient manifeste dans le transferí ne mérite-t-il pas d’étre considéré comme un amour véritable?” [“Dicho de otro modo, el amor que se vuelve manifiesto en la transferencia acaso no merece ser considerado como un amor verdadero?”]. Una botella vacía a medias bien vale, ciertamente, una botella medio llena en lo que concierne al referente, pero no para la enunciación. 95. Todas estas citas, muy cercanas, provienen de las páginas 227-228, al final del artículo “Bemerkungen über die Übertragunsliebe”, op. cit.

En el fondo, frente a cuestiones tan abruptas, pero ante las que sabe no negarse, Freud term ina p o r conceder lo contrario de lo que constituye su argum entación habitual a propósito de la transferencia, según la cual la singularidad de ese am or depende de que “es provocado por la situa­ ción analítica” .96 D etendré aquí el juego de las citas que, en Freud al m enos, d a testim o­ nio am pliam ente de una bipolaridad irreductible. Y cuando esta tensión se d e rru m b a en la e x is te n c ia d e d o s té rm in o s d e m a sia d o b ien individualizados -claram en te en B ouvet, en la práctica en R e n ik - ten e­ mos la sensación de un estrecham iento tal de la cosa analítica a una terapia adaptativa, que lo esencial del m étodo que todavía lleva el nom ­ bre de psicoanálisis parece haberse perdido, aunque perm anecen cer­ canos los conceptos y la técnica utilizados. L a am bigüedad del am or de transferencia depende por com pleto en Freud de la “persona” del analista: ¿es él quien es am ado, hic e tn u n c , o no es m ás que el actor de una obra escrita por otros, en otro sitio y en otro tiem po? Tam bién encontram os nuevam ente con Lacan, en otro escenario conceptual, una dualidad irreductible: una vez que, gracias a Sócrates, el am or soportaba ser referido a un saber (elem ento decisivo a partir de que se trata de un saber inconsciente), el sujeto supuesto saber podía venir a expresar la función en juego en lo que continuam os llamando “transferencia” . A hora bien, sobre las relaciones del señor-analista y de ese apasionante sujeto supuesto saber, Lacan no ofrecía para m editar m ás que un verbo harto magro: “El analista no tiene otro recurso m ás que el de colocarse en el nivel de la s de la p ura significación del saber [...]” Es este el punto de partida de la investigación que ahora se va abrir: puesto que esta m anera de no tom ar al otro por lo que no es (¡eso sería fácil!), sino de tom arlo po r alguien de quien no se puede saber si es efectivam ente la persona a la que se apunta cuando uno se dedica a ponerlo en ese lugar, puesto que esta m anera es, según la confesión general de los autores, tan trivial, tan poco específica del análisis, el cual sólo la llevaría a su exageración; entonces am pliem os el cuadro. A bandonem os el terreno singular de la cura instaurado por Freud, y busquem os otros sitios, otros tiem pos durante los cuales una dualidad irreductible se em plazó en el lugar de un individuo atrapado en una carga particular. Y esto, sin tem er rem ontarnos a tiem pos lejanos pues, si bien es cierto que hay aquí un dato constante de las relaciones entre hum anos, podem os apostar a largo plazo po r esta historia, que experi­ m enta rupturas y trastornos (dos de im portancia van a venir a lo largo

del estudio), pero que d a testim onio tam bién de poderosas inercias, que justifican la m etáfora de Freud a propósito del aparato psíquico que se asem ejaría en ciertos aspectos a la ciudad de Rom a, que am ontona en una actualidad heteróclita y viva unos m onum entos de épocas muy dis­ pares...

Capítulo II

La duplicidad del soberano El prim er elem ento im portante que se presenta no es otro que la o bra de E rnst K antorow icz titulada L os dos cuerpos del rey. C uando se p u b li­ có, en 1989, la prim era traducción francesa,’ el libro editado en inglés en 1957 ya se había vuelto un verdadero m onum ento, ya había abierto vías d e investigaciones nuevas e innovadoras en el cam po histórico, inspirando a su alrededor un estilo en la investigación que quiero su­ brayar antes que nada. El recorrido de su autor había sido largo y com plejo: ju d ío alem án nacido en Poznan en 1895, com batiente activo en la P rim era G uerra M undial, de la que regresa claram ente nacionalista, con pocas inclina­ ciones, debido a su medio, hacia los estudios universitarios, K antorow icz se introduce, en los años de la postguerra, en el círculo m uy cerrado del poeta Stefan G eorge, en H eidelberg, y sigue al m ism o tiem po estudios bastante eclécticos, específicam ente de econom ía p olítica.2 H acia m e­ diados de los años veinte, se lanza, sin que hoy se sepa a ciencia cierta por qué, a una obra de gran am plitud: un relato histórico detallado so­ bre una de las m ayores figuras m íticas del Im perio C ristiano, Federico II (1 1 9 4 -1 2 5 0 ). U n o b je tiv o se m ejan te - u n re tra to p asa b le m e n te nietzcheano de un casi su p erh o m b re- no tiene nada de anodino en un país com o la A lem ania de esa época, viniendo de un antiguo soldado que no oculta sus simpatías por un Reich poderoso y nacionalista. C uando el libro se p ublica en 1927, tiene un éxito inm ediato: diez mil ejem pla­ res se venderán en unos cuantos años, lo cual es considerable si to m a­

1. Ernst Kantorowicz, Les deux corps du roi, París, Gallimard, Jean Philippe Genet y N icole Genet. [En español: Los dos cuerpos del Rey, Madrid, Alianza Ed„ 1985.] 2. La mayoría de estos datos biográficos fueron extraídos de la excelente obra de Alain Boureau, Histoires d ’un historien. Kantorowicz [H istorias de un histo­ riador. Kantorowicz], París, Gallimard, col. “L’un et l ’autre”, 1990.

mos en cuenta el hecho de que su autor era com pletam ente desconoci­ do y no ocupaba en ese m om ento ningún cargo universitario p restigio­ so. E speró dos años la reacción del establishm ent universitario alem án, que había de resultar feroz y colaborar, sin buscarlo, para afinar su estilo. U n historiador de la universidad de B erlín, fam oso en esa época, A lbert B rackm an, produjo, con ocasión de una conferencia pública con un título muy elocuente (“El em perador Federico II a través de una m irada m ítica”3), una crítica violenta en la cual denunciaba la construc­ ción de un Federico II m ás cercano a un m ito apropiado p ara galvanizar a las m ultitudes que a una realidad histórica cualquiera. Siguiendo un estilo de debate que prácticam ente no se ha abandonado hoy, Brackm an pretendía ser el paladín y el defensor de la erudición histórica, m inucio­ sa, honesta, ajena a cualquier acento lírico, el K leinarbeit, com o lo llam aba él, y se esforzaba consecuentem ente en ubicar la construcción de K antorow icz com o una especie de propaganda indigna del paciente trabajo del historiador. L a réplica de K antorow icz no fue m enos apa­ sionada, y la tituló, muy juiciosam ente: Mythensch.au, “M irada sobre el m ito” . Su argum entación allí es a la vez sim ple y decisiva: claro, existe el trab a jo eru d ito y, p ara no e s ta r en d e sv e n ta ja en ese terren o , K antorow icz publicó dos años m ás tarde un volum en com pleto de no­ tas y de anexos que probaban, puesto que era necesario, que no tenía porqué recibir lecciones de nadie en ese terreno.4 T odavía hoy prácti­ cam ente no es posible decir o leer una palabra sobre K antorow icz sin evocar su “enorm e y poderosa erudición” .5 Tendrem os oportunidad de darnos cuenta de esto en lo que vendrá a continuación. M ás allá de esta com petencia muy universitaria, la respuesta de K antorow icz es im por­ tante para m í sobre todo por su segundo rasgo. Por supuesto, le conce­ de de entrada a B rackm an, existen hechos tales que los docum entos y las fuentes perm iten volverlas a com poner, frágiles y parcelarias, pero es necesario colocar tam bién en la categoría de los hechos históricos, de los hechos dignos de atraer la atención y el trabajo del historiador, a los m itos m ism os. Es innegable que Federico II fue uno de ellos, inclu­

3. Esta conferencia, inmediatamente publicada en Historische Zeitschrift, tuvo una importante resonancia. 4. A. Boureau anota: “A partir de esa época, Kantorowicz se juró nunca publicar nada sin notas infrapaginales. En Estados Unidos, protestó violentamente cuan­ do la Academia de los Medievalistas Estadounidenses decidió, por razones de economía, publicar la gran revista Speculum con notas ubicadas al final de los artículos”, op. cit., pág. 119. 5. Ibid., pág. 44.

so en vida (no ha habido, a fin de cuentas, tantos “A nticristos” , y él fue uno de prim era m agnitud para sus contem poráneos al final de su vida), y lo fue m ás aún en los siglos que siguieron. A linear los hechos, reducir sistem áticam ente lo que fue su gesta sorprendénte sólo a las interpreta­ ciones perm itidas por los docum entos, equivaldría a d ejar escap ar la realidad histórica m ism a que nos proponem os describir. A pesar de las convicciones nacionalistas de su obra, K antorow icz fue destituido de las funciones universitarias que su trabajo sobre F ederico II, a despecho de todas estas críticas, le habían valido: en función de la ley del 7 de abril de 1933, im puesta por H itler poco tiem po después de su acceso al poder, los judíos fueron excluidos de las funciones p ú b li­ cas, y K antorow icz perdió el cargo de profesor honorario en la U niver­ sidad G oethe de Francfort. Su rechazo de cualquier dim isión le valió un boicot escandaloso de estudiantes nazis; tom ó una licencia. D e regreso, en 1934, se le pidió, com o a cualquier universitario del R eich, que prestara juram ento “al je fe del Im perio y del pueblo alem án, A dolfo H itler” . Se negó, pero encontró un subterfugio haciéndose nom brar “p rofesor em érito” , cosa que lo dispensaba del juram ento. A sí pudo perm anecer cuatro años m ás en una A lem ania que era cualquier cosa m enos hospitalaria. N o fue sino hasta noviem bre de 1938, en un m o­ m ento en que la persecución de los judíos adoptaba un giro dram ático, cuando se decidió a em igrar hacia Estados U nidos. D espués de una cátedra en la U niversidad de B erkeley - d e la que se alejó en los co ­ m ienzos de los años cincuenta por no haber firm ado, una vez m ás, un ju ram ento, esta vez relativo a la ola del m a ca rth ism o - prosiguió y ter­ m inó su carrera de gran scholar en la U niversidad, prestigiosa entre todas, de Princeton. A llí fue donde escribió Los dos cuerpos d el rey.

II. 1. Una ficción jurídica curiosa: los dos cuerpos del rey Q ueda m ás o m enos excluido resum ir el copioso libro de K antorow icz, porque toca dim ensiones diversas con la ayuda de una erudición efec­ tivam ente im presionante. Sin em bargo, la fuerza de su o bra se debe en gran parte a que, a través de la m ultitud de hechos, de textos y de inter­ pretaciones que atraviesa, consigue desarrollar una argum entación que parece posible presentar casi linealm ente. Intentaré entonces esbozar una especie de esquem a, de sinopsis del argum ento com plejo que, des­ de el siglo X IV en que adquirió consistencia hasta el com ienzo del siglo X V II en que se derrum bó repentinam ente, sostiene la convicción siguiente: el rey posee dos cuerpos al m ism o tiem po: uno, que puede

enferm arse, enloquecer, y que necesariam ente m orirá; otro que, por el contrario, no p odrá caer enferm o ni volverse loco, y al cual tam poco la m uerte podrá afectar. El fam oso grito: “El rey ha m uerto, viva el rey”, que conservam os en la m em oria de esos tiem pos pasados, enm ascara dem asiado el arm azón jurídico. A penas puede ayudar a plantear el problem a: ¿cóm o se llegó a pensar y a sostaner, todo lo racionalm ente que era posible entonces, la coexistencia y el vínculo de esos dos cuerpos que, a prim era vista, derivan de un absurdo inm ediato? El problem a nació en el universo feudal, donde las relaciones de vasa­ llaje tejían vínculos muy personales entre señores de rangos harto d ife­ rentes. C ada señor era propietario de sus tierras y de los bienes que se encontraban en ellas, y su transm isión juríd ica no presentaba dificulta­ des particulares a los juristas, salvo las que se encuentran muy triv ial­ m ente en ese tipo de asuntos delicados. O curría algo muy diferente con respecto a ese señor singular que, adem ás de ser señor de sus tierras com o los dem ás señores, era tam bién el soberano. Los dem ás señores, a pesar de ser a veces más ricos y más poderosos que él, le debían cierto núm ero de obligaciones, previstas de m anera general en los vínculos de vasallaje (apoyarlo en sus em presas guerreras, realizadas a título de soberano, ayudarlo a darle dote a su hija, pagar su rescate en caso de ser atrapado por el enem igo, y algunas otras más), pero lo que quedaba poco claro, al m enos en los prim eros tiem pos de los C arolingios, por ejem plo, era la naturaleza jurídica del vínculo que, evidentemente, existía entre el rey y el reino (o la Corona). E se rey, por supuesto, no podía ser considerado com o el propietario de los feudos y dem ás bienes de los otros señores. El, el soberano, no era propietario m ás que de los bienes que detentaba en tanto que Señor; en tanto que soberano, en cam bio, no era nada evidente que fuera propietario de la Corona. A pesar de una tendencia, muy natural al m enos entre los prim eros C arolingios, de considerar el conjunto del reino com o una propiedad fam iliar, quedaba bastante claro, al m enos p ara los juristas, y tam bién para los dem ás señores, que los derechos del rey sobre el conjunto de la C orona pedían ser definidos fuera de aquéllos, jurídicam ente muy bien establecidos a partir del derecho rom ano, tocantes a la propiedad. D entro de ese m arco general muy am biguo, los juristas ingleses se en ­ frentaron, desde los siglos X II y XIII, con ju icio s repetitivos donde se encontraban com pletam ente desarm ados. En efecto, llegaba a ocurrir que un señor le cediera a su soberano, por voluntad propia o por pre­ sión política y guerrera, algún bien del que era propietario. El soberano m oría, un día u otro, y sobre la m archa, el nuevo soberano hacía saber que tenía intenciones de conservar en el seno de la C orona que hereda­ ba el bien cedido en otro tiem po por el citado señor al soberano ante­

rior. Pero un día, el señor en cuestión (o con m ucha frecuencia su here­ dero) ya no lo veía de ese m odo, y llevaba ante los ju eces la cuestión de saber si ese bien, dado a La perso n a del soberano anterior, en el marco una vez m ás muy personalizado de las relaciones de vasallaje, form aba o no parte de lo que había heredado el nuevo soberano. M uchas veces ese señor argum entaba que ese bien debía ahora serle devuelto, pues aquél a quien se lo había confiado con anterioridad había m uerto. A sí se vio cóm o se m ultiplicaban unos juicios que no conseguían hallar una ratio jurídica, incom odando a los juristas ingleses, quienes se m etieron entre ceja y ceja ponerle rem edio a esta carencia. P ara hacer esto, d e­ bían responder a dos interrogantes: ¿cuál era la naturaleza ju ríd ic a de la C orona (o del reino), y qué vínculo jurídico existía entre el rey y esa C orona? Los ju ristas ingleses se dirigieron en parte, m ás allá de los recursos propios de su arte y de su rica tradición textual, hacia el discurso do m i­ nante de la época, la teología (por lo cual, dicho sea de paso, el subtítu­ lo del libro de K antorow icz no es otro que “E nsayo sobre la teología política en la Edad M edia”). El problem a era en efecto sensiblem ente idéntico en lo concerniente a los obispados; cada obispo era p len am en ­ te responsable de su obispado, al que estaba encargado de p roteger y de conservar al m enos en el estado en que le había sido confiado, pero cuando m oría y un nuevo obispo era nom brado por Rom a, el recién llegado no era más “propietario” de lo que lo había sido el anterior. Y esto se hacía siguiendo el m odelo general de la Iglesia, que tam poco estaba destinada a desaparecer antes del día del ju icio final. R esultaba entonces en principio inalienable, y había visto pasar ella tam bién des­ de Pedro una incesante sucesión de papas, entre los cuales ninguno p o d ía considerarse com o propietario, sin im portar cuál pudiera ser, por otro lado, la sed de poder de algunos. Q ue “la Iglesia no m uera nunca” era en este punto un argum ento irrefutable, que se desplazaba hacia la C orona.6 A unque no se concibió muy claram ente la naturaleza jurídica de esa Corona, quedaba claro que era inalienable com o la Iglesia. 6 . Todo un palmo de saberes se abre aquí, que nosotros no naremos más que

entreabrir: la inalienabilidad de los bienes de la Iglesia y de los bienes fiscales, que iban a la par para los juristas medievales. “La Iglesia y el fisco se encuen­ tran en un pie de igualdad [escribían ellos] pues no puede haber prescripción ni contra el Imperio ni contra la Iglesia.” Kantorowicz prosigue: “En todo caso, a partir del siglo XIII, generalmente se aceptaba que el fisco representa­ ba en el interior del reino o del imperio una especie de esfera de continuidad y de eternidad suprapersonal que dependía tan poco de la vida de un soberano individual como la propiedad de la Iglesia dependía de la vida de un obispo o de un papa individual.” Así, se hablaba sin que se viera malicia alguna en ello del “santísimo fisco”, o el jurista Balde podía escribir, sin temor a los rigores

Sin titu b ea r e n to n ce s al d esp la z a r el m arco d e su in v e stig a ció n , K antorow icz hace notar que durante el siglo X III se había introducido una nueva dim ensión del tiem po, que volvía m enos insensata esta idea según la cual pueden existir cosas y seres “que no m ueren” , y que no por ello son eternos, pues ese atributo sólo le pertenece a D ios. H asta ese m om ento, la única concepción del tiem po aceptada en O cci­ dente era la que había desarrollado San A gustín; ju n to a la eternidad, que sólo es de D ios, no existía más que el tem pus, un tiem po qu e poseía un com ienzo (la caída) y un fin (el ju icio final). Junto a una dim ensión puntual - la etern id ad -, un segm ento de recta claram ente orientado: el tem pus. P ero la introducción de los textos de A ristóteles en el O cciden­ te cristiano, por la vía árabe, debía cam biar la ju g a d a en la m edida en que, en el orden de las razones, no es posible concebir ni un com ienzo ni un fin absolutos. La condena parisina que habría de golpear en 1277 a las tesis aristotélicas se refería, entre otras cosas, a esas consecuen­ cias enojosas, que daban un revés nada m enos que al G énesis. A lguien com o Santo Tomás supo, sin em bargo, no hacer caso de ello y trivializar una dim ensión del tiem po, el aevum , tal que, si bien poseía un com ien­ zo, no presentaba ningún final. Los debates para saber si faltaba p rin ci­ palm ente el com ienzo o el final se am ontonaron, pero este aevum se presentaba con la form a de una duración indefinida, que podría im agi­ narse bajo la form a de una sem i-recta orientada. L a fuerza de esta d i­ m ensión consistió en encontrarse de inm ediato muy poblada: santo Tom ás hizo notar, en efecto, que los ángeles no podían ser considera­ dos com o eternos, puesto que D ios los había creado, pero que tam poco podían ser considerados com o ubicados en el tem pus, pues igualm ente el ju ic io final no pondría fin a su existencia. H abitaban entonces el a evu m , que se encontró de entrada por ello consistente, p ero tam bién había otros seres que, habiendo sido creados, no debían fenecer cuando los individuos que los com ponían m urieran: la Iglesia, la C orona y... las corporaciones. Los ángeles tuvieron, así, rápidam ente m ucha co m p a­ ñía, al m enos en el seno del aevum . A partir de los em peradores rom anos D ioclesiano y M axim iliano, la R espublica dependía, adem ás, del régim en ju ríd ico de los m enores, o dicho de otro modo, podía im plorar “la reintegración de su posición

de la Inquisición: “El fisco es omnipresente, y en eso, por consiguiente, el fisco se asemeja a Dios.”, op. cit., pág. 136, así como las págs. 128-144. Para m is detalles sobre ese vínculo, extraño hoy, entre “fiscus" y “Christus”, pode­ mos también remitimos al artículo de E. Kantorowicz, “Christus-fiscus”, in M ourir pour la patrie [M orir por la patria], París, PUF, 1984, trad. de Antón Schütz, págs. 59-74.

ju ríd ica anterior (restitutio a d integrum 1 )” . Por lo tanto, era previsible que, en sus dificultades, los juristas ingleses realizaran el m ism o razo ­ nam iento sobre la C orona, puesto que los glosadores explicaban co­ m únm ente que, desde ese punto de vista, la com unidad política y la Iglesia se encontraban en el m ism o plano. Ya el ju rista rom ano L abeo hacía notar que tam bién pertenecían al m ism o régim en de m enor “los locos, los niños y las ciudades” . El tertium comparationis de este cocktail extraño a primera vista -prosi­ gue Kantorowicz-, es que los tres eran incapaces de administrar sus asun­ tos, si no era por intermediación de un curador que debía ser una persona natural, adulta y sana de espíritu."

No hay m enor sin tutor. En nuestros días, la cosa es todavía bastante clara com o para que sea innecesario insistir. Solam ente notarem os al pasar que los m enores pueden serlo a títulos diferentes: el niño y el loco, en la falta de razón que los define entonces, no pueden ser co n si­ derados verdaderos sujetos de derecho, puesto que ese sujeto p o r d efi­ nición debe ser capaz de efectuar actos que com prom etan su resp o n sa­ bilidad. En ese m ism o costal se hallan tam bién conjuntos sin cabeza, aglom eraciones de individuos y de bienes diversos, com o, entre otros, el caso de las ciudades que, durante toda la E dad M edia, encontraron por este m edio la m anera de adquirir su independencia con relación al señor local, y pasaron así a la condición de “ciudades francas” . C om o la C orona real, la pluralidad m ovediza que las constituía, cam biante con el tiem po, no cuestionaba nuevam ente su identidad, pero ju ríd ic a­ m ente su condición de m enor sólo tenía razón de ser por el hecho de que un individuo, colocado en la posición de tutor, estuviera en. condi­ ciones de actuar y de atestiguar por ellas ante la justicia. A sí que estaba disponible un m odelo jurídico relativam ente sim ple: una p luralidad de bienes y de individuos (la C orona era ante todo eso) podía ser conside­ rada com o menor, a condición expresa de que se le adjuntara un tutor. R educido, po r las necesidades de nuestra exposición, a un esquem a (que nunca existió com o tal en esos tiem pos), el problem a se presenta a partir de ese m om ento del siguiente modo: la C orona 1) no m uere ja ­ m ás; 2) tiene la naturaleza de una corporación; 3) es por lo tanto un

7. E. Kantorowicz, Les deux corps..., op. cit., pág. 269. Ver nota 203. Es turba­ dor ver aparecer aquí la expresión utilizada por el cuerpo médico para descri­ bir una curación sin secuelas en el nivel del tejido: restitutio ad integrum. El médico, ¿curador de la salud de su paciente? 8 . Ibid., pág. 270.

m enor; 4) de la cual el rey es tutor (de ahí una preocupación obligatoria por m antener a la C orona al m enos en el estado en que la recibía, con obligación de restitutio ad integrum). En estas condiciones, ya sólo queda regular una dificultad lateral, pero extrem adam ente insistente: m ientras que la C orona perdura indefinidam ente en el aevum, los reyes m ueren en el tempus. ¿C óm o pasar de un tutor a otro, si en el m om ento del pasaje, cuando un rey m oría y su sucesor, fuera quien fuese, todavía no había ocupado su lugar, no existía entonces estrictam ente ningún p oder que se m antuviera y que tuviese la capacidad de garantizar, o sim plem ente de plantear, ese vínculo ju rídico ? L os ju ristas sólo ejer­ cían entonces su arte en nom bre del rey; no se encontraban en nada por encim a de él, puesto que no prom ulgaban sus ju icio s m ás que en su nom bre, en el nom bre de una justicia que seguía siendo una de sus prerrogativas esenciales.9 En este lugar se sitúa la invención, y fue inglesa. C om o lo señaló sin am bages el jurista inglés Blackstone, “de acuerdo con el genio propio de la nación inglesa” , un nuevo tipo de corporación se creó, de la que los rom anos no tuvieron ni la m ás m ínim a idea: la corporación unitaria. U na corporación unitaria (solé Corporation ) es una corporación que nunca tiene m ás que un m iem bro a la vez. M ientras que las corporacio­ nes, po r definición, reagrupan siem pre a una pluralidad bajo el tipo de la unidad (jurídica), la corporación unitaria, por su parte, m uy bien puede ver pasar, a lo largo de un tiem po tan indefinido com o el de sus herm anas plurales, a tantos individuos com o se quiera, nunca tendrá m ás que uno en cada m om ento.10

9. La espada para proteger, la balanza para juzgar -remitámonos simplemente a la imaginería de San Luis, a quien se le atribuye, por otra parte, la invención del “lecho de Justicia”, expresión que pronto volveremos a encontrar en un puesto eminente. 10. Tenemos tanta dificultad para comprender esta corporación unitaria como ante la clase o el conjunto del mismo nombre; mientras que la noción de un “con­ junto” que agrupa a una pluralidad bajo el tipo de la unidad nos es natural y forma parte de nuestro depósito de experiencias comunes, esta misma facili­ dad se da vuelta para dejamos boquiabiertos cuando se trata de admitir la existencia de una clase que sólo tendría un elemento. Nos dan ganas de pre­ guntar: ¿para qué? ¿Qué diferencia hay entre un elemento y la clase compues­ ta por ese solo elemento? Y sin embargo, ya desde sus primeras páginas, los libros de lógica introducen sin más explicación esta diferencia esencial poara la prosecución de sus proposiciones: existe una diferencia irreductible entre “pertenecer” (el elemento “pertenece” a su clase) e “incluir” (esta clase y sólo ella puede estar “incluida” en otras clases). La clase unitaria es la que encierra consigo el misterio de la “pertenencia”.

A sí, cada rey, tutor de una C orona ya considerada, a su vez, com o una corporación, pertenecerá tam bién a una corporación que, a diferencia de la de la C orona, nunca tendrá m ás que un m iem bro, y estas dos corporaciones, finalm ente hom ogéneas jurídicam ente, se desplegarán en el seno del m ism o aevum: ninguna de las dos tendrá un fin previsible y que pu ed a darse po r descontado. ¿C om o vendrá cada rey de una m ism a C orona a form ar parte de la corporación unitaria? Es ésta una pregunta política que no interesa d i­ rectam ente al jurista: sucesión norm al en línea directa, uso de la fuerza, m aniobras de palacio, jurídicam ente es poco im portante. L o único que cuenta a partir de este m om ento es que, una vez en el trono, el que se encuentre sobre él será m iem bro de esa corporación en donde habrán estado asentados antes que él todos los tutores sucesivos de ese m ism o m enor: la C orona. A sí es que... el rey tiene, a partir de entonces, dos cuerpos: el cuerpo que él pasea com o todo el m undo, y que es muy difícil desconocer que puede enferm arse, volverse loco y m orir (sobre todo p ara un jurista, puesto que cada uno de esos estados trae consecuencias en la condición de sujeto del derecho de aquél a quien afecta), y el cuerpo de esta “cor­ poración unitaria” , de la que es el único m iem bro en el m om ento pre­ sente y que, com o el cuerpo de cualquier corporación, unitaria o no, no puede enferm arse, ni volverse loco, ni morir, puesto que no es el de una p ersona “natural” , sino el de una persona “corporativa” (hoy la llam a­ ríam os “m oral” ). A dm itam os ahora el hecho de que el rey haya tenido dos cuerpos. Tene­ m os pruebas de que eso era, para todos aquéllos que vivieron en el O ccidente cristiano de los siglos XIV, XV y X V I, una evidencia co­ m ún, quizás oscura, pero incuestionable con toda seguridad, en la omnipresencia de ese tem a en la m ayoría de las grandes tragedias de Shakespeare. L a pregunta que sigue pendiente, sin em bargo, es, por supuesto: ¿qué relaciones m antenían esos dos cuerpos? Sospecham os ya que, sobre ese capítulo, no será de m ucha utilidad ir a investigar sus confidencias.

II. 1.1. Aliud est distinctio, aliud separatio K antorow icz nos da al respecto un verdadero “caso” clínico. C iertos B arones ingleses produjeron en 1308 una “D eclaración” en la cual bus­ caban ju stificar jurídicam ente el acto político que les interesaba en ese m om ento: apartar del rey E duardo II a sus favoritos, cuya presencia iba

directam ente en contra de sus propios intereses y, según pensaban, com o casi siem pre se piensa en esos casos, contra los de la Corona. A sí que proclam aron: El homenaje y el juramento de fidelidad se le deben más a la Corona que a la persona del rey, y vinculan más con la Corona que con la persona. Y esto es claro por el hecho de que, antes de que el Estado de la Corona fuera transmitido hereditariamente, ninguna fidelidad le es debida a la persona. Por consiguiente, si ocurre que el rey no esté guiado por la razón con respecto al Estado de la Corona, sus adictos, por su juramento prestado a la Corona, están obligados justamente a traer de regreso al rey a la razón y reconstituir el estado de la Corona. Si no, violarían su juramento. 11

R azonam iento sutil, aunque profundam ente erróneo: los B arones argu­ m entan aquí una especie de relación directa entre ellos y la Corona, relación de la que la persona del rey no sería m ás que el agente m om en­ táneo. P ara ello, no titubean en plantear a la C orona -u n a m e n o r- com o existente independientem ente de su tutor - e l re y -, y h asta aquí casi sentim os la tentación de seguirlos, pero luego consideran que, por ha­ ber prestado juram ento, han establecido un vínculo directo entre ellos y la C orona, provocando un cortocircuito de este m odo con el tutor con el que necesariam ente trataron, pues no vem os cóm o se le p odría ju rí­ dicam ente prestar juram ento de fidelidad a un m enor.12 C om o lo hace notar quirúrgicam ente K antorow icz: Por así decirlo, habían separado a la Corona infante de su tutor adulto, cuando de hecho tenían la intención de desunir a un individuo de su fun­ ción de tutor.13

C iertam ente, se puede concebir a la C orona sin el rey, pero resulta en ­ tonces incom pleta y jurídicam ente incapaz. Retom ando m ucho más tarde este asunto de los Barones, Francis B acon (1561-1626) produjo res­ pecto a ellos un juicio que puede resonar m ucho m ás allá de su contexto inm ediato: Pues una cosa es distinguir entre dos cosas, y otra cosa es volverlas sepa­ rables .14

11. E. Kantorowicz, Les deux corps..., op. cit., pág. 263. 12. La fidelidad es una relación recíproca: quien la recibe está obligado también a cierto número de deberes. Ahora bien, ningún menor puede comprometerse por sí mismo. Así que sólo un tutor puede recibir un juramento de fidelidad. 13.Ibid., pág. 274. 14.Ibid., pág. 263.

En la elegancia y la concisión latinas: A liud est distinctio, aliud separatio. ¿E ntonces, dónde se situaba el error de los B arones, puesto que tenían razón al distinguir entre la C orona y el rey? C iertam ente no eran revo­ lucionarios hasta el punto de querer prescindir por com pleto del rey.15 Por el contrario, querían claram ente hacer que ese rey regresara, a ese indi­ viduo político, a otra relación con la C orona. A sí que se equivocaban de articulación: poniendo com o pretexto una (im posible) relación d i­ recta entre ellos y esa C orona, disociaban el cuerpo de la corporación un itaria real (el rey en su D ignidad), del cuerpo de esa otra corporación que era la C orona. C uando en realidad buscaban apuntar hacia otro lugar: a ese vínculo existente entonces entre un individuo (un tal E duar­ do, p ersona natural, sujeto del derecho, adulto, vivo y sano de espíritu, m uy inclinado en favor de sus favoritos) y la corporación u nitaria en ­ carnada po r ese m ism o E duardo con el nom bre de “E duardo II” . Pero los B arones estaban tan desarm ados com o cualquiera para separar lo que les estaba perm itido distinguir, tam bién com o a cualquiera: el indi­ viduo y la D ignitas, el hom bre y el cargo, el cuerpo hum ano y el cuerpo corporativo unitario. La invención ju ríd ica que había conducido a plan ­ tear los dos cuerpos del rey perm anecía en efecto m ás que m uda sobre la relación que se suponía que debían m antener. Y por otro lado, ¿qué h ubiera podido decir? N o era ése su registro. Sin em bargo, realm ente los propios juristas necesitaban decir algo al respecto, y recurrieron para hacerlo a la teología y al derecho canónico p ara interpretar el hecho de que un rey tuviera dos cuerpos m ientras que no era, por supuesto, m ás que una sola “persona” . L a m etáfora usual según la cual el rey era la cabeza del cuerpo form ado por la C o­ rona, fuertem ente sustituida por la expresión de corpus m ysticu m ,16 había de com plicar bastante las cosas en la m edida en que el problem a central seguía siendo la relación entre cada uno de los dos cuerpos del rey, y no la relación -ju ríd icam en te re g u la d a -e n tre la corporación uni­ taria del rey y el cuerpo corporativo de la Corona. Con ocasión de un ju icio a propósito del D U C A D O D E LA N C A ST E R ,

15. Pues volveremos a encontrar este tipo de argumentación durante la Revolu­ ción Francesa, cuando se tratará de dejar de lado a Luis XVI, cuando este último ya no será visto por la nueva legitimidad revolucionaria más que como un obstáculo superfluo entre la “Nación” y sus “representantes”. Con los Ba­ rones ingleses, nos quedamos por el contrario en una época que lo ignoraba todo sobre la noción política de “representación”. 16. La expresión de “corpus mysticum" sirvió durante mucho tiempo para desig­ nar el cuerpo de Cristo en la hostia. Pero tras unos movimientos semánticos complejos, acabó cargándose de valor y designando al cuerpo eclesiástico. Kantorowicz consagra todo su quinto capítulo a esta cuestión.

los juristas presentes sostuvieron que el cuerpo natural del rey no esta­ ba “ni dividido en sí m ism o, ni se distinguía de su oficio o de la D igni­ dad real” , sino que era un Cuerpo natural y un Cuerpo político juntos indivisibles; y [que] esos dos cueipos están encarnados en una sola Persona, y forman un solo Cuer­ po y no varios, es decir, el cuerpo corporativo en el cuerpo natural, et e contra el Cuerpo natural en el Cuerpo corporativo.17

F rancis B acon tam bién iría en el m ism o sentido, m uchos años m ás tar­ de: En el rey no hay solamente un Cuerpo natural, o solamente un Cuerpo político, sino un cuerpo natural y un cuerpo político juntos: Corpus corporatum in corpore naturali, et corpus naturale in torpore corporato.18

K antorow icz no titubea en calificar a esta tesis, en su lenguaje sin em ­ bargo muy m esurado a lo largo de toda su obra, de “ultra-fantasioso” . La teología no ayuda, en efecto, a concebir lo que sea sobre esta extra­ ña “incorporación” del rey con él m ism o, de estos dos cuerpo que es im portante sin cesar distinguir sin que se los pueda separar jam ás. A sí desem bocam os en una dualidad igualm ente irreductible que aqué­ lla, aparentem ente diferente por com pleto, entrevista con Freud y la transferencia: el rey tiene dos cuerpos, pero esos dos cuerpos no entran en ninguna unidad superior que, subsum iéndolos, englobándolos, per­ m itiría pensar a cada uno com o una m itad de un todo que los superaría. E stán uno en el otro y el otro en uno; dicho de otro m odo, su unión es un com pleto m isterio, puesto que no existe ninguna tercera instancia que autorice esta unión, la acepte com o válida, o por el contrario pueda decretarla com o inaceptable. N ingún poder, en efecto, se encontraba em plazado para legitim ar el vínculo entre esos dos cuerpos en la m edi­ da en que, com o lo verem os pronto, ese1vínculo m ezclaba indisolu­ blem ente un aspecto político y un aspecto jurídico. A la Iglesia, a través de ciertos papas, al m enos, le hubiera encantado desem peñar ese papel en los diferentes reinos nacidos del dislocam iento del Im perio, pero, por razones políticas evidentes, a pesar del peso que podían e n c arn arla C onsagración y la U nción en esos reinos de obediencia cristiana, sem e­ ja n te pretensión era inaceptable.

17. Palabras del jurista inglés Plowden, citado por Kantorowicz, Les deuxcorps..., op. cit., pág. 316. 18. Ibid.

L a cuadratura del círculo se cerraba efectivam ente así: la C orona es una m enor inalienable, que nunca m uere, y el rey, po r el cuerpo que obtiene de la corporación unitaria creada de nuevo, es efectivam ente su tutor, un tutor inalterable, direm os, puesto que ni la enferm edad, ni la locura, ni la m uerte podrán afectar su carácter de sujeto del d erech o .19 N inguna instancia se encontraba en posición, entonces, de controlar los vínculos del individuo con el cuerpo unitario poblado por ese único individuo y así, todavía m ás grave que este dato jurídico esencial, era la racionalidad del conjunto m ism o de la construcción lo que se volvía vulnerable a unos golpes decisivos que habrían de llegar, echándola por tierra en m ucho m enos tiem po que el que había sido necesario para erigirla.

11.1.2. La caída del segundo cuerpo El m om ento de la caída de esta teoría es fácil de apuntar, al m enos en suelo francés. Las realidades políticas del siglo X V II inglés no dan de la detención de esta convicción un esbozo tan claro com o en Francia, d onde se expresaba, por otro lado, m ucho más en función de la etiqueta y del protocolo que según cánones jurídicos. Vale la p ena anotar un rasgo que se encontraba igualm ente en Inglate­ rra, pero que daba m uestras en Francia de un brillo particular: las efigies. C uando m oría un rey,20 cuando la sucesión no planteaba ningún proble­ m a dinástico im portante, no era concebible que el nuevo rey entrara en funciones en la hora siguiente al anuncio oficial del deceso de su p red e­ cesor. Y en esos tiem po, com o hoy, no se podían concebir unos siem pre m uy peligrosos vacíos de poder.

19. Una de las consecuencias más detectables de la introducción de este segundo cuerpo del rey fue la aparición y el mantenimiento a lo largo de toda la dura­ ción de la pertinencia histórica de esta teoría, de la metáfora del Rey Fénix. Llegaba muy naturalmente para describir ese renacimiento sin engendramien­ to de la Dignidad real a través de la sucesión de los reyes mortales, puesto que, reavivando por sí mismo el fuego que debía llevárselo como individuo, el Fénix resurgía también de sus propias cenizas, de tal modo que en él se con­ fundían de manera muy exacta el individuo y la especie, propiedad de la que no olvidaremos que también fue, durante un tiempo bastante próximo del aevum, la de Adán. 20. Sobre esta cuestión de las exequias reales, referirse al libro apasionante del historiador estadounidense Ralph E. Giesey, Le m i ne meurt jam ais [E l rey nunca muere], París, Flammarion, 1987. Alumno de Kantorowicz, Giesey publicó su trabajo en 1957, casi al mismo tiempo que Los dos cuerpos del'rey.

A partir del siglo XIV, y en razón directa con la teoría de los dos cuer­ pos del rey, se procedió entonces del siguiente m odo: en el m om ento de la m uerte del soberano, se ejecutaba lo m ás rápidam ente p osible una efigie de tam año natural, en general de una gran calidad plástica y artís­ tica, a la que se vestía “com o m ajestad” , a quien se le rendían los h o n o ­ res reservados al rey en vida, a quien se le llevaba cerem oniosam ente com ida. En resum en: por m ás m uerto que estuviera físicam ente en su cuerpo natural, el rey, en su cuerpo corporativo, no había interrum pido en lo m ás m ínim o su existencia. E n cierto m om ento, cuando los d elica­ dos preparativos de la cerem onia del entierro estaban bastante avanza­ dos, podía com enzar finalm ente el duelo, el encuentro, hasta ese m o ­ m ento im pensable, entre la efigie y el cadáver tenía lugar durante el cortejo fúnebre en el seno del cual prim ero se encontraba la efigie, que esgrim ía todas las galas vestim entarias de la realeza, luego, m ás lejos, el ataúd con el cadáver. L legada a Saint D enis, la efigie todavía estaba en prim er plano, y el ataúd sólo aparecía en segundo plano. C erem o­ niosam ente, se despojaba entonces a la efigie de todos sus atributos reales, que eran recibidos por caballeros con las m anos enguantadas. U na vez que el ataúd había descendido en el m ausoleo, todos los h eral­ dos de los diferentes grupos de arm as venían a depositar sus estandar­ tes sobre la balaustrada. Luego un personaje im portante venía a d epo­ sitar la espada de F rancia con la punta hacia abajo sobre el ataúd. To­ dos los m ayordom os de la casa particular del rey echaban entonces sus bastones de m ando en el m ausoleo,21 y casi la totalidad de los sím bolos que habían adornado la efigie desde sem anas antes era conducida al ataúd. Sólo en ese m om ento, el heraldo de la cerem onia era llam ado a lanzar el grito (tres veces): “El rey ha m uerto” , para proferir inm ediata­ m ente después “V iva el rey”, seguido del nom bre d e aquél que iba a reinar, pero que no tendría verdaderam ente las riendas del p o d er más que al térm ino de una cerem onia que todavía q uedaba p o r realizarse, la de su consagración. A sí es que los franceses habían desarrollado, en el nivel de la etiqueta un gran núm ero de consecuencias extraídas de la teoría de los dos cuer­ pos del rey. Q uizás por esa razón tam bién la caída de esa m ism a teoría

21. Salvo uno: el “Mayordomo de la Casa del Rey”, que todavía tenía que dirigir la importante comida del funeral. Una vez terminada esa comida, iba a ofrecer su “bastón” al futuro rey (conocido por todos), de tal modo que ya ningún oficial detentaba entonces la insignia de un poder que sólo había obtenido del rey difunto. Correspondía al nuevo rey renovar los cargos adjudicando nueva­ mente los bastones con ocasión de su consagración por venir, si tal era su elección.

tuvo lugar en ese país en una fecha que es posible fijar de m anera m uy precisa, incluso si los contem poráneos no estuvieron igualm ente adver­ tidos de que una teoría secular acababa casi de desvanecerse en un solo día. El 14 de m ayo de 1610, en la calle d é la Feronnerie, Frangois R availlac asesina a E nrique IV. L a em oción es considerable (recordem os el ase­ sinato de John K ennedy). Al día siguiente, el 15 de m ayo, la m ujer del rey, M aría de M edicis, lleva al m ayor de los cuatro hijos qu e “el buen rey ” le había concebido - u n varón, el jov en L uis, que sólo tiene ocho a ñ o s - ante el parlam ento de París, en una sesión extraordinaria llam ada “sesión del lecho de Justicia” . Por prim era vez en la historia de Francia, ese P arlam ento “reconoce” al jov en Luis com o su rey, y le otorga por eso la R egencia a M aría de M edicis, en razón de la edad del citado L uis. P ara com prender el carácter inaudito - y re to rc id o - de la op era­ ción, es necesario detenerse un poco en lo que debía ser un “L echo de Ju sticia” . El P arlam ento en esa época no era nada de lo que se presenta hoy con ese nom bre: reunía a los m ás altos oficiales de la ju sticia real, todos nom brados por el rey, que tenían entre otras tareas registrar los edictos reales. D esde hacia ya m ucho tiem po, ese parlam ento había adquirido un “derecho de am onestación” . Podía así, m uy hum ildem ente, señalar­ le al rey que determ inado edicto Suyo no concordaba con tal otro de sus predecesores, o suyo propio, o era contrario a los intereses del reino. En estas condiciones, el rey podía m odificar su escrito si él y sus con­ sejeros lo juzgaban oportuno u ordenar la realización de un “L echo de Ju sticia” . En ese caso, debía presidir en su calidad en la sala prevista p ara tal efecto en el P arlam ento y, en presencia de todos los m iem bros de ese parlam ento, enunciaba con voz alta e inteligible el m antenim ien­ to (o la m odificación) de la decisión que había m erecido “am onesta­ ció n ” . A sí se podía creer que se evitaban conflictos sin fin entre la autoridad real, que detentaba de la firm eza propia del ejecutivo, y un Parlam ento preocupado, por su parte, por una consistencia legislativa. El “L echo de Justicia” sólo tenía efecto por el hecho de que reunía, en cuerpo, el conjunto del Parlam ento y el rey por el cual ese Parlam ento o btenía su poder. P odem os calibrar m ejor el forzam iento intentado, y logrado, p o r M aría de M edicis al día siguiente del asesinato de su esposo:22 una decisión 22. Al igual que el de Kennedy, este regicidio no pudo ser bien elucidado. Ravaillac siem pre afirm ó que había actuado so lo , y aunque lo torturaron y lo descuartizaron, no dijo más. Cosa que no impidió que se pensara que la reina,

del “Lecho de Jus' >cia” no habría tenido la fuerza de una ley m ás que en la reunión del parlam ento y del rey en ejercicio. P ero el jo v en L uis (que todavía no era X III) puede ser todo lo hijo m ayor del “buen rey” , no es por ello el rey. H eredero presunto, todo lo más. P or lo tanto, su p resen­ cia, el 15 de m ayo de 1610, en ese salón del parlam ento no transform a a esa sesión extraordinaria en una sesión del “L echo de Justicia” ; y en ese caso, el parlam ento, solo, no detenta ninguna legitim idad para, en­ tre otras cosas, “reconocer” a rey alguno. E ra m ás bien él quien, en función de la teoría de los dos cuerpos del rey que seguía en vigor oficialm ente ese día, habría necesitado ser “reconocido” , puesto que aquél de quien le venían sus poderes ya no estaba. Sin em bargo, la urgencia política predom inó sobre la sutileza jurídica. A pesar de la falta de lógica innegable, todos los B orbones por venir seguirán ese m ism o cam ino: Luis XIV, Luis XV, L uis X V I irán todos a hacerse “reconocer” de ese m odo por un parlam ento que se co loca así, a partir de ese instante, en posición tercera entre dos reyes, incluso si por el m om ento no se trata de considerar que esté, de alguna m anera, “por encim a” de ellos.23 U na de las raíces del E stado m oderno está em plazada aquí, en este acto político violento de M aría de M edicis: una instancia perdura, contra cualquier legitim idad, para a partir de ese m om ento, “reconocer” la legitim idad de aquél que es, apenas ocupa su lugar, la fuente de toda legitim idad. L a prueba de una ruptura sin discusión con relación a la teoría d e los dos cuerpos del rey, adem ás de ese pase de prestidigitación im pensable en los siglos anteriores, entra por entero en la detención no m enos bru­ tal de la práctica de las efigies. Se fabricó, com o de costum bre, es decir, con toda urgencia, una efigie de E nrique IV (la única, al parecer, qu e se o al menos el entorno de la reina, quizás le había dirigido el brazo... Como sea, en ese mes de mayo de 1610, justo antes del asesinato, se realizaban los pre­ parativos para la coronación de la reina, lo cual marcaba la confianza que Enrique IV le podía tener. La situación política era, por lo tanto, límpida, cosa que facilitó mucho todas esas libertades tomadas con respecto a la etiqueta, tan decisiva en la Francia de aquella época. 23. Para una visión más exacta de la realidad de los “Lechos de Justicia”, y más aún de lo que pasó en 1610, se puede leer la obra de Sarah Hanley, Le lit de Justice des Rois de Franee [El Lecho de Justicia de los reyes de Francia], París, Aubier, 1991. Ella muestra cómo se efectuó el paso de una concepción jurídica de la realeza (de los dos cuerpos) a una concepción dinástica (la sangre de los Borbones), gracias a las complacencias de un Parlamento que pensaba ante todo en sus propios intereses: la transmisión hereditaria de los cargos. Como cabía esperar, Luis XIII luchó toda su vida contra el Parlamento que así lo había reconocido. El solo realizó más Lechos de Justicia que todos sus antecesores y sucesores juntos...

conservó); y los rituales fueron por últim a vez los m ism os, pues q u ed a­ ba claro que, si el nuevo rey ya estaba en su sitio plenam ente con esa cerem onia del “L echo de Justicia” , entonces para nada se necesitaba toda esa etiqueta com pleja y refinada cuya principal función era asegu­ rar un pasaje entre dos puntos de legitim idad, o, dicho de otro m odo, en ausencia de una legitim idad. D esde ese m om ento en adelante, el p arla­ mento desem peñará ese papel de una instancia que conserva suficiente poder para dar testim onio de la nueva fuente del poder. A sí es que ni siquiera se pensó en realizar esas efigies cuando m urió Luis X III, ni tam poco cuando m urieron Luis X IV o Luis XV. L a desaparición d e esa preocupación durante todo el siglo X V II habla bastante claram ente de que la teoría de los dos cuerpos del rey se había acabado. Un párrafo preciso de la traducción al francés del libro de K antorow icz va a ponernos ahora sobre la pista del discreto defecto que habría de ser fatal para esta teoría tan extraña com o ingeniosa, pues no hay que creer que un solo acontecim iento político bastó para echarla por tierra. En el m om ento de llevar a su lector a la cuestión de las relaciones entre el cuerpo natural y el cuerpo corporativo del rey, el texto de la traducción francesa da: II avait été assez difficile d’établir une distinction entre l’homme et sa Dignité, et de séparer I’un de l’autre. II ne fut pas moins difficile de les réunir de nouveau, et d’introduire des théories qui rendaient plausible le fait “qu’une personne en représente deux, l’une, personne réelle, l’autre personne fictive 3‘;7” ou qu’un roi ait “deux corps” bien qu’il n’ait qu’une seule “personne”. [Había sido bastante difícil establecer una distinción entre el hombre y su Dignidad, y separar a uno de la otra. No fue menos difícil reunirlos de nuevo e introducir teorías que volvieran plausible el hecho de “que una persona representara á dos, una, persona real, la otra, persona ficticia3