Amantes de los Reyes de Francia
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MEMORIA de la HISTORIA Episodios

Memoria de la Historia pretende ofrecer a los lectores la Historia contada por quienes la hicieron, por los mismos personajes que en vez de figurar en las páginas de los libros como objeto pasivo, adquieren voz y nos cuentan su vida y Su peripecia en primera persona. La Historia como una novela personal, autobiográfica, en la que todo lo que aparece en estas páginas es verdad, con hechos ciertos y comprobados, pero que se presentan con la inmediatez y el dramatismo que da al relato la voz del protagonista, supuesto historiador de sí mismo gracias a la pluma de unos escritores que consiguen el difícil y apasionante equilibrio entre los materiales de la crónica, tratados con el máximo respeto, y el enfoque que corresponde a la más amena de las narraciones novelescas. Otra vertiente de estas semblanzas es la evocación de

episodios del pasado en tercera persona con todo el rigor que exige el trabajo del historiador y la

amenidad aspira

de la novela. Este es el objetivo de una colección que a fundir lo más atractivo que pueden

ofrecer la historia y la literatura.

Juan Manuel González Cremona

Amantes de los reyes de Francia

PLANETA

podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, previo permiso escrito del editor. Todos los derechos

Este libro

sin el

no

reservados O Juan Manuel González Cremona, 1996 O Editorial Planeta, S. A., 1996 Córcega, 273-279, 08008 Barcelona (España) Realización cubierta: Departamento de Diseño de

Editorial Planeta Ilustraciones cubierta: retrato de madame Pompadour, por M. Q. de la Tour, Museo Nacional de Versalles (foto O Aisa), y detalle de «La Gimblette», por J.-H. Fragonard, colección

privada (foto

O

Lessing/Magnum/Zardoya)

Procedencia de las ilustraciones: Archivo Editorial Planeta, Archivo Mas y Giraudon

Primera edición: febrero de 1996 Depósito Legal: B. 2.048-1996 ISBN 84-08-01664-4 Composición: Foto Informática, S. A.

Papel: Offset Ahuesado, de Papelera Impresión: Duplex, S. A.

del Oria, S. A.

Encuadernación: Serveis Graáfics 106, S. L. Printed in Spain Impreso en España -

Índice

11 15 15 27

41

Introducción 1/Carlos VII Una mujer le hace rey Otra mujer le hace rey victorioso

46

2/Francisco 1, el rey galante Madame de Chateaubriand

58

La

ól

Diana entra

77

3/Enrique Il y Diana de Poitiers 4/Enrique IV, «le Vert Galant»

93

duquesa

de

Étampes

en escena

135

Corisande Gabrielle d'Estrées 5/Luis XIII, el Casto Marie de Hautefort Louise de La Fayette Los favoritos del rey 6/Luis XIV, el Sol

139

Maria Mancini

150

Louise de La Valliere

163

214

Madame de Montespan Madame de Maintenon 7/Luis XV el bienamado Las cinco hermanas Nesle La marquesa de Pompadour Madame Du Barry

223

Nota

225

Índice

95

100 117

122 128 131

173

195 199

204

bibliográfica onomástico

INTRODUCCIÓN

El Escorial Se

es

esencia; Versalles, existencia.

ocurrió este

me

pensamiento, hace

años, contemplando construido por Luis XIV. chos

en

me

la

idiosincrasia

de

mu-

magnífico palacio

interesó profundizar diferencias que existieron y

Siempre cadas tiendo

el

ya

dos

las

mar-

siguen

exis-

pueblos

que

en

misma raza, participan mayoritariamente de la misma religión, por vecindad tienen múltiples intereses comunes —y otros diver-

pertenecen

a

una

gentes—, y pese a todo lo cual entendido demasiado bien. Un

nunca

se

han

primer plano de comprensión lo alcancé al

re-

la diferente actitud de ambos pueblos ante esa misma religión de la que hablábamos. En tanto para la mayoría de los franceses prima la esperanza, para muchos españoles lo que destaca es la culpa. En un segundo nivel, y llegamos al tema de este libro, pude comprobar la también distinta actitud de españoles y franceses ante el amor. Lo que allende los Pirineos es motivo de alegría que debe ser publicitado, aquí es materia reservada. En tiempos de mi adolescencia era admirable para los jóvenes y escandaloso para los mayores saber que las parejas de enamorados se besaban en público en los jardines de las Tullerías, por no hablar de los tan famosos puentes del Sena. conocer

11

Al escribir Amantes de los reyes de España (Planeta, 1995) sentí la necesidad de mostrar esas diferencias —hoy los jóvenes españoles se besan en público, pero eso no cambia la situación de fondo— hablando de las amantes de los reyes de Francia. En estas

habla de muchas mujeres, unas más trascendentes que otras pero ninguna ocultada con vergtienza. Como en todas las monarquías del mundo, en la francesa los monarcas o sus herederos se casaban por razón de Estado, y este hecho era asumido por las legítimas esposas que toleraban, mejor o peor pero toleraban, las infidelidades de sus maridos. Quienes, más de una vez, encontraron en alguna de esas amantes el amor de sus vidas. Es curioso destacar que, en tanto los reyes españoles buscaban a sus amantes entre mujeres anónimas, los franceses las eligieran, mayoritaria-

páginas

se

mente, entre aristócratas, generalmente con una cultura superior a la de muchos hombres de su

clase. Si

no

suraban

tenían a

título,

sus

regios

amantes se apre-

otorgárselo.

decir, las mostraban

la luz pública. Más aún: para alcanzar el honroso título de amante oficial (maitresse en titre), que llevaba aparejados imEs

a

portantes privilegios, era prácticamente obligado que la elegida ostentara el título de duquesa. Lo dicho: en tanto los reyes españoles ocultaban a sus amantes lo mejor que podían, los franceses no sólo las mostraban sino que les concedían reconocimiento más cerca de lo oficial que de lo oficioso y, como veremos, solían pedirles consejo, hacerlas participar en tareas de gobierno y hasta confiarles importantes misiones. De todo lo cual podría deducirse, si aceptamos que los reyes son espejo de sus pueblos, que los es12

pañoles tenemos

mayor respeto por el matrimonio e, incluso, por la religión que nuestros vecinos. Personalmente no estaría tan seguro. Preferiría

terminar

como

empecé, opinando

que los francenosotros ponemos

ponen esperanza donde culpa y alegría en lo que para nosotros es temor. Al fin y al cabo, la feliz expresión alegría de vivir proviene de la francesa joie de vivre. ses

13

1.

UNA

CARLOS VII

MUJER LE HACE REY

Puede resultar chocante o estimulante que un libro que trata sobre amantes comience hablando de una santa doncella, pero no de otra manera puede comenzar si es de Carlos VII de Francia de quien se va a hablar. Aunque sin ninguna fundamentación histórica, nos atreveríamos a afirmar que la tan conocida y francesa frase «Cherchez la femme» nació con y por este rey. Sólo que, en su caso, debería decirse «Cherchez les femmes», porque al menos dos hicieron su

grandeza.

Una

con su

fe y otra

con su

cuerpo.

En las

postrimerías de la guerra de los Cien Años, Francia era un país débil, fragmentado y, al menos aparentemente, en manos de sus enemigos, Inglaterra y Borgoña. A la muerte de su padre loco, en 1422, Carlos accedió

mucho más teórico que real con tan sólo diecinueve años. No era, sin embargo, su poca edad lo que inquietaba sobre su capacidad de pilotar un barco a la deriva, sino su personalidad, compuesta por similares proporciones de indolencia y timidez. No parecía ser el hombre indicado para expulsar a los enemigos del territorio patrio, unia

un

trono

15

ficarlo deroso. En

después

y

crear

un

Estado eficaz y po-

de nobles ambiciosos y de usureros, vio obligado a dar hasta sus tierras en

manos

quienes se garantía de préstamos siempre insuficientes para equipar un verdadero ejército, el joven rey se debatía entre graves derrotas militares y la imposibilidad de lograr una paz aunque precaria con los a

borgoñones.

Que tenían motivos de rencor contra él en particular y contra los franceses en general, ya que, en 1419, unos asesinos con impulso soberano habían acabado con la vida del legendario Juan Sin Miedo, duque de Borgoña. En 1428, con veinticinco años de edad y seis de monarca, Carlos VII estaba reducido a reinar sobre una parte de lo que hoy es Francia, que no incluía París; incluso sobre su tierra no tenía un efectivo control porque nobles díscolos y hordas de mercenarios asesinos —los temibles desolladores— se la disputaban. Siempre deseoso de evitar combates y lograr pactos imposibles, Carlos VII había caído en una espiral de inacciones y acciones contraproducentes que sólo podían llevarlo a su ruina y a la definitiva destrucción de Francia a manos de los crecidos borgoñones, en sólida alianza con los ingleses, que ya establecían férreo sitio a Orleans. Hundido en la sima de su depresión, el rey casi sin reino decide ceder a las exigencias anglobor-

goñonas y refugiarse en España. Entonces, febrero de 1429, se presenta ante él una joven campesina casi analfabeta y le habla de Dios, de Voces y de Victoria. Juana de Arco había nacido en Domrémy, aldea lorenesa, en 1412. Desde la edad de trece años oía Voces que la incitaban a luchar por su país y por su rey, a salvar a Francia. Ve a san Miguel rodeado de ángeles y el santo le dice que ella 16

elegida por Dios para liberar al rey (de ajenas y propias cárceles) y que debe ir a su enha sido

cuentro y ponerse a su servicio. En posteriores apariciones, santa Margarita y santa Catalina rei-

lo dicho por

teran

plir

su

san

Miguel

y la urgen

a cum-

misión.

después duda y, por fin, se decide. Engañando a sus padres, que no quieren ni oír hablar de hija guerrera, se pone en Juana

camino

a

primero

se

asusta;

finales de 1428.

El trayecto no será ni corto ni fácil. En Vaucouleurs logra ser oída por Robert de Baudricourt, señor del lugar y hombre muy próximo al rey, pero poco consigue con ello. Porque ha sido oída pero no creída. Baudricourt no se enoja con ella ni la castiga; se contenta con ordenarle que vuelva a su casa. Juana obedecerá, pero las Voces continúan y ella comprende que, por muy sabio que sea el señor de Baudricourt —no lo era, aunque sí bravo soldado—, mucho más sabio era Quien le hablaba, así que vuelve a recorrer los por entonces nevados caminos que conducen a Chinon, donde está el rey. Esta vez llegaría hasta Carlos porque había logrado impresionar al duro Baudricourt al decirle: «Mientras vos retrasáis mi entrevista, el delfín' ha sufrido hoy una terrible derrota en las cercanías de Orleans.» Como no había medio humano por el que ella hubiese sabido de tal acción, de la que él mismo acababa de ser muy secretamente informado, el guerrero accedió por fin a las súplicas de la Doncella. Incluso le otorgó una pequeña escolta, en tanto los vecinos de Vaucouleurs, todos ellos convencidos de la santidad de la muchacha, cotizaban para

1. por

Juana llamaba delfín

no

Carlos VII ya que no lo consideraba rey haber sido coronado en la catedral de Reims, como era estaa

blecido.

17

proveerla de ropas de hombre, caballo, espuelas y espada. Para llegar a Chinon hubo que atravesar territorios en poder de los borgoñones y otros sometidos al terror de los desolladores; su breve escolta, compuesta por un puñado de aguerridos hombres de armas, temblaba y rogaba a la Doncella volver a la relativa seguridad de Vaucouleurs, pero ella les

hablaba, les hacía rezar el rosario, y los hombres seguían adelante. Entre nieves, lluvias que desbordaban ríos y peligros de toda índole, Juana y los suyos llegaron a

Chinon el 23 de febrero de 1429. En once días habían recorrido más de seiscientos kilómetros. Habían llegado a Chinon, pero la Doncella no había llegado ante su delfín. Carlos VII, que accediera en principio a recibirla, atendiendo a las recomendaciones de Baudricourt y a su desesperada necesidad de creer en un signo de Dios, ahora dudaba. El tímido temía ser engañado por una impostora o, peor aún, una hechicera, y el indolente temía tener que ponerse en peligrosa y continuada acción.

Enviaba ran, en

a

pueril

mismo de que

sus

hombres para que la interroga-

intento de

poder

convencerse

a



trataba de una charlatana, pero sus enviados volvían con manos y oídos vacíos, ya que Juana repetía una y mil veces que sólo hablaría con el «delfín». Ante la amenaza de uno de los defraudados de obligarla a volver a su casa de inmediato, ella se avino a decir: «Dos cosas me ha ordenado hacer el Rey de los Cielos: obligar a los ingleses a levantar el sitio de Orleans y llevar al delfín a Reims para ser

se

consagrado.»

Tras ser convencido por sus hombres que nada tiene que temer de la frágil muchacha que, por otra parte, no posee ningún tipo de pócimas, hier18

bas o animales extraños, Carlos VII, entre el miedo y la esperanza, accede a recibirla. De mediana estatura, delgada, grácil, Juana de Arco penetra en el salón del trono del castillo de Chinon cubierta con masculinas ropas: jubón negro,

largas calzas,

guerrera

gris

y caperuza negra

cubriendo sus cabellos también negros y cortados «a lo paje». El pusilánime y a la vez ingenuo rey puso en su lugar de honor a uno de los caballeros, intentando confundirse entre nobles y guerreros. Sin la menor vacilación, Juana se dirigió a él con respetuoso saludo. Al que contestó el pusilánime diciendo que no era él el rey sino otro cortesano, al que señaló. Juana ya estaba harta de bromitas. «Vos sois el delfín y no otro —dijo—. Yo he venido, enviada por Dios, a socorreros. Por mi intermedio, el Rey de los Cielos os manda que seáis consagrado y coronado en Reims...» De inmediato, pidió a Carlos una entrevista privada, a lo que no osó negarse el monarca, profundamente impresionado por la seguridad con que hablaba y procedía la humildísima campesina de diecisiete años. Nada se sabe de lo tratado en la reunión, excepto —por declaración del confesor de Juana— que ella aseguró al rey, «en nombre de Dios», que él era el verdadero heredero de Francia e hijo de rey (Carlos temía, y no sin motivos, ser bastardo). Dado que los cronistas coinciden en destacar que Carlos salió de la entrevista «radiante», lo que era absolutamente infrecuente en él, y apoyándose en la citada declaración del confesor, la tradición sostiene que el total acatamiento, casi diríamos la devoción, que Carlos VII demostró a Juana a partir de ese momento se debería a que ella sabía lo que nadie, excepto Dios, podía saber. Esto es que, unos meses antes, el rey, tremendamente deprimido por las noticias de derrotas y 19

defecciones que acababa de recibir, se recluyó en su oratorio pidiendo a Dios que le llevara a la victoria si era él quien tenía que reinar en Francia (si era el legítimo heredero de la monarquía) o, si no lo era, que le permitiera escapar de sus ene-

migos. Juana, repetimos que según la tradición, le habría referido todo esto a Carlos, asegurándole, en nombre de Dios, que él era el legítimo heredero. De ahí las facciones radiantes del rey y su inmediato acatamiento a los dictados de la mísera cam-

pesina. obstante, las

fueron fáciles para ella. Nunca lo fueron. Ni entonces ni antes ni desNo

cosas

no

pués. Especialmente después. de sus tan frecuentes momentos de confusión, el rey se había desembarazado de un fiel y capaz servidor, el conde de Richemont, reemplazándolo por el ambicioso e intrigante La Trémouille, quien ejercía grande y nefasta influencia sobre él. La suficiente para volver a llenar su vacilante cerebro de dudas sobre la posible o probable dependencia demoníaca de Juana. Carlos VII decide someterla a la humillación de remitirla a Poitiers para que un ceñudo grupo de damas de la corte comprueben su virginidad y para que un sesudo grupo de doctores de la Iglesia comprueben —era lo que se esperaba— su relación con En

uno

Satán. La

virginidad fue comprobada y la satanidad descartada. Damas y doctores quedaron no sólo convencidos sino convertidos en entusiastas seguidores de la niña santa. Todos comentan admirados la respuesta que dio a un teólogo que le exigía signos de su especial relación con Dios: «No he venido a Poitiers para hacer signos, pero llevadme a Orleans y allí sí os demostraré los signos por los que he sido enviada.» 20

Al recibir las noticias de Poitiers, el rey, una vez más impresionado por la que La Trémouille llama despectivamente pastorzuela —bergerette—, dispone su instalación en Tours como paso previo a su entrada en acción. Y para calmar las santas impaciencias de Juana, la provee de armadura completa, hecha a su medida, y hasta de dos

pajes. Los nobles la

y el

pueblo

arrodilla a su paso, pero ella lo que quiere es marchar de una buena vez sobre Orleans, a punto de ceder ante el empuje de los sitiadores ingleses. Sólo la confianza, quizá deberíamos decir la fe, que sus sufridos defensores han puesto en esa campesina enviada por Dios para salvarlos los mantiene en

desesperada Un

agasajan

se

resistencia.

pequeño ejército,

no

más de

unos

pocos

de hombres que tienen por capitanes a Jean de Aulon y al fiero ex bandido La Hire, se pone a sus órdenes. Acompañan también a Juana sus hermanos Jean y Pierre. A poco de entrar en acción, la Doncella asombra una vez más a sus seguidores, a quienes ya podemos llamar fieles, diciéndoles que vayan a la iglesia de Sainte-Catherine de Fierbois, caven en cierto lugar y le traigan la espada que encuentren. Así se hace y, empuñando esa espada tan milagrocentenares

samente

hallada,

se

pone

en

camino hacia la in-

mortalidad Juana de Arco. Evitando con éxito las patrullas inglesas, cubre en poco tiempo los algo más de cien kilómetros que separan Tours de Orleans y, con la ayuda de Dunois, gobernador de la plaza que había salido en su búsqueda, logra burlar el sitio y penetrar en la ciudad. Montada sobre un caballo blanco y portando en su mano derecha un estandarte también blanco con la imagen del Señor y un ángel con una flor de lis, hace su entrada en Orleans Juana de Arco. 21

Es el 29 de abril de 1429 y el

pueblo la aclama

con

delirio. Ella quiere atacar de inmediato a los ingleses, pero el prudente Dunois la convence de esperar hasta que él mismo vaya a Blois y regrese con refuerzos. La Doncella esperará el ansiado momento de entrar en acción elevando la moral de sus soldados, haciendo mejorar las defensas y, especialmente, instando a gritos a los muy próximos ingleses a que se rindan en nombre del Señor. Ellos le responden llamándola «Puta» y prometiéndole la hoguera. Durante esos breves días de relativa inactividad en Orleans se produce uno de los encuentros y acercamientos afectivos más sorprendentes de la historia: Juana conoce a Gilles de Rais. Es decir, el Bien en estado puro conoce al Mal en estado, cuando menos, casi puro. Porque el muy noble Gilles de Rais es nada menos el que con toda justicia inspiró a Perrault su Barba Azul. No mataba esposas, porque era homosexual, sino adolescentes. En el juicio que lo llevaría a la hoguera se probó que había asesinado con sus propias manos a 146 niños y jóvenes, a los que enterraba en los sótanos de su castillo. Esta cabal síntesis de la antítesis de lo humano, que hasta poco antes de su muerte despreció a Dios por considerarlo inferior a él, se rindió ante la humilde campesina de Domrémy y la sirvió con fidelidad ejemplar. Enterado demasiado tarde de que iba a ser quemada en Ruán, cabalgó furiosamente hasta llegar a la ciudad, dispuesto a salvarla o morir, pero desgraciadamente llegó un par de horas tarde. Quizá estaba escrito que las cosas sucedieran como sucedieron, pero, de haber llegado a tiempo Gilles de Rais, ¿no podemos creer que no sólo hubiera salvado la vida de Juana sino también las de sus futuras víctimas? 22

El 4 de mayo, Dunois vuelve a Orleans con refuerzos. La Doncella despierta agitada de una breve siesta, dice a sus capitanes que Dios le ha dado orden de atacar de inmediato y, sin hacer caso de las protestas del prudente Dunois, se lanza tromba contra la poderosa fortificación de en Saint-Loup, desde la que los ingleses controlan la navegación por el Loira. La sorpresa paraliza a los defensores del bastión y la victoria de los franceses, que no han tenido apenas pérdidas, es total. Una vez más, pero ahora con motivos muy concretos, los pobladores de Orleans se hincan en templos y calles para agradecer a Dios que les haya enviado a Juana. Al día siguiente es Dunois quien sugiere la conveniencia de realizar un ataque general aprovechando el desconcierto enemigo, pero la Doncella se niega categóricamente. Es el día de la Ascensión y debe consagrarse a la oración y no al combate. Todas sus tropas, Gilles de Rais incluido, confiesan y

comulgan.

El 6 de mayo, Juana ordena atacar el poderosísimo fuerte de Tourelles, que domina Orleans por el sur y ha sido tomado a sus defensores al comienzo del sitio. Una vez más, Dunois pone reparos —la relación de fuerzas es altamente desfavorable—, y una vez más, la enviada de Dios impone su

criterio. Con ella

la cabeza, los franceses se lanzan sobre las llamadas fortificaciones de los Agustinos, defensa suplementaria de Tourelles. Su ímpetu es tal que los ingleses, entre el desconcierto y el miedo, sólo atinan a replegarse sobre la fortaleza principal, sin hacer valer su alta superioridad numérica. Juana y sus hombres acampan sobre el terreno recién conquistado y allí pasan la noche, abastecidos de alimentos, armas y municiones por los poa

bladores de Orleans, que ya cuentan con una salida segura gracias a las conquistas de los últimos días. 23

madrugada del 7, la Doncella ataca Tourelles con su empuje de siempre, pero esta vez los ingleses, bien protegidos tras los gruesos muros, En la

resisten. Decenas de escalas

tienden sobre ellos y son muchos los franceses que mueren intentando alcanzar unas almenas que comienzan a parecer inaccesibles. Hacia el mediodía, una flecha hiere a Juana en el hombro (ella lo había predicho) y sus capitanes le exigen que se deje conducir a Orleans, pero ella sólo admite que se le aplique un ungiiento y un rudimentario vendaje, montando de inmediato a caballo y volviendo a la lucha. Sus soldados están fatigados, el día marcha hacia el ocaso y los ingleses no dan la menor muestra de desaliento. Con buen criterio, Dunois aconseja a la Doncella retirarse a la seguridad de los Agustinos y reiniciar el ataque al alba, pero ella le pide se

que aguarde unos momentos. Ante las miradas expectantes de

marcha hasta

sus

hombres,

arrodilla y pasa unos momentos en oración; de inmediato regresa y su cara, como otrora la de Carlos VII, está radiante. Dios le ha hablado. Toma su estandarte de manos de uno de los suyos y, con él en alto, se encamina con impresionante calma hacia el foso. Desde lo alto de las almenas, los defensores la contemplan literalmente fascinados. Cuando ella da la orden de ataque, los arqueros ingleses, entonces considerados invencibles, no logran superar el miedo que les inspira el convencimiento de estar luchando contra la enviada de Dios —contra Dios— y apenas oponen resistencia a los enfervorizados franceses que trepan por las escalas y pronto penetran en la fortificación. Lo que

unas

viñas cercanas,

se

parecía imposible se ha logrado: Tourelles ha caído, los ingleses se retiran y Orleans 24

está salvada. Juana, bergerette, ha cumplido su promesa y comenzará muy pronto a ser conocida como la Doncella de Orleans. Sin embargo la batalla no ha terminado. Los ingleses se han retirado de Tourelles pero no han

abandonado el campo. Al día siguiente, 8 de mayo, salen de sus refugios y forman en orden de batalla, decididos a vengar la derrota de la víspera. Los franceses también están preparados, pero Juana da una orden inesperada. No luchará porque es domingo, el día del Señor. Durante más de

hora, los dos ejércitos

una

se

decisión que más tiene de temor a Dios que de error táctico, los ingleses dan media vuelta y ordenadamente se retiran. La batalla por Orleans ahora sí ha terminado. Con Juana como capitana, Dios ha vencido. Después se luchará durante muchos años en los campos de Francia hasta lograr la definitiva expulsión de los ingleses —y también de los borgoñones—, pero serán, aunque demasiado extendidas en el tiempo, «operaciones de limpieza». El espíritu que Juana de Arco ha insuflado no sólo a sus hombres sino a todos sus compatriotas no morirá durante siglos y los llevará a la victoria. No olvidemos que fue ese espíritu el que reclamó De Gaulle a sus conciudadanos en las horas aciagas de 1940. Y que su estandarte fue la cruz de

contemplan; de pronto,

en

Lorena... Con la liberación de

Orleans, Juana ha

cum-

la primera de sus promesas, pero aún no ha coronado a Carlos en Reims. Urge a su señor temporal a hacerlo, pero él, siempre más proclive a dejarse aconsejar por sus validos que por la santa, quiere antes «limpiar» de ingleses el valle del Loira. Juana sigue combatiendo y venciendo. Muchas veces basta con que ella aparezca al frente de su

plido

25

ejército para que los ingleses se rindan, como en Beaugency y en Jargeau; en otras, el enemigo planta cara, pero sólo para ser destrozado, como ocurriría en la importantísima batalla de Patay, que privaría a los ingleses de sus mejores capitanes y llevaría la fama de la Doncella hasta los confines

de

Europa. Por

fin,

y tras

una

personal conminación de

Juana, Carlos VII logra superar camino hacia El domingo 17 de

su

inercia y

se

destino. julio de 1429 —itan sólo cinco meses después de haber visto por primera vez al rey!—, en el imponente marco de la catedral de Reims, Juana de Arco puede arrodillarse ante Carlos VII y decirle: «Señor, ahora se ha cumplido la voluntad de Dios, que quería que vinieseis a pone

en

Reims para

ser

su

consagrado...»

Después de Reims, Juana siguió luchando y venciendo, pero el rey cada día mostraba menos interés por quien le había dado moral, ejemplo y hasta tierra para

poder serlo realmente. menguadas tropas, pero sin perder

nada de su empuje, ella se enfrentó en cien combates a enemigos diez veces más numerosos y fuertes. Venció, pero también fue derrotada. El fin llegó en Compiégne, en mayo de 1430, cuando cayó prisionera de Juan de Luxemburgo. Había humillado en exceso a los orgullosos ineleses para que éstos, que aún no habían inventado el fair play, la perdonaran. No les costó mucho encontrar franceses dispuestos a hacer lo que se les ordenara por miedo o por codicia —la mismísima Universidad de París fue sensible a tales estímulos—, así que Juana de Arco fue juzgada por un tribunal eclesiástico que, como no la podía acusar de luchar contra los ingleses ya que ellos mismos eran franceses (aunque traidores), la acusó de brujería. Igual hubiera sido que la acusaran de haber roCon

26

bado gallinas, ya que la sentencia estaba dictada desde los victoriosos días de Orleans. Corresponde acotar que, no bien enterarse del horror que estaba viviendo su adorada Juana, Gilles de Rais se apresuró a presentarse ante el rey, que se mantenía al margen de cuanto acontecía a quien le diera el reino, y primero le pidió y después le exigió hombres para liberarla. Con sorpresa e indignación, el futuro Barba Azul tuvo que escuchar a Carlos VII negarse en redondo a prestar tal ayuda. Furioso, Gilles de Rais arrancó la flor de lis que adornaba su escudo, la pisoteó y remató su acción gritando «¡Bastardo!» a quien tanto temía serlo. De inmediato, y con la ayuda de La Hire, reclutó de su peculio quinientos hombres y con ellos galopó hacia Ruán, donde Juana estaba siendo juz-

gada. Como ya hemos dicho, llegó pero demasiado tarde. Juana de Arco ardía en la hoguera. Era el 30 de mayo de 1431.

OTRA

MUJER LE HACE REY VICTORIOSO

Carlos VII era indolente y tímido, amigo de la soledad —lo que no le impidió tener trece hijos con su esposa, la bondadosa y gris María de Anjou— y siempre dispuesto a pactar paces que no le obligaran a hacer fatigosas guerras. Gracias a tal inclinación regia, en 1443 Francia gozaba de una prolongada tregua en su ya casi secular guerra contra los ingleses y los borgoñones. Batidos por Juana de Arco, los invasores de allende el Canal habían perdido buena parte de sus dominios franceses pero aún continuaban siendo señores de Aquitania y, especialmente, de la bella y rica Normandía. Muchos eran los que clamaban por una conti27

nuación de la lucha que permitiera liberar la totalidad del territorio de Francia, pero, al no hallar

regio, sólo lograban

los identificara como miembros activos del «partido de la guerra». Con cuarenta descansados años, Carlos VII se dejaba llevar por las directrices de sus validos, en especial el incombustible La Trémouille, y por las caricias de su amante de turno, madame Joyeuse, cuando el destino llamó a su puerta. Situada esta vez a medio camino entre su corazón y sus genitales. Perdido su reino de las Dos Sicilias, Renato de Anjou y su esposa, Isabel de Lorena, ambos parientes muy próximos del rey de Francia, corrieron eco

a

refugiarse Traían

en su

que

se

corte.

ellos, además de

insaciable deseo de diversiones que mal casaban con el amor a la soledad del rey, toda su corte, entre la que se contaban las damas de honor de la reina, una de las cuales era Agnes Sorel, «ciertamente una de las más hermosas mujeres que han existido» (cronista Olivier de la Marche). Tal belleza no podía pasar inadvertida ni siquiera a los mortecinos ojos de Carlos VII. Presentada a él, junto con el resto de sus damas, por lsabel de Lorena, le impresionó al punto que poco más tarde, en un buscado y no bien logrado téte-dtéte, fue a por ella con tal ímpetu —impropio no sólo de su rango sino de sus antecedentes— que la bellísima huyó despavorida. En tanto madame Joyeuse, pese a tanta alegría como el apellido que llevaba prometía, era condenada a triste ostracismo (del que muy pronto la sacaría nada menos que La Trémouille), Carlos VII jadeaba por salones y galerías tras la inalcanzable con

un

Agnes. Que,

quien

previsible siendo muchos días después

como era

era,

no

cuentro se tornó

28

alcanzable.

el perseguidor del primer en-

Tal alcance, que haría la felicidad de Carlos VII de Francia y, así lo deseamos, también de la bella entre las bellas, ocurría en febrero de 1443. Tenía entonces Agnes veintiún años, ya que se la cree nacida en 1422, en Fromenteau de la Touraine, hija de Jean Sorel (o Soreau), señor de Coudem, y de Catherine de Maignelais. Desde su más temprana adolescencia había sido puesta por sus padres al servicio de Isabel de Lorena, quien mucho debía valorarla ya que era la mejor pagada —con mucha diferencia— de sus damas. Claro está que poco más le duraría tan eficiente servidora porque, no bien convertirse en amante «oficial», pasó por decisión regia al servicio de la mismísima reina de Francia. Quien no sospechó al principio pero no tuvo más remedio que hacerlo cuando la bella Agnes tuvo su

embarazo, parto

y niño muy

distinguido

por

esposo. María de

Anjou, que no era bella ni demasiado inteligente, poseía una innata bondad y, por otra parte, no era tonta. Como tantas otras mujeres en la historia, hizo suya la frase (que tardaría cinco siglos en ser inventada) «Si no puedes vencerlos, únete a ellos», y fue íntima y leal amiga de la esposo, lo que fue debidamente valorado y agradecido por éste, redundando la actitud de la reina en beneficio de todos. Incluso de amante

de

su

ella misma. La bella dio cuatro hijos a su enamorado rey. El primero, un varón, falleció a los seis meses de nacer; las restantes, todas niñas, llegarían a la adultez y harían grandes casamientos. Dato llamativo: a la menor se la bautizó Jeanne en recuerdo de Juana de Arco, cuya vida el ahora homenajeador padre nada había hecho por salvar. Agnés era de mediana estatura con rubios cabellos, azules ojos y cuerpo que sólo puede calificarse de perfecto. Poseía una cuidadísima educa29

ción,

era

de

suaves

maneras

y,

al

menos

de

momento, no aprovechaba su tan privilegiada posición para obtener ventajas personales y familiares.

Fácil

comprender

la perfección de su cuerpo se sumaban tantas virtudes sociales y hasta espirituales, Carlos VII, además de estar rematadamente loco de amor por ella, quisiera colmarla con toda clase de demostraciones de su pasión. Demostraciones que ella no pedía pero es

que si

a

aceptaba. Collares, anillos, piedras preciosas, tapices,

se-

das y raros objetos de arte se fueron acumulando en el discreto y apartado pabellón real en el que vivía y recibía a su regio amante. Hasta que éste decidió que ya era hora de proveer de vivienda propia a la amada, y lo hizo con munificencia pero también con romántico ingenio. Le regaló un hermoso palacete construido sobre el Mame, a la altura del bosque de Vincennes, y que se llamaba Beauté-sur-Marne. Con lo cual, Agnes Sorel devino señora de la Beauté (Belleza). Los primeros años de relaciones, entre ininterrumpidos abrazos que producían ininterrumpidos embarazos, poco tiempo de lucir en público su hermosura tuvo la bella, pero a partir de su conversión en terrateniente, y sin embarazos en el horizonte, comenzó a frecuentar los salones de París, donde se la trataba, admiraba y envidiaba como amante oficial del rey. Corresponde decir que Agnés Sorel fue la primera mujer en lucir diamantes tallados, la primera en depilarse las cejas, la primera en crear la moda «seno al aire» y, lo que más importa para este libro, la primera amante de un rey de Francia reconocida «oficialmente» como tal. Aunque pronto veremos que el lugar que le corresponde en la historia grande de su patria se lo ganó por más trascendentes motivos, también se 30

la historia pequeña por ser la que sacó a la moda femenina de la Edad Media para situarla en el chispeante Renacimiento, Y lo hizo sin complejos. Comenzó por transformar las amorfas túnicas al uso en vestidos ceñidos al cuerpo que, como es obvio, servían para destacar adecuadamente sus apetecibles formas. Con ser importante, ese cambio no pasó de simple anuncio de lo que iba a venir. Y lo que vino fue lo que llamamos moda del «seno al aire» y que consistía, como su nombre indica, en dejar a la vista e impaciencia de todos uno de sus senos, concretamente el izquierdo. Calculando el revuelo que armaría hoy semejante moda, es fácil imaginar el que armó enton-

ganó

un

lugar importante

en

ces.

París, capital de la moda. Claro que no todos los franceses aplaudían el new look de Agnes. Decimos los franceses y decimos bien, porque de las francesas ninguna lo apro-

baba,

ya que o no se atrevían o no podían imitarla. Entre los detractores destacan el obispo Juvenal

des Ursins y el cronista Chastelain. El primero pidió —deberíamos decir exigió— al rey que prohibiera «la utilización de aberturas delanteras que permitían ver los senos y pezones de mujer»; el segundo dijo, hablando de Agnes: «Todo lo que la prostitución y la conducta disoluta podían hacer en materia de vestir fue hecho por ella.» Lo notable no fue la reacción que el «seno al aire» produjo; en verdad era de esperar. Lo notable fue la reacción que las quejas produjeron en la afectada. Hija de nobles y viviendo en la corte desde los quince años, la muchacha jamás había tenido contacto con el pueblo. Ignoraba cuánta hambre se padecía en París y en casi todas las ciudades del reino.

31

Las críticas que se hicieron a su original aportación a la moda femenina muy pronto se ampliaron a sus

joyas,

sus

palacios. En Agnes paseaba

sibles

imaginadas riquezas

las

y

sus

vi-

frecuentes ocasiones en que por París, el pueblo no se privaba de hacerle saber, con gritos, abucheos y hasta gestos amenazantes, lo que pensaba de ella. Otra hubiera pedido a su enamorado más protección o se hubiera abstenido de salir a la calle, pero ella era, además de inteligente, sensible y quiso saber el motivo de tanta agresividad. Porque era sensible a las desgracias ajenas quiso saberlo, y porque era inteligente buscó para que la informaran a quienes mejor podían hacerlo: Pierre de Brézé y Jacques Coeur. El primero, gran mariscal de Francia, había por entonces pasado la treintena y era todo un sex symbol de la época. Pero su personalidad iba mucho más allá de la belleza física; era inteligente, hasta brillante, valiente como el que más y con la mente llena de sueños de gloria, entre los que destacaba la liberación de las tierras patrias todavía en manos

no

inglesas. la

el complemento imprescindible. No provenía de noble familia ni era guerrero, pero tenía una mente financiera que ya quisieran para sí muchos ministros de Economía actuales. Presentado a Carlos VII por Yolanda de Aragón, su suegra e inteligentísima consejera, hizo rápida carrera hasta alcanzar el cargo de argantier, es decir, proveedor oficial de la corte, así como también administrador de los bienes personales del rey. Además de todo esto era industrial, banquero, armador naval, terrateniente y otras muchas cosas. No había amasado su inmensa fortuna a costa del erario público ni se aprovechaba de él. A estos dos hombres, sin duda excepcionales, recurrió Agnes en busca de información, y de

Jacques

32

Coeur

era

contrapartida,

que la obtuvo en abundancia da buena fe la historia. De Brézé la puso al tanto con todo detalle de

la situación militar del reino; le habló de la humillación de una Normandía todavía ocupada y, especialmente, le hizo ver que el rey se ocupaba y preocupaba más de ella que de los asuntos de Estado. Cueste o no creerlo, Agnes, al oírlo, quedó, más que sorprendida, desolada. Jamás hubiera imaginado que la casi constante presencia del rey junto a ella —«No podía pasar ni una hora separado de su amiga», dijo el papa Pío II— significara una casi total dejación de sus deberes como rey. Coeur habló de dinero. Del que Carlos VII desviaba del erario público para regalarle joyas, tapices y mansiones —a la de Beauté se sumaban varias más—, y del dinero que al pueblo le faltaba para sus más primarias necesidades. En resumen, Agnes supo, por boca del financiero, que, no por culpa de ella pero sí en buena parte por el loco amor que el rey le tenía, el pueblo pasaba hambre. Dolida hasta las lágrimas, la alegre y despreocupada cortesana de veintiséis años dio tras esas conversaciones un giro copernicano a su vida. Como primera e inmediata compensación ordenó que importantes sumas de dinero se distribuyeran entre los pobres; creó fundaciones, reconstruyó iglesias, dotó a doncellas pobres y, dato a tener en cuenta para los aficionados a la psiquiatría, sector sentimientos de culpa, demostró una devoción a santa María Magdalena que no la abandonaría durante toda su vida. Esto era mucho, pero habría muchísimo más. Coeur y De Brézé soñaban su propio sueño: convertir a una Francia todavía en parte ocupada, destrozada por una guerra que llevaba casi un siglo, empobrecida y dividida, en un país totalmente li33

berado, unido, fuerte

próspero. Más aún. A ejemplo de la Italia renacentista, querían que todas las y

todos los artistas confluyeran en Francia para convertirla en el centro de la cultura occidental. Naturalmente, habían hablado muchas veces de todo esto con Carlos VII, que los distinguía con su máxima confianza, pero el monarca los escuchaba con atención, hacía preguntas atinadas, se mostraba muy interesado, prometía reflexionar y ahí quedaba todo. El rey nada tenía de tonto; por el contrario, era hombre inteligente, culto y amante de las artes, pero era un abúlico. A la hora de obrar no había duda para él entre el despacho real y la alcoba de artes y

Agnes. Como antes le ocurriera

con

otras numerosas

alcobas. De Brézé y Coeur vieron

preocupada

amante a

en

la

inteligente

y

la persona ideal, única capaz

de poner a Carlos VII en movimiento. Totalmente ganada para la gran causa regeneracionista que los consejeros áulicos le proponían, Agnes urdió una trama que permite evaluar, a la vez, su femineidad y su inteligencia. En un momento de calma, tras trepidante tormenta pasional, la muchacha, dando muestras de agitación y hasta de pena, dijo a su amante que siendo niña un astrólogo le había predicho que sería amada por el rey más grande y valiente de la cristiandad. Al recibir las primeras muestras de interés por parte de Carlos, ella había respondido con alegría, convencida de que se cumplía lo profetizado, pero, tras todos esos años, se dolía al ver que se había equivocado de amante. Ahora venía a descubrir que el valiente rey no era él sino el de Inglaterra, capaz de reinar sobre ciudades francesas ante las mismas barbas de su señor natural, que nada hacía por recuperarlas. 34

El efecto fue fulminante. Ante el temor de perder el objeto de su loco amor, Carlos VII pasó de deprimido a eufórico, de indolente a hiperactivo. El ejército comenzó a reorganizarse a marchas forzadas; la reforma más justa de los impuestos y el relanzamiento de la agricultura fueron una realidad. La fama de Agnes Sorel crece como la espuma y los comentarios sobre su persona hablan ahora de inteligencia, sensibilidad y patriotismo con tanto entusiasmo como antes hablaran de piernas y, especialmente, de senos. Si antes casi todos la criticaban, ahora no todos la elogian. De Brézé y Coeur tienen poderosos enemigos, que ahora lo son de Agnes. Entre éstos destaca el propio delfín, futuro Luis XI, que, por diversos motivos o excusas, odia a su padre y a su amante desde siempre.

poder,

desplazar

Coeur y De Brézé, para ganar pero, por encima de todo, para humillar y

Para

a

destruir a Carlos VII, su hijo y heredero planea una ruindad. Nada menos que seducir, con su juventud suponemos, ya que era todo lo que podía ofrecer, a la amante de su padre. Ni que decir tiene que la presunta seducida lo despachó con la premura y el desprecio que se merecía, con lo que el fallido seductor se convirtió en

peligroso enemigo. Pero, felizmente, no tan poderoso como para poder frenar al «nuevo» Carlos VII. Es de señalar que el cambio operado en el rey era tan notable que todos podían apreciarlo a simple vista. Su mirada, de mortecina, se había transformado en ágil y penetrante; sus rodillas, siempre adelantadas a todo su cuerpo, ocupaban ahora su posición normal y sus andares eran rápidos y desu

más activo y

cididos. Lo más importante, su mente, que antes fuera receptora «terminal» de proyectos, ahora podía valerse de un sistema volitivo en plena activi35

dad. Es decir, que ahora los proyectos rápidamente se convertían en realidades. Proclives a las bizantinas discusiones, como todos los eruditos, los historiadores se han complacido a través de los siglos, y se siguen complaciendo hoy, en discutir si Agnes Sorel fue instrumento en manos de Coeur y De Brézé o viceversa; si ellos actuaron como lo hicieron por patriotismo o por afán de enriquecimiento personal y, en fin, si la misma muchacha influyó sobre el rey por el bien de Francia o por su propio enaltecimiento en rango,

riqueza

y

poderío.

olvidemos que todavía se discute si Napoleón Bonaparte llevaba la mano derecha en el interior de su guerrera por costumbre, demostración de suficiencia o dolor ulceroso, y sigamos con nuestro relato. Revisando la historia, uno se sorprende más a menudo de lo que esperaba al descubrir que grandes cambios que incidieron durante siglos en la vida de una comunidad se produjeron en breves y aun brevísimos períodos de tiempo. En poco más de un año se había completado la puesta a punto del ejército, creado una gendarmería real, redistribuido mucho más equitativamente, como ya hemos dicho, los impuestos, reorganizado la administración y la justicia e impulsado hasta límites desconocidos el comercio, tanto interior como

Bien,

no

exterior.

fue, sin duda, la fulminante campaña contra los ingleses, que permitió liberar Normandía. En 1453, con la reconquista de Burdeos, pudo decirse que toda Francia —excepto La coronación de todo esto

Caen— estaba en manos francesas. Gracias a Agnés Sorel, la guerra de los Cien Años había terminado. El Carlos que había dejado morir a Juana de Arco, quizá más por indolencia que por oscuros in-

tereses, 36

era

ahora

uno

de los reyes más admirados

poderosos de la cristiandad, como predijera el innominado astrólogo. El agradecido pueblo francés

y

comenzaba a llamarlo Carlos el Victorioso. La bella Agnes no viviría para ver todo esto. Y

puede

afirmarse

muerte por servir

con a

rotundidad que anticipó

su

Francia.

Estaba Carlos VII acampado en Jumiéges, preparando con su estado mayor el ataque a Harfleur, en manos inglesas, cuando, para su tremenda sorpresa, se le anunció la llegada de la amante que debía estar a muchas leguas de allí, a punto de dar a luz. Con el bello rostro descompuesto por la inminencia del parto y las incomodidades de la marcha, Agnes le informó sobre un complot que se tramaba contra él, en connivencia con los ingleses, a quienes sería entregado. Carlos antes recriminó a Agnes el haber puesto en peligro su vida que tomó en cuenta la información, aunque se cuidó de transmitirla a sus generales. Nada se comprobó en esos días, pero mucho después pudo saberse que sí había habido conspiración y que sus jefes renunciaron a actuar al saber que el rey había sido informado y se los estaba

esperando. Fue la última contribución de

Agnes Sorel

patria. Al día siguiente de tremendos sufrimientos, dio a luz

rey y

a su

su

llegada,

una

a su

tras

niña que

Ella misma no pudo recuperarse totalmente, aunque luchó denodadamente contra la muerte, que la venció, por fin, el 9 de febrero de 1450. En tanto el pueblo intentaba canalizar el dolor que le producía la desaparición de su benefactora diciendo que había sido envenenada por el delfín, éste, agrandado, descargaba su odio contra Jacques Coeur como seguro medio de debilitar a su odiado padre. Aunque cueste creerlo, el financiero fue encarsólo viviría

unos

meses.

37

celado y juzgado bajo la acusación de... haber envenenado a Agnes Sorel. No se le pudo probar, claro, por lo que se le condenó a larga prisión por malversación de fondos. Felizmente, poco después pudo huir, refugiándose en Roma, bajo la protección del papa. Carlos VII lloró mucho la muerte de su adorada, pero no durante largo tiempo. Pronto una nueva amante dio calor a su clandestino lecho. Se llamaba Antoinette de Maignelay, era muy hermosa y, detalle de dudoso gusto, el rey la había ele-

gido

—entre otras cosas, queremos creer— porque

prima de Agnes. Como ya era su costumbre, Carlos se enamoró locamente de Antoinette, cuyo lecho, cada día o noche que pasaba, más le costaba abandonar. La nueva amante no era Agnes, Coeur estaba

era

prófugo

Roma y De Brézé convenientemente neutralizado, así que el antiguo —¿el auténtico? Carlos VII volvió a aflorar. en



Francia continuó marchando por los derroteros que la llevarían hacia la grandeza, pero no conducida personalmente por su rey. Ya cincuentón, Carlos se entregó desaforada-

los

placeres de

la

siendo frecuente que míseros campesinos entregaran a sus bellas hijas para solaz de su señor, quien solía disfrutarlas mente

en

a

carne,

grupo. Fue tal el número de muchachas

rey que

un

cronista

entregadas al

quiso institucionalizar el

pro-

cedimiento diciendo que, en agradecimiento a los grandes trabajos que había realizado para reconquistar su reino, se había decidido entregarle las más hermosas doncellas que se encontraran. Entre lujuria y lujuria se hizo de tiempo, seguramente para acallar su conciencia, para revisar el proceso de Juana de Arco y reivindicar su memoria.

Trastornada 38

su

mente por

el

temor

de

ser en-

venenado por su hijo, siempre impaciente por reinar, el que fue rey gracias a una mujer y Victorioso gracias a otra murió de inanición el 22 de junio de 461. ¿Mereció Carlos VII a Juana de Arco y a Agnes Sorel? Los franceses creen que sí.

39

2.

FRANCISCO 1, EL REY GALANTE

posible

que la razón de

de todos los hombres sean las mujeres, pero es seguro que lo fueron para Francisco I, el rey cuyo triste sino fue ser contemporáneo de nuestro Carlos I y V de AleEs

ser

mania.

Guerras aparte, ya que no son tema de este libro, Francisco vivió por y para las mujeres. Empezando por su madre, la dominante Luisa de Sa-

boya, siguiendo por su hermana, la fidelísima Margarita, y desembocando en sus amantes. Incluso incorporando a la relación a la opaca, pro-

líica y quizá hasta tenuemente amada esposa, Claudia. Nacido en 1494, seis años antes que Carlos V, Francisco, que pertenecía a la rama «pobre» de la realeza francesa, se crió fuera de la corte, lo que le permitió un grado de libertad considerable, sólo regulado por su omnipresente madre. Que quería hacer de él un rey de Francia, lo que no era tarea fácil. Ajeno a las arduas negociaciones maternas, Francisco pasó de la niñez a la adolescencia con el definido ideal de ser un héroe. A él poco le importaba ganar los laureles como soberano o simple caballero, lo que quería era combatir y vencer. Le ayudaban en sus sueños y ejercicios caballerescos un grupo de jóvenes nobles que participa41

ban con idéntico entusiasmo de sus ideales. Varios de ellos, entre los que se contaba su íntimo Bonnivet, morirían en Pavía para salvarle la vida, aunque con su sacrificio no pudieran evitar su encarcelamiento. En esos años augurales de la adolescencia, Francisco fue feliz, lo cual no es de extrañar demasiado. Lo que sí es de extrañar es que lo siguiera siendo durante prácticamente toda su ajetreada vida. Los franceses lo llaman el Gran Rey, y tienen razón. Fue el que consolidó la unidad de Francia, y eso ya es bastante mérito, pero nos atreveríamos a afirmar que no es sólo por ello por lo que con tanto afecto le recuerdan sus compatriotas. Francisco I, con su valor, terés por artes y culturas, su res,

su

religiosidad

su

galantería,

pasión

sincera pero

por las

alegre

y

su

in-

muje-

«no

cul-

posa»; con su joie de vivre, en suma, fue creador, síntesis y paradigma del francés. Mejor dicho, de

lo francés. Nuestro Carlos fue el

reverso —o

el

anverso—

de la misma moneda. También caballeresco, valiente como el que más, protector de artistas, buen amante, religioso por encima de todo. No fue igual que Francisco; por el contrario, fue muy distinto. No puede decirse que creó el tipo español, pero comenzó

a

perfilarlo.

Amantes, pocas y ocultas; religiosidad sin concesiones, intransigente con la herejía —con todas las herejías —, fiel cumplidor de sus compromisos. Un hombre serio. No se podía calificar de tal a Francisco I.

Prescindiendo de juegos infantiles, cirse que el primer acercamiento más o 42

puede

de-

menos se-

rio al

amor

galante

lo materializó el futuro rey

cuando tenía quince años. En la

iglesia

de Blois vio

a una

muchachita que hormonas. Con

activó hasta el desequilibrio a sus la ayuda de su fiel hermana, Margarita, supo que se llamaba Francoise, era cuñada de su propio mayordomo y no había inconveniente en invitarla a las fiestas de palacio. También supo que era un año mayor que él. La muchacha advirtió muy pronto el interés a ser que había despertado en quien podía llegar su rey y, prudentemente, cambió de sitio en la iglesia. Lo que no impidió al enamorado seguir contemplándola descaradamente. Porque no era tonta o porque su familia la advirtiera, lo cierto es que Francgoise no se rindió a miradas y a otras más contundentes aproximaciones. Sabía muy bien que su origen plebeyo no la llevaría más allá de

una

gratuita entrega.

de los que se detienen ante los obstáculos. Viendo que ella se negaba incluso a hablarle, decidió que la obligaría a admitirlo en su propio lecho. Pero Francisco

no

era

El genio español, avant Tirso pero aprés Rojas, hubiera escalado muros, sobornado dueñas o hasta burlado padres; el ingenio francés fue mucho más ingenuo y más eficaz. Cabalgando brioso corcel, el enamorado galopó hasta la plaza de la ciudad y, por culpa de la imprudente velocidad que imprimiera a su cabalga-dura, fue a dar con sus huesos en el suelo. Precisamente ante la casa de la pudorosa Fran-

COIlSe. Ni que decir tiene que

su

preocupada escolta

lo

subió como mejor pudo hasta el lecho de la pudorosa. Que había contemplado el espectáculo desde una ventana y se había apresurado a refugiarse en el desván, de donde fue pronto sacada por su cu43

ñado,

que la llevó ante el

maltrecho, quien había requerido insistentemente su presencia. En discreta soledad de dos, hubo febril apretón de fría mano de inmediato retirada, ruegos de amor y sonoras negativas. «¿Pero es posible que no me améis?» «Os amo, señor» «¿Entonces?» «No buscáis en mí amor, sólo pasión. Para vos será un momento; para mí es la vida.»

No,

Francoise. Llegó presuroso el médico, comprobó que nada tenía el enamorado y, con traje limpio, salió éste por su pie de la humilde y honesta morada. no era

tonta

dio por vencido. Aconsejado por un viejo y seguramente seguro servidor, intentó comprar el objeto de su amor con dinero, lo que sólo sirvió para enfurecer al objeto de la compra. Por fin, sin pedir consejo a nadie, ideó otro plan infalible. Valiéndose de los obligados buenos oficios del mayordomo cuñado de Francoise, hizo que ésta fuera a una casita discreta, donde él se encargaría de rendirla. Engañada o no, la chica fue pero, cuando vio el escenario, imaginó de inmediato el más que previsible desarrollo de la obra. A la llegada del persistente enamorado, la discreta casita estaba vacía. Así salvó su honor Francoise y quedó chasPero

queado

no se

Francisco.

Claudia, hija del

rey Luis XII y de Ana de Bre-

taña, había sido dada en matrimonio a Carlos V, pero pronto las circunstancias políticas desaconsejaron esa unión y, cuando tenía siete años, se decidió su enlace con Francisco, que se materializaría a su tiempo. Es decir, cuando la niña dejara de serlo. 44

Esto ocurrió

en

1514, cuando ella tenía quince

años y su prometido veinte. Francisco nunca amó a su esposa, pero eso no a nadie ya que, de acuerdo a los cánones

inquietó

laicos de la realeza, no tenía por qué amarla. Carlos V se casó con Isabel de Portugal porque era la única princesa disponible que estaba disno puesta a pagar dote generosa y al contado, y, bien empezar a degustar las mieles de la luna de miel, se enamoró terriblemente de ella y ese amor le duró toda la vida. En esto superó ampliamente a Francisco. Claro fue que Isabel era más en todo que Claudia. Quien una buena y pacientísima esposa, trajo al mundo

príncipes

y cuatro sólo veinticinco años. tres

Hay pre con riño.

princesas

y murió

con

tan

esposo la trató siemla máxima consideración y hasta con caque decir que

su

Aunque también hay que decir

que

nunca

dejó

de frecuentar otros lechos. No bien casarse, conoció en una fiesta a la encantadora Jeanne le Cog. Desmintiendo a su apellido, era ella una joven pollita altamente apetecible y muy consciente de que lo era. Hubo intercambio de miradas, alguna galantería típicamente franciscana y poco más, porque había un marido junto a ella: el viejo abogado Disomme.

Jeanne era receptiva pero su marido era desconfiado, así que el pretendiente tuvo que volver a

adolescencia para extraer de ella idea que le llevara a su objetivo. La halló, como siempre, haciendo gala del ingenio francés más que del genio hispánico. En plena noche, y sin escolta, se presentó en la casa de Disomme, a quien dijo ir en busca de consejo legal, lo que era para el abogado excusa de su

apasionada

obligada aceptación. 45

No bien el dueño de casa fue a la bodega en busca de su mejor vino, Francisco apremió a la anhelante Jeanne, quien se limitó a susurrar: «En el salón pequeño.» Tras beber el vino y escuchar

pacientemente

el consejo legal al problema que se había inventado, el galán dejó la casa, sólo para volver a entrar en ella no bien las luces de los salones se apagaron. En contra de lo que ocurriera en la casita de Blois, en el salón pequeño sí esperaba Jeanne. Ni

siquiera los ron

restar

ronquidos del abogado pudieromanticismo al apasionado momento. sonoros

Esa misma noche fue informado el amante de que la parte

posterior de la

casa

comunicaba di-

el

jardín de un monasterio, y ése fue el camino que siguió Francisco durante los breves pero intensos tiempos de Jeanne le Cog. Aunque embozado, los monjes que rezaban maitines podían reconocerlo por su tan larga nariz, así que quedaban edificados por la asidua piedad rectamente

con

que el todavía

acudir a Pero esposa,

rezar a no

en

ténticos

no

sería

inhóspitas

tan

Jeanne,

horas.

tampoco en su quienes Francisco volcaría los más au-

fuegos

MADAME

rey de Francia demostraba al

DE

en

de

su

como

inextinguible pasión.

CHATEAUBRIAND

Desde 1515, el joven impetuoso y enamoradizo se había convertido en Francisco I, rey de Francia. Esto no le sustrajo de sus devaneos, antes bien los

incrementó, ya que pocas mujeres pueden negarse a un

rey.

Corresponde dejar bien sentado que Francisco, si bien no rehuía mujer a la que pudiera acceder —así cogió la sífilis que lo llevaría a la tumba—, buscaba intensa e infatigablemente el amor. 46

Como todo amante, tenía bien formado mente el retrato robot de la

mujer ideal. Que

en

su

tenía

bella y de apetecibles formas, pero también de exquisita educación y gran cultura; sensible a la belleza, elevada por encima del simple sexo, pero sin olvidar que de él depende que pueda fructificar el amor. Como puede apreciarse, los requerimientos de Francisco eran muchos y en absoluto fáciles de que

ser

l

contentar. Francoise de Foix, nacida

1495, anunciaba desde su infancia la belleza que pronto llegaría a ser. De la primera nobleza de Francia, emparentada con la misma reina, Ana de Bretaña, fue llamada por ésta a la corte para ser educada como correspondía a su rango cuando sólo tenía diez en

años.

Acababa de cumplir los once cuando un cumplido caballero de diecinueve, Jean de Laval-Chateaubriand, la vio y se enamoró de ella loca, furiosa e impacientemente. A tal punto que la reina no tuvo más remedio que acceder a sus súplicas y aceptarlo como novio «oficial» de su infantil protegida, a la que mucho quería. Tanto como para dotarla con veinte mil libras fuera tiempo de y prometer su madrinazgo cuando pensar en boda. Esto era todo lo que podía ofrecer la reina, y era mucho, pero no suficiente para las ansias irre-

enloquecido Jean. urgencias amatorias no

frenables del

se medían en años Sus sino en horas, así que, actuando más como caballero español que francés, desafió convenciones e

iras

regias

y

se

llevó

a

la amada de

once

años

a sus

tierras de Chateaubriand.

Puede fácilmente comprenderse que las iras regias fueron lo suficientemente amplias como para cerrar a cal y canto las muchas y muy importantes puertas que ante Jean de Laval-Chateaubriand se 47

abrían,

pero esto

no

importó

ni poco ni mucho al

enfebrecido. La

pareja contrajo

canónico matrimonio, pero antes había nacido una niña. La bucólica felicidad de Jean y Francoise se

prolongó

durante diez

largos

años, que para ellos fueron muy cortos. No había disminuido un ápice la pasión que él sentía por ella y no hay constancia ni motivo para suponer que hubiera disminuido la de ella. Pero es bien sabido que no hay paraíso sin serpiente. Como es dable de imaginar, el ofidio de este edén respondía al nombre de Francisco. El rey de Francia, por entonces con veintidós fogosos años, entrevió a la condesa de Chateaubriand en el castillo del duque de Bretaña. Hondamente impresionado por esa belleza morena que podía versificar en italiano y latín, además de hacerlo en francés, quiso saber más de ella, y fue generosamente informado. Que una bellísima muchacha de tan sólo veinte años tuviera tan romántica historia a sus espaldas tenía forzosamente que excitar la imaginación y el deseo de tan excitable personaje. Que se apresuró a cursar una invitación a la pareja para que lo visitara en la corte, con la oportuna excusa de ofrecer un cargo al conde de Chateaubriand. Sobre lo que aconteció a partir del convite ha circulado durante tres siglos una rocambolesca versión, que la autoridad de Bordonove desmiente, pero que no nos privaremos de repetir aquí, to-

mándola, precisamente, de

su

Francois

ler.

Presintiendo que la invitación real tiene por motivo y objeto no a él sino a su esposa, Jean no responde. Muy poco tarda Francisco en perder la paciencia y reitera la invitación, que ya es una orden. Entonces parte el receloso marido hacia la corte, pero dejando a su esposa en Chateaubriand 48

con una

sortija de especial factura; él

se

lleva otra

idéntica. El objeto de las alhajas es servir de contraseña: si sus sospechas sobre las intenciones del rey son equivocadas, Jean enviará la suya en una carta, y así sabrá su esposa que puede ir sin peligro; de no así se quedará en casa. Furioso ante la no presencia de Francoise, el rey soborna a los sirvientes del conde, y uno de ser

de sus amos, le habla de las sortijas. No bien Chateaubriand envía una carta a su esposa, el astuto monarca hace introducir en ella una copia perfecta de la contraseña convenida. Así llega la bella a la corte y así se va el desconsolado esposo, dejándola a merced del burlador. Bien, con sortija o sin sortija, lo cierto es que Frangoise de Foix, a quien la historia más conoce como madame de Chateaubriand, hace su aparición en escena, deslumbra a todos con su belleza y literalmente enloquece con ella —y con su conversación, sus latines, sus libros— al hasta entonces siempre excitado pero nunca enamorado rey de

ellos, el único que compartía el

secreto

Francia.

Pero la

plaza

era

inexpugnable.

O casi. Madame

de Chateaubriand amaba a su marido y era una mujer de moral intachable. Por supuesto era consciente de los esfuerzos reales —no podía dejar de serlo, ya que eran bien visibles—, pero nada hacía por alentarlos, lo que excitaba más y más al enamorado. Convencido pronto de que un ataque frontal le llevaría al fracaso, Francisco inició una intensiva serie de movimientos envolventes. Beneficiarios de ellos fueron los tres hermanos de la bella, el mayor de los cuales fue nombrado nada menos que gobernador del Milanesado, y el propio esposo, a quien imaginamos altamente in49

quieto

pero que

pudo negarse a aceptar la regia le otorgaba un alto cargo. En la

no

munificencia que propia corte, claro está. En cuanto

a

Francgoise propiamente dicha, fue

discretamente homenajeada con unas magníficas telas bordadas. Que agradeció, así como los nombramientos fa-

miliares,

en una

admirablemente equilibrada

carta.

Admirable equilibrio que se permitió quebrar sutilmente en favor de Francisco al firmar Francoise de Foix en lugar de comtesse de Chateaubriand, como hubiese sido de esperar. Con su acendrado romanticismo, que también lo tenía a flor de piel, el rey de Francia olvidó los deberes de Estado, sus diversiones cortesanas y hasta la inquietud que el creciente poderío de Carlos T de España le inspiraba, para hilvanar apasionados y largos poemas. Habla de dulces ardores, de que sólo Francoise puede reconfortar su corazón, cuerpo y vista y, en fin, que si ella accede a sus vehementes proposiciones, no habrá amantes bajo la luna que tengan mejor fortuna. Si bien es cierto que en el poema hay ripios aún peores que «luna» y «fortuna», también lo es que un

rey

no

tiene por

qué

ser

poeta. Ya tiene mérito

el intentarlo.

igualdad

de tiempo libre, mayor cultura y, seguramente, mejor vena poética, la inaccesible respondió de igual modo. Después de combinaciones como enviar con lagrimear (Une épitre qu'il t'a plu m'envoyer / A fait mon coeur de joie larmoyer), la inaccesible anuncia que ha dejado de serlo con estas palabras: Con

Et

je

te

parle privément,

car

je

sens

En ta personne tant d'honneur et de sens Que pour mourir ne voudrais déceller Ce que te veux maintenant réveler: 50

Cest qu'il te plaise garder mon honneur, Car je te donne mon amour et mon coeur. yo te hablo íntimamente porque siento En tu persona tanto honor y sentimiento Que ni ante la muerte revelarías

(Y

Lo que ahora te voy a confesar: Y es que quieras guardar mi honor,

Porque

yo te

Honneur y

marchar bien.

en

doy

mi

coeur son

amor

y mi

corazón.)'

términos que

pueden

no

la misma dirección pero riman muy

había rendido, pero hay que decir que para entonces había pasado un largo año desde el primer visto y no visto en el castillo del duque de Bretaña. Siendo todo un rey quien la asediaba, rindamos nuestro homenaje a la fortaleza de la dama. Por la alegría desbordante de Francisco toda la corte se dio por notificada del fin del asedio. Los cortesanos rieron, los sirvientes rieron, pero hubo otros que no participaron de la general alegría. Claudia de Francia, por ejemplo, quien, aunque acostumbrada por necesidad a las constantes infidelidades de su esposo, intuía que esta vez sería diferente. Y, claro está, el conde de Chateaubriand. Que pronto es enviado por el rey a realizar largas y complejas tareas en Bretaña, en tanto su esposa, ya dama de honor de la reina, permanecía en la corte. Chateaubriand no puede ignorar lo que todo el mundo sabe, pero calla. Los años transcurren plácidos y felices para la pareja. Carlos IT de España se convierte en V de Alemania, emperador de la cristiandad, y eso molesta muchísimo a Francisco, pero no al extremo La

1.

plaza

se

Tomado de Bordonove, op. cit. Traducción libre del

autor.

S1

de renunciar a los goces integrales que le proporciona su amante. Que van más allá del sexo, aunque éste sea elemento

dimiento, cariño en una

y abarcan

primordial,

comprensión, entenhasta mutua protección. Amor,

y

palabra.

Claro está que ni siquiera por tanto amor el rey deja de ser fiel a sí mismo, y las infidelidades a la amante se repiten con harta frecuencia. Pero Francoise es inteligente; las «traiciones» son efímeras e

intrascendentes, mejor con

un

mohín que

es,

ignorarlas o disculparlas además de cómplice, exci-

es

tante.

Por otra parte,

en

Hay problemas de

la

corte se vive muy

lejano

turco

y

bien.

emperador

ve-

ha estallado todavía y los ecos de los truenos que la anuncian no llegan hasta palacios y castillos de los reyes todavía trashuman-

cino, pero la

tormenta

no

tes.

Los días

pasaban

cacerías, excursiones a cuando fastuosos torneos,

entre

bosques, de vez en banquetes; por la noche, fiestas, bailes, los

das. Y, por encima de todo, Los niños que

jugaban

mascara-

amor.

Francisco niño son jugando con Francisco con

ahora hombres y siguen rey. Ellos, y las alegres jóvenes que nunca faltan, conforman lo que se ha dado en llamar (a petite bande, la pandilla. Francgoise no forma parte «oficial» de ella; su personalidad y hasta su posición la sitúan por enci-

y travesuras. Una de éstas casi le cuesta la vida al rey de Francia. Era el invierno de 1521 y la corte se hallaba en ma, pero está

presente

en

juegos

Romorantin, prácticamente aislada por la nieve, por lo que no es de extrañar que se jugara con ella. En una noche negra como boca de lobo, rey e íntimos se tiraban bolas con todo el entusiasmo de el ardor de la lucha, alguien tuvo mejor idea que iluminar el campo de ba-

que no

52

eran

capaces;

en

talla arrojando, a falta de bengala, una tea encendida. Que fue a dar en la frente de Francisco. La herida era grave y se llegó a temer por su vida. Excepto él mismo, todos en la corte estaban indignados por el hecho y, más que todos, Luisa de Saboya, la severa madre del herido. Que clamaba por ejemplar castigo a los culpables. Se refería, claro está, a quien había materialmente arrojado la tea, pero también al resto de la pandilla que creaba situaciones en las que tales terribles hechos eran posibles. Parece ser que la reina madre incluía entre estos fautores a Francoise, con quien mantenía una no relación más bien recelosa. Las furias de madame eran siempre peligrosas, furiosa que nunca, así que la amante optó por abandonar la querida corte y refugiarse en sus tierras de Chateaubriand. Donde estaba su marido, claro. Casi al tiempo de su llegada murió su única hija. Ante el terrible dolor de tal pérdida, el matrimonio compartió lágrimas y no hubo reproches. Felizmente para Francia y, en general, para todos, Francisco I sanó de sus heridas y lo primero que hizo al montar a caballo no fue galopar hacia los enemigos de la patria sino hacia el castillo de

y

su

en

esa

oportunidad

estaba más

amante.

A pesar del mal carácter que

sus

biógrafos

y la

historia le asignan, el conde recibió a su rey como está mandado y éste procedió como era su costumbre. Es decir, se llevó a la esposa, pero no sin antes cubrir de mercedes —importantes— al esposo. Y la vida continúa. La pandilla, sin castigo alguno para nadie por orden expresa del rey, se reconstituye y todos felices. Especialmente Francisco, con su recuperada amante oficial. El abate Pierre de Bourdeille, señor de Bran-

tóme, fue un prolífico escritor que hurgó en alcobas y chismes, componiendo libros que, aunque 53

más que de historia son de historias, en casi todas las bibliografías.

se

encuentran

Bien, pues el señor de Brantóme afirma que por esos años la fiel Francoise —fiel a su rey, no a lo era tanto. Según él, otorgaba sus favores también a Bonnivet, íntimo de Francisco.

su

esposo—

no

En cierta

llegó

oportunidad

—cuenta

Brantóme—, el

la alcoba de la bella, encontrando a su puerta una criada que intentó detenerle. Apartándola no sin galanura pero con firmeza, entró en la habitación para descubrir a su amada compartiendo lecho con Bonnivet. Podría creerse que atravesó con su espada al amigo infiel y a la biadúltera, pero no. Obrando como francés y no como español, convirtió a Francoise en una de sus sirvientas y a su compañero en un desconocido caballero, recriminando a la primera haber deshonrado el lecho de su amo y al segundo haberse deshonrado a sí mismo acostándose con una criada. Y, como era costumbre en esa corte, todos felices. Ésta es la anécdota que relata Brantóme y no hay por qué tomarla en serio, pero la transcribimos porque es, como casi todas las suyas, una sabrosa historia o divertida invención. Los locos años veinte seguían su curso entre sa-

rey

raos

y amores,

y

a

parecía

que

siempre

sería así

1524, después de muchos embarazos poco tiempo, murió Claudia de Francia, la pa-

cuando, en

sin anunciarse

en

ciente esposa,

la lloró y

es

con

sólo veinticinco años. Francisco

seguro que sinceramente.

Aunque sólo interrumpió sus abrazos con Francoise durante los funerales. Pero el tiempo de la despreocupada alegría hade Claudia no había sido más que el anuncio de lo que estaba por venir. Y lo que estaba por venir era Pavía. El 24 de febrero de 1525, día en que Carlos V cumplía veinticinco años, Francisco I, rey de Francia, era tobía

54

pasado;

la

muerte

talmente derrotado y hecho prisionero por las pas

tro-

imperiales.

«Sólo he salvado el honor y la vida», escribió a su madre poco antes de ser llevado a España, donde estaría por un año largo privado de su libertad. La que conseguiría, por fin, firmando un tratado que nunca cumplió, dejando como prenda de cumplimiento a sus dos hijos —uno de ellos, Enrique, futuro rey— y comprometiéndose en matrimonio con Leonor, hermana del emperador. Durante el año de extrañamiento, Francoise permaneció en Francia, ya que muy mal habría hecho quedar a su regio amante de aparecerse en la seria España. Sólo Margarita, la tan cariñosa hermana, lo confortaría con su presencia durante los días más negros de su vida. Por fin llegó la libertad y el rey de Francia volvió a serlo en plenitud. Tomó las riendas del gobierno, que su madre había ejercido con más prudencia y, desde luego, con mucha mayor dedicación que él mismo, y procedió a crear ligas con más o menos poderosos aliados para vengar la afrenta recibida. No lo lograría del todo, pero pasaría el resto de su vida intentándolo. El Francisco que había vuelto de España era muy distinto del que había partido alegremente a la batalla un año antes. Para un caballero medieval como él, la derrota, y mucho más el haber sido hecho prisionero, era la mayor vergiienza que concebirse podía. Los abrazos de Francoise eran tan apasionados como siempre, pero a él ya no le sabían como antes.

hecho, nada le sabía como antes. La petite bande, la pandilla, ya no existía porque

De

muchos de sus integrantes habían quedado en el campo de Pavía, y los sobrevivientes, con el horror de la muerte y la derrota grabado en sus mentes, ya no estaban para fiestas. 55

Era, pues, época de cambios. Fue

poco de volver de

a

su

cautiverio,

en

ese

mismo año de 1526, cuando Francisco conoció a Anne de Pisseleu, que entonces tenía dieciocho años y

era

muy rubia y

muy bella y

no

soñaba

duquesa de Etampes. Frangoise, por intuición, inteligencia,

llegar

a ser

la

o

con

ambas,

de inmediato adivina que esta vez no será como en las múltiples anteriores. La «ingenua» de dieciocho es, a sus ojos, una fría pero también inteligente calculadora —no se equivocaba— y el rey la mira como sólo a ella la miraba. Antes. Porque los años han pasado y Francoise ya tiene treinta y dos. Sigue siendo bella, bellísima, pero su cuerpo ya no tiene secretos para el rey y la «nueva» es todo novedad, todo misterio. Es el

futuro.

posición. Como toda mujer enamorada, primero se enoja, después La amante oficial hace valer

implora.

su

Francisco hace oídos sordos

a

súplicas

y

amenazas.

juventud, y desgrana las hoansiosa expectativa componiendo para Anne tan apasionados, extensos y prescindibles

Eso sí ras

de

versos

es

fiel

a su

los que escribiera para Francoise. Anne, segura de su triunfo, no presiona al rey; cortesía a su ripor el contrario, trata con especial val. Hasta con respeto. La corte sigue con fruición el combate. Ambas mujeres cuentan con defensores y adversarios. Se la lucha es pareja: si Frangoise es intelidice como

que

lo es menos Anne; si aquélla posee una exquisita educación y savoir faire, ésta no le va en las dos. zaga; la belleza resplandece en Sí, la lucha parece que fuera pareja, pero hay un factor decisivo que la desequilibraría. La edad

gente,

no

de ambas, claro.

Hay

momentos

ciencia y 56

en

la paal extremo de abandonar

que Francisco

Francoise llega

pierde

la corte, pero sólo para regresar de inmediato y

plicar

amor.

Por fin

der

a

su-

se

llega

statu quo. El rey podrá atenamante oficial seguirá siéndolo.

a un

Anne pero la

de imaginar, no podía embargo, dos años, hasta que, ya en 1528, Francoise abandonó definitivamente el campo a su rival, corriendo a refugiarse en Chateaubriand, donde su marido construiría una nueva mansión para ella. En ocasiones, el rey visitó al matrimonio y, por cierto, colmó de nuevas y más importantes mercedes al conde, haciéndole, entre otras cosas, gobernador de Bretaña. Aparentemente, el matrimonio vivía en paz, desmintiendo ante todos la fama de violento y vengativo que tenía el marido. Y así siguieron pasando los días en Chateaubriand, hasta el otoño de 1537,

Solución que, como durar mucho. Duró, sin

en

es

Frangoise. Tenía cuasegún opinión unánime de

que, por sorpresa, murió

y tres años y, quienes la vieron por entonces, renta

no

había

perdido

nada de su belleza. No bien llegar a la corte la noticia de la muerte, Francisco montó a caballo y galopó hasta Chateaubriand, donde oró ante la tumba de Francoise, según los cronistas oficiales, o lloró, según testigos presenciales. También le dedicaría otro de sus poemas.

Pocos

meses

1538, llegó

a

la

después del deceso,

a

principios de

terrible rumor: la había debido a causas

corte un

muerte

de Francoise no se naturales; había sido asesinada. Por el marido, naturalmente. La versión que circuló entonces y lo sigue haciendo hoy, y que recoge Guy Breton, de quien la tomamos, es la siguiente: Jean de Laval-Chateaubriand era, todos lo sabían, hombre reconcentrado, de pocos amigos y, en ocasiones, violento. Durante demasiados años 57

soportar que la mujer

la que idolatrara desde que era una niña perteneciera a otro, pero este otro era el rey, y calló. Incluso tras el regreso de la infiel siguió callando, agasajando al rey cuando llegaba de visita a Chateaubriand y aceptando las mercedes que se le hacían, pero todo esto no era más que combustible con el que alimentaba su odio. Hasta que la presión fue suficiente para provocar el estallido. Durante seis meses mantuvo encerrada a la bella Frangoise en una habitación totalmente tapizada de negro y, por fin, el 16 de octubre de 1537, hizo que dos cirujanos, con bien afilados bisturíes, sangraran a su esposa hasta hacerla morir. Fuertemente impresionado por la historia, Francisco I encargó a su fiel Montmorency que realizara una investigación exhaustiva. Nada salió de ella. Nadie condenó al sospechoso. Quien sí de alguna manera lo condena es Guy Breton al comentar que tiempo después se sabría que Chateaubriand había desheredado a sus sobrinos, dejando todos sus bienes a Montmorency. tuvo que

LA DUQUESA

DE

Con Anne de

a

ÉTAMPES

Pisseleu,

a

quien llamaremos

común-

duquesa de EÉtampes, comienza la saga de las amantes «cogobernadoras», que tuviera tan ilustre precedente en Agnes Sorel. La hija de un noble sin fortuna y cargado de hijos —treinta, de tres mujeres— fue enviada a la corte para servir a Luisa de Saboya como dama de honor. Estaba a punto de cumplir los dieciocho mente

muy rubia y muy bella. Por lo que el enamoradizo Francisco no podía dejar de posar su vista y el resto de sus sentiaños y era, ya lo hemos

dos 58

en

ella.

dicho,

veía Conviene recordar que el rey que, en 1526, y sentía a la bella no era el mismo que ocho o nueve años antes viera y sintiera a la condesa de

Chateaubriand. La derrota y la

que insistir en ello, totalmente a Francisco. Casi

cárcel, hay

habían cambiado nada quedaba del adolescente romántico y aventurero siempre dispuesto a empuñar la lanza por la fe o por la dama. Ahora, la lanza seguía estando lista para ser empuñada, pero en defensa de intereses más que de ideales. Y su interés principal, por no decir único, era vencer y humillar a quien lo venciera y humillara. Para acabar con Carlos V, Francisco hubiera intentado aliarse con el diablo, de no haber estado firmemente convencido de que Satanás estaba de parte de

su

enemigo.

el Señor de las Tinieblas pero sí con Solimán, el Gran Turco, azote de la cristiandad, lo que ya es decir. El joven apasionado e idealista se ha convertido en el adulto frío y calculador, por lo que se imponen cambios en el entorno. No es casual que sea entonces cuando aparece en escena la futura duquesa de Étampes. Ella está todavía en la adolescencia pero ya es calculadora y fría. La de Chateaubriand resistió bravamente los embates amorosos de su señor hasta que se enamoró vital y visceralmente de él; sólo entonces se consumó la entrega. No sería así con su sucesora. Anne buscó enamorar a Francisco; cierto que no le costó mucho, pero hubiera igualmente logrado su objetivo de costarle. Porque ella quería ascender a la más alta cama del reino pero no como un fin sino como un medio. Ante la pregunta de si buscaba dinero, poder o, simplemente, ser la «primera dama» de Francia, ya que el rey seguía en estado de viudez, podemos responder que lo quería todo. Y que lo tuvo. No

se

alió

con

59

apurar el disfrute hasta sus últimas consecuencias porque, así como Francisco I

Aunque

no

pudo

Carlos V, la Diana de Poitiers. tuvo su

duquesa

de

Étampes

tuvo su

La felicidad vivida por Francisco durante los

liaison con la de Chateaubriand se reproduce con la de Étampes. Por supuesto, también hay infidelidades, pero son mucho menos frecuentes que en la anterior situación. Ya pasó para el rey la loca juventud. Sin embargo, una nueva petite bande alegra los días y las noches de la corte. La nueva amante oficial no es tan irresistiblemente simpática como la anterior, pero no le va en zaga —quizá le adelanta— en savoir faire y, especialmente, en cultura

primeros

e

años de

su

inteligencia.

diría de ella que era «la más sabia de las mujeres bellas y la más bella de las mujeres sabias». Sin duda, Francisco I podía equivocarse en la elección de compañeros de guerra, pero no en la de compañeras de cama. En 1530 se consumó, por fin, su boda con Leonor, la hermana del emperador; como ya ocurría cuando la «otra» era la de Chateaubriand, Anne reaccionó bien ante el hecho. Aunque estaba segura de que el cambio de estado regio no la afectaría esencialmente, se cuidó de enviar sentida carta a su amante: «Cuando llegue el día de vuestra boda, cuando estéis rodeado de los fastos de vuestra luna de miel... pensad que el corazón de vuestra adorada no desea otra cosa que el haceros saber que su amor es siempre obediente... Si perdiera la dicha que he tenido, mi espíritu no desearía otra cosa que la muerte. Si muriera el sentimiento que para mí es vida, la muerte sería una liberación.» No

60

en vano se

Sin duda sabía escribir la más sabia entre las

bellas. liberarse muy feliz viviendo. Leo-

Ni que decir tiene que

muriendo, nor

fue

cisco

a

ya que

una

siguió

tuvo que

esposa, pero FranAnne. Y a ella volvió de

entregada

buena y

quien quería

no

era a

inmediato. Y todos felices. En 1532, el rey juzgó conveniente

casar

a

su

amante, y poco le costó encontrar un marido ad hoc. Se trataba de Jean de Brosse, noble en difí-

cil situación, ya que su padre había seguido al condestable de Borbón cuando éste abandonó a Francisco para unirse a Carlos, por lo que su nombre fue tachado de la nobleza y sus bienes confis-

cados. Con

la devolución

de dichos bienes más el

con-

dado de Étampes, que muy pocos años más tarde se convertiría en ducado, el bueno de Jean aceptó hacer el papel de marido complaciente. Una vez más, todos felices. Francisco era muy feliz con su joven amante, más gastado por que lograba revitalizar su cuerpo, las andanzas de todo tipo que por la edad, aunque Anne era felicísima porya era casi cuarentón, y además de tener su amor, tenía el poder. Un que,

poder todavía

más

cortesano

que

institucional,

pero indiscutido e ilimitado. Era ella y no Leonor la reina de los salones; la más inteligente, la más culta, la más bella. Y todo podría haber seguido siendo así hasta su

haber ocurrido uno de esos imponderables que alteran lo que se espera sea el curso normal de los acontecimientos. muerte

o

la del rey de

DIANA ENTRA

no

EN ESCENA

Dando por terminadas las consecuencias de Pavía, Francisco y Enrique, los dos hijos del rey, volvie6l

de su Madrid

ron

larga

—cuatro años— estancia

forzosa

prenda de que su padre cumpliría sus compromisos, que no cumplió. Enrique, un año menor que su hermano, tenía en

años

como

regreso a Francia; era un niño reconcentrado en sí mismo y, hasta cierto punto, once

hosco, lo vertido

a su

que

no

padre. España

dejó de

preocupar

a su

tan extro-

había acostumbrado a la lectura de libros de caballería y ello, unido a sus genes, le había convertido, pese a su corta edad, en un auténtico caballero medieval de los que luchan por su dama, a la que nunca accederán físicamente, etEn

se

cétera. En la corte de su padre, todos los espejos decían que la duquesa de Étampes era la más bella y la más inteligente; pero si se les preguntaba quién era

la

segunda, la respuesta también

era

unánime:

Diana de Poitiers. Esta extraordinaria mujer —cuántas extraordinarias mujeres hubo en Francia—, que nunca fue

de Francisco I pese a lo que tanto se ha dicho, era hija del señor de Saint-Vallier, otro de los seguidores del condestable de Borbón y condenado a muerte por serlo. Cuando Diana supo de la terrible noticia corrió a postrarse a los pies del rey implorando clemencia para su padre. La obtuvo y eso dio pie a que se la considerara durante siglos amante de Franamante

cisco Il.

Nacida en 1499, la bella e inteligente muchacha fue dada en matrimonio con sólo quince años al poderoso señor de Brézé, gran senescal de Francia, que tenía cuarenta más que ella. Y que, por cierto, era nieto de Carlos VII y de Agnes Sorel. Pese a la gran diferencia de edad, Diana le fue absolutamente fiel hasta su muerte en 1531. Dadas las circunstancias, hay que convenir en que alta moral tenía la muchacha. 62

Enrique, con sus escasos doce años pletóricos de griales y de tablas redondas, quedó prendado de ella

no

bien verla.

realizado como parte de los festejos de la coronación de Leonor, el rey permitió a sus dos hijos tomar parte y Enrique, para asombro de todos, inclinó su lanza ante la bella Diana, declarándose así su chevalier servant según establecían los antiguos códigos. El hecho, que fue acogido con sonrisas benévolas por la agraciada y por toda la corte, despertó el interés de Francisco I. Enrique era un niño taciturno, venía de vivir una terrible experiencia, por lo que convenía vigilar de cerca su desarrollo. Y nadie mejor para hacerlo que la inteligente, cariñosa y decentísima Diana que, además, tenía experiencia en la materia, ya que era madre de dos hijos. Ella aceptó encantada el encargo, y obvio es decir que quien más literalmente encantado quedó Durante

un

fue Enrique.

torneo

,

Muy pronto viuda,

y definitivamente instalada

la corte, la gran senescala pudo ocuparse debidamente de la formación del príncipe. Que nunca alcanzaría la brillantez de su padre ni perdería la tendencia a la depresión, pero que sí sería un auténtico caballero, gentil y enterado. Pronto llegó el tiempo de pensar en casarlo y se eligió como esposa para quien no estaba destinado a reinar una huérfana princesita italiana, Catalina de Médicis, que tenía como principal activo ser la sobrina del papa Clemente VII y constituir una pieza útil para las aspiraciones italianas de Franen

cisco I. La boda

celebra en octubre de 1533 y los contrayentes, nacidos ambos en 1519, tienen, pues, catorce años. La solemne ceremonia religiosa es oficiada nada menos que por el papa Clemente VII en persona. Diana ocupa un lugar de honor y a ella se

63

se

dirigen

con

excesiva frecuencia las miradas de

Enrique. Quien pocos años más tarde, en 1536, se convertirá en heredero del trono por la muerte de Francisco, su hermano mayor.

Mientras todo esto ocurría, Francisco I

era

tan

feliz como siempre gracias a los amorosos cuidados que le dispensaba su duquesa de Étampes, pero ésta no era tan feliz por culpa de los crecientes temores que le inspiraba la evidente atracción que Diana de Poitiers inspiraba en Enrique. Por supuesto, estos temores alcanzaron su cenit cuando el segundón se convirtió en delfín. El rey, aunque todavía en la mediana edad, declinaba a ojos vistas y en no muchos años Enrique podía sucederlo; si, como ella no dudaba, la gran senescala se convertía en amante oficial de su joven enamorado, el espejo ya no diría que la duquesa de Étampes era la más bella, la «única». Porque, ya se sabe, también los espejos son sensibles a los efluvios del poder. La de Étampes era muy bella; Diana, también;

aquélla rique

tenía

era

nueve

muy

que ésta, pero Eny Francisco envejecía. En

años

joven

menos

la gran senescala era el futuro y Anne corría el evidente riesgo de convertirse pronto en pasado. No estaba dispuesta a aceptarlo cruzada de brazos. Lucharía contra la que ya consideraba su rival cuando fuera necesario. otras

No esa

palabras,

podía imaginar

cuántos muertos

produciría

lucha.

Entretanto, Catalina de Médicis, la adolescente esposa, se afianzaba entre los veteranos de la reconstruida pandilla. No era especialmente hermosa, pero tenía encanto; aparte de una curiosidad 64

que la llevaba desde el

cazaba, cabalgaba

y

griego hasta la astronomía, danzaba con competencia y

entusiasmo más que suficientes para encandilar a todos. Especialmente a Francisco I, encantado de lo acompañara en sus cacerías y le riera sin rubor sus historias de amantes y cornudos. La que años más tarde llenaría por más serios motivos tantas páginas de la historia de Francia y de Europa, comenzó a hacerse conocer en la corte, además de por su simpatía y disposición, por algo bien alejado de la política. Por aquellos tiempos, las damas montaban de lado en sus hacaneas, con ambos pies apoyados sobre un generoso estribo. Montar de tal manera proporcionaba poca estabilidad pero garantizaba la total ocultación de piernas y hasta tobillos. Fuera porque realmente le gustaba cabalgar o porque no quería ocultar a la admiración universal sus bellas piernas, Catalina inventó el hasta hoy utilizado estilo amazona. Es decir, el pie izquierdo en el estribo y la pierna derecha sostenida por la parte delantera del arzón. Pronto, para inicial asombro y posterior solaz de los caballeros, todas las damas de la corte acompañaron a la delfina en su osadía. Porque el estilo amazona produjo una consecuencia notable y no buscada por su inventora. El revoloteo de luengas faldas que se producía al montar y desmontar solía dejar a la vista de siempre numerosos y ávidos espectadores masculinos hasta las más íntimas partes de la amazona de turno, ya que por entonces no se usaban bragas. Y hubo que inventarlas. Tanto revuelo de faldas en general y de las de Catalina en particular, que alteraban el pulso de los caballeros cortesanos, no hacían especial mella en Enrique, cuyos ojos no veían bragas sino el dulce y bello rostro de Diana de Poitiers. que

su tan

joven

nuera

65

No desdeñaba

esposa, la atendía cumplidamente y hacía lo necesario para asegurar la sucesión, pero no la amaba. Porque su corazón de caballero andante ya tenía su dama. a

su

En la

y

mejor tradición del amor cortés, Provenza los trovadores, la amaba en silencio y a distancia,

dando por sentado que su virtud la hacía inaccesible a sus deseos carnales, que también los tenía. Y, en efecto, Diana era de una moral a toda prueba. Cuando Enrique tenía diecisiete años —y ella treinta y seis— llevaba ya seis años de viudez sin que ningún hombre hubiera ido más allá de besar su mano. Y no porque faltaran pretendientes de ir a más, ya que su belleza, su simpatía y una especial y en absoluto buscada sensualidad que emanaba de su cuerpo la hacían especialmente apetecible para masculinos apetitos. A partir de los diecisiete años, Enrique decidió bajar del Rocinante que no le conducía más que a sueños enloquecedores y, ya con los pies en la tieITa, comMenzó a cortejar a la que había decidido no fuera ya dama inalcanzable sino mujer de carne y hueso. También por esto Diana hizo de Enrique II un hombre. Descartando las lánguidas miradas de siempre, el enamorado empezó —como hubiera hecho su padre— por componer poemas en los que declaraba su amor. Y, lo más importante, ocupándose de que llegaran a manos, ojos y corazón de la destinataria.

Diana, que

era

decente pero

no

ciega, desde

siempre había comprendido

que los sentimientos educando nacia ella iban bastante más

de su ex allá del cariñoso agradecimiento, pero se había cuidado muy bien de darse por enterada. Aparte de todo lo que había que apartar, era perfectamente consciente de que tenía casi veinte años más que su enamorado. 66

decir que, de no haberse dado se hubiera cuidado la de cuenta por sí misma, ya Étampes de que sc diera, porque no se cansaba de decirle, con tono de falsa admiración: «Tú, que eres una madre para el delfín.» Pero a Enrique nada le importaba la diferencia de edades. Él, con obstinación de romántico introvertido y más bien depresivo, creía firmemente que

Corresponde

el

eran

uno

Diana

voltaje

para el otro.

no

contestaba

y el heredero

a

poemas y misivas de alto

empezó

a

acusar su

silencio

de la peor manera posible para un heredero: pasaba largas horas encerrado en su alcoba, su dormir era intranquilo y comía cada día menos. Cuando sus preocupados padres y esposa le la evipreguntaban el porqué de todo ello negaba dencia o se refugiaba en evasivas. Cuando la que preguntaba era Diana respondía con la verdad. Ella se dolía sinceramente de la situación porque, aunque

quería al príncipe

y

no

precisamente

decencia y hasta un sentido del ridículo le impedían pensar en él como su amante. Pese a sus rotundas negativas, a su constante referencia a los casi veinte años de diferencia, Enel contrario, la rique no se daba por vencido. Por conmoveurgía a aceptar su amor con insistencia dora. Y hasta preocupante, porque lo cierto era como

que

madre,

su

su

aspecto desmejoraba cada

vez

más.

Diana, mujer de gran inteligencia, se replanteó la situación. Era evidente que Enrique sentía por ella lo que decía sentir y que, de no lograr satisfacción a sus deseos, podía llegar a enfermar gravemente o a algo peor. Y se trataba del heredero de Francia.

parte, aunque había crecido, el delfín muchos aspectos seguía siendo poco más que niño soñador y abúlico, lo que no era buen co-

Por otra en un

hacerse para un futuro rey. Tenía que hombre de una buena vez y parecía que sólo ella, mienzo

67

Diana de

Poitiers, fuera la elegida

por Dios para tal

tarea.

Así, planteándose el futuro de como una

cuestión de

Estado, la

su

gran

vida íntima

senescala,

a

los treinta y nueve años, descendió de su pedestal de virtuosa viuda y se entregó a un joven que todavía no había cumplido los veinte. ¿Amaba realmente Diana a Enrique? Si no era así, hay que convenir en que engañó a todos los historiadores de los cuatro últimos si-

glos. Diana

cazadora se convirtió en Diana cazada en el castillo del fidelísimo amigo de Francisco 1 el condestable Anne de Montmorency, que se cuidó de preparar el rendez-vous con todo de-

talle,

no

planes. Nada difíciles de imaginar: influir ya que tenía

el futuro través de Diana. Lo hizo y fue para bien de en

rey a Francia.

conocida frase publicitaria de nuestros días dice, mostrando un exitoso hombre que desciende de un hermoso coche: «Cuando usted llega, todos saben que usted ha llegado.» Bien, podemos afirmar que cuando Enrique, de regreso del castillo de Montmorency, llegó a la corte todos supieron que había llegado. Que había hecho diana. Mientras el por fin exitoso galán consumía horas y células grises en componer un monograma que uniera su inicial con la de su amada, pero de manera que la D de Diana pareciera una C de Catalina (lo consiguió), la por fin entregada viuda, enamorada como una adolescente porque nunca había tenido amor, se dedicaba a componer Una

poemas. «Diane

faillit», decía

queda claro

en uno

que la

de ellos, por lo que

mujer de cuarenta años sideraba seducida por el joven de veinte. Amor cortés casi propiamente dicho. La novedad causó 68

en

la

se con-

corte más sorpresa que

ya que todos daban por

alegría,

gran senescala. Muchos contra

val—,

Enrique

—a

inexpugnable a la caballeros despotricaron

quien nadie consideraba

pero lo hicieron

en voz

muy

baja

porque

ries-

taban hablando del delfín. Pasada la sorpresa inicial, la liaison se vio con simpatía por los hombres y con risitas por las mujeres; motivadas, como es de suponer, por las edades respectivas. Cuando a Catalina le llegó el turno de enterarse reaccionó como ya empezaba a ser costumbre en las reinas de Francia: estrechando su amistad con Diana. Francisco I, al recibir la noticia, sonrió

con

la

picardía

que le era consustancial y a nadie cupo duda de que, in pectore, se alegraba de la elección de su hijo. Sabía que, llegado el momento, Diana sería excelente consejera.

Podría pensarse que, si hasta la esposa aceptaba callando, todos estarían contentos con la nueva pareja, pero no era así. Había alguien que, al confirmarse lo que desde tanto tiempo atrás temía, estaba viviendo momentos de verdadera furia. La duquesa de Etampes, por supuesto. Es dable opinar que a casi cualquiera otra mujer poco le hubiera importado con quién se acostaba el hijo de su amante, pero no era ése el caso de la duquesa. En tiempos ya lejanos se había celebrado, más en broma que en serio, un concurso de belleza en la corte y el jurado había elegido ganadora a Diana en detrimento de ella. Ante su visible furia se dijo que todo había sido un juego, que no había vencedoras ni vencidas, y todos olvidaron el incidente. Todos menos la perdedora. Que después de varios años todavía aquel concurso perturbara el juicio de la de Etampes no habla mucho en favor de ella. Pero, lo sabemos, era mujer fría y calculadora. 69

Ya lo había dicho la

condesa de Chateaubriand cuando luchaba por no perder el amor de Francisco: «Las rubias son frías.» Fuera o no causa el color de su pelo, la de Etampes lo era. Excepto en el lecho, claro. Segura de que su rival la desplazaría del privilegiado lugar que ocupaba en la corte y no pudiendo aceptar que fuera precisamente la odiada Diana quien la desplazase, la irascible duquesa se dispuso a la guerra. Un poeta bien pagado compuso unos epigramas en los que se pretendía ridiculizar a la gran senescala con estupideces como que llevaba dientes postizos y que ni siquiera sus cabellos eran promorena

pios.

palabra,

la presentaba como una vieja para que todos recordaran su edad. Al llegar a su conocimiento los epigramas, Diana señaló a la de Étampes como su autora crematística, lo que motivó que ésta iniciara una nueva ofensiva. Esta vez no contrató a nadie; ella misma recorrió salones y jardines diciendo a quien quisiera oírla —y también a quien no quisiera— que Diana de Poitiers era una vieja desdentada y que ella había nacido precisamente el mismo día en que aquélla se casara. Ya hemos dicho que la diferencia de edad entre ambas era de nueve años, por lo que la de Étampes En

una

se

exageraba. La respuesta de la gran senescala no se hizo esperar y fue contundente. Acusó a su enemiga de

engañar al rey

con

cuyos nombres

no se

una

larga lista

privó de dar, agregando que más de diez que podían afirmar,

la corte sin pecar, haberle puesto la «había

en

(Breton,

Algo

se

70

op.

de caballeros,

mano

en

el trasero»

cit.).

habría de cierto en las acusaciones ya que daban nombres, pero Francisco I no creyó en

ellas, o hizo como que no creía, y, para despejar dudas y chismorreos, en una visita que hizo al papa llevó

con

él

a su

amante

Las doctrinas de Lutero

oficial.

abrían camino con gran rapidez y amplitud entre los pequeños Estados alemanes y avanzaban hacia el oeste. En los Países Bajos habían obtenido buena acogida, más por

razones

religiosas,

y

se

políticas —oposición seguían

su

España—

camino hacia la

Francia. Por distintos motivos, había religiosos, algunos ros comenzaron a

a

que

apetecible

los que también los clérigos y varios caballeinteresarse por la religión reforentre

mada. por naturaleza en todo lo concerniera al emperador, Francisco I no

Contemporizador

que no tomó medidas contra los que negaban la autoridad papal. Por el contrario, dado que Carlos V

había asumido una actitud clara y decidida en favor de la Iglesia católica, pensó que un apoyo, aunque discretísimo, a los protestantes podía serle útil. Esto coincidió con la agudización de la «guerra de las amantes». Como era previsible, tras ellas se habían formado bandos que no estaban interesados en que sus jefas lograran la supremacía más que para alcanzar sus propias aspiraciones. Por motivos difíciles de dilucidar, los jefes del incipiente protestantismo, en los que podía incluirse a Margarita, la hermana de Francisco, se agruparon tras la duquesa de Étampes; en el bando de Diana de Poitiers militaban el importante Anne de Montmorency, la reina Leonor y, sorpresa, Catalina de Médicis, esposa de Enrique engañada por Diana. Con el entusiasmo de los neófitos, la de Étampes y Margarita emplearon sus horas en adoctri71

narse

y, cuando lo consideraron

decidieron convertir

a

conveniente,

se

dar el gran paso. Nada menos que la nueva fe a Francisco I, rey de Fran-

a

cia.

Con tal fin le hicieron escuchar

cadores,

elegido fueron;

a

a

varios

predi-

quienes ellas habían cuidadosamente

para que le fueran agradables, pero no lo por el contrario, irritaron al presunto ca-

tecámeno, que los despidió de mala manera. Enterada Diana de todo esto tomó, como podía ser menos, la bandera del catolicismo. Y de

cualquiera,

sino del más

intransigente

no no

y mili-

tante.

Impulsada Montmorency

fuego de su fe, convenció a que pidiera al rey la hoguera

por el para

para los

herejes. El obediente condestable sólo logró ser despedido de manera un poco menos mala que los predicadores protestantes. Pero luego éstos cometieron una imperdonable torpeza. Confeccionaron miles de pasquines en los que se atacaba burdamente a la eucaristía y al papa, fijándolos en las paredes de las principales ciudades de Francia. Lo más grave fue que uno de los pasquines se fijó en la puerta del mismísimo aposento real, en Blois. Francisco I se enfureció y Diana hizo correr la voz de que había sido la de Etampes quien colocara el pasquín, pero ésta logró calmar al rey con sus

caricias. A

quien

no

pudo calmar

ordenó quemar

a

fue al Parlamento, que

seis protestantes.

inmediata reacción. Inspirado por su amante, Francisco decidió poner bajo su protección a los seguidores de Lutero. Para festejar su triunfo, la de Étampes no imaginó nada mejor que hacer destruir imágenes de santos en varias iglesias, lo que, como es de comprender, enfureció a los católicos que, liderados por los Guisa, Esta acción tuvo

72

su

Montmorency

y, por supuesto, Diana,

se

prepara-

para la guerra. La gran senescala, como contribución particular, acusó públicamente a su rival de engañar al

ron

rey

con

Théodore de Beze,

un

señalado protes-

tante.

Francisco I

respondió invitando

a

la de Étam-

participar en las reuniones de su consejo privado. Así se incorporaron oficialmente las amantes pes

a

reales al gobierno de Francia. Cosa que

reyes de

nunca

ocurrió

con

las

aunque sí con amantes de las reinas. Y su presencia en el consejo no

España,

amantes

algunos era

de los de los

meramente

decorativa. La duquesa, de cuyas capacidades ya hemos hablado, se aprovechó de la nueva situación, ocasionada principalmente por la decadencia física de Francisco, para hacer sentir su poder. Especialmente en lo concerniente a empleos y dádivas de todo tipo era a ella a quien había que diri-

girse.

por las Etampes. Pa-

interesaba

Por otra parte, el rey sólo se mujeres, aunque no fueran Anne de

recía adivinar que su fin no estaba lejano y quería aprovechar al máximo lo que le quedaba de vida.

cuidaba del gobierno de Francia sino de su propio futuro. Con vistas a él imaginó la locura de desbancar al delfín casando al hijo menor del rey, Carlos, con una hija de Carlos V; apoyándose en la fuerza de éste, confiaba en convertir en heredero a su proLa amante

oficial,

a su

vez, no

sólo

se

tegido. Midiendo sus pasos, comenzó por convencer a su amante de la necesidad de llegar a una paz negociada con el emperador. No se firmó nada definitivo, pero sí mejoraron las relaciones entre ambos monarcas lo suficiente como para que Carlos V aceptara atravesar Francia en su viaje a los Países Bajos para aplastar la rebelión de Gante. 73

Era la

oportunidad

para que

Francisco, ya

to-

talmente convencido por la de Étampes, pidiera para Carlos la mano de una de las hijas del em-

perador. de las reuniones privadas que se sucedieron entre el anfitrión y su huésped, siempre en presencia de la duquesa, Carlos V muy pronto comprendió en quién radicaba la fuerza y obró en consecuencia. Un día, mientras se lavaba las manos y la real amante le entregaba una toalla para que se las secara, como sin querer dejó que uno de sus gruesos anillos cayera desde su dedo al suelo; cuando la de Étampes, tras haberlo cogido, intentó entregárselo, él, galantemente, se negó diciendo que tras haber estado en tan bella mano no podía volver a la suya. Envalentonada, la duquesa esa misma noche hizo que Francisco planteara el tema matrimonial, con el agregado de que la hija del emperador se esperaba que llevara como dote nada menos que el Milanesado. El posible futuro consuegro dijo a todo que sí y al día siguiente abandonó la corte. Gran triunfo para la de Étampes y dolor para Diana. Pero la alegría duraría poco; no bien llegar a sus Estados, Carlos V dijo que el proyectado matrimonio había que pensarlo y que, de todos modos, del Milanesado ni hablar. Viendo su plan desbaratado, la infatigable pergeñó otro, realmente siniestro. Nada menos que provocar una nueva guerra con el emperador, que el delfín fuera al combate, y ella se encargaría de hacer saber al enemigo dónde estaba para que acabara con él. Y así lo hizo. Informó secretamente a agentes imperiales de la marcha de Enrique y su ejército a la imperial Perpiñán, la que fue de inmediato reforzada con diez mil hombres y a la que el delfín sitió infructuosamente. Finalmente tuvo que retiEn el

74

curso

había muerto, así que nada había conseguido la favorita con su felonía. Entre traiciones ajenas y valentías propias, Carlos V llegó hasta las puertas mismas de París y Francisco I se vio obligado a firmar la Paz de Crépy, que rubricaba la victoria imperial y en la Carlos la posibique sólo se concedía al príncipe lidad de casar con alguien de la familia del triunrarse, pero no

fador.

Francia fuese una derrota, para la para Aunque de Étampes era una victoria, así que volvió a mirar a su odiada rival. Lástima por encima del hombro la alegría le duró poco. para ella que, una vez más, Tan sólo un año más tarde murió su tan protegido

príncipe Carlos. Llegaba el final también para su padre. La sífilis que padecía desde hacía muchos años había minado su organismo de tal modo que, en un 1547, con sólo cincuenta y dos años, parecía anciano. Ya el año anterior había sufrido diversos ata-

ques y

se

Chambord,

había recluido sin querer

ver

bello castillo de ni siquiera a la duquesa en

su

de Etampes.

terribles fiebres, que los médicos diagnosticaron como tercianas, sacudieron su cuerpo, dejándolo en un estado de gran volpostración. Se recuperó, sin embargo, y pudo con alguna caver a una vida casi normal, incluso balgada y cacería, pero a mediados de marzo volvió a ser presa de la fiebre y ya no se recuperó. El 31 de marzo de 1547 murió el gran rey Francisco I que, de no haber existido Carlos V, pudo haber sido el emperador de la cristiandad. Al conocer la noticia, se dice que la de Étampes exclamó: «Trágame, tierra.» Oportuna reflexión, porque la primera medida fue que tomó el delfín a la muerte de su padre En febrero de 1547

echarla del

unas

palacio. 75

3.

Es

ENRIQUE II Y DIANA DE POITIERS

imposible

separar al

hijo de

Francisco I de

su

título. Sea porque su padre no le había dado el lugar que le correspondía o, lo más probable, porque así era su naturaleza, el nuevo rey de Francia no era capaz de gobernar por sí mismo como su antecesor hiciera. Necesitaba de consejos y no dudó a la hora de elegir consejeros: Diana de Poitiers y el condestable de Montmorency, por ese orden, encabezaban la lista. Si los franceses lo incluyen —con razón— en la lista de sus buenos o muy buenos reyes, de sus dos más íntimos asesores es la mayor parte del méamante

siquiera

en un

rito.

funerales de Francisco I, todos en la corte supieron que la altísima posición de la duquesa de Étampes la ocuparía ahora, y con más «peso específico» propio, la gran senescala. Además de todo, ella tenía a su cargo nada menos que a los hijos de la real pareja. Desde que, en 1544, Catalina diera a luz por primera vez, desmintiendo así la casi certeza de su esterilidad, los principitos llegaban a razón de uno por año, y de todos ellos se ocupaba, con su reconocida eficiencia, Diana de Poitiers. Lo cual era un motivo más, y no pequeño, para No bien concluir los

grandiosos

77

íntima proximidad con la reina, quien, como siempre, la distinguía con su mejor amistad. Pasarían todavía unos cuantos años hasta que su

fueran por todos conocidos los verdaderos sentimientos de Catalina hacia la amante de su esposo. Siguiendo los consejos de sus asesores, Enrique II entró «a sangre y fuego» en la corte. Incluso los que eran remotamente sospechosos de haber pertenecido al partido de la de EÉtampes fueron barridos de sus cargos y privilegios. Previendo que esto iba a ocurrir, hasta el momento mismo de su entrada en agonía Francisco I

pidió

hijo

que mantuviera en sus cargos el mayor número de sus más fieles colaboradores; a

su

al cardenal de Tournon y al almirante Annebault. También como ejemplo diremos que fueron de los primeros en ser cesados. Innecesario decir que las vacantes fueron cubiertas por los más fieles partidarios de Diana, entre los cuales hay que destacar, además del tan mencionado Montmorency, a la poderosa familia Guisa. Se renueva el consejo privado y, para general sorpresa, uno de sus nuevos miembros es el duque de Étampes, marido complaciente de la antigua fa-

citó,

como

ejemplo,

vorita. En cuanto

a

esta

misma, toda la furia de los

dioses cayó sobre ella. Se sacaron a la luz todas sus culpas —que eran muchas— y, en especial, sus connivencias con Carlos V tendentes a suplantar a Enrique por su hermano menor, Carlos, al precio que fuera. En consecuencia se decidió juzgarla por el no pequeño crimen de alta traición. A ella y a sus nuevos

cómplices.

todos, y en especial para la ex favorita, será, nadie lo duda, de muerte. Los encausados van a la cárcel y el juicio, que Enrique II ha pedido sea rapidísimo, se inicia. Es el momento que elige el duque de Etampes 78

La pena para

para denunciar

a su

esposa por haberse

indebidamente de ingresos que sólo

a

apropiado

él correspon-

dían. El escándalo alcanza su cenit y los franceses empiezan a entender el porqué del nombramiento del duque como miembro del consejo privado. Una refinada venganza que sólo puede haber nacido en la mente de una mujer a la que su enemiga se hartó de insultar con el peor insulto. Llamarla «vieja». En los escándalos, como en las escaladas, una vez alcanzada la cumbre comienza el descenso, y así ocurrió también con el proceso de la duquesa de Etampes. Aunque la opinión mayoritaria de los tres estados franceses estaba abiertamente en su contra, ya eran muchas y cada vez más poderosas las voces que se levantaban contra lo que calificaban de venganza y no de juicio. Por otra parte comenzóse a hablar de la «razón de Estado». Si se seguía adelante saldrían a la luz pública muchas cosas que a todos convenía mantener en secreto.

los círculos áulicos, porque en las calles el pueblo no se privaba de decir que el rey no era más que cera que las manos de Diana moldeaban: «Sire, vous nétes plus. Vous nétes plus que Esto

en

(«Señor, vos no cera»). Así que Enrique y

cire»

sois más. No sois más que

entorno, o viceversa, decidieron dar marcha atrás. A cambio de la entrega de castillos, señoríos y, su

especialmente,

de las joyas de la Corona que habían ido a sus manos, más la de un fabuloso diamante regalo especial de Francisco, la duquesa de Etampes recuperó la libertad. Sólo hasta cierto punto; se le asignó como residencia el triste castillo de La Hanaudaye, perdido en la Bretaña. Allí, lejos de la corte y hasta del muy

79

mundanal ruido, tuvo que aguantar la presencia de su odiado y, sin duda, nada caballeresco marido hasta su muerte, varios lustros más tarde. En cuanto a ella, la otrora todopoderosa favorita murió en 1580 sin haber recuperado ni corte ni cortesanos.

la antigua favorita apuraba hieles, Diana saboreaba mieles. Hasta entonces había sido la amante perfecta. La que lo da todo sin pedir nada; ahora, con su amante sentado en el trono, pareció entender que la situación había cambiado. Que había llegado la hora de recibir. Puede que no ocurriera exactamente así. Que no fuera ella la que se anticipara a pedir sino su enamorado rey quien se apresurara a dar, pero esto no varía sustancialmente los hechos. Sólo como comienzo, Enrique II le hace obsequio de las joyas de la Corona, el diamante fabuloso, los castillos y los señoríos confiscados a la de Etampes. Poco después le confiere la propiedad de los bienes que pertenecieran a su difunto esposo y que debían volver a la Corona. A continuación llega el espléndido obsequio del que es hasta hoy uno de los más bellos castillos de Francia: Chenonceaux. El título de duquesa de Valentinois es digno y casi obligado corolario de tantas posesioEn tanto

nes.

Curiosamente, Diana acepta todo pero, al

me-

altera su forma de vida ni su discreción, en especial en lo atinente a sus relaciones íntimas con Enrique IL. Todos en la corte las conocen pero ninguno las ha visto. A mayor abundamiento, la favorita convence al rey para que moralice las costumbres cortesanas. Se prohíben los excesos en vestidos y adornos, los hilados de oro y plata, las fiestas casi dianos

80

externamente,

no

rias;

se

prohíbe,

templen el

por

fin,

que los cortesanos

con-

levantarse y acostarse de las jóvenes

de la corte.

discreta, Enrique II, puede que a causa de su abulia, también era discreto, pero la pareja no podía engañar a nadie sobre el grado de Diana

su

era

muy

intimidad.

alguien le quedaba alguna duda —a nadie quedaba—, para disiparla el rey, en la solemne Si

a

le ceremonia de su coronación en Reims, sentó en el lugar de honor no a su esposa sino a su favorita. Cierto que Catalina estaba embarazada, pero eso no cambia mucho las cosas. Por si fuera poco, Enrique en persona se cuidó de cambiar las rojas colgaduras y alfombras catedralicias por otras azules con el anagrama en el que su nombre estaba entrelazado con lo que podía tomarse por C de Catalina pero todos sabían túnica que era D de Diana. El mismo rey lucía una azul adornada con el famoso anagrama. El rey Enrique II, igual que antes el delfín Enrique y antes aún el príncipe Enrique, sólo tenía vista —y todos los otros sentidos— para su amada Diana.

embajador del duque de Ferrara, en carta que es cita obligada y que tomamos de Breton, define así la jornada del monarca: «Para su majestad no parece haber otros asuntos que jugar a la pelota, cazar a veces y cortejar constantemente a la senescala; después del alEl

tarde, al finalizar la comida, lo hace que pase en conjunto más de ocho horas

muerzo

que

y por la

ella. Si ella se encuentra en los aposentos de la reina, la envía a buscar. Y todos se lamentan y afirman que se comporta peor que el difunto rey. Algunos sacan de esto la conclusión de que el monarca no ve claro y es conducido, como se dice vulgarmente, por la punta de la nariz.» Los cortesanos lo sabían y sacaban partido de con

81

la situación. Así pudo verse en la joyeuse entrée que el rey realizó en Lyon en septiembre de 1548. El gran espectáculo constó de cuatro partes principales. En la primera, doce gladiadores combatieron entre sí, representando una sesión de circo romano, aunque cuidando de no matarse. La segunda parte fue más sabrosa. Y dolorosa para la reina. En

un

bosque artificial,

pero

con

ciervos y

ca-

britillas verdaderos, al toque de trompetas apareció una

Diana

Cazadora,

con su arco

y

su

carcaj,

ves-

tida o desvestida con corta túnica blanca y negra, los colores de la gran senescala; tras ella, una corte de «dianas» con los mismos colores. Catalina de Médicis tuvo que contemplar todo eso y callar. Pero, eso sí, esperando el momento en que le tocaría hablar. Aún habría más en esas jornadas en que los lioneses quisieron agasajar a quien tenía el poder real para así lograr los mejores beneficios posibles de la previsible generosidad regia. La tercera parte de los festejos consistió en una naumaquia. Entre gran número de navíos más pequeños, destacaban dos grandes galeras, una blanca y negra, ya sabemos, los colores de Diana, y la otra verde, color de Catalina. Hasta el menos avisado de los espectadores no dudó en adivinar cuál de las dos galeras se alzaría con el triunfo. Las jornadas de Lyon terminaron con una comedia ofrecida por el cardenal de Ferrara, que entremezclaba lo mitológico con lo obsceno. Adecuado fin de fiesta. En tanto principales lioneses y no lioneses se posternaban ante la todopoderosa, el pueblo tenía su propia opinión. Así lo demuestra una canción transcrita por Breton y que aún hoy se canta en el

valle del Loira:

82

Malgré Diane, Est

en

grand áge,

son

soir, á Blois, chasse, je crois, ce

Pour y

forcer

un

rot.

Ah, Catin, Catin, quel dommage! edad, noche, en Blois,

(A pesar de Diana,

su

esta

gran

Va de caza, yo creo, Para cobrar un rey.

Ah, Catin, Catin, qué pena!) el diminutivo de Catalina. Verdaderamente, mucha pena para la Catin

era

pobre

Ca-

Siempre embarazada, siempre en compañía de Diana. Excepto cuando ésta cumplía con sus detin.

beres, claro. No bien acabar la cena —siempre diner d trois—, Enrique invitaba cortésmente a su esposa retirarse se apresuraba a correr con su amante hacia más

a

y

discretos aposentos. Allí hacían el amor, hablaban de política, convenían nombramientos y tratados, volvían a hacer el amor. Se dice que varias camas fueron víctimas del fragor de los combates. Que llegaba hasta los aposentos de la reina,

quien quiso saber si para ella. Decidida

orificios Diana y,

a

eran

fragores desconocidos

enterarse, hizo abrir varios

paredes de la alcoba de oportunamente y acompañada por una

en

una

de las

observar. Vio a una pareja acariciarse in crescendo para, finalmente, abandonar el lecho e instalarse sobre una alfombra frente a la chimenea, donde culminaron todas las culminaciones. Catalina, tanto por la originalidad de algunas caricias cuanto por el lugar elegido para el gran fi-

amiga íntima,

se

decidió

a

nal, quedó muy dolida, ya que, según dijo a su amiga, su esposo no hacía con ella las locuras que le había visto hacer

con

la

otra.

83

Aclaremos que quien esto cuenta es Brantóme, siempre sospechoso de hacer verdades de cotilleos. Verdad o no la anécdota, lo cierto es que Catalina sufrió lo indecible y tuvo que soportar todas las humillaciones. Y siempre mantuvo silencio y demostró la mejor amistad a la rival, a quien, como ya hemos dicho, confió hasta a sus propios

hijos.

En contadísimas ocasiones

que afloraran sus verdaderos sentimientos, y casi siempre sólo con lágrimas pronto contenidas. Sin embargo, una vez

clavó

un

dardo,

zadora. Estaba la reina

aunque

leyendo

permitió

pequeño,

en

la Ca-

alcoba cuando entró Diana y quiso saber qué leía, a lo que contestó Catalina que la historia del reino, y así se enteraba de que en todas las épocas habían sido las rameras quienes lo habían gobernado.

Pese

Enrique

a su

no

innegable

e

en

su

inmenso

amor

por

Diana,

siempre le fue absolutamente fiel. Al

menos en una

oportunidad

—fueron más— buscó

compañera de lecho. María Estuardo, reina de Escocia, estaba en la corte como futura esposa del delfín Francisco, y fue su aya, lady Fleming, muy apetecible según los cronistas, quien excitó los sentidos del rey. Hay que aclarar que la gran senescala, a consecuencia de una caída de caballo, permanecía retenida en su otra

castillo de Anet. que los reales sentidos no fueron excitados por casualidad, sino como fruto de una pe-

Parece

ser

queña conspiración urdida por Catalina para posel mejor de los casos, eliminar a su sempiterna rival. Enrique pasó una ardiente semana con lady Fleming, pero al cabo de ella, convenientemente

tergar y,

84

en

alertada, irrumpió mance

en

la corte Diana. Fin del

ro-

escocés.

Aunque

no

fin de

sus

consecuencias, ya que,

en

momento, nacería un niño que llegaría a ser gran prior de Francia. Más unidos que nunca, Enrique y Diana se dispusieron a enfrentarse mundo exterior. El mundo exterior, como siempre, se llamaba Carlos V. La guerra se veía inevitable, en especial por los compromisos adquiridos por Enrique con los prínsu

al

cipes protestantes alemanes. Alejado Montmorency del favor de la gran senescala, ahora eran los Guisa sus protegidos, así que a ellos se confiaron las mejores tropas, aunque su jefe fue el mismo Enrique. Con el rey en campaña y la regencia ejercida por Catalina y un incondicional de Diana, queda claro que era ésta quien gobernaba, incluso en lo

las necesidades militares. Pese a lo cual se hizo de tiempo para cuidar con toda dedicación a la reina cuando ésta enfermó gravemente. Compleja Diana. La guerra empezó con victorias francesas pero

referente

a

continuó con victorias imperiales, y así se llegó a la Paz de Vaucelles, más favorable a Enrique II que

Carlos V, quien, desengañado y enfermo, pronto abdicó. En realidad, la paz había sido consecuencia de negociaciones realizadas por Montmorency con el emperador y posteriormente aprobadas por el rey. Al enterarse de que se había decretado una tregua previa a la paz, Diana se enfureció porque esto era hacer quedar mal a sus Guisa y favorecer a Montmorency, fiel ahora a la reina. Sin pararse en respetos ni ceremoniales fue al encuentro de su amante, le llamó cobarde y le pidió —le ordenó— que continuara la lucha. Por primera vez en su ya cuarto de siglo de relaciones, Enrique osó hacerla callar diciendo que a

85

recibía órdenes de nadie. Diana abandonó la estancia con un portazo y la amenaza de no dejarse

no

ver

un

por

largo tiempo.

Aunque la separación de los amantes sólo duró día, Enrique sacó horas suficientes para recibir

lecho a una señorita y dejarla embarazada. Reforzada a pesar o gracias a tan brusca aunque tan breve separación, Diana volvió a insistir ante el rey en la reanudación de la guerra. Entonces fue cuando los españoles, en acción sorpresiva y contundente, obtuvimos la gran victoria de San Quintín, que daría por imperecedero resultado el monasterio de El Escorial. Pero Felipe IL, como también hiciera su padre, no se decidió a infligir a los franceses la humillación de ocupar París y la guerra se dilató. Siguieron combates de incierto resultado, avanen su

retrocesos, muerte y expoliación. La guerra entre cristianos se prolongaba demasiado y el papa,

ces,

Paulo IV, Esto

se

no

decidió es

a

sorprendente:

toria y, por supuesto,

lograr largo de

intervenir para en

a

lo

nuestros

la paz. la his-

días, los ponti-

fices han intentado siempre mediar entre adversarios. Lo que sí sorprende es que el destinatario de la petición papal no fuera Enrique II o Felipe II, sino Diana de Poitiers. Éste es el texto de la notable carta, que tomamos de Breton: «Es un deber para Nos, que nos hallamos a la cabeza de los fieles, exhortar a los príncipes a la paz. Y este deber es particularmente imperioso para los que pueden hacer prevalecer su autoridad sobre los príncipes o gozar de su favor. También es

éste vuestro

papel, querida hija:

apoyar

con to-

del rey cristiano, la acción que Nos dirigimos, obra pía y necesaria, uniendo a vuestras plegarias y vuestras exhortaciones, a fin de que el ánimo del rey se halle tanto más dispuesto a recibir los consejos de paz, cuanto das vuestras fuerzas,

86

cerca

que ya se sentirá a ello inclinado por las súplicas y los esfuerzos combinados de los suyos.» La destinataria de tan singular y honrosa misiva se apresuró a hacer lo que el pontífice le pedía y, como, de todas maneras, ambos contendientes estaban exhaustos, rápidamente se firmó la Paz de

Cateau-Cambrésis, muy favorable a España. Aunque Francia, como consecuencia del tratado, perdió sus posesiones en Italia, Diana pudo las suyas. Porque también tenía posesiones

retener

Por

aquellos tiempos

vivía

en

el

en

sur

Italia.

de Francia

médico llamado Michel de Nostradamus, conocido en Montpellier y otras ciudades próximas por los perfumes, pócimas y medicamentos que él mismo confeccionaba y vendía. También era conocido porque gustaba de hacer predicciones. En 1555 publicó una recopilación de ellas, representadas en cuartetas; una de las cuales decía: un

El león joven al viejo vencerá en campo de batalla y en duelo singular, en una jaula de oro los ojos le romperá, para luego morir de muerte cruel. El libro llegó a la corte y la reina tuvo oportunidad de leerlo; la cuarteta arriba mencionada le impresionó profundamente ya que, por la relación de fechas y pese a la oscuridad del texto, podía colegirse que el «león viejo» fuera su esposo, aunque por entonces sólo tenía treinta y seis años, ya que era muy aficionado a tomar parte en torneos.

Diana, ya

con

cincuenta y seis años

a

cuestas,

suele decirse, muy bien llevados, no se ocupaba ni poco ni mucho de las predicciones. Bastante trabajo tenía con contentar al exigente rey, cogobernar Francia, vigilar la educación de los aunque,

como

87

príncipes

y controlar la administración de

sus

múl-

tiples propiedades. quedaba de la austera viuda que vestía lutos, rechazaba galanes y vivía de sus rentas; ahora Diana de Poitiers se había vuelto inPorque

ya poco

saciable. Pensaba que todo era poco para ella y, más grave todavía, lo mismo pensaba su regio amante.

Porque Enrique sigue tan enamorado de la mujer casi sexagenaria como lo estuviera en su adolescencia de la joven viuda. Está casi siempre con ella y, cuando se ve obligado a viajar y Diana no le acompaña —lo que raramente sucede—, le escribe

largas

de novel enamorado: «No puedo vivir sin ti; si supieras lo mal que lo paso tendrías piedad de mí», «Os suplico que no olvidéis a quien no ha conocido más que un Dios y una amiga». Lo que ya es decir. Lo cierto es que Diana se mantiene en la plenitud de su belleza, al punto que muchos en la corte están convencidos de que ha hecho un pacto con el diablo o, por lo menos, debe su aparente juventud a hechizos. cartas

debe, en realidad, a una estricta disciplina que se impuso desde su juventud. Comidas sobrias, largas cabalgadas y caminatas, realizadas La

todos los días del año con prescindencia de la meteorología, y, también todos los días del año, baños fríos. Todo ello, agregamos nosotros, posibilitado por una salud de hierro. De todos modos, digámoslo una vez más, fue una mujer excepcional. Ella creó e impuso la moda de su tiempo y fue, a la vez, modelo de pintores y escultores, Cellini entre ellos. Hasta llegó a proponer un nuevo estilo arquitectónico que alcanzó máxima brillantez en su castillo de Anet. No sólo la fábrica, hasta el menor detalle de decoración fue elegido por ella. 88

El gran poeta Du Bellay, que se complació en cantarla, también hace mención y muy destacada de su castillo favorito:

(de votre nom j'appelle Votre maison d'Anet), la belle architecture, Les marbres animés, la vivante peinture, De votre Dianet

Qui la font estimer des maisons la plus belle..." Que libremente traduciríamos: De vuestra Dianet (con vuestro nombre llamo Vuestra mansión de Anet), la bella arquitectura, Los mármoles

animados, la vivaz pintura,

Que la hacen considerar de más bella...

entre

las mansiones la

la toma de Calais por los franceses y la boda del delfín Francisco con María Estuardo, reina de Escocia, todo parecía ir a las mil maravillas en Francia, y Diana, a quien, al fin y al cabo, se debía buena parte de ellas, alcanzaba la cumbre de su poderío. A la gran senescala se dirigían los ministros y los embajadores, por no hablar de los príncipes de la Iglesia, que no hacían sino seguir el camino marcado por el papa. Enrique II mantenía su amor inalterable y, como sólo tenía cuarenta años, podía esperar su amante lustros de compartido y feliz reinado. Como era práctica habitual en aquellos tiempos, la paz firmada con España incluía un doble matrimonio: Felipe II, que acababa de enviudar de María Tudor, desposaría a Isabel, hija de Enrique II, y el duque de Saboya, vencedor de San Quintín, a la princesa Margarita de Francia. El 22 de junio de 1559, en Notre-Dame, se rea-

Después de la

1.

Paz de

Cateau-Cambrésis,

con

Tomado de Bordonove, op. cit.

89

poderes de Isabel de Valois con Felipe II, representado por el duque de Alba. La

lizaba la boda por

novia tenía trece años y el novio treinta y uno. Los festejos son por todo lo alto y entre ellos

destacan, como no podía ser menos, los torneos. Muy dada a hechiceros y profetas, la reina Catalina recuerda las ruega en

a su

de Nostradamus y lidie, lo que es implorar

profecías

esposo que

no

el vacío, ya que Enrique II

es

primer justador

del reino. El torneo se desarrolla durante cinco días que se hacen interminables a la reina; en los cuatro primeros, Enrique derriba a sus adversarios y tiene buenos motivos para considerarse gran triunfador. Sentada en el lugar de honor, junto a la reina, Diana lo alienta con su sonrisa. El quinto día la suerte sigue acompañando al monarca. Uno tras otro caen los que osan enfrentarse a él. Comienza a declinar la tarde, Enrique cree que ya es el vencedor cuando un último caballero, su gran amigo el conde Montgomery, jefe de la guardia escocesa, le desafía. Imposible negarse. Y se cumple la profecía. En el encontronazo se parte la lanza de Montgomery y una larga astilla penetra con terrible fuerza en un ojo del rey, llegando hasta el cerebro. Tras una horrible agonía morirá diez días más tarde, el 10 de julio de 1559. El dolor de la reina es terrible; muchos temen por su vida. Diana, por su parte, se retira discretamente a su bello castillo de Anet. No bien pasar el estupor y el dolor por la terrible muerte del rey y ya su hijo, Francisco II, en el trono, la atención de la corte se vuelca sobre Catalina de Médicis y su previsible venganza contra la mujer que la humilló —por activa o por pasiva— durante décadas. Se verán defraudados. No habrá escándalo ni, 90

mucho menos, juicio como con la de Étampes. Catalina y Diana son mujeres hábiles, discretas y, por encima de todo, inteligentes. La favorita hace saber que pone a disposición de la Corona todo lo que de ella ha recibido; en especial las joyas. Hay cierto forcejeo por el soberbio castillo de Chenonceaux, que Diana termina por ceder, recibiendo, a modo de compensación, el de Chaumont. Todo muy civilizado, muy francés. Diana, definitivamente alejada de la corte, ya no abandonará su amado Anet, donde entregará su alma a Dios el 22 de abril de 1566. Ese mismo día nacía su leyenda, que aún perdura.

91

ENRIQUE IV, «LE VERT GALANT»'

4.

Hay por

sus

los que

a

reyes

batallas,

se

los

otros por

especialmente amores y algunos,

conoce sus

muy pocos, por sus frases. Es el caso de y su «París bien vale una misa».

Frase que él

nunca

pronunció

y

Enrique

puede

IV

que

haya pronunciado —al menos como se conoce—, pero que se le aplica con exactitud

nadie la la

y por

eso

ha sobrevivido al embate de los si-

glos. Dejamos

para

sus

biógrafos

cómo del trono de Navarra

la tarea de

pasó

a

explicar

Francia y tam-

bién sus desventuras matrimoniales con Margarita de Valois, la tan famosa Margot del Heptamerón y los múltiples amantes, para centramos en sus pro-

pios

amoríos.

porque hacer crónica de todos sería tarea, más que fatigosa, inter-

Es

decir,

en

los

principales,

minable. Como

su

yerno, nuestro

Felipe IV,

el rey

galo

fue amador de cuanta mujer se puso ante sus ojos. Con igual sentido democrático que el español, Enrique IV ascendió y descendió todas las escalas sosiguen llamando los franceses a Enrique IV. Vert Galant: hombre simpático, guapo y especialmente hombre gentil y de gran éxito con las mujeres. Proviene de los verts galants, bandidos del siglo XV que vivían en los bosques (de ahí verdes) y que sólo robaban a los ricos y poderosos (de ahí galantes). l.

Así llamaban y

93

ciales

busca de saciar un apetito auténticamente insaciable. Por supuesto, esta afición le creó múltiples complicaciones, de las que siempre supo salir con ingenio y sin perder su sentido del humor, Si el caso lo requería, no dudaba en pedir ayuda a su

propia

en

esposa.

Así ocurrió con la petite Fosseuse, una jovencísima amante que pronto quedó embarazada. Cuan-

do

presentaron los primeros síntomas de un parto que se adivinaba difícil, la petite hizo llamar al médico de la reina, con orden de que se avisara a Enrique de su estado. Lo cuenta la propia Margarita: «El mal vino al amanecer... hizo llamar a mi médico y le pidió que hiciera llamar al rey, mi marido, lo que hizo. Nosotros estábamos acostados en la misse

ma

habitación,

en

separadas,

camas

como

nos

habíamos acostumbrado estar. Cuando el médico le hizo saber lo que ocurría, él se trastorna, sin saber qué hacer, quejándose por una parte porque el embarazo había sido descubierto y por otra de que ella [la amante] había sido mal cuidada y que él la amaba intensamente. Se resolvió, por fin, a confesármelo todo [Margarita conocía al dedillo la historia] y me rogó que la auxiliara... Descorrió mi cortina y me dijo: “Amiga mía, os he ocultado algo que es necesario que os confiese... Id a socorrer a Fosseuse que está muy mal.”» Margarita fue y socorTió a la petite, pero no se privó de relatar el final de la siguiente forma: «Dios

quiso

que

además, estaba

no

tuviera más que

esa

hija

que,

muerta.»

Comprensible desahogo

de esposa virtuosa y adicional de que ella no

ofendida. Con el atenuante había tenido ningún hijo. No mucho más tarde, la petite Fosseuse fue discretamente enviada a casa de su madre. 94

CORISANDE

Nacido

1553, el primer Borbón que reinó en Francia tenía, pues, veintinueve años en 1582

cuando, marcha

en

ya

separado de la tumultuosa Margarita,

ciudad natal, buscando recuperarse de unas terribles fiebres. No ha llegado el momento de ocupar el trono de Francia, debiendo conformarse con el de Navarra, así que es el tiempo en que su castillo de Pau era motivo de admiración para cuantos lo visitaban, ya que en él había reunido maravillosos tapices, cuadros de primeras firmas, muebles exquisitamente tallados, joyas, libros y cuanto podía servir de enriquecimiento y distracción a sus cultivados sentidos. Porque el francés, como también nuestro Felipe IV, pero aquél más, no sólo de mujeres vivía. También de arte y cultura. Se recreaba en tanta belleza cuando su hermana, Catalina, que gobernaba el Béarn en su nombre, le presentó a una de sus íntimas amigas, también, como él, sin compañía del otro sexo pero, en su caso, por muerte del esposo. El señor de Gramont había muerto en combate dejando viuda a su bella esposa, Diane d'Andoins, que sólo tenía veinticinco años. Dos más tarde, poco antes de ser conocida por el rey, la bella había cambiado su nombre, impuesto por sus padres para homenajear a la lejana parienta Diana de Poitiers, por el más romántico aún de Corisande, heroína del Amadís de Gaula. Lo que nos informa de su exaltado amor por las gestas caballerescas con amor cortés incluido. Por otra parte, y siguiendo la norma no escrita pero respetadísima de las amantes oficiales de los a

Pau,

su

95

reyes de Francia, Corisande era, además de guapísima, muy inteligente y muy culta. Enrique queda de inmediato fascinado. Hasta

habían sido, todo lo más, bellas. Por supuesto, había sabido de inteligencia y cultura femeninas gracias a Margarita, pero ella entonces sus amantes

era su

esposa.

Desde las primeras entrevistas —nunca mejor dicho—, el rey descubre un manantial de búsqueda vital en el más amplio sentido de la palabra en esa muchacha de castos vestidos y apasionada mirada. En cuanto a Corisande, descubre que su rey y señor es un joven lleno de ideales pero demasiado golpeado por su reciente fracaso matrimonial como para llevarlos a la práctica. Con su espíritu de Amadís, ella se propone ser bálsamo y catalizador. Prueba de que, al menos en esos momentos iniciales de la relación, ella era la más fuerte es que, ya amante oficial, llamará a Enrique petiot, forma cariñosa de decir pequeño” en el Béarn. Que él, todo un rey, aceptara de muy buen

grado

un

apelativo

que, aunque cariñoso,

era

pro-

también buena prueba del amor que por Corisande sentía. Ella vive recluida, si así puede decirse, en la hermosa jaula de oro que es su castillo de Hagetmau, al norte del Béarn. Sin tantos tapices ni tan bellos jardines como los que hay en Pau, allí se reúnen cuadros, animales exóticos, obras de arte de todo tipo y también músicos, poetas, literatos y científicos. Sobre todos ellos reina la castellana, generando en sus súbditos sentimientos que van desde la admiración hasta el más apasionado amor. Y corresponde decir que no eran cualquier cosa esos «súbtector es

ditos»; 2.

9%

entre

Más bien

ellos

se

pequeñajo.

contaba Montaigne.

A

Hagetmau llegó

creciente frecuencia Enrique y nunca salió con las manos vacías. No sólo las llevaba llenas de amor, también de encendidas con

arengas que mucho contribuyeron a elevarlo al trono de Francia. La íntima relación de su rey con dama de tan

altas calidades no podría haber disgustado a los navarros de no ser por el ancho foso de religión que había entre ambos. Enrique, a quien todavía no le había llegado la hora de ir a misa en Notre-Dame, era protestante y Corisande, ferviente católica. Injusto, además de incierto, sería decir que el Vert Galant se situaba por encima de las religiones, pero sí es cierto que las tomaba con cierto mayestático distanciamiento, así que en nada disminuía su amor la diferencia. Pero ésta existía y preocupaba también a los franceses, ya que Enrique era «protector» de las iglesias reformadas de Francia. Una delegación de protestantes galos llega ante él para exponer sus temores. La influencia de madame de Gramont, una fanática católica, puede ser perjudicial, le dicen. El rey los tranquiliza. Su fe está intacta y, por otra parte, madame de Gramont no es más que una íntima amiga de su hermana, a quien, por tal motivo, ve con cierta frecuencia. A solas, Corisande aconseja. No pide a su amante una

conversión, simplemente

actitud conciliatoria que pueda llevar a una coexistencia pacífica entre ambas religiones. Enrique asiente y hace lo que puede. Como aportación práctica a esa propuesta de convivencia, Corisande hace talar uno de sus bosques y entrega el dinero recibido a los protestantes.

Tras la

Enrique

una

de Carlos IX reinaba en Francia III, tercer hijo de Enrique II y Catalina de muerte

97

Médicis. Sin descendencia, y mucho más inclinado a sus masculinos mignons que a su esposa, el rey esperaba ser sucedido, a su debido tiempo, por su hermano Francisco, pero el destino impidió que se

cumplieran

sus

propósitos.

En 1584, y con tan sólo treinta y cuatro años, el delfín murió tuberculoso y Enrique de Navarra, más exactamente de Borbón Navarra, primo no

del rey de Francia, pasó a ser su heredero. Hacia 1588, cuando una serie de circunstancias disímiles pero convergentes le hicieron comprender que muy pronto reinaría en París, Enrique, que seguía tan enamorado como siempre de la siempre bellísima Corisande, se planteó seriamente casarse con ella. Claro está que seguía legalmente casado con Margarita y que un divorcio —aun tratándose de tan notoria mujer— era asunto farragoso y no deseable, así que el enamorado llegó a pensar en medios más expeditivos para recuperar su libertad. «Sólo espero la hora de oír que han estrangulado a la reina de Navarra», escribió a su amante con loable sinceridad. De todos modos, y pensando ya como rey de Francia, convino en que lo realmente importante no era la disolución del vínculo anterior sino las posibles repercusiones del vínculo venidero. Al fin y al cabo, todos los que importaban, cercano

Francia y otras cortes, estaban bien al tanto de la verdadera naturaleza de sus relaciones con la viuda de Gramont. tanto

en

Navarra

Sin atreverse

ansiaba, jugó

a

como en

a

dar por sí mismo el paso que

ganar

tiempo,

y

quizá aliados,

in-

sobre el particular a sus íntimos. Alesgunos se abstuvieron de responder y otros se cudaron tras evasivas, pero su fiel ayuda de campo, D'Aubigné, fue claro v terminante: «No os

terrogando

pido

que renunciéis

de ella 98

como

de

a

un

vuestra

pasión...

motivo qte

os

pero servíos excite a ser

digno de vuestra querida, a la que despreciarfais si os rebajaseis hasta casaros con ella... Sólo tenéis que dar cia). Si

un os

paseo para ascender al trono [de Franconvertís en el esposo de vuestra que-

rida, el desprecio sona os

que atraeréis sobre vuestra percerrará el camino sin remedio.»*

Enrique agradeció la sinceridad marse un

período

reina

con

prometió

to-

de reflexión de dos años.

Quedaba claro que Francia una

y

no

llegaría

a

tener

el extraño aunque sugerente nombre

de Corisande.

embargo, Enrique seguía queriéndola, aunno se privaba de engañarla cada vez con ma-

Sin que

yor frecuencia. Por entonces

apareció

una

amante

algo

menos

efímera que la mayoría. Esther Imbert era hija de un procurador y su padre la encontró en la cama con Enrique. Sin pronunciar palabra dio una bofetada a su hija y, al preguntarle el sorprendido amante por qué lo hacía, respondió: «Porque le está faltando al respeto a su majestad.» En el verano de 1589, Enrique, que guerreaba por los campos de Francia, seguía enviando inflamadas epístolas a Corisande, pero ésta, haciendo honor a su inteligencia, las creía cada vez menos. Incluso las contestaba cada vez menos, hasta que dejó de contestarlas. Enrique no insistió. Así terminó el primero de los grandes romances del Vert Galant. Atrás quedaban siete años de amor.

El 2 de agosto de 1589, un puñal asesino dejaba el trono de Francia vacante para que lo ocupara el primer Borbón. En su jaula de oro de Hagetmau, la bella Corisande empezaba a ver pasar los días del resto de su vida.

3.

Breton, op. cit.

99

GABRIELLE

D ESTRÉES

duda, en la galería de los grandes reyes de Francia Enrique IV ocupa un lugar destacado. Porque, con su famoso Edicto de Nantes, logró poner Sin

fin a una guerra de religión que estaba a punto de fracturar la nación, porque fue un monarca juicioso y se supo rodear de excelentes consejeros, pero también por sus amores. O, deberíamos decir, por su amor. No tanto por quienes fueron objeto de él —aunque importancia tienen— cuanto por sí mismo. Enrique IV vivió para amar. Casi puede decirse que creó un estilo amatorio, mezcla de amor cortés medieval y eftcacia renacentista.

planeta

En el

de la seducción, Casanova es un personaje que se nos hace francamente antipático y nuestro don Juan sólo se salva en última instancia, en tanto Enrique IV despierta todas las sim-

patías.

siquiera dialécticamente, a mujer alguna. Siendo rey, pidió, rogó y hasta imploró a cuantas quiso atraer, tanto si eran altas damas como campesinas. Por otra parte es dable creer que a todas las quiso. Jamás

forzó,

ni

Ya hemos visto que tanteó la posibilidad de hacer reina a Corisande, pronto veremos que no fue

la que quiso desposar. Pero antes una mínima referencia a otra de las facetas destacadas de este rey singular: sus cartas. Sólo a través de ellas podría hacerse un completo y muy interesante estudio de su personalidad. Escribió prácticamente a todas las mujeres con las que tuvo relaciones y muchas veces fue así como declaró su amor.

la única

100

amante

a

ejemplo.

Veamos

un

Enrique

IV fue coronado

a

la

muerte

de

su an-

tecesor, pero

con

ello

logró

no

ni mucho

menos

reinar sobre Francia. La nación estaba dividida

en

dos mitades y sus enemigos incluso habían coronado a uno de sus tíos con el nombre de Carlos X. Y tenían a París en su poder. Enrique IV no disponía de un gran ejército ni de grandes recursos económicos, pero sí de valor y decisión, por lo que guerreó con furia y conquistó palmo a palmo su reino, hasta llegar a las puertas de París y decidir que valía la pena ir a misa; es decir, dejar el protestantismo por la Iglesia católica. Estaba todavía lejos de París cuando conoció a Antoinette de Guecherville, noble y muy bella viuda de veintiocho años a la que de inmediato declaró su amor. Sin que ello significara compromiso alguno, Antoinette invitó a su señor a cenar en su castillo, lo que éste consideró buen comienzo. Cuando, acabada la velada, todos se retiraron a sus aposentos, Enrique no fue al que le habían asignado, sino al

de la castellana, seguro de encontrarla en abierto lecho. Y, efectivamente, encontró el lecho y abierto, pero vacío. Sólo había en él una breve pero contundente misiva: «Soy demasiado pobre para ser vuestra esposa y de una casa demasiado buena para

ser

vuestra amante.»

Posteriores insistencias

no

dieron mejor resul-

tado y muy pronto Enrique tuvo que seguir su marcha guerrera, dejando atrás a la bella Antoinette y su lecho. Por supuesto tuvo diversas aventuras en route, pero no la olvidó. Meses más tarde, a punto de iniciar una acción de gran importancia, el sitio de Saint-Denis, sus eróticas

compulsiones

cupaciones militares bir a Antoinette la dola de Breton:

y

se

se

impusieron a sus tomó tiempo para

carta que

preoescri-

transcribimos, tomán-

101

«Tras haber

girado

en

al tiesto que quepunto, que Antoinette

torno

ráis, si hay que llegar a este confiese que ama a Enrique. Mi querida, mi cuerpo empieza a sufrir en su salud, pero mi alma puede salir de esta aflicción si le franqueáis el salto. Puesto que tenéis la seguridad de mis palabras, ¿qué dificultad detiene vuestra resolución? ¿Qué os impide hacerme feliz? Mi felicidad merece allanar todos los obstáculos. Hacedlo, corazón mío, y apostemos quién será testigo de un verdadero y fiel amor. Si empleo términos demasiado familiares con vos y os ofenden, decídmelo y perdonádmelos al mismo tiempo. Deseando establecer con vos

una

familiaridad, me sirvo de térmuy apropiados. No sé cuándo

eterna

minos que estimo

tendré la dicha de veros. Vamos a sitiar Saint-Denis esta noche, lo cual hará que deba estar cierto tiempo aún con el ejército. Vos habríais realizado una obra más piadosa enviando aquí vuestro amor en peregrinación que yendo yo a donde estáis. ¡Jesús, qué bien os hubiese recibido! Si el tiempo me lo permitiese, os haría un discurso de una hoja de extensión respecto al tratamiento que os habría dado. »Mi todo, amadme como el que os adorará hasta la tumba. Con esta seguridad, beso un millón de veces vuestras blancas manos.» Aunque queda claro que el rey sabía escribir, hay que decir que este amor eterno no llegaría a concretarse porque, siempre en route, el rey conoció otras beldades que atrajeron de inmediato su atención. Entre

ellas,

y mientras sitiaba infructuosamente

Claude de Beauvillier, abadesa de Montmartre, muchacha sin vocación que «colgó» los hábitos a la primera insinuación real. La importancia de la bella abadesa en la historia de Enrique IV no deriva, curiosamente, de la intensidad de los amores, sino de su belleza.

París,

102

a

La alababa entusiásticamente el rey ante sus íntimos cuando uno de ellos, el duque de Bellegarde,

permitió decir

se

que

su

propia

amante

más hermosa que la abadesa. Afirmación que, de más está a

Enrique pero

venid

a

no

amilanó al

comprobarlo

por

vos

Bravata de la que mucho

era

decirlo, encolerizó

duque.

«Si mismo.» se

mucho

no

creéis,

arrepentiría,

por-

Gabrielle d'Estrées. Gabrielle era, efectivamente, muy bella. En 1590, cuando el rey la conoció de la mano de Bellegarde, tenía dieciocho años y los cronistas, aun los que la odiaban, coinciden en alabar sus conque

amante

su

era

diciones físicas.

blanca, blanquísima, tenía los cabellos

Era

co-

lor de oro y peinados en grandes trenzas cuajadas de pedrería, sus ojos eran celestes, su cuerpo perfecto y hasta sus manos eran objeto de admiración masculina y femenina envidia. Una mujer, en suma, nacida para el amor. Y Su papara el amor destinada ya desde sus genes. dre, Antoine d'Estrées, era nieto de un bastardo de Vendóme; en cuanto a su madre, abandonó el holos gar para correr tras un joven amante. Sus tíos, Sourdis, sacaron adelante a Gabrielle y a su hermana.

Y encontraron muy

lógico

y hasta

apropiasoledad,

do que una tal belleza no se agostara en por lo que, ya a los dieciséis años, Gabrielle sabía hacer la felicidad de jóvenes y ricos caballeros.

Así

fos

su

llegó hasta Bellegarde, único verdadero

para muchos

biógra-

amor.

No bien oír que existía una amante más bella que la propia, Enrique IV quiso conocerla y el duque, muy a su pesar, no tuvo más remedio que ac-

los soberanos deseos. Los dos marcharon a Coeuvres, donde residía la bella, y el Vert Galant, no bien verla, quedó pren-

ceder

a

103

dado y prendido de ella para toda la eternidad. O así lo creyó en ese momento. Pero Gabrielle amaba la juventud, amaba el amor y, en definitiva, amaba a su amante, así que ese hombre muy galante pero poco agraciado y casi cuarentón no la afectó en absoluto. Más bien le desagradó. Escondiendo una sonrisa de sardónica satisfac-

ción, Bellegarde pudo despedir en

a

su

Coeuvres como único señor. Pero Enrique, fiel a sí mismo,

rey y

quedar

estaba dispuesto a renunciar al que ya consideraba el «amor de su vida». Tras haberla visto nuevamente y haber sido otra vez rechazado, no se le ocurrió nada mejor que hacer comparecer a Bellegarde para ordenarle que abandonara de inmediato a su amante. Muy pronto informada de la singular exigencia, Gabrielle, sin pensárselo dos veces, montó en su carroza, se presentó ante el rey y le hizo saber con muy directas palabras que amaba a Bellegarde, que esperaba casarse con él y que Enrique no ganaría más que su odio si trataba de impedirlo. Trastornado y cada vez más loco de pasión, el monarca intentó todo tipo de acercamientos sin el menor resultado, hasta que, más juiciosamente, optó por nombrar a papá Antoine miembro de su consejo privado, con lo que, al menos, logró tener a Gabrielle en su corte todavía trashumante. Porque Enrique seguía guerreando contra los

católicos,

que

no

dominaban,

pese a sus victorias, París incluida. En esos

buena parte de Francia, momentos estaba a punto de atacar Ruán, con muy buenas perspectivas de hacerse sin excesivos esfuerzos con ella, decisiva para la conquista de toda Normandía. Sin

embargo

no

sería Ruán

su

próxima

meta.

Siempre trastornado

por su insatisfecha pasión, gran interés a la tía Sourdis cuando

escuchó con le expresó la inmensa 104

alegría

y

consiguiente

agra-

decimiento que Gabrielle sentiría hacia él si conquistaba Chartres, con lo que el tío Sourdis volvería a ser su gobernador. Ante el asombro, desconcierto y final indignación de sus generales, Enrique anunció que no sería Ruán sino Chartres la plaza a conquistar. Se montó el sitio y, como primera demostración de que algo estaba cambiando en ella, Gabrielle accedió a instalarse, con sus tíos, en pleno cuartel general. Los defensores de la plaza se mostraron más valientes y mejor preparados de lo que era de desear y el sitio se prolongó por meses. Pero ello, muertos y heridos entre sus hombres aparte, plació a Enrique porque le permitió tener con él a su amada, para la que organizaba continuas fiestas, bailes y hasta bucólicas excursiones. Pero tanto Chartres como Gabrielle seguían

inexpugnables. Hasta que, por fin,

se

rindió

una

de las

plazas.

Chartres, naturalmente.

lugar a que el señor Sourdis pudiera volver a gobernarla y la señora Sourdis volviera a hacer todo lo posible por lograr que su sobrina agradeciera adecuadamente al benefactor. Esto dio

lo consiguió. La alegría del rey no tuvo límites y dio como primer resultado que abandonara su ejército, la guerra y el gobierno de sus Estados y se recluyera con Gabrielle para gozar de todas las felicidades Y esta

vez

terrenales. Que hubieran durado años, quizá, de

haberse presentado inopinadamente Antoine d'Estrées interpretando el papel de padre enfurecido por la afrenta a su hija. Amenazó con casarla de inmediato con un tal señor de Liancourt, y Gabrielle, que todavía seguía soñando con ser la duquesa de Bellegarde, lloró e imploró, pero todo fue inútil. no

105

Hasta que intervino el

propio

rey; muy

expresi-

dolió de que un hombre con los méritos de D'Estrées no ocupara el cargo que merecía, a lo que el ofendido respondió de inmediato que la gobernación de Noyon sería compensación suficiente. Pero esta ciudad también estaba en manos católicas, así que Normandía tuvo que seguir esperando. Con mucho menos esfuerzo que Chartres cayó Noyon en manos de Enrique para de inmediato quedar en manos del bueno de Antoine. Gabrielle supo expresar adecuadamente su agradecimiento y la guerra sufrió una nueva intevamente se

rrupción. mucho más tarde el Vert Galant se puso más verde que nunca al saber de fuente fidedigna que, cuando él estaba en el frente, Gabrielle le engañaba en la retaguardia. Con Bellegarde, Pero

no

claro está. Nueva

interrupción de la

guerra. Esta

vez

para

rabiar y pensar.

Bellegarde muerto sería solución definitiva, pero cuajada de inconvenientes, ya que no era tafácil acabar

la vida del

de su amante sin que todos murmuraran, así que el desventurado Enrique optó por una solución mucho más civilizada. «Desenterró» a aquel señor de Liancourt con el que Antoine amenazara y casó a Gabrielle con él. Ella lloró y pataleó, pero su señor le dijo que la decencia, las buenas costumbres y hasta la razón de Estado lo exigían, así que Gabrielle siguió llorando y pataleando pero casada. Bellegarde dejaba de ser amenaza como eventual marido y, para mayor alegría, el complaciente señor de Liancourt no logró hacerse con la espléndida plaza que el azar ponía en su lecho precisamente a causa de tal esplendidez, excesiva para sus rea

con

menguadas potencias. 106

ex

amante

Al

contó Gabrielle al rey.

menos eso

Enrique estaba alegre por creerse libre de Bellegarde, éste estaba alegre por haber salvado su vida y Liancourt estaba alegre por gozar del favor del rey aunque no pudiera gozar de los favores de la única que no estaba alela mala pasada, así gre. No había perdonado al rey que su lecho quedó cerrado para él. Esta vez, Enrique se enfureció pero no desesperó; ya había aprendido tratar a la familia D'Estrées. De gobernador de Noyon, don Antoine pasó la a ser gobernador de toda la Ile-de-France, y a misma Gabrielle se le otorgó el castillo de SaintLambert con todas sus posesiones, más el señorío

Gabrielle,

pero ésta

era

a

de Assy.

Para que toda la familia pudiera ser feliz, hasta Liancourt recibió su regalo: gentilhombre de cámara.

lo que era su máxima preocupación, Enrique se fue a la guerra y Gabrielle quedó sola y esperándole en la bella Saint-Denis. Y hasta ese paraíso llegó la serpiente. Que se

Tranquilizado

llamaba,

como

en

siempre, Bellegarde.

que esforzarse mucho para volver

Y que

a

no tuvo

compartir le-

la bella. No tardó Enrique en ser cumplidamente informado de la novedad y, dejando una vez más la guerra, galopó hacia el mencionado lecho. Su imprevista llegada dio lugar a situaciones más cómicas que dramáticas y que alegres comentaristas se encargaron de amplificar a través de los cho

con

siglos.

Se cuenta que Gabrielle logró convencer al rey, por otra parte muy convencible, de que su fidelidad había sido absoluta y que todo eran envidiosas habladurías, así que el famoso lecho volvió a ser

hete aquí que bajo él se encontraba Bellegarde, que no había tenido tiempo de escapar. Tras el amor, la pareja de-

ocupado

por el

regio

cuerpo;

mas

107

cidió ruido

comer

algunas frutas

y,

oyendo Enrique

un

bajo el colchón y adivinando quién lo habría producido, le hizo llegar un plato bien lleno diciendo que nadie tenía que pasar hambre

en

su

reino.

Anécdotas de más o de menos, lo cierto es que, después de los picantes sucesos de Saint-Denis, Bellegarde hizo prudente y definitivo abandono de la bella Gabrielle. Tanto para asegurar la reconquista cuanto para celebrarla, Enrique, por lo general más bien tacaño, se volcó en presentes para su amada. Que no sólo eran joyas y todo tipo de obras de arte, también castillos y señoríos, que se sumaban a los ya recibidos. Gabrielle recibía y recibía pero nunca estaba satisfecha ya que su ambición no tenía límites. Manida frase que, en este caso, significa que quería ser reina de Francia. De hecho ya gobernaba o, en el mejor de los casos para Enrique, cogobernaba el reino. Participaba en las reuniones más restringidas e importantes, hacía nombrar o destituir funcionarios, repartía dádivas o castigos. Hacía mucho más de lo que hacían las reinas, pero no era reina, y por ello su ambición no podía estar satisfecha. Una vez más, y ahora decisivamente, las ambiciones de la favorita inciden directamente en la gran historia de Francia. Gabrielle quiere ser reina pero el rey sigue casado con Margarita de Valois, aunque la tenga confinada en una fortaleza. Hay, por lo tanto, que descasar al rey, y esto sólo ¡o puede hacer el papa, ya que la todavía reina es católica ferviente y jamás aceptará otra autoridad. Pero, complicación mayor, para que el papa actúe ambos cónyuges tienen que ser católicos y Enrique, al menos formalmente, sigue siendo pro108

restante.” Solución:

que

se

convierta

al

catoli-

cismo. El 23 de julio de 1593, con gran solemnidad, Enrique IV fue recibido en Saint-Denis por las autoridades eclesiásticas como hijo de la Iglesia, en tanto el católico pueblo atronaba los aires con vivas al que ahora sí consideraba su rey. Claro que los católicos más exigentes no podían en ver con buenos ojos la presencia de Gabrielle, la que centraron sus ataques que, por elevación, llegaban hasta el mismo Enrique. Buena muestra de ello nos la proporciona la sicuarteta, que tomamos de Breton y que

guiente

traducimos libremente:

Gabriel vint jadis a la Vierge annoncer Que le Sauveur du monde aurait naissance delle, Mais aujourdhui le roi, par une Gabrielle,

A

son

propre salut

(Gabriel,

en

a

voulu

renoncer.

la Virgen anunció mundo nacería de ella,

tiempos,

a

Que el Salvador del Pero hoy el rey, por una Gabriela, A su propia salvación ha querido renunciar.) Para

tranquilizar,a

la

parroquia, Enrique

con-

finó momentáneamente a Gabrielle en el monasterio de Montmartre, aunque sin privarse por ello de visitarla asiduamente.

del año siguiente pudo por fin ocuNotreen par París; tras el preceptivo tedéum Dame, Enrique se instaló en el Louvre donde, muy poco después, se le reunió Gabrielle, que se sentía más cerca que nunca del trono. Y no sólo por estar en el palacio de los reyes y las reinas de Francia sino también por estar embarazada, lo que significaba un lazo más, y nada En

marzo

109

pequeño, que la unía al padre de la futura criatura, que

ningún hijo había tenido

con

su

legítima

es-

posa. En

junio de 1594, entre la desbordada alegría de ambos progenitores, vio la luz un robusto varón a quien, haciendo del deseo profecía, pusieron por

nombre César. Para obviar el ridículo de que el niño era legalmente hijo del señor de Liancourt, esposo de Gabrielle, se decidió una rápida anulación del matrimonio atendiendo a la impotencia del marido —que había tenido varios hijos con su primera mujer—. Temeroso de muy previsibles venganzas regias, el de Liancourt dijo a todo que sí y su esposa dejó de serlo. Otro ínfimo detalle se interponía entre Gabrielle y el trono: tocaba el turno a Enrique de anular matrimonio. Como primera, aunque modesta, medida, el pequeño César fue legitimado. Y se le dotó con tiesu

dignidades, aunque dejando bien en claro que no podría suceder a su padre en el trono. Con esto se quería tranquilizar, al menos en rras

y

parte, a las cada vez más numerosas voces que se alzaban contra la posible entronización de la favorita.

Mas, a sus

a

despecho de tales

más fieles

consejeros, Sully

nay, que iniciaran

de

voces,

Enrique ordenó

Duplessis-Moractividades exploratorias cerca y

esposa, de las autoridades eclesiásticas y de otros poderes fácticos con vistas a estudiar las su

reacciones que

su

proyectada boda pudiera

pro-

ducir.

consejero de Esiado

despachado a

la fortaleza de Usson para convencer a Margarita de la conveniencia de una anulación. Tiene para ello poderosos argumentos, que pueden sintetizarse en una entrega inicial de doscientos cincuenta mil escudos —cifra importante—, asignación mensual de Un

110

es

último pero no menos impor(ante para la interesada, libertad para instalarse donde quisiera, aunque no en la corte. el Margarita estaba llena de deudas, por lo que dinero contaba mucho para ella; por otra parte, además de querer respirar aires menos opresivos tener oportunique los de Usson, también quería otros doce mil y, lo

dad de conseguir

nuevos

y más excitantes amantes,

las ofertas. Lo que no significaba que se rindiera a las prilado exige mameras, ni mucho menos. Si por un otro aclara yores compensaciones económicas, por del rey, salvo que sus inque no se opone al deseo tenciones fueran lograr la libertad para hacer reina ha llea «una mujer de tan baja extracción y que vado una vida tan sucia»... amaAunque tampoco se priva de enviar cartas bles y hasta afectuosas a la de «vida tan sucia» lla-

por lo que fue muy receptiva

a

mándola «hermana mía» y afirmando que, después del rey, es la persona a quien más estima. En realidad, lo que la intrigante Margarita buscaba era ilusionar a Gabrielle haciéndole esperar así lograr una inmediata solución a su problema, y del rey el envío de cantidades de dinero mayores de las que,

con

cuentagotas, habían

llegarle. Francia estaba

en

guerra

con

empezado

España

y las

a

ar-

del Estado, tanto por la conflagración como más que exhaustas, vacías. por la favorita, estaban, Había que poner inmediato remedio, y esta vez la medicación fue provista por la misma enferma. En más simples palabras, Gabrielle insistió ante del Tesu amante para que pusiera a Sully a cargo un excelente admisoro, con lo que Francia ganó cas

nistrador. los más inmediatos efectos de la falta de recursos, que se traducía en el impago de las tropas, Enrique IV no dudó en convocar a sus Para

mayores

paliar

contribuyentes

en

Ruán para

pedirles

in-

111

|

mediata ayuda. Pero, pensando impresionar con belleza y pedrería al auditorio, se hizo acompañar de una Gabrielle siempre rutilante pese a su avanzado estado de gestación, con lo que logró que sus súbditos no le dieran ni un céntimo. Pero su amante dio pronto a luz con toda felicidad una niña a la que se llamó Catherine Henriette.

Naturalmente, la

nueva

festejos en consonancia, luyeron dineros llegados

hija

con

del rey dio lugar a lo que pronto se di-

de

Inglaterra y Holanda para ayudar en la lucha contra los españoles. Quienes, aprovechando el jolgorio francés, se ocupar Amiens. Ciudad que, como bien sabido, no está demasiado lejos de París.

apresuraron es

a

Realmente asustado, Enrique cambió el traje de corte por el de pelea y picó espuelas en dirección a Amiens. Además de sus tropas, le acompañaba Gabrielle. Los

españoles

rindieron, pero no sin haber de asedio, tiempo que pasó en-

se

resistido seis meses tre fiestas y banquetes para los sitiadores. Al menos para Enrique, Gabrielle y sus cortesanos. Como justo y hasta modesto premio a tanto sacrificio, el rey hizo a su amante duquesa de Beaufort. A

tiempo,

ésta

retribuyó

el honor haciendo al rey nuevamente padre; esta vez de un varón a quien se bautizó Alexandre y también modestamente se le dio el título de príncipe. Nuevos festejos por todo lo alto y renovación de las ansias de la feliz madre por ser reina. Había que acelerar los trámites para la anulación del matrimonio, ya que Margarita no se daba la menor prisa, así que Enrique decidió recurrir al eficaz su

Sully. Consciente de lo tremendo del paso que iba a dar, pero suficientemente inconsciente como para querer darlo, el «novio» dio un rodeo ante su mi112

nistro, comenzando por destacar la necesidad de que el trono tuviera un delfín, etcétera.

asegurada su continuidad con Sully, zorro viejo, hizo como

entendía y coincidió en la necesidad de anular el matrimonio regio y empezar a pensar en que

no

nueva

esposa.

punto, Enrique afinó la puntería, comenzando por descartar con todas las ex-

Llegados

a

ese

las princesas casaderas más conocidas, hasta que su interlocutor, sonriendo, le interrumpió diciendo que, al parecer, no había mujer en la tierra adecuada para ser esposa del rey de Francia. A lo que éste respondió que sí había una y que era la duquesa de Beaufort. Sully no ha pasado a la historia por hipócrita y no se guardó de expresar lo que pensaba al respecto. Terminó diciendo que dejaba a su señor para: que meditase tranquilo, sin agregar más palabras a las ya dichas, a lo que respondió el furioso rey que era comprensible, dado que ya había dicho bastante. La venganza de Enrique a la prudencia de Sully fue componer un poema en homenaje a su amada, el cual se hizo público y fue la letra de una canción de gran éxito en Francia: Charmante Gabrielle. En su última estrofa, el poema decía: cusas

imaginables

a

Partagez de ma couronne, Le prix de ma valeur; Je la tiens de Bellone, Tenez-la de

mon

coeur.*

En libre traducción:

Comparte mi corona, El precio de mi valor; 4.

Tomado de Breton, op. cit.

113

Yo la tengo de Belona, Tenla tú de mi corazón.

Charmante poema, sin duda. Por el tiempo en que fue compuesto —1598—, Gabrielle d'Estrées alcanzó el pináculo de su gloria y poderío. Sus enemigos, que eran multitud, la llamaban Cleopatra y decían que tenía encadenado al César

a sus

Lo

que

encantos.

ni

siquiera llegaba

cuanto menos a

calumnia.

a

exageración,

Enrique IV sólo veía por sus ojos y sólo se preocupaba por su felicidad. Hizo al padre, Antoine, gran maestre de Artillería, uno de los cargos mejor pagados del reino, y los tíos Sourdis se permitían soñar

con

una

partición del territorio de Francia

para que la familia de Gabrielle

reino, al

tuviera, si

no

un

principado propio. En esos últimos años del siglo, Gabrielle es casi reina. Si la corte está en Fontainebleau, ella ocupa un pabellón a las dependencias reales; si en junto París, el rey le ha otorgado una mansión vecina al Louvre. Una medalla, grabada en 1597 por Dupré, muestra su perfil en el reverso, estando en el anmenos un

el del propio rey. Personificando a Diana, la imagen de Gabrielle embellece las paredes de su pabellón de Fontainebleau. Es ya una costumbre que se siente junto al rey en los banquetes oficiales. El legado Alejandro de Médicis, enviado por el papa para actuar como mediador para la firma de la paz con los españoles, escribirá a su santidad, después de haber oído al mismo Enrique: «Su majestad cristianísima está resuelto a tomar esposa y todos creen que es para desposar a la duquesa de Beaufort, a fin de que puedan sucederle los hijos que ha tenido con ella.» No todos estaban de acuerdo con la boda. A las manos del rey llegó un pareado que, después de instarlo a que se casara, concluía diciendo: «Porverso

114

que

un

poco de

plomo

y de

cera

/

Legitiman

a un

hijo de puta...» El mismo legado papal estaba abiertamente en contra de la favorita; por las muy poderosas rade imaginar, pero también porque aspiraba a que fuera su sobrina, María de Médicis, la futura reina de Francia. Pero la posición de Gabrielle era tan fuerte que parecía inexpugnable. Especialmente a partir del 2 de marzo de 1599 cuando, como respuesta al anuncio de un nuevo embarazo, Enrique IV colocó en su dedo el anillo de su propia consagración. Llegaba la Semana Santa y el confesor del rey aconsejó a la pareja que se separase, al menos durante los solemnes oficios. Entendiendo que el sacerdote tenía razón, y sin temores, dada la razonable seguridad de que habría boda, la favorita marchó a París, quedando el rey en Fontainebleau. Se alojó en casa de un rico financiero florentino llamado Zamet y, al día siguiente de su llegada, comenzó a sentir fuertes dolores abdominales, por lo que se trasladó a la casa de la tía zones

que

son

Sourdis. Sintiendo que mar

su

estado

se

agravaba,

hizo lla-

al rey.

Pese

a

que

Enrique

se

lanzó al camino

no

bien

recibir la noticia, no llegó a París a tiempo para verla viva. Gabrielle d'Estrées, que lo fue todo menos reina de Francia, entregó su alma a Dios el 10 de abril de 1599. Sólo tenía veintiséis años y por ello, y por su buena salud, de inmediato el pueblo gritó que había sido envenenada. El rey ordenó la autopsia y, como entonces era común, los médicos no se pusieron de acuerdo. Pudo haber habido envenenamiento, pero también pudo no haberlo. Una discusión que hoy continúa. Enrique IV lloró a Gabrielle, logró la anulación 115

matrimonio, desposó a María de Médicis, tuvo con ella los hijos que necesitaba, visitó otros lechos y, por fin, el 14 de mayo de 1610, con cinde

su

mil queridas a su espalda, cayó para siempre mortalmente herido por el puñal de Ravaillac. El Vert Galant... cuenta y siete años y

l16

LUIS XIII, EL CASTO

5.

grandes oficiantes de amor que fueron su padre, Enrique IV, y su hijo, Luis XIV, el rey de quien ahora vamos a hablar se nos presenta como Entre los

especie de

una

Nacido muerte de su

en

su

madre, la

aguas turbulentas. el trono de Francia a la

remanso entre

1601, ocupó

padre cuando sólo tenía nueve años; poderosa María de Médicis, gobernó

el reino como regente hasta que Luis, con catorce años, fue declarado mayor de edad. Desde su infancia hasta su muerte fue un ser tímido, enfermo e irresoluto, siempre gobernado por otros:

primero

chelieu. Dado que el que

se

hacía,

a

ya el reino más

por

tan

la

su

madre, después por Ri-

publicitado cardenal

muerte

poderoso

sabía lo

de Luis XIII Francia era de Europa y su hijo pudo

el Rey Sol. Como su madre era pro española, fue casado en plena adolescencia con Ana de Austria, hija de nuestro Felipe III. Luis nunca la amó y vivió casi siempre separado de ella, especialmente cuando creía que era estéril, y posteriormente sólo coser

habitó con su esposa en puntuales circunstancias, de algunas de las cuales haremos expresa mención.

Digamos desde esos

ya que nuestro rey

era

uno

de

hombres que «navegan», según clásica expre117

sión

francesa,

d voile et á vapeur, lo que

signilica

rehuía la compañía de mujeres, prefería la de hombres. Especialmente la de su famoso favorito, el marqués de Cing-Mars, reputado como el más guapo entre los guapos de París. Curiosamente, dado lo que más tarde ocurriría, Cing-Mars fue presentado al rey por Richelieu, quien le tenía a su cargo desde la muerte de su padre, gran amigo del cardenal. El faible Luis XIII se aficionó tan grandemente a ese guapo mozo de diecinueve años —él tenía treinta y ocho— que lo hizo su caballerizo mayor, honroso cargo reservado a la más alta nobleza. El joven favorito era caprichoso, egoísta y proclive a dejarse galantear por otros interesados, todo lo cual era constante fuente de terribles peleas con su rey, las que invariablemente terminaban en chispeantes reconciliaciones. Quizá el marqués de Cing-Mars haya sido el mayor amor de Luis XII[, pero no lo fue por mucho tiempo. Richelieu, que lo había acercado al rey para mejor controlar el trono, pronto vio que la influencia de su protegido era mayor que la de él mismo, así que intentó separarlo de Luis. Tarea harto difícil, ya que éste, como hemos dicho, lo pasaba muy bien con el guapo aunque inconstante joven. Quien muy pronto se dio cuenta de la malquerencia del cardenal y se dispuso a pagarle con la misma moneda. Con la, cuando menos, pasividad de la reina nacida en España, María de Médicis conspiraba abiertamente contra Richelieu, buscando —y haque, si bien

no

españoles,

llando— el apoyo de los en

guerra contra Francia. Cing-Mars se unió a los

y, al fracasar éstos,

pudo

como

siempre

de 1641 escapar libre de toda sos-

conspiradores

pecha. Pero le tomó el gusto 118

a

la

conspiración

y,

se-

guro de que sin Richelieu él sería el verdadero rey de Francia, decidió actuar por su cuenta.

Prometiéndole nada menos que el trono, consiguió el apoyo del propio hermano de Luis XIII, el duque de Orleans, y con tal baza pudo, en 1642, firmar un pacto secreto con Felipe IV, a quien prometió abrir las fronteras a cambio de apoyo, primero económico y después militar. Una copia de tan explosivo documento llegó a manos de los eficientes espías de Richelieu, quien lo mostró al rey. Actuando como tal, Luis XIII no hizo nada por salvar la bella cabeza del inquieto

Cing-Mars. los espías del cardenal nos lleva inevitablemente a recordar a los tres mosqueteros y su furioso cabalgar por culpa de los aretes de la reina. Aunque escape al tema de este libro, nos detendremos unas líneas para relatar aquel suMencionar

a

ceso.

El también muy guapo duque de Buckingham llegó a la corte francesa como embajador extraordinario de Carlos 1 de Inglaterra para ultimar los términos del contrato matrimonial de su soberano con Enriqueta María, hermana de Luis XIII. Pero parece ser que el galante duque quedó prendado de la belleza de Ana de Austria y a ganar su favor dedicó mucho más tiempo que a su alta y honrosa misión.

parte, muy desatendida por su regio esposo, quedó gratamente sorprendida ante las demostraciones del inglés, no dudando que se trataría de verdadero amor, ya que ella carecía de experiencia en las artes de la galantería, lo cual se La reina, por

explicaba Según

por

su

ser

española.

franceses que tratan el tema, en la corte de Madrid las damas de la nobleza vivían como monjas de clausura y sólo podían hablar con hombres en presencia del rey o de la reina, lo cual no las privaba de jactarse de sus conquistas en la autores

119

seguridad putación.

de que contribuirían

a

mejorar

su

re-

leyendas transpirenaicas aparte, lo cierto es que Ana de Austria pareció impresionada por los esfuerzos del duque, llegando a considerar la posibilidad de amarlo; aunque, eso sí, de forma estrictamente platónica. Que no era la forma deseada por Buckingham, quien se aseguró el apoyo de algunas damas de honor de la reina, las que se esforzaron por explicar a su señora los placeres que de una más íntima unión podrían derivarse. Irán más lejos las damas de honor. Llegarán al Mitos

extremo

y

de concertar

una

entrevista «secreta»

en-

la reina y su galán en el cómplice marco de un jardín solitario. Hasta dónde se llegó en él es materia opinable. Sin embargo, la opinión de algún testigo casi ocular y una apreciación general de los protagonistas tre

y

su

contexto nos

permiten

suponer que

no

ocurrió

nada. Es decir, que todo quedó en declaraciones de arrebatada pasión; eso sí, tan incendiarias que Ana habría gritado en demanda de auxilio ante el temor de quemarse. El suceso del jardín llega a oídos del rey, quien se enfurece y obliga a Buckingham a tomar el camino de Inglaterra, además de desterrar de la corte a quienes hicieran posible el encuentro. Luis XIII no amaba en absoluto a Ana y, por supuesto, podía serle infiel con quien quisiera, pero jamás toleraría la situación contraria. Por otra parte, según dijera uno de sus muy destacados súbditos, «el rey, del amor, sólo conoce los celos». Por razones de Estado, Buckingham muy pronto pudo regresar a la corte francesa y, en su osadía, llegó a entrar en la alcoba de la reina estando ésta en el lecho, aunque acompañada por sus damas. El inglés se arrodilló ante ella, le cogió 120

la

y le declaró

mano

antes

una

vez

de que Ana, furiosa, lo

más

su

obligara

todo abandonar

amor,

a

el campo.

Finalmente, Buckingham volvió entonces se

Según

a

su

patria,

y

produjo el famoso cuenta,

se

una

incidente del collar. amante despechada, la

condesa de Carlisle teros—, vio que

—Milady, Buckingham

Los Tres Mosquetenía unos aretes de en

diamantes que de ninguna manera podían pertenecerle y, sospechando que habían sido regalo de Ana de Austria, logró hacerse con ellos para entregárselos a Richelieu, de quien era espía bien pa-

gada. hizo,

Buckingham

fue más rápido. No bien advertir el hurto, y adivinando la identidad de la autora y su motivo, mandó hacer en horas una réplica exacta de las joyas y uno de sus hombres, cruzando el estrecho en barca rápida y los campos de Francia a galope tendido, pudo hacerlas llegar a tiempo a las manos de Ana de AusAsí

se

tria. Para

pero

alegría

de

de todos nosotros

Alejandro Dumas y, en general, el que quedó mal fue Richelieu.

Digamos para terminar que un par de años más tarde, en 1628, el puñal de un fanático puritano acababa

con

la vida del

galanteador duque

de Buc-

kingham. Si Ana de Austria lo tancia. De todos modos

en

lloró, de ello

París

no

hay

cons-

era

tiempo de

en

todo, aunque sólo

amores

y de ilustres cortesanas.

Superándolas estaba

en

sus

ya

a

todas

comienzos, Ninon de Lenclos. Sín-

paradigma

de la perfecta cortesana, era de noble origen, muy bella y de una cultura que ya quisiera para sí más de un profesor universitario. A su lecho, pero también a su salón, concurrirían los más grandes de Francia, desde Gaspard de Coligny hasta el príncipe de Condé, y sólo a su salón tesis y

121

—que

se

sepa— todos los

intelectuales, encabeza-

dos por Moliere. Pero la supremacía galante de Ninon de Lenclos sólo se afirma y resplandece durante el reinado de Luis XTV; en el tiempo que nos ocupa todavía llevaba el cetro Marion de Lorme. Esta bella era hija de un barón, teniendo por tanto una educación que no le iba en zaga a la de su futura rival, Ninon, nueve años menor que ella. Marion comenzó su carrera amatoria, siendo todavía adolescente, en los brazos del poeta libertino Des Barreaux, para pasar a muchos otros, entre los que se menciona al mismo Richelieu. De ella nos interesa destacar que logró seducir al bello marqués de Cing-Mars, precisamente cuando era más que nunca favorito del rey. Ni que decir tiene que Luis la odiaba; para calmar su furia, la policía la obligaba a abandonar París cuando el rey permanecía en la ciudad. Furioso porque se le impedía verla, el fogoso Cing-Mars no tuvo mejor idea que casarse con ella, lo que fue evitado por una oportuna prohibición del Parlamento a petición de su familia. No muchos años después de la trágica muerte de su enamorado, dejó este mundo la bella Marion de Lorme. A diferencia de su exitosa rival, murió joven y pobre, en tanto Ninon llegaría a alcanzar los ochenta y cinco y hasta el fin de sus largos días viviría entre el respeto y la admiración de sus contertulios, a quienes bien podríamos llamar sus «súbditos».

MARIE

DE

En lo que

HAUTEFORT

respecta, Luis XIII poseía una personalidad asaz compleja. Saltándonos la cronología, hemos hablado de su inclinación por el 122

a amores

marqués de Cing-Mars; tócanos ahora hablar de sus amantes

femeninas.

desde ya, fueron amantes platónicas. No olvidemos que, humor francés, Luis XIII ha sido llamado el Casto. Como ejemplo de su moralidad militante se cuenta que estando en un banquete una hermosa joven, que lucía un generoso escote, se sentó frente a él con el evidente propósito de que el rey viera lo que ella mostraba. En gesto que sin duda no lo honra pero lo define, Luis XIII, después de haber evitado mirarla durante toda la comida, le echó por el generoso escote el contenido de su vaso de vino. Sin duda, una sexualidad altamente compleja amar. pero que, a su manera, también supo Marie de Hautefort había nacido en 1616, por lo que era quince años menor que el rey. Su abuela, gobernanta de los hijos de María de Médicis, la recomendó a su señora, y así Marie llegó a la corte en calidad de hija de honor de la reina Las que,

digámoslo

madre. Tenía catorce años cuando el rey la conoció y, para mayúscula sorpresa de sus cortesanos, quedó visiblemente prendado de ella. Comenzó por preocuparse por

su

atuendo, mejoró

redujo drásticamente

sus

sus maneras;

excursiones

hasta

cinegéticas,

poder gustar a la niña. ayudará a comprender su

todo para

idiosincrasia el no iniciara que —rey, veintinueve años y casado— formalmente el galanteo sin haber pedido permiso Nos

madre. Eso sí, le dio su palabra de que jamás alimentaría malos deseos hacia ella, lo que, imaginamos, habrá sido de inmediato creído por la tan sagaz María de Médicis. De todos modos, al menos en sus comienzos, la relación debe de haber sido satisfactoria para ambos, ya que también la adolescente estaba libre de

a su

123

deshonestos pensamientos. Según los cronistas, ella tenía un carácter muy dulce y era tan dada a los actos de piedad que en la corte la conocían como santa Hautefort. Muy pronto, la santa deja la protección de la reina madre para pasar a ser dama de honor de Ana de Austria, lo que garantiza su constante cercanía al rey. La llamémosle amante era una encantadora adolescente de rubios cabellos, grandes ojos azules, tersa piel y hasta perfectos dientes de singular blancura, lo que explica las largas horas que pasaba Luis XIII contemplándola. Cuando la inspección terminaba, comenzaba una dulce charla entre los enamorados que incluía, por este orden, temas de caza, perros y pajaritos. Si otros temas no le inspiraba la belleza de la joven a su enamorado, sí se los inspiró a otros caballeros de la corte, como era de temer. Un tal René de Vassé destacaba en la elección de temas que hacían enrojecer de no desagradable verguenza las mejillas de la «santa», al punto que Luis XIII, quien, recordémoslo, no ejercía el amor pero sí los celos, llegó a sentirse hondamente preo-

cupado. oportunidad encontró a Marie leyendo lo que imaginó sería un billet doux y le pidió que se lo dejara ver; la chica, en femenina reacción, lo En

una

escondió curioso

en su

quedó

escote, que también lo tenía, y el momentáneamente paralizado por

la indecisión.

Aunque muy pronto se decidió. Cogiendo unas pinzas de plata, extrajo con ellas la presuntamente

comprometedora

misiva.

Ante tal acción poco

importa lo

que la carta di-

jera. Por si

quedara alguna duda de la delicadeza

re-

gia, agregaremos que un poeta cortesano, a su pedido, escribió una canción de amor dedicada a Ma124

rie. Al

leerla,

Luis

gustó de ella,

pero

con una

sal-

vedad: «Quitad la palabra deseo —ordenó—, porque yo no deseo nada.» Así de claro. Por más platónicos que fueran los amores, no dejaban de inquietar al siempre inquieto Richelieu. Convencido de que él era Francia —lo era—, ni las conversaciones del rey con su amante le eran ajenas.

La señorita de

Hautefort,

a

quien todos llama-

ban madame por ser dama de la reina, tenía amigas en la corte y con ellas, además de chismes y modas, también hablaba de política. Pero lo más grave, a los ojos del cardenal, era la buena armonía que reinaba entre Ana de Austria y su joven dama de honor. Todo lo que hiciera la reina era sospechoso, y todas las personas de su entorno eran motivo de espionaje, del que no se salvaba ni la misma soberana (ni el mismo sobe-

rano). Sea que haya habido alguna indiscreción por parte de Marie o exceso de celo por parte del car-

denal, lo cierto vada

con

lupa,

es en

que la amante blanca

era

obser-

espera del momento oportuno

para su defenestración. En tanto ese momento

llegaba,

otros procura-

al rey que una mayor intimidad con su amante sería muy de desear. Destacó en tal sentido el caballerizo mayor del reino, quien se ofreció gentilmente a Luis para interceder cerca de Marie con el fin de que las relaciones blancas subieran de color. Desde luego era una impertinencia que nadie se hubiera atrevido a perpetrar ante Enrique IV o Luis XIV, pero sí ante el XIII. Y lo que vale de la anécdota es la respuesta que dio el rey al comedido. Comenzó por admitir que, siendo hombre, estaba sujeto a los sentidos y que, siendo rey, podía ban

convencer

125

permitirse libertades

en

tal dirección, pero agregó

de inmediato que, cuanto más rey se sentía, más estaba convencido de que Dios le prohibía dejarse llevar por sus instintos y que Él le había hecho rev para obedecerle y para dar ejemplo. Si no comenzara

por contenerse

a

sí mismo,

no

podría...

etcé-

tera.

Por lo tanto

siguió blanca la liaison

con

la Hau-

tefort hasta 1635, año en que hizo su aparición mademoiselle de La Fayette, de quien hablaremos más adelante, y se produjo una interrupción de casi dos años. Pero mademoiselle hizo voluntario mutis por el foro y Marie volvió al primer plano para renovada preocupación de Richelieu. En realidad, la joven La Fayette se había mostrado más peligrosa por más inteligente e interesada por las cosas del reino que su predecesora, pero ésta tenía en su contra la ya mencionada intimidad con la reina, además de una relación muy estrecha con mademoiselle de Chemerault, a quien el cardenal, con más o menos motivos, consideraba espía de los españoles. Por tanto, a partir de 1637, año de la rentrée de Hautefort, Richelieu se consagró a destruirla. Comenzó por apelar al recurso matrimonial, pero Luis XIII se negó en redondo a perder a su amiga del alma. Extraño personaje: la quería sólo para sí y sólo para hablar de pajaritos. Con la reina ya embarazada por los motivos casi milagrosos de los que hablaremos oportunamente, Luis XIII seguía rendido a los encantos de Marie de Hautefort, para desespero de Richelieu. Quien, maestro de psicólogos, se decide a jugar la carta que guardaba desde mucho tiempo, quizá por repugnancia a utilizarla. Es decir, presenta al rey'a su protegido, el joven y bello marqués de Cing-Mars. 126

Desde el comienzo de las relaciones, Luis XIII siente que ha encontrado su verdadero compañero, y Marie comienza a verse En noviembre de 1639

relegada. sus

nervios la traicionan

y se permite decir al rey lo que piensa de CinqMars y de sus relaciones con él. Es el momento tan esperado por Richelieu, a

al rey de que la expulse de la corte. Marie se refugia en el convento de las hijas de María Magdalena, las madelonettes, lo que no deja de ser un rasgo de humor típicamente francés. Pero el convento está en París, por lo que no es suficiente para el cardenal. Susurra al rey que su ya ex amante conspiraba contra la Corona y la blanca Marie es exiliada a Le Mans, en tanto a su amiga, mademoiselle de Chemerault, que la acompañara al convento, se la confina en Poitou. Pronto, en 1642, muere Richelieu y, meses más tarde, parte también de este mundo Luis XIII. Ana de Austria no ha olvidado la amistad con su antigua dama de honor y la devuelve a la corte y a su

quien

poco le cuesta

convencer

antiguo puesto. No será por mucho tiempo. Injustamente, ya que la reina nada había podido hacer para evitarlo,

la de Hautefort se permite reprochar a su señora no haberle evitado el exilio, y las relaciones entre ambas, de tensas, se hacen insostenibles. En 1646, con treinta años de edad y su virtud intacta, se casa con el viudo mariscal duque de

Schomberg. Fue víctima de murmuraciones y

achacarle

se

intentó

algún escándalo,

quedó a salvo,

pero su honor siempre al punto que Luis XIV le ofreció, en

1684, el honroso cargo de dama de honor de la delfina, diciendo que nadie tenía más derecho que ella a ejercerlo. La duquesa de Schomberg rehusó al nombramiento aduciendo sus muchos años. Murió el 1 de agosto de 1691, con setenta y 127

edad, la mujer

cinco años de

gustaba bién

a

la que Luis XIII

llamar «mi inclinación» (en francés,

tam-

propensión, afecto, amor).

LOUISE

DE

«Luis XII

LA FAYETTE no

amaba

a

una

mujer

sino

a

cie», teorizó la reina Cristina de Suecia, y

la espeno

era

mal razonamiento. Si exceptuamos

a

Cing-Mars —lo

que

es

mucho

exceptuar—, el extraño rey sólo amó a dos mujeres con las que jamás tuvo relación carnal, en tanto sí la tuvo con su esposa, a la que jamás amó. Louise Angélique de La Fayette era una bella, dulce e inteligente muchachita a quien el rey conoció durante un baile en el Louvre en el invierno de 1635. A diferencia de la Hautefort, era morena, más bien pequeña, pero con un cuerpo bien formado. Lo cual era de secundaria importancia para un monarca a quien de las mujeres sólo interesaba el espíritu. Y mademoiselle de La Fayette lo poseía en

grado

sumo.

duda, ella fue el gran amor —femenino— del gran misógino y quien más cerca estuvo de haSin

cerlo feliz. Pero la muchacha,

Luis XII pronto llamó, muy acertadamente, «mi bello lirio», tenía un gran defecto: era, además de bella y virtuosa,

inteligente. serlo,

Por

estaba

a

quien

bien apreciar el ascendiente que sobre el rey se propuso hacer que

no

ganando

reinara. Y esto, claro está,

no

lo

podía permitir el

car-

denal Richelieu. Con su eficiencia habitual logró colocar como confesor de la inocente a uno de sus incondicionales, el padre Carré. 128

Por él muy pronto supo,

la

alegría que es de imaginar, que el bello lirio no quería dejar de serlo y que su deseo era entrar en religión. Urgido por su superior, el padre Carré dedicó esfuerzos

con

acelerar la vocación de Louise. Hasta que se enteró el rey y reaccionó como era de esperar. Con el resultado de que Carré dejó de ser confesor y el cardenal apeló a maniobras de disus

a

versión.

Que consistieron en intentar ganar para su causa a la joven señorita de Vieux-Pont, amiga y confidente de Louise. Ocurrió que esta muchacha hizo honor a la amistad y se negó a cometer la más mínima traición. Otra vez quedaba burlado

Richelieu,

pero

hombre de abandonar la lucha. Buscó a amiga de Louise, Denise d'Aiches, y con ella

era

no

otra tuvo

más suerte.

Se enteró de muchas cosas, en especial del interés de la nueva amante blanca por liberar al rey del yugo de Richelieu, y se hizo para éste más patente que nunca el imperioso deber de liberar al rey del yugo de La Fayette.

mucha mayor lentitud e ineficacia, también Luis XIII movía los hilos para no quedarse sin ese lirio que cada día necesitaba más. Dio prebendas a la familia, favoreció a los que estaban de su parte, supervisó la neutralidad del nuevo confesor, padre Armand, y con todo ello logró que la

Aunque

con

joven aceptara

entrada

en

firme, insiste

en

retrasar unos meses su

religión. Pero la decisión de Louise consagrarse a Dios. Con la

es

de probar la solidez de su vocación, pero con la secreta esperanza de que se pruebe lo contrario, Luis la hace hablar con su propio confesor, el padre Caussin, cuya rectitud y religiosidad estaban por encima de toda duda. Como era de esperar, en la entrevista Louise se excusa

129

reafirma en su decisión, y el sacerdote, al informar al rev, le dice que no le ha quedado duda alguna sobre la fortaleza de su vocación.

Llorando, según cronistas, Luis XIII asegura que no será él, por mucho que le duela, quien la

obligue

a

apartarse de

decir que, si

su

su

vocación. Incluso

presencia fuera obstáculo,

llega

a

se com-

verla nunca más. El 19 de mayo de 1637, Louise de La Fayette abandona la corte tras solicitar el preceptivo permiso a la reina, su señora. Se despide de Luis exhortándolo, una vez más, a cumplir con sus deberes de Estado, y él, otra vez lloroso, le dice: «Id donde Dios os llama... Con mi autoridad de rey podría obligaros a permanecer en la corte e incluso prohibir a todos los monasterios que os admitiesen, pero creo que la vida que habéis elegido es buena y no quiero tener que reprocharme el

prometería

a

no

muy

haberos privado de ella.» También Louise lloraba cuando dejó el Louvre camino del convento de la Visitación, de París. «Nunca volveré a verlo», se repetía. Se equivocaba. Volvería a verlo, y no una sino muchas veces. Porque Luis XIII, aunque habiendo vuelto a la compañía de Marie de Hautefort, no podía privarse de la ayuda espiritual que su bello lirio le brinla daba. Así que tomó la costumbre de acercarse calle de Saint-Antoine y pasar largas horas junto a la reja tras la cual le hablaba sonriente la bella no-

a

vicia.

Desde muchos años atrás, el rey no tenía el menor contacto físico con su esposa, a la que, por sentimientos propios pero también por la insistencia de Richelieu, detestaba. Para ni siquiera verla, excepto cuando el protocolo lo exigía, se había instalado en Fontainebleau, habitando Ana de Austria el Louvre. Así las cosas, el 5 de diciembre de 1637, día 130

lrío, lluvioso y, por tanto, especialmente

oscuro

y

triste, Luis contemplaba desde sus aposentos el jardín con sus parterres chorreando agua y, para combatir la depresión siempre presente en él pero ese día más acentuada, decidió partir de inmediato hacia París, es decir, hacia Louise. Feliz, pasó largas horas en íntima charla tras la reja sin hacer caso de las advertencias del jefe de su escolta, que le aconsejaba regresar porque la tormenta descargaba sobre la capital. Cuando por fin accedió a irse las calles estaban intransitables y, pese a los esfuerzos de los cocheros, las ruedas de las carrozas se hundían en el fango. Ni a Fontainebleau ni a ningún palacio que no fuera el próximo Louvre se podía ir; aunque muy contra

su

voluntad, el

rey tuvo que

dejarse

lle-

var.

las habitaciones de la reina y Luis, en el colmo de la furia, no tuvo más remedio que compartir lecho con ella. Al amanecer, ya calmada la tormenta, partió hacia su soledad de Fontainebleau, pero su semilla quedaba en el Louvre. En esa noche, en esa única noche, el rey había engendrado en el seno hasta entonces estéril de Ana de Austria el germen del futuro Luis XIV, el Pero allí sólo estaban

preparadas

Rey Sol. Un sol nacido de

Los

una

tormenta.

FAVORITOS DEL REY

Las reiteradas menciones del

marqués de Cing-

hacer creer que fue el único íntimo de Luis XIII, lo que es grandemente incierto. Las tendencias homosexuales del rey se pusieron de manifiesto desde su infancia, cuando alejaba de su entorno a las niñas o hacía vestir con ropas femeninas a alguno de sus íntimos. Mars

pueden

131

la adolescencia, varios fueron los amigos que le rodearon, casi todos prontamente alejados por la reina madre, a quien nada se le escapaba. Sin embargo hubo uno a quien no pudo alejar, aunque mucho lo intentara: Albert de Luynes. Para María de Médicis, el íntimo de su hijo era «un demonio que ha hechizado al rey y lo ha hecho sordo, ciego y mudo». Puede que hechizado, pero en absoluto privado de tres de sus sentidos estaba Luis quien, por el contrario, los hacía rendir al máximo para mejor escuchar, ver y hablar con el objeto de sus placeYa

en

res.

Con él

pasaba

buena parte de sus días y sus noches; para tenerlo siempre «a mano» lo había instalado en unas habitáciones situadas por encima de las suyas, con las que se comunicaban por medio de una discreta escalera. Cuando el rey viaja no es su joven esposa, sino De Luynes, quien lo acompaña; cuando enferma es también él quien lo cuida. Y así hubiera seguido siendo por muchos años de no haber muerto el favorito inopinadamente. Luis lo lloró y, terminado el llanto, prometió oficialmente que jamás volvería a tener otro favorito. Aunque, hacia 1624, ya Richelieu había tomado las riendas del Estado y podía considerársele in stricto sensu un favorito oficial. Lo era, pero sólo para los asuntos de Estado; para los privados habría otros. Un par de años después de haber muerto De Luynes ocupaba su cargo un tal Toiras, a quien seguiría otro tal Barradat. Éste logró hacer carrera: caballerizo mayor, primer gentilhombre de cámara, gobernador. Hasta que Richelieu consideró llegado el momento de decir basta. Luis XIII

Sucede 132

a

pasó

varias

Barradat

semanas

un

muy

deprimido.

nombre ilustre

en

un

cuerpo de tan sólo dieciocho años

precisamente guapo: Claude de Saint-Simon, futuro padre del no

autor de las tan conocidas Memorias.

Será el favorito de más larga duración; nada menos que diez años, de 1626 a 1636, como puede apreciarse, simultaneó su privanza con Marie de

Hautefort y Louise de La Fayette. diez años, el joven Saint-Simon pasó de modesto paje a duque y par de Francia. No era mal visto por Richelieu, a quien se esforzaba en servir, y por ello pudo mantenerse por tan largo tiempo. Pero, finalmente, con malos modales, nervios y exigencias siempre crecientes, llegó a hartar al mismo Luis XIII, no fácilmente hartable, y fue de común acuerdo entre rey y primer ministro que se produjo el mutis de Saint-Simon. Si bien, como hemos dicho, éste no había sido enemigo, Richelieu decidió, tras su caída, ser él mismo quien proveyera de favoritos al rey. Y así entró en escena el joven marqués de CingDurante

esos

Mars.

Ya hemos hablado de

su

fulgurante

ascenso

y

terrible caída. No hubo tiempo para más favoritos. Un año después de la muerte de Cing-Mars, el 14 de mayo de 1643, entregó su alma a Dios Luis XIII el Casto.

133

6.

LUIS XIV, EL SOL

todo, hijo mío, os diré que, como el príncipe debe ser siempre un perfecto modelo de virtud, sería conveniente que se garantizara en absoluto «Ante

al resto de los mortales. Con mayor motivo teniendo la seguridad de que no pueden permanecer ocultas. Y, sin embargo, si sucede que, a pesar nuestro, incurrimos en algunos de esos extravíos, es necesario, por lo menos para disminuir las consecuencias, observar dos precauciones que siempre he practicado y que me han resultado bien. »La primera es que el tiempo concedido al amor no lo sea jamás en perjuicio de nuestros asuntos, porque nuestro primer objeto debe ser la conservación de nuestra gloria y de nuestra autoridad, que sólo pueden ser mantenidas por un trabajo asiduo... »La segunda consideración, que es la más delicada y difícil de practicar, es que, entregando el corazón, seamos dueños de nuestro espíritu; que separemos las ternuras del amante de las resoluciones del soberano, y que la belleza que nos proporciona placeres no tenga jamás la libertad de hablarnos de nuestros asuntos ni de las personas que contra

nos

las

flaquezas

comunes

sirven.

»Se ataca el corazón del príncipe como una plaza fuerte... Una mujer hábil se preocupa desde 135

el principio de

alejar todo lo

que

pueda perjudicar

intereses...

sus

mujer para hablaros de importantes, es posible que os hagan equiLa ternura que experimentamos por ellas

»Si dais libertad cosas vocar.

a una

hace aceptar las peores razones... Son elocuentes en la expresión, apremiantes en el ruego, testarudas en el sentimiento... No hay secreto que pueda estar seguro con ellas porque, si carecen de luces, pueden, por ignorancia, decir lo que debieran callar y, si carecen de ingenio, no estarán faltas nos

de

intrigas

ni de relaciones secretas...

determinan en cada asunto el partido que deben adoptar, de qué artificios se pueden servir para hacer triunfar lo que emprenden, cómo se desharán de los que las perjudican, cómo instalarán a los amigos... y nosotros accederemos sin advertir que perdemos o disgustamos a los mejores servidores, que »...

arruinamos nuestra

reputación... [No debemos]

con-

cederles libertad para hablar más que de aquellas cosas que son puramente de placer... »He de confesaros que a un príncipe cuyo corazón esté fuertemente influido por el amor, sintiendo una fuerte inclinación hacia la que ama, le cuesta trabajo adoptar precauciones, pero en lo difícil debe probarse nuestra virtud.» Tan sabia y prudentemente aconsejaba Luis XIV, en sus Memorias, a su hijo y heredero. De su lectura se desprende la figura de un hombre austero, dueño absoluto de sus debilidades, capaz, quizá, de descender hasta clandestino lecho pero seguro de jamás elevar hasta su confianza a quien con él lo comparte. Aunque pronto lo veremos, digamos desde ya que, en lo que a amantes respecta, sus Memorias deberían llamarse Aspiraciones de deseos jamás

cumplidos. O puede

que también Luis XIV se rigiera por el tan utilizado «Haz lo que digo y no lo que hago». 136

Porque

pocos reyes en Francia tuvieron tantas amantes como él. Por citar sólo las más conoci-

das: madame de Beauvais, mademoiselle de La Mothe-Houdancourt, Olimpia Mancini, Maria Mancini, mademoiselle de La Valliére, madame de Montespan, mademoiselle de Théobon, madame de Mónaco, madame de Soubise, mademoiselle de Ludres, mademoiselle de Fontanges y mucho etcétera. No uno sino varios volúmenes podrían dedicarse a contar la vida amorosa del gran rey; nosotros nos limitaremos a hablar de las amantes que realmente significaron algo en su vida.

El

de

hijo de Luis septiembre de

XII y Ana de Austria nació el 5 1638 tras haber sido concebido

exactamente nueve meses antes

en

las tormentosas

circunstancias que hemos descrito. No había cumplido los cinco años cuando la muerte

de

su

padre lo elevó

a

un

trono que

ocuparía nominalmente, ya que hasta la regencia el cardenal Mazarino.

1661

sólo

ejerció

Cuando Luis tenía sólo nueve años comenzó la rebelión dirigida por el príncipe de Condé y el Parlamento de París, que se conoce con el nombre de la Fronda, y que estuvo en un tris de acabar con la dinastía reinante. El futuro Rey Sol conoció el miedo, la pobreza y hasta el hambre, todo lo cual, como no podía ser menos, marcó su carácter para el resto de su vida. En 1653, Mazarino logró aplastar a los rebeldes, y sólo entonces comenzó a vivir plenamente Luis XIV. Durante los años negros, su madre, la valerosa

embargo gido a su hijo

y sin

tierna Ana de Austria, había proterey contra todos los peligros, espe-

cialmente contra las «malas» mujeres que

en

la 137

el honor de ser las primeras en hacer conocer a Luis las mieles del amor. Así venía ocurriendo desde los doce años del tan deseado, pero la férrea vigilancia de su madre había triunfado sobre todos los rincones oscuros de palacio y sobre todos los claros del bosque. Hasta que por fin llegó el gran momento para el adolescente de la mano, también de la mano, de Catherine Henriette Bellier, señora de Beauvais, primera dama de honor de Ana de Austria y su muy buena amiga. No deja de tener gracia que fuera la mujer en la que la madre depositaba su confianza quien hiciera perder la virginidad al hijo por ella tan procorte

se

disputaban

tegido. La de Beauvais

no era

precisamente bella

ni

jo-

tenía cuarenta y dos años contra tan sólo quince de su compañero de cama, pero la inexperiencia la debe de haber hecho especialmente atractiva a los excitados sentidos de Luis.

ven,

Por otra parte, la amante conocía bien

cio, su

no

sólo por

su

experiencia conyugal,

compañero quedó muy satisfecho

su

ofi-

así que

con esa

pri-

ronda de negociaciones y firmemente decidido a tener muchas más. Las tuvo. Con la de Beauvais primero y, muy pronto, con todas o casi todas las damas de honor mera

de

su

madre.

Acompañado por algunos íntimos, se aficionó a arriesgadas partidas cinegéticas nocturnas que, en caminar por cornisas y, en general, estar a punto de romperse uno o más huesos con tal de alcanzar el ansiado premio... La puerta que siempre estaba celosa-

ocasiones, incluían trepar por

mente

La

muros,

vigilada por rigurosa cancerbera. cual respondía al nombre de madame

de

Navailles y tenía por misión oficial precisamente cuidar el honor de las damas de honor por orden expresa de la reina madre. 138

Lo hacía tan bien que hasta

llegó

descubrir un pasadizo secreto que utilizaba Luis, forzado por las circunstancias. En tan sólo unas horas lo hizo tapiar y así el esforzado amador se quedó sin amar esa noche. Lo que le costó a madame de Navailles el cargo, fulminantemente destituida y exiliada de la corte por el enfurecido Rey Sol (Naciente). a

MARIA MANCINI

El cardenal Mazarino tiene mucha

menos

«prensa»

que su antecesor, Richelieu, y sin embargo merecía tener, al menos, tanta como él. Es bien sabido que fue genial político, acaba-

de decir que

pudo vencer a la entonces todopoderosa nobleza; podemos agregar que consolidó para siempre la unidad y grandeza de Francia, mos

pero con todo ello, la enumeración de

aun sus

siendo tanto,

no

agotamos

méritos.

Uno de los cuales queremos destacar y

el de haber inculcado en su joven rey el amor por las artes, el buen gusto, la elegancia y hasta la «pompa y circunstancias», que en Francia se llama gramndeur. El cardenal enseñó a su educando que un rey no sólo debe serlo sino también demostrarlo en todas y cada una de sus actitudes. Por sus ropas, es

carruajes, su distanciamiento, sus joyas, sus salones, sus gestos, hasta los más intrascendensus

tes, todos deben saber que se hallan ante un gran rey. Mejor aún: ante el más grande de todos los reyes. Estas enseñanzas hallaron terreno de exquisita fertilidad en Luis XIV, quien no sólo las aplicó a rajatabla durante toda su vida sino que las transmitió a sus sucesores, ninguno de los cuales osó

apartarse de ellas. 139

Al menos en alguna medida podemos achacar a Mazarino y su teoría de la grandeur la autoría moral de las pruebas nucleares que en el año 1995 realizó el presidente Chirac en una isla del Pacífico.

No sólo teorías tenía el gran cardenal; también sobrinas. Y muchas. Hasta siete fueron presentadas en la corte por el cariñoso tío, quien así con-

tribuía

labrarles un futuro. Seguía teniendo quince años Luis a la llegada desde Italia de este ramillete de flores casaderas. Que, según los cronistas, no eran bellas sino más bien todo lo contrario, pero, eso sí, muy alegres, muy enamoradizas, muy italianas. Cualidades más que suficientes para que el joven rey se enamorara «locamente» de una de ellas, Olimpia, de su misma edad. Con la que bailó, jugó, se pavoneó, pero, que se sepa, no hizo el amor. En las fiestas de palacio la distinguía sacándola a bailar en primer lugar; en las correrías campestres con ella se perdía, y era frecuente que se encontrara en íntima charla a la parejita en apartado rincón de oscura sala de palacio. Ana de Austria, informada al minuto de las andanzas de su hijo y ya forzada a aceptar sus correrías de alcoba, no se preocupó por el nuevo affaire hasta que un alarmante rumor llegó a sus atentos oídos. Se empezaba a decir en la corte que pronto habría reina y que respondería al inusual nombre de Olimpia. Lo más grave: la así llamada también lo decía. Furia de la reina madre con resultado de exilio para la del nombre inusual. A quien su diligente tío muy pronto casaría con un conde. No la lloró mucho su quinceañero enamorado, 140

a

pronto consolado

inagotable

cantera

por destacadas

integrantes de la

de damas de honor que

dre, aunque involuntariamente, ponía sición. Una de estas damas por poco

a

su

su ma-

dispo-

tiempo destacó

sobre las demás: mademoiselle de La Mothe-Houdancourt. Luis ya no tenía quince años sino diecisiete y Nada no se conformaba con amores platónicos. platónica era La Mothe pese a su juventud, así que a su señor. supo contentar adecuadamente Mazarino no era tan «sofocante» como Richelieu, pero también vigilaba con esmero el entorno del rey y no le gustó la aparición de una posible amante oficial que no hubiera sido elegida o aceptada por él. Una favorita —a pesar de lo que Luis XIV decía su en sus Memorias— ejerce gran influencia sobre amante y esto puede resultar altamente perjudicial de su familia o amipara quienes no forman parte gos. Por tanto, Mazarino se apresuró a poner en conocimiento de Luis que su nuevo amor lo había sido antes del duque de Richelieu, destacando la

significa para un rey conquistar conquistado y abandonado previamente

humillación que terreno

súbditos. Bien porque la argumentación le convenciese —es posible— o porque la joven La Mothe no le entusiasmara demasiado —es probable—, Luis XIV se avino a una rápida y callada separación de cuerpor

uno

de

sus

pos. A

punto de comenzar el verano de 1658, los franceses se aprestaban a culminar con éxito la

larga

España ejércitos.

guerra contra

y Luis XIV estaba al

frente de sus Llevaba ya un largo año guerreando y su organismo, resentido por una vida muy distinta de la cortesana, cedió no bien ser tomada Dunkerque; 141

unas

violentas fiebres lo pusieron

a

las puertas de

la muerte. Fue cuidado lo mejor posible, pero no estaba en palacio y los guerreros ho son buenos enfermeros.

Felizmente,

muchacha,

una

quien él apartó de a

imaginaba un ángel, no se rante largos días que se hicieron

delirio lecho du-

en su su

semanas.

Era Maria Mancini, otra de las sobrinas de Mazarino. Desde su llegada a la corte quedó prendada

del rey y lo amó en silencio y sufrimiento, primero cuando su prima, Olimpia, gozó de sus favores y después durante el breve reinado de mademoiselle de La Mothe. Ahora había llegado su hora, aunque fuera para acompañar a Luis en sus últimos momentos.

Contra las

opiniones de los médicos, el rey se recuperó y, no bien abrir los ojos a la realidad, desaparecida la fiebre, pudo comprobar, con la alegría que es de suponer, que el «ángel» era de carne y hueso.

Aunque

no

angelicalmente bello. Ninguna

de

las famosas sobrinas lo eran. Maria, entonces con diecisiete años, tenía un cuerpo bien proporcionado pero poco más. Su cara, en la que destacaba una gran boca y unos ojos negros, era regular pero en absoluto hermosa. Luis XIV, cuyo espíritu estaba lleno de agradecimiento hacia quien tanto y tan bien lo cuidara, y a cuyo cuerpo volvían los fuegos que siempre lo abrasaban, la vio hermosa y muy hermosa. En otras palabras, se enamoró de ella. Y esta

vez en

serio.

la polémica, señalaremos que hasta el día de hoy los estudiosos de la vida de Luis XIV se agrupan en tres grandes bandos: los que opinan que el rey sólo amó a Maria Mancini, los que creen que sólo a Louise de La Valliere y, finalmente, los eclécticos, que aseguran que amó a ambas más a madame de Maintenon. Sin

142

participar

en

Queda claro que la gran mayoría dan por hecho que el Rey Sol quiso a la dulce Maria.

convalecencia, Luis eligió Fontainebleau, adonde marchó de inmediato, por

completar

Para

su

supuesto acompañado de su nuevo amor. Cronistas interesados opinan que Maria era muchacha vulgar sin mayor cultura; según dame de La Fayette, ción. Sin

embargo,

carecía

los

en

una ma-

de modales y educa-

momentos

culminantes del

toda la corte la admiró como delicada, culta y extremadamente sensible. Más aún. Considerándose culturalmente inferior a ella, Luis XIV decidió superarse y se puso a estudiar. En realidad, su formación, desquiciada por la Fronda, había sido entre irregular e inexistente. A romance,

sus

casi veinte años

con una

galantería

era

un

agradable, apreciada por el be-

joven

innata muy

muy

atisbo de cultura. Gracias a Maria, que no tendría buenas maneras —creemos que las tenía— pero que amaba tola belleza, en especial la poesía, das las formas de las artes y la naturaleza, Luis aprendió italiano, actualizó sus magros conocimientos históricos, se introdujo en la política y, especialmente, llenó sus ocios con la lectura de los clásicos griegos y rollo

sexo, pero sin

el

menor

manos.

Esta lectura

siempre compartida con Maria, quien era lectora graciosa e infatigable. El espectáculo de la pareja sentada en apartado banco de los jardines de Fontainebleau, ella leyendo aplicadamente y él contemplándola con arrobo, se hizo familiar a los cortesanos. era

La reina madre

vinarla

zarino,

casi

no

veía mal la relación al adi-

platónica

y creerla no peligrosa, y a Made más está decirlo, le agradaba mucho. El

rey estaría libre de «malas influencias» y él estar

tranquilo,

podía

ya que la insalvable diferencia de 143

hacía

cuna

ria

como

impensable

que el rey

imaginara

Ma-

esposa.

Pero el rey la imaginaba; ñaba como esposa.

Porque la amaba

mejor dicho, la

so-

y también porque ya sabía

que sólo tras la bendición canónica a su

a

podría acceder

lecho.

La pequeña Maria estaba perdidamente enamorada de su rey pero era inflexible en cuanto a sexo.

¿Honestidad

cálculo? Dejemos esas disyuntivas que huelen a morgue y disección para los fríos cronistas y sigamos hablando de amor. Con veinte años, Luis parece, a la vez, niño y adulto. Todos en la corte se asombran de esta dualidad y nadie duda en señalar a Maria como la cauo

sante.

Un día navegan

barca por los canales, otro escalan rocas, los atardeceres se pasan entre lecturas y confidencias, las noches son para el baile y la diversión. Luis XIV todavía no ha empezado a ser. Hasta entonces, Mazarino ha gobernado el reino y él ni siquiera se ha dado cuenta de ello. Ha asistido, sí, a los consejos, pero siempre con aire ausente y aburrido y sólo para asentir a todo lo que el cardenal ha propuesto. Ahora, con los días y las noches llenos de Maria y de amor, los ambiciosos se frotan las manos; si antes no reinaba, menos lo hará en el futuro. No pueden imaginar hasta qué punto se equien

vocan.

Maria la

dulce, la soñadora, la romántica,

es

también Maria la inteligente, la que tiene el alma en los cielos pero los pies bien afirmados sobre la tierra.

poesía y de amor le habla a su rey, también de deberes, de victorias, de gloria. Maria quiere que Luis sea sólo para ella pero No sólo de

que el rey reine para todos 144

sus

súbditos.

Curiosas relaciones las de algunos monarcas franceses con algunas de sus amantes —no esposas—; son las favoritas las que los impelen, incluso les enseñan, a ser reyes. Hemos visto el emblemático caso de Diana de Poitiers, también el de Agnes Sorel, incluso el de Gabrielle d'Estrées, que mucho influyó en la concepción y promulgación del Edicto de Nantes, ahora nos encontramos con que la pequeña Maria, de la que muchos decían que le faltaban cultura y modales, contribuye, cuando menos, a que el despreocupado Luis se convierta en el Rey Sol. Imposible a un español no establecer comparaciones con las amantes de sus reyes. Juana Van der Gheist enseñando a ser emperador a Carlos V o la Calderona forzando a asumir sus deberes al disipado y disipador Felipe IV son imágenes que nuestros cerebros nunca lograrían visualizar. Cierto que muchas amantes españolas eran humildes y sin la menor instrucción, pero muchas otras pertenecían a la nobleza. Por otra parte no todas las francesas influyentes habían disfrutado de formación privilegiada. El tema es francamente interesante y digno de ser estudiado. Aquí no podemos hacer más que dejarlo enunciado. No sin apuntar dos vías de investigación: que el nivel medio de cultura / inteligencia / patriotismo de las francesas era sensiblemente superior al de las españolas; que los reyes españoles, por acendrado machismo, jamás admitirían injerencias en temas de gobierno de sus mujeres, legítimas o no. Claro que hubo excepciones, pero sólo para confirmar la regla. Ahí queda el tema, destacando el curioso hecho de que, como hemos visto, en sus Memorias Luis XIV aconseja a su hijo no permitir a las mujeres la menor intromisión en asuntos «serios». 145

1658, Mazarino realizó

En

una

de

sus

jugadas

Deseando para su rey una boda española, ya que a toda costa quería la paz con los vecinos transpirenaicos, anunció oficialmente que Luis XIV desposaría a una princesa de la Casa de maestras.

Saboya. Por supuesto, la maniobra tenía un claro destinatario: Felipe IV. El cardenal sabía muy bien que incluso a tan abúlico rey galvanizaría la posibilidad de una unión franco-saboyana, lo que llevaría a facilitar las negociaciones de paz con él. para la anunciada boda se hiciemuy seriamente, al punto que Luis llegó a co-

Las ron

nocer

gestiones

a

su

prometida,

de nombre Margarita, y

quedó

muy impresionado. Como es de imaginar, esto hizo sufrir mucho

a

la dulce Maria, que no se quedó en sufrimientos. La misma noche del día en que Luis conoció a su prometida irrumpió llorando en los aposentos reales, permaneciendo en ellos hasta la madru-

gada. Horas más

tarde, Luis XIV anunció

a

Mazarino

la saboyana. Que era lo que el cardenal quería oír. De inmediato hizo saber a su dócil rey que, por el interés del Estado, debía casarse con María Teresa, la infanta de España. Por primera vez, el dócil se rebela. Y hace saber a su ministro preceptor que sólo que

se

no se

casará

casaría

con

con

Maria Mancini.

Aparte la noticia.

sorpresa, para el tío fue una pésima Con Maria como amante oficial tenía

atado y bien atado al rey, pero si éste concebía la locura de casarse con ella, no tendría más remedio que acabar con la liaison. Lo que, claro está, no le hacía la menor gracia. Generalmente se acepta que por un momento el 146

río

e

intelectual Mazarino

pasiones

y

llegó

a

soñar

dejó llevar por sus la posibilidad de tal

se

con

boda. Quienes así opinan se basan en que, al informar a la reina madre sobre las intenciones de su hijo, lo que buscaba era explorar la reacción de Ana de Austria. Si así era, si había llegado a albergar alguna esperanza, de inmediato tuvo que perderla, porque la respuesta fue contundente. Furiosa, la reina madre hizo llamar a su hijo y le instó a que desmintiera lo que le acababan de decir. Luis no sólo no lo desmintió sino que se ratificó en su decisión. La suerte de Maria Mancini estaba echada. En junio de 1659, ella y sus hermanas fueron desterradas de la corte. Luis, que había amenazado, rogado y hasta llorado, se recluyó durante unos días en uno de sus castillos. Salió de su reclusión decidido a luchar por su amor y así comenzó un constante flujo de correspondencia entre el Louvre y Brouage, lugar de confinamiento de Maria. Lo que enfurecía a Mazarino, que veía peligrar sus gestiones de paz con España, en las que la boda regia era pieza principal. Aunque seguía insistiendo en que sólo se casaría con su amada, Luis accedió a conocer a su nueva prometida en San Juan de Luz, adonde se trasladó con su madre y su padrino, que no era otro que el cardenal. Eso sí, puso una condición: habría que pasar por Brouage. No en esta localidad sino en Saint-Jean-d'Angely se realizó la conmovedora entrevista. En ella, el rey renovó a su amada sus votos matrimoniales. «Aunque ello signifique la guerra con España.» Pero Luis XIV

ría Teresa,

no

siguió su camino, conoció a Mala «dejó plantada» como a la sabo147

partir de ahí, el camino hacia la boda transpirenaica no conoció obstáculos. Aunque no porque él decidiera por sí mismo

yana y,

faltar

a

a

la

palabra

tantas veces

dada

a

Maria Man-

cini.

algo

insólito que aún los historiadores están divididos a la hora de

Por entonces ocurrió

tan

hoy interpretarlo.

El hecho consistió en que la dulce Maria hizo saber a todo el mundo —es decir, a Luis— que estaba perdidamente enamorada del príncipe Carlos de Lorena. Dado que éste era enemigo declarado del rey, la traición era doble. Y así la sufrió el destinatario, quien sólo entonces empezó a considerar la viabilidad de la boda española. Hasta aquí el hecho, ahora las interpretaciones. Para unos, queda con esto probada la ambición y, principalmente, la falta de verdadero amor de Maria hacia Luis. Sólo quería casarse con él; al ver que María Teresa y no ella sería la reina de Francia, se buscó al primero de alto rango que pudo encontrar y se colgó de su brazo. Para otros, ésta es la más sublime prueba de amor que una mujer puede dar a su enamorado

imposible.

Maria

comprendió

que Luis

jamás

se

fuera ella, y esto significaría, aparte males mayores, la inmediata reanudación de la guerra con España, que ya llevaba casaría

con

otra que no

inventó

veinte años. Así

se

cualquiera,

con

sino

un

romance, y no con

el que más daño

podía

oca-

sionar.

cantidad excesiva para que el resultado sea inmediato y seguro. Para reforzar aún más la separación de los amantes —platónicos— y siempre temeroso de que una favorita peligrosa para él hiciera su aparición, Mazarino se cuidó personalmente de buscar compañera de lecho a su apasionado ahijado. Cicuta

148

en

No tuvo que ir muy

lejos

para encontrarla. La

sobrina Olimpia, la de los primeros escarceos, ahora esposa del conde de Soissons, se mostró encantada de volver a las andadas. Físicamente era mucho más apetecible que su desgraciada prima; además, estaban los recuerdos, así que el rey no tuvo inconveniente alguno en el reemplazo. Máxime porque todo quedaba en fa-

milia.

pasaba muy bien, siempre unida, incluso en los desplazamientos oficiales de la corte. Como Olimpia no aspiraba a trepar hasta La

nueva

pareja

se

lo

lo alto del monte, como sí lo deseara Maria, nada impidió que, en la primavera de 1660, María Teresa de Austria y Luis de Borbón se unieran en matrimonio. Luis se mostró encantado ante la belleza rubia que Marte y Mazarino habían puesto en sus brazos y, al menos en los primeros tiempos, la cumplimentó debidamente. Entretanto, el cardenal seguía temiendo una resurrección de la exiliada Maria y, para dar definitiva solución al asunto, decidió casarla de inmediato. No con el príncipe de Lorena, pero sí con el condestable de Colonna. Lo que tenía la ventaja agregada de obligar a la joven a dejar Francia camino de Italia.

de 1661 murió el gran Mazarino y Luis se sintió de repente liberado. Por primera vez en su vida se sintió Luis XIV. Antes de sumergirse en los asuntos de Estado, como desde entonces hasta el final de sus días haría, buscó resolver el problema que más le preocupaba. Es decir, intentó por todos los medios romper el compromiso matrimonial de Maria con el condestable. Esta vez fue ella la que buscó al rey. Para deEn

marzo

149

cirle que

de impedir su matrimonio. Luis, airado, la desafió a que se atreviera a decirle que amaba al de Colonna y no a él; ella se limitó a responder que no quería ser amante de quien no había podido ser esposa. Pocos días más tarde, Maria Mancini se hundía en la historia camino de Milán.

LoUISE

no

DE

En orden

tratara

La VALLIERE

cronológico

y de

importancia, el segundo

de Luis XIV. Poco después de la muerte de Mazarino, Felipe, hermano del rey, desposó a Enriqueta de InglateITA, hija de Carlos I y criada, junto a su madre, en el exilio francés desde que su padre fuera destronado por Cromwell. Enriqueta era joven, bella y deseosa de amar; su esposo, Felipe, era también joven, relativamente bello y con deseos de amar, pero a los de su propio sexo. Aunque en un principio se esforzó por cumplir con el débito, pronto se dedicó a debituar con quienes más le gustaban. Así que Luis XIV, desvanecida ya Olimpia, no tuvo que esforzarse demasiado para cubrir la ausencia de Maria con el cuerpo de Enriqueta. Fueron los tiempos de Fontainebleau, que preanunciaron los de Versalles. Paseos a caballo, comidas sobre la hierba, baños, charlas y poemas durante el día; barcas, violines y danzas por las noches. Y Enriqueta, la reina. Galanteada por todos los hombres y envidiada por todas las mujeres, paseaba su belleza del brazo del rey, quien no se cuidaba de demostrarle su amor o su deseo a la vista de todos. Fontainebleau no era el Louvre; allí se permitían todos o casi todos los excesos. Y no sólo los amor

150

sexuales. Bellas y bellos se tiraban a la cara trozos de comida, hacían aguas menores en cualquier parte y algunos se permitían bromas en absoluto

propias de una corte que «espiritual» de Europa.

se

preciaba

de

ser

la más

el Louvre ocurrían cosas: para ejemplo, baste transcribir lo que cuenta SaintSimon en sus Memorias, y que tomamos de Breton: «Una vez, pasando [el señor de Estoublon] ante la cámara de madame de Brégy, que daba sobre Saint-Germain por medio de una galería, encontró la puerta entreabierta y a madame sobre la cama con el trasero al aire y una jeringa junto a ella sobre el lecho; se deslizó dentro suavemente, insinuó el lavado, clavó la jeringa y se retiró. La camarera, que había ido al guardarropa a buscar no sé qué, vuelve y le propone a su señora tomar la postura adecuada. Esta pide explicaciones y le pregunta si está soñando. Gran discusión entre las dos. Por fin, la camarera observa la jeringa, encuentra el depósito vacío y jura y perjura de tal modo que no ha tocado la jeringa que madame de Brégy cree en la intervención del diablo... Cuando se presentó ante la reina, el rey y su hermano le preguntaron por su lavativa; ella, sorprendida y furiosa a más no poder, se entera, la última de la corte, lo que le debía a Estoublon.»

Aunque también

podía ser menos, los nuevos amoríos pronto llegaron a oídos de María Teresa,

Como

del rey retenida

en

apresuró

no

en a

París por

quejarse

oportuno embarazo; se la reina madre y ésta, con

un

ante

decisión habitual, se encaró con su hijo Felipe y le dijo que mejor haría en vigilar a su mujer. Pese a su falta de interés por femíneos encantos, el príncipe se puso furioso y cabalgó hacia para jugar su papel de esposo ofendido. su

ontainebeau

151

delicada, ya que de hermano y cuñada se trataba, así que tomó en seria consideración las quejas. La situación

era

Había que hallar

su

propio

Luis XIV

solución «decorosa» al problema y con su amante se abocó a encontrarla, No tardó mucho y fue genial por su sencillez. Consistía en encontrar una amante «de pega» con la que cubrir las apariencias y así poder continuar los amores sin despertar sospechas en el ofendido esposo. Entusiasmada con la solución, Enriqueta se ofreció a buscar la falsa amante entre sus damas de honor. Tras una cuidada selección, ya que la elegida tenía que ser lo suficiente guapa y lista para dar el pego pero no tanto como para enamorar al enamoradizo rey, la princesa dio con la candidata ideal. Tenía diecisiete años, era guapa sin ser deslumbrante, no tonta pero tímida e inocente. Por si fuera poco tenía una leve cojera. La candidata ideal: Louise de La Valliere. una

Louise de La Baume le

Blanc, futura duquesa de La Valliere, había nacido en Turena en 1644, hija de padres de la pequeña nobleza de provincias. Por haber sido educada en la corte y, como joven dama de honor de la también joven princesa

Enriqueta, gozaba de todos los privilegios de

su

condición.

especialmente bella

fue elegida—, se dice que tenía marcas de viruela en el rostro y esa cojera ya mencionada que, por otra parte, la igualaba a Luis XIV, que también cojeaba No

era

—por

eso

algo. Tenía bellos mente

ojos azules,

una

blanca, la boca grande.

piel excepcional-

En

realidad, lo

que

impresionaba de ella era el aura de virginal ingenuidad que parecía emanar de su rostro.

más

152

Su encanto, porque lo tenía y mucho,

no

de-

rivaba exactamente de su belleza física, como bien lo explica el agudo abate de Choisy, citado por Louis Bertrand:' «No poseía una de esas bellezas perfectas que se admiran sin amarlas. Ella era de las propiamente amables, y este verso de La Fontaine: “Y la gracia, más bella aún que la belleza”, parece haber sido escrito expresamente para ella.» El rey, por su parte, cuando vio a la elegida, aunque quedó impresionado, no sólo no se ena-

primera vista sino que, entre aplausos y rifelicitó a Enriqueta por la que calificó de sagaz

moró sas,

a

y hasta perfecta elección. Luis XIV no se enamoró de Louise, pero ésta sí se enamoró de él. En su inocencia —no hacía mucho que había llegado a la corte— tomó en serio

de imaginar que no eran más que un juego. Cruel sin duda. Louise estaba perdidamente enamorada del rey y no se privaba de hacérselo saber a sus amigas más íntimas, dando por sentado que era debida-

galanterías regias, lejos

las

correspondida, conciencia su papel. mente

Hasta el día

cuchó

a unas

comentar

deleite,

su

un

en

que, por pura

jóvenes, baile

supuesta

ya que Luis

entre

casualidad,

a

es-

las que estaba Louise,

cortesano.

amante

representaba

Para

su

hizo callar

sorpresa y a

las

otras

diciendo que el más guapo, mejor bailarín, más cumplido caballero, no era ni éste ni aquél sino el rey. Por si fuera poco, agregó que, de no ser rey, aún sería más atractivo, ya que podría dar rienda suelta a todas sus cualidades. Estas sencillas palabras impresionaron grandemente a Luis porque las supo sinceras. No olvidemos que todavía, a sus veintipocos 1.

Louis Bertrand, La vie

anioureuse

de Louis XIV, Flammarion,

París.

153

años, seguía viviendo en la dualidad hombre-niño, siempre necesitado de verdadero afecto.

Enriqueta, como antes a Olimpia y a otras, las había deseado; a Maria la había querido; a Louise empezaba a amarla. No bien haberlo descubierto quiso también poseerla, y se las arregló para introducirse una noche en el cuarto de la joven, quien quedó aterrorizada A

al verlo. De nada valieron las ardientes declaraciones reglas. Louise se mantuvo firme y el galán tuvo que abandonar el sitio sin conquistar la plaza. Hasta

aquí, Enriqueta seguía encantada con lo que consideraba gran éxito de su juego. Toda la corte se había dejado engañar y creía que el rey estaba enamorado de la pequeña Louise, así que ella

podía disfrutar Que

era,

amante. Los

materia

eran

hay

en

que

paz

con su

insistir

en

amante.

ello, todo

un

últimos referentes universales en tal Francisco I y nuestro Carlos V —En-

rique VIII no merece ni ser mencionado—, pero aquéllos eran sombras del Medievo. Galanes con espada en cinto y mente, hombres de amor sin palabras. Como todo auténtico creador, Luis XIV rompe

los antiguos moldes y crea otros nuevos. Sigue llevando espada, pero no para librar singulares combates en primera línea sino para dirigir ejércitos desde el puesto de comando; habla de política y de Estado, pero también de música, tapices y flores. Cubre a la mujer, pero no sólo con su cuerpo. En resumen, tuma del amor cortés la galantería, pero la humaniza. Ya no es el canto desgarrado a la amada inaccesible, ahora es la frase galana, el verso intencionado, el obsequio exquisito a la mujer de carne y hueso a la que tiene enfrente y aspira a hacer suya.

154

de suma importancia, a la que seguirá ofreciendo frases galanas y regalos

Pero, y el

agregado

es

exquisitos después.

siglo XIx, la cruda la perfumada aristocracia,

Hasta que, bien entrado el

burguesía remplace

a

ejemplo a seguir galanes de Francia.

Luis XIV será

pirantes

a

por todos los

as-

el exquisito arte del galanteo, Luis XIV creó estilo. Aunque sea un manido tópico diremos una vez más que, así como El Escorial define por sí solo a

También

en

el

amor o,

mejor dicho,

en

II y a España, Versalles es síntesis perfecta de Luis XIV y de Francia. Los edificios explican a sus creadores; si éstos

Felipe

verdaderos representantes de sus pueblos, sus construcciones definen a éstos. El Escorial es serio; Versalles, risueño. Uno está pensado para gobernar desde él un mundo difícilmente gobernable; el otro, para disfrutar de un mundo de placeres. El Escorial es esencia; Versalles, existencia. son

adolescente provinciana y además enamorada no podría resistir por mucho tiempo el embate de quien era, además de primer galanteador y rey de Francia, el objeto de su amor. Luis accedió a Louise y Enriqueta acabó por abrir los ojos. Su furia fue de las que se recuerdan, Es evidente que

pero

su ex

perder en momento alguno comprender que todo había ter-

amante, sin

las formas, le hizo minado. Hasta

una

puede

que le

haya

dicho: «Señora, habéis

estado muy de acuerdo en jugar este juego, aceptad ahora que habéis perdido.» Fueran estas u otras las palabras, lo cierto es que Enriqueta se tuvo que buscar otros amantes para suplir la falta de esposo activo con ella y Luis XIV tuvo las manos y todas las otras partes 155

de su cuerpo libres para dedicárselas a la dulce damisela. En ese verano de 1661, ardiente también en lo meteorológico según los cronistas, Louise escaló todas las cimas de amor y poder. Quizá más que nunca, Fontainebleau fue una fiesta. Disfrazados de pastores, los amantes representaban bucólicas escenas que provocaban burlonas risitas a los cortesanos espectadores. Para deslumbramiento de la pequeña Louise, el joven rey montaba espectáculos fastuosos que llegaban a durar hasta ocho días; las noches eran de violines y danzas, como ya lo fueran antes, pero ahora todo tenía una resonancia especial. También para homenajear a la pareja, Moliere escribía y Lulli componía. La corte vibraba porque el rey estaba enamorado... Claro que ésa es la gran duda: ¿lo estaba? Aceptando el riesgo de error que lleva implícita toda simplificación, podríamos decir que Luis XIV amó a Maria Mancini y fue amado por Louise de La Valliere. Que sí lo amó no bien conocerlo y antes de que el gran juego la eligiera para amante de pega. Louise decidió consagrar su vida a su rey y señor y, por cumplir con su decisión, hizo de su vida una desgracia histórica. Su amante gustó mucho, muchísimo de ella, pero ni en esos momentos iniciáticos del verano del 61 sintió por ella lo que sintiera por Maria. En cambio, su nueva amante hizo nacer en él un sentimiento que le era desconocido: la ternura. El rey, como todos los seres humanos pero más, quería, necesitaba ser amado. Amado por sí mismo y no por ser rey. Y eso es lo que Louise le dio, porque realmente quería al hombre a quien veía charlar, reír, inclinarse ante las damas y expresar con una sonrisa o hasta con 156

mirada todos los sentimientos que compendian el amor. Para Louise, Luis era el amor. Y eso era, precisamente, lo que el joven rey siempre había soñado conseguir, creyendo que no lo conseguiría una

nunca.

fue feliz con Louise, por eso la distinguió como a ninguna hasta entonces había distinguido: una no especialporque había sido capaz, ella, mente inteligente y ni siquiera bella muchachita de Por

eso

diecisiete años, de hacer realidad sus más queridos y ocultos sueños. Ser amado por sí mismo, un lujo que muy pocos

reyes han

podido permitirse.

Desde los días de vino y rosas de Fontainebleau, Louise comenzó a ser, además de envidiada toda la corte. Una vez estay odiada, adulada por blecido sin palabras por Luis aquello de «todo lo a mí», quedó claro que le hagáis a ella me lo hacéis era antesala inevitable que agradar a la pequeña se quería. para la obtención del favor que Así lo entendió también monsieur Fouquet, superintendente de Finanzas, es decir, ministro de Hacienda del rey. El bueno de Fouquet hacía generoso y personal uso de los fondos, reservados o no, de la Corona y eso empezaba a saberse; incluso Luis, que sólo comenzaba a ocuparse de los asuntos del Estado, lo tenía bajo observación. Sabiéndolo, el intrigante pero en absoluto psicólogo superintendente buscó la protección y había terapoyo de la emergente Louise. Aún no minado ese largo verano del 61 cuando ya estaba él maniobrando. De la peor manera. Sin detenerse a pensar que la muchacha era la sinceridad, la lealtad y hasta la pureza personificadas, no se le ocurrió nada mejor que ofrecerle dinero, y interpósita persona.

no

personalmente

sino por

157

Fracasada la tercería, y en conocimiento de la indignación de Louise, Fouquet se decidió a actuar por sí mismo, visitándola y hablándole de mil y una cosas, de las que la muchacha sólo sacó en limpio que el superintendente la estaba cortejando. Así se lo dijo al rey, y fulminante destitución y arresto de Fouquet. Que igualmente hubiera sido destituido, pero lo fue antes porque Luis no admitía ni siquiera la sospecha de que alguien galanteara a Louise. Pese a tantas demostraciones de amor, ella no era del todo feliz. En primer lugar estaba la reina madre, que no ocultaba su animosidad hacia ella. Nada personal, desde luego, sólo que la enfurecía la soledad en que el rey dejaba a su esposa, María Teresa, que se preparaba a dar un heredero a Francia.

Por otra parte,

su

religiosidad

y estricto sentido conflicto de conciencia que

moral le creaban un sólo cuando estaba con su amado podía acallar. Era feliz porque se sabía —o creía— amada por el objeto de su loco amor, pero no era feliz porque no podía dejar de pensar que esos amores eran pecaminosos y nunca dejarían de serlo. Así las cosas, en noviembre de 1661, María Teresa dio a luz al tan ansiado nuevo Luis y el agradecido padre pasó una semana agasajando a su normalmente desatendida esposa. Lo que redundó en directo perjuicio de Louise, quien tuvo demasiado tiempo para sufrir soledad y remordimientos. Luis volvió por fin junto a ella y se reanudaron sus caricias. Pero, así lo creyó la enamorada, no con el fuego de antes. Lo dijo, recibió seguridades en contrario, insistió y el rey terminó por enojarse, cosa que nunca había ocurrido. Ahora fue él quien le pidió o exigió que le informara sobre los nuevos amoríos de la princesa 158

Enriqueta, de quien honor, y, ante

su

Louise

seguía siendo dama de airada negativa a traicionar la

confianza que en ella dando un portazo.

se

depositaba, el

rey

se

fue

Y esto tampoco había ocurrido nunca. Louise, llorando sin consuelo, pasó el resto de

la noche esperando en vano que regresara. Al llegar la mañana, segura en su depresión de que nunca volvería, tomó una decisión que impresiona por lo extrema y conmueve por lo infantil: corrió al convento más próximo y pidió ser admi-

tida

como

postulante.

Aunque ella

nadie había dicho lo que haría, la noticia en minutos circuló por París, llegando muy pronto al Louvre. Cuando, finalmente, llegó hasta Luis XIV, éste salió casi a la carrera de su despacho, montó en el primer caballo que le ofrecieron y galopó hasta el convento, donde encontró a su Louise todavía llorando. Con las lágrimas de ambos mezclándose en los unidos rostros se selló la reconciliación. Para escándalo de unos, disfrute de otros y envidia de todos, Louise salió del convento en carroza y abrazada por el rey. Entre los escandalizados estaba el eminente orador sagrado Bossuet, quien pocos días más tarde, en la homilía que pronunció en la capilla real ante Luis XIV y su corte, hablando sobre el pecado de adulterio en general, pero casi señalando a la aterrorizada Louise, se permitió decir: «¿Veis esa mujer? Es la que pone todas sus armas a los pies de quien la ha conquistado...» La pobre muchacha oía estas y peores cosas sin a

reaccionar, aunque su sufrimiento aumentaba día a día, al punto que enfermó tan gravemente que a decirse llegó que había sido envenenada. La presencia muy frecuente del rey, mucho más que los confusos medicamentos, le devolvieron pronto la salud y volvió a gozar en todos los sen159

tidos del amado.

término

con

la compañía de

su

tan

mucho

después quedó embarazada, lo que produjo gran alegría al futuro padre. El hijo, un varón, fue entregado no bien nacer -

Tanto, que

no

personas de confianza para su secreta crianza. Otro, que nacería algo más de un año después a

de 1665—, seguiría el mismo camino. En la primavera anterior, y en buena medida para festejar el nacimiento del primer hijo que le daba, Luis XIV organizó en honor de su amante festejos por todo lo alto en el a medias construido palacio de Versalles. Aparte los bailes, banquetes, fuegos de artificio y meriendas campestres que eran de rigor, el espectáculo mayor fue la representación de una obra más o menos caballeresca y mitológica llamada Los placeres de la Isla Encantada, y en la que el mismo Rey Sol asumió el papel protagónico para mayor emoción de su dama. Enfundado en una coraza de plata, las piernas cubiertas por bordados de oro adornados con piedras preciosas y un casco con plumas que simulaban llamas en su cabeza, debe de haber causado extrema impresión al auditorio. —enero

costumbre, poetas, escritores y músicos, capitaneados por Moliere y Lulli, extraían lo mejor de sí para agasajar a la reina de la fiesta. Como ya

era

Fue entonces cuando Moliere le dedicó

su

Tartufo.

Era la hora del triunfo para la pequeña La Valliere. Aunque Luis no le era enteramente fiel, lo que en él era demasiado pedir, Louise sabía que era la preferida, la que ocupaba el corazón regio,

cuando

mayor parte. La muerte de la reina madre, su más temible enemiga, a comienzos de 1666 pareció derribar los últimos obstáculos que separaban a Louise de su menos en su

definitiva aceptación de Francia. 160

como

amante

oficial del rey

fue, en electo, al menos en un principio. La pareja se mostraba ahora en público sin el menor sonrojo y hasta la legítima esposa tenía que soportar la humillación de compartir con la favorita Y así

de honor en los actos públicos. A los ojos de la mayoría, la unión de Luis y Louise era perfecta y se mantendría durante muchos años; sin embargo, había quienes no pensaban así. Una joven y bella dama de honor de la reina era una de estas personas. Se llamaba Francoise, marquesa de Montespan por casamiento, y hacía del sexo un culto, por lo que era buena diagnosticadora de ajenas carencias. Ojo avizor, pronto llegó a la conclusión de que el rey gustaba de ser amado por la pequeña Louise, pero en un plano que, a pesar de obvias intimidades muy íntimas, podía considerarse espiritual. En otras palabras, que le agradaba la compañía de la joven, lo pasaba bien con ella, pero no la deseaba. O no la deseaba como a ella sería capaz de desear. Convencida de que estaba en lo cierto, de que Louise era demasiado blanca, demasiado desangelada, demasiado pasiva para ser fogosa amante, decidió serlo ella, y a lograrlo consagró sus horas. Que no tuvieron que ser demasiadas. Madame de Montespan —así la llamaremos— también era rubia y blanca, de mediana estatura y bien proporcionada, como Louise, pero, a diferencia de ésta, el fuego del sexo ardía en sus entrañas, y eso un galanteador como el rey no podía dejar de notarlo. Y de desearlo. Mientras la todavía amante oficial volvía a traer un hijo al mundo, Luis empezaba a atender a la de Montespan. Y, con lo que no podemos menos que calificar de crueldad, quiso que todos conocieran el nuevo rumbo que tomaban sus sentimientos.

los

lugares

161

fiestas hizo incluir, como número principal, la representación de un Ballet de las muisas, decidiendo que La Valliére, la de Montespan y él mismo serían actores principales. En un momento dado, pastor él y pastora ella, recitó a Louise unos versos —los había hecho escribir expresamente— que terminaban diciendo: «Os lo diré con toda franqueza: amo a otra.» Ciertamente no podemos elogiar el comportaDurante

unas

miento que entonces tuvo para

morada

amante

con

tan

su

el creador de la moderna

ena-

galan-

tería.

Sin

embargo,

Louise

seguía siendo la

amante

oficial

y un nuevo parto la ayudó a sostener su posición. Esta vez había nacido una niña, Marianne, que,

a

diferencia de

dos hermanos mayores, Más aún: a su madre se le concedió sus

fue legitimada. el título de duquesa. La de Montespan, loca de furia, recurrió a hechiceros, conjuros, misas blancas y negras y cuanto se le ocurrió para asegurar su primacía, lo que, en parte, consiguió. Nuevamente en guerra

partió al frente de

sus

con

ejércitos

España,

Luis XIV de los Países Bajos,

haciéndose acompañar solamente por su esposa y las damas de honor de ésta. O sea, por la de Montespan, que era dama de honor, y no por la una vez más preterida Louise.

Quien, una vez más embarazada, tomó una resolución que, aunque descabellada, conmueve por lo patética. Sabiendo que el rev dejaba el frente para volver a su campamento de la Fere, lo que equivalía a decir que volvía a la de Montespan, Louise montó en su carroza

allí,

y, sin

ningún

aviso

previo,

se

presentó

gran indignación de María Teresa. Ella conocía el affaire La Valliére, pero no el Montespan, así que la nueva amante se encargó de con

avivar el 162

fuego

del odio, al punto que la reina

llegó

prohibir llegada. a

que

se

diese alimento

alguno

a

la recién

supo que Luis XIV se acercaba al campamento, su esposa ordenó que nadie saliese antes que ella a recibirlo, y se puso inmediatamente en camino.

Cuando

se

Entonces, para asombro de todos los presentes y de la historia, la ingenua, la tímida, la silenciosa cocheros que pusiesen los caballos de su carroza al galope, adelantó a la reina y llegó antes que ella junto al azorado Luis, que sólo murmuró unas frías palabras de saludo. No obstante lo cual, al día siguiente la sentó a su mesa, en lugar de tanto honor como el que ocuLouise de La Valliére ordenó

paba

su

a

sus

esposa.

Lo que

no

impidió

que

esa

noche y la siguiente

las pasara con la de Montespan. En octubre de 1667, Louise tuvo a su cuarto hijo, lo que motivó un nuevo —y último— acercamiento del rey. Por parte de éste, su amor hacia Louise había muerto. Para quien ponía por encima de todo el respeto al monarca, representante de Dios en la tierra, la imprudencia de la muchacha al presentarse en el campamento y humillar a la reina, su esposa,

jor

era

imperdonable.

Por otra parte, lo estaba pasando cada con la marquesa de Montespan.

MADAME

DE

vez me-

MONTESPAN

«La naturaleza había

prodigado todos

sus

dones

a

Montespan: ondas de cabellos rubios, ojos azules encantadores...» (mariscal de Noailles). madame de

El generalmente detallista Saint-Simon esta vez sintetiza: «Bella como el día.» Hija de los marqueses de Mortemart, Francoise 163

Athénais (nombre que ella misma se adjudicó) de Rochechouart nació en Lussac-les-Cháteaux en 1641. Apenas superada la niñez se convertirá en otra de las damas de Enriqueta de Inglaterra, honorífico grupo que, como estamos viendo, sirvió de inagotable despensa para los apetitos sexuales de Luis XIV. que, ya lo hemos dicho, ella compartía ampliamente. Para satisfacerlo, pero también para

Apetito

satisfacer se

aplicó

ambición de ser la primera en todo, terminar con lo que quedaba de la po-

su a

bre La Valliere, que empezaba a transitar un largo camino de dolor del que, por amor al rey, no se apartaría durante largos años. Hemos mencionado al pasar la afición de la esposa del marqués de Montespan por los filtros amorosos nemos

y

ahora,

que volver

a

como

ocurrirá más veces, te-

ellos.

Al producirse el acercamiento Luis-Louise motivado por el nacimiento del cuarto hijo de ambos, la de Montespan volvió a visitar a la Voisin, una bruja de tomo y lomo, con el objeto de obtener medicación que curara de una vez por todas la enfermedad que obligaba al rey a volver con su antigua amante.

esforzó por atender debidamente a su más prometedora clienta y el resultado fue un mejunje que Luis bebió y cuyo efecto satisfizo totalmente a quien se lo suministrara. «Tout va bien, madame la marquise», decían los aduladores a la de Montespan cuando, para su indignación y general sorpresa, irrumpió en la corte un personaje de quien nadie se acordaba: el marqués de Montespan. Venía inocentemente a visitar a su esposa y llegaba en mal momento porque —verano del 68— el rey ocupaba su tiempo en supervisar la preparación de unas fiestas versallescas en honor, precisamente, de la esposa visitada. La Voisin

164

se

El marqués concurrió a las fiestas y mucho pero por poco tiempo, ya que pero

no

tanto. Pronto

se

divirtió

era

imaginó, sospechó

o

tonto

descu-

pasando y, en vez de actuar como se espera que lo haga un civilizado caballero francés, reaccionó como un vulgar caballero espabrió lo que estaba

ñol. O

sea,

después de permitirse alguna

—pe-

queña— descortesía con el propio rey, fue a la alcoba conyugal y primero apostrofó y después abola infiel. Hasta aquí la semejanza con un primitivo español ya que, lejos de matar a su esposa, a su amante o a ambos, se dedicó a publicitar su infortunio mediante visitas a conocidos y hasta redactando un escrito dirigido al rey en el que, con profusión de citas bíblicas, le pronosticaba un eterno infierno. Finalmente se vistió totalmente de negro, respondiendo a quien le preguntaba que llevaba luto por su mujer. Evidentemente, el marqués de Montespan era un personaje anacrónico. Ignorando que vivía en el siglo de Moliere, creía hacerlo en el de Calderón, dramaturgo español de la antiguedad. En fin, su conducta era intolerable; peor aún: era peligrosa. De cundir su ejemplo, la corte tendría que renunciar a su estilo de vida. Morirían el esprit, el savoir faire y hasta la joie de vivre. Versalles ya no tendría sentido y habría que destruirlo. Haciéndose eco del sentir general, Luis XIV puso al marido anacrónico en su lugar. Es decir, en un calabozo. Como las carcajadas que tal hecho produjo traspasaron las fronteras de Francia, Montespan sólo estuvo una semana en la cárcel, de donde salió para ser confinado en sus tierras. No bien llegar a ellas montó un entierro de su esposa con sacerdote, ataúd y todo, y después se feteó

a

quedó tranquilo. 165

Luis XIV tiene treinta años y está

de

apetitos como de les; Frangoise tiene veintisiete tanto

sus

sus

en

la

plenitud

potencias

sexua-

y está ávida de amor

y de todo lo demás.

pareja llamada a entenderse y que, sin la menor duda, se entiende. Maria Mancini había sido el espíritu; Louise, más espíritu que carne; la de Montespan es sólo Una

lo que a Luis le apetece en este momento de su vida. Pero, además, le gusta hablar con su mueva amante. Y lo que es peor, le gusta escucharla. Según la inmensa mayoría de quienes han tratado el tema, Frangoise de Montespan era, aparte sus indiscutibles cualidades físicas, mujer no carente de cierto preciosismo pero cuya conversación, compuesta casi en exclusiva por chismografía y maledicencia, traslucía a quien quisiera verlo un fondo de mindad. Sin embargo hay que decir desde ya que la de Montespan fue útil a Francia. Nos explicamos. Así como Maria Mancini puso al rey en el camino de la gloria y Louise de La Valliere contribuyó a hacerle recorrer ese camino con su timidez y hasta con su entrega, la de Montespan consolidó —sin proponérselo— la obra de sus antecesoras al obligarlo a superarse día a día para merecerla. Al menos en los primeros años de amor. Porque ella, siendo la menos enamorada de los dos, era por consiguiente la más fuerte. Hay quien ha llegado a afirmar —la princesa Palatina— que Francoise se aburría cuando estaba a solas con el rey y por eso éste, a quien nada desagradaba la soledad de dos, se veía obligado a una ininterrumpida búsqueda de diversiones más o menos multitudinacarne.

Y

eso es

rias.

Versalles ya estaba construido 166

a

la

«llegada»

de

madame de Montespan, pero fue por ella y gracias a ella que alcanzó su leyenda. A mayor abundamiento, recordemos que el primer Trianon y el palacio de Clagny, hoy inexistentes, fueron construidos para homenajearla. Sorprenderá saber que, pese a tanto amor por la Montespan, Luis no había renunciado enteramente a la pequeña La Valliére. A ambas las tenía instaladas en su palacio de Saint-Germain. aposentos contiguos, para evitar demoras innecesarias. Así visitaba a una o a otra, según sus ocasionales preferencias, pero, eso sí, sin dejar de, cuando menos, saludar a la abandonada. Que casi siempre lo era Louise, que todo lo aguantaba con tal de estar lo más cerca posible del objeto de su amor. La otra disfrutaba con el inútil sacrificio de su antes envidiada rival. Y

en

Cuesta

comprender

que haber sufrido

una

Louise;

a

pasión

comprenderla. Creemos haber dejado pan no era lo que podría

para

en

no

realidad, hay

correspondida

claro que la de Montesllamarse una dama, por

lo que no será difícil de creer que se ensañara con la enamorada caída. Aunque se suponía que el rango de las dos era el mismo, en la práctica Louise se convirtió en servidora de la otra. Tenía que vestirla y acicalarla para las visitas regias y el mismo Luis —excesivamente compleja personalidad— no se privaba de humillarla al extremo de decirle que un perro era suficiente compañía para ella. En 1671, cuando su tortura llevaba ya tres largos años y después de unas carnestolendas en las que el rey llegó a todos los desenfrenos con la de Montespan, la pequeña La Valliére tomó una decisión que ya había tomado antes y se recluyó en un convento de Chaillot. Esa misma noche, por orden de Luis, el ministro Colbert fue a rescatarla de su exilio. «La vez 167

anterior vino

a

buscarme el rey

en

persona»,

se

do-

lió ella. Por

trado días.

unos

con

el

días pudo amor

había reencony la felicidad, pero sólo por unos creer

que

se

Cuando, después de haberse humillado durante dos años más, su cada vez menos amante la obligó a ser madrina de uno de los hijos tenidos con la de Montespan, Louise decidió llegado el punto de no retorno.

Por tercera y definitiva vez entró en un convento. Era el de las carmelitas de Saint-Jacques,

donde tomó los hábitos el 2 de junio de 1674, con treinta años de edad. En la homilía, el oficiante leyó los versículos evangélicos que dicen: «¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas, no dejará las otras noventa y nueve para correr detrás de la que se ha perdido, hasta encontrarla? Y cuando la ha encontrado, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, para traerla a casa...» Louise de La Valliéere murió en 1711, después de haber consagrado demasiados años de su vida a Luis XIV y los últimos treinta y siete a Dios.

Ya

en

1669 la de

Montespan había dado

hijo legal-

un

al rey y éste decidió ocultarlo dado que, mente, era hijo del muy exiliado y muy furioso pero también muy esposo marqués de Montespan. Había que poner a alguien de toda confianza a cargo del niño y la madre pensó en una de sus amigas, Francoise d'Aubigné, desde poco tiempo atrás viuda del poeta satírico y mala persona Scarron.

Aunque después de muchas reticencias, coise aceptó. No mucho tiempo después, se criando hasta siete hijos de una discreta casa parisina. 168

su

Franvería

fértil homónima

en

Volveremos

a

hablar,

y

mucho, de la viuda de

Scarron.

aceptable placidez para la feliz pareja y los niños siguieron llegando a la discreta casa con la regularidad de las mensLos años discurrieron

con

truaciones. No había nubes en tan azul cielo y no las hubiera habido por muchos años de no haber pasado a la ofensiva el influyente predicador Bossuet ante la inminencia de la Semana Santa de 1675. Luis XIV tuvo que oír que su conducta era un escándalo para la nación, que Dios no le había sentado en el trono de Francia para que lo mancillara amante, etcétera. Aunque no sea fácil de creer, el rey era católico convencido y ferviente —también lo era nuestro Felipe IV— y quedó impresionado por el arrebatador verbo de Bossuet. Hasta tal punto que, para incredulidad de todos y posiblemente de él mismo, ordenó a la de Mon-

compartiéndolo

o

casi

con una

tespan el inmediato abandono de la Mientras

se

preparaba

corte.

para visitar

a

su

vene-

amiga, la Voisin, la enfurecida madame de Montespan no tuvo más remedio que retirarse a

nosa

una

de

sus casas.

dice Breton, el cantando:

Según

festejó

nos

Pleurons, pleurons

une

de París lo

pueblo

putain

Qui, dans les bois de Saint-Germain Et partout se le faisait faire... Que

en

libre traducción vendría

Lloremos, lloremos

por

una

a

decir:

puta

los bosques de Saint-Germain Y por todas partes, se dejó hacer...

Que,

en

Mientras el rey

prometía

a

Bossuet

nunca

más 169

la de

Montespan, ésta conseguía de la Voisin unos polvos infalibles, capaces de devolver el amor a un muerto. Gracias a bien engrasados sirvientes pronto los polvos aderezaron los alimentos regios.

ver a

Debían de

quedaron

ciertamente eficaces porque atrás Bossuet y las buenas promesas, para aleser

gría de la hechicera

amante.

Alegría que no duró mucho pudo comprobar aterrorizada que vos

porque sus

pronto

filtros, pol-

y mejunjes eran demasiado eficaces. Fuera por ellos o por sus genes, Luis XIV

no se

contentaba con los esfuerzos sexuales a los que siempre estaba dispuesta la de Montespan, viéndose obligado a liberar el exceso de presión en otros lechos. Así pasaron por las reales manos en muy poco tiempo diversas jóvenes, de las que sólo mencionaremos a mademoiselle de Fontanges. Era ésta una bella jovencita, dama de honor de la princesa Palatina, nueva esposa de Felipe de Orleans. El rey comenzó a frecuentarla con asiduidad suficiente para que la ya cuarentona y nada delgada Francoise se apercibiera de ello. Primero la Voisin y después otros brujos y brujas la aprovisionaron convenientemente y el destino de la infortunada de Fontanges quedó sellado. Especialmente cuando la de Montespan vio que el asunto se prolongaba demasiado y que Luis lle-

gaba

público con su nueva adquisición, incluso relegándola a ella. Alrededor de un año después de iniciadas las relaciones con el rey, la de Fontanges, aquejada por misteriosas hemorragias, tuvo que recluirse en a

pasearse

en

convento, donde murió meses más tarde. Aunque sin pruebas concluyentes —el rey prohibió la autopsia—, todos los enterados de la corte

un

señalaron a la de Montespan como responsable directa de muerte tan misteriosa de muchacha tan

joven 170

y

sana.

alimentar las sospechas el que, poco antes, la Voisin, a quien se sabía amiga y confidente de la amante real, había sido arrestada, juz-

Ayudaba

gada

y

a

quemada

por

brujería

y

múltiples

asesina-

tos.

Con la detención de la Voisin comenzó el fa-

de los venenos, que llevaría a la hocorte y, guera a varios destacados personajes de la en definitiva, acabaría con la privanza de la de moso

asunto

Montespan. A

quien el

aunque

rey

logró dejar al

numerosos

margen del asunto,

ellos la hija de la habitual adquiriente de

testigos,

entre

Voisin, la señalaron como filtros mágicos, asistente a misas negras y a cuanta infernal ceremonia se le ocurriera a su madre. Muchos historiadores creen que sólo la certeza de la participación de la de Montespan en tales actividades, repugnantes además de criminales, pudo separar a Luis XIV de la de Montespan. Nosotros,

personaje, no opinamos así. El Rey Sol, aparte de sus grandes méritos como gobernante tanto en lo político y diplomático como

creyendo

en

conocer

lo que a inmaduro. Sin duda

lo militar,

perfecto

al

era, en

sexo un

se

refiere,

don Juan

a

un

la

francesa.

Hombre muy hombre que, sin embargo, no había superado del todo los temores de la niñez, necesitaba mujeres a su lado para sentirse seguro. Pero, como siempre ocurre, la que garantizaba seguridad hoy ya no era suficiente mañana. De todos modos también tienen su parte de razón quienes atribuyen a los venenos el mérito de haber descolgado a la de Montespan de su tan alto sitial. Saint-Simon es de los que así creen. Afirma que sólo el miedo al diablo podía apartar a Luis de su ardorosa amante, 171

que el rey vuelve

la familia y, especialmente, a solazarse con la compañía de sus hijos, incluidos, naturalmente, los tenidos con madame de Montespan y que están al cuidado de Lo cierto

es

a

Francoise d'Aubigné. A éstos

va a

verlos

con

creciente frecuencia y,

desde años viene haciendo, escucha con atención las palabras siempre juiciosas y ahora confortantes de la viuda de Scarron. Ella, cuya virtud era proverbial, no se limitaba a confortar a su señor, en proceso de quedar sin amante; lo instaba a volver junto a su legítima esposa para cumplir con ella sus deberes de marido y de cristiano. Porque la viuda era, además de virtuosa, católica militante. Dando una prueba más de la complejidad de su carácter y de su necesidad de depender de una mujer, el rey le hacía caso. Así la sufrida María Teresa conoció días y noches de una felicidad que le era casi desconocida. Y no tardó en adivinar a quién se la debía. En el verano de 1683, la reina enfermó gravemente. Pronto todos y ella misma fueron conscientes de que la muerte se acercaba, y entonces tuvo lugar una bella escena. Con entrecortadas palabras, y entre jadeos, pidió que se llevara a la viuda de Scarron a su presencia y, quitándose un anillo de su mano, lo introdujo en el anular de la gobernanta de los hijos de la última de sus rivales. Poco después expiró. Luis XIV la despidió con una frase que ha hecho historia: «Es la primera vez que me causa una como

pena.» La de pero

no

Montespan seguía viviendo en la corte, fue en ella en quien el viudo buscó con-

suelo, sino

172

en

la virtuosa viuda de Scarron.

MADAME

MAINTENON

DE

La vida de

Frangoise d'Aubigné

es,

sin compara-

la más interesante de todas las vividas por las amantes de Luis XIV. Aunque dejando bien sentado desde ya que es casi diríamos un error incluir a la futura marquesa de Maintenon entre las amantes. Pero así se ha hecho siempre y así lo haremos nosotros. No sólo la vida, también la personalidad de esta extraordinaria mujer es interesante tema de estudio. Sin intentar bucear en aguas más profundas de las que corresponden a estas líneas, algo diremos al respecto. Francoise pertenecía a una familia de hugonotes cuya figura más relevante fue su abuelo,

ción

posible,

Agrippa d'Aubigné, gran jefe protestante, poeta y amigo y compañero de aventuras de Enrique IV. Su padre, Constant d'Aubigné, era un aventurero de más bien baja estofa que mató a su primera mujer porque le era infiel. Casó en segundas nupcias con Jeanne de Cardilhac, quien le daría a Francgoise cuando compartía la cárcel impuesta a su

marido.

La marquesa de Maintenon nació, pues, en una prisión, la de Niort, el 29 de noviembre de 1635. Ya en libertad, el inestable Constant decidió

buscar fortuna en las Antillas, por lo que la niña vivió su infancia en parajes tan exóticos y sugerentes como las islas de Martinica y María Galante. Con menos fortuna de la ninguna que poseía al ir, volvió la familia a Francia, donde en 1647 murió Constant, dejando a viuda e hija en la miseria.

Dos tías

se

probablemente mano

de obra

disputan no

la tenencia de Francoise,

tanto por cariño

gratuita.

por tener Son las señoras de Neuicomo

173

llant y de Villette; aquélla muy católica, ésta muy protestante. Dada la tradición de la familia, no es de extrañar que madame de Villette se quedara con la niña.

No obstante poco duró en su casa, pasando a la de madame de Neuillant, quien la envió a las ursulinas para que le quitaran el protestantismo de la cabeza.

Francoise

inteligente

y nada

acomodaticia; hizo pasar muy malos ratos a las monjas cuando, con la Biblia como arma invencible, rebatía uno a era

argumentos. Prueba de que era inteligente es que, no muchos años después y utilizando la misma arma, pulverizara las argumentaciones protestantes. Según Saint-Simon, que no le tenía ninguna simpatía, Frangoise fue muy desgraciada chez uno sus

Neuillant,

ya que

su

tía

tan

era

avara

que contro-

daba a los caballos, lo que nos advierte sobre las severas limitaciones a las que estaría sometida su sobrina. Que no era más que una sirvienta según el autor de las Memorias, de lo que deduce que esa condición marcó toda su vida. Que nunca pudo sacudirse el polvo de la dehesa, traduciríamos nosotros. Lo cual, vista su personalidad a través de toda su vida, se manifiesta como absolutamente falso. Cuando Francoise tenía dieciséis años, madame de Neuillant, para sacársela de encima dice SaintSimon, la dio en matrimonio al poeta satírico Sca-

laba

personalmente la

avena

que

se

Iron.

Aquí



puede

acertar

porque tal matrimonio

el

no

implacable detractor, era

precisamente

una

bendición. Con cuarenta y un años, el novio era un anciano decrépito gracias a la gota y a los excesos de

toda

su

vida; públicamente

poemas, que insultaban 174

a

era

despreciado

por

todos los que el

sus

autor

odiaba,

y,

en su

déspota. A tal bello

vida

privada,

era un

vicioso y

un

espécimen humano fue entregada la

doncella de dieciséis años. Que sólo aportó a su esposo «dos grandes ojos bellas manos y muy vivos, un muy hermoso busto, mucho espíritu», según conocida frase del mismo Scarron. tenía y las mudebiera haber tenido, Scarron

Aparte las muchas

cosas

que

no

chas más que no poseía lo que entonces y ahora se llama un salón. A él concurría la más variopinta muestra de humanidad que concebirse pueda. Damas y caballeros de la corte, prostitutas, jugadores, bohemios de todas las categorías, intrigantes de todas las intrigas. Como

de esperar conociendo al dueño de casa, el salón se caracterizaba por su entera libertad. Allí nadie podía ofenderse porque esposa o marido fuera objeto de íntimas atenciones por parte de ajeno caballero o señora, etcétera. Francoise, de dar avena a los caballos y discutir teología con las ursulinas, pasó, sin solución de continuidad, a presidir el denostado aunque famoso

era

salón de Scarron.

Exotismo

en

María

Galante, establos

y

teología

el salón; no cabe duda que éstos son los elementos básicos del caleidoscopio en el que madame de Maintenon

chez Neuillant, humanidad al desnudo

aprendió a vivir. La prueba de fuego duda, el salón. Allí

se

en

personalidad fue, sin aprendía —oyendo y vien-

de

su

do— todo lo que de carnal tiene el amor y todo lo que de puñal tiene la palabra; sin embargo, como prudente salamandra, Francoise pudo salir incó-

lume de tal infierno. El mismo Scarron, que jugaba a cínico para esconder frustraciones e innatas maldades, no podía menos que admirar a esa muchachita que se movía 175

blasfemadores y disolutos sin contaminarse pero también sin demostrar molestia alguna. Maravilla de equilibrio, autocontrol y, en definitiva, inteligencia que ni sus más acendrados eneentre

migos

se

atreven a

negarle.

Años más tarde lo relatará

blando

en

tercera persona

educandos, hamisma, según lo

a sus

de sí

transcribe Bertrand: «Ella pasaba la cuaresma comiendo un arenque en un extremo de la mesa y se retiraba a su habitación porque entendía que una conducta menos firme y menos austera, a la edad que ella tenía, y dado que el libertinaje de esa juventud [la que frecuentaba el salón] no tenía freno, sería

perjudicial

para

su

reputación» (traducción

libre). Aunque todo el párrafo

es

importante, desta-

caríamos lo de «en un extremo de la mesa». Nueve años duró esta vida hasta que, en 1660, Scarron dejó el mundo de los vivos y a su viuda de nuevo sin un céntimo.

Todos los detractores de madame de Maintenon se han cebado en esos nueve años, asignándole amantes tanto masculinos como femeninos. Se basan para ello en la sorprendente amistad entre la puritana Francoise y la ex reina de las cortesanas, Ninon de Lenclos, para entonces ya madame Lenclos, y en alguna boutade de su nada recomendable esposo. Escribió cierta vez Scarron a su amigo el duque de Elbeuf para agradecerle unos pátés que le había enviado, y le dijo que los comería en compañía de varias mujeres, lo que le consolaría plenamente «por la ausencia de madame Scarron, a quien madame de Montchevreuil ne ha robado». Scarron era un cínico profesional que vivía de la calumnia, así que líneas como las citadas escritas por él no merecen la menor credibilidad. Entre los muchos amantes que en esos años se le pusieron a Francoise destacó el señor de Villar176

por la insistencia de Saint-Simon en adjudicárselo, pero, especialmente, por estas frases de Ninon de Lenclos que también tomamos de Berceaux

trand y traducimos libremente: «Scarron

era

mi

amigo. Su mujer

me

propor-

conversación y, con el tiempo, ya la encontré demasiado torpe para el amor. En cuanto a los detalles, yo no sé nada, yo no he visto nada. Pero yo he prestado a menudo mi cuarto amarillo a ella y a Villarceaux.» Está históricamente probado que este depravado caballero —intentó vender una de sus sobricionó mil

nas

a

placeres

con

su

Luis XIV— sintió

una

enorme

pasión

por

madame de Maintenon pero ni la menor prueba de que hubiera tenido éxito. Incluso Ninon se desdice de sus anteriores afirmaciones cuando escribe: «Madame de Maintenon era virtuosa por debilidad /faiblesse] de espíritu. Yo la hubiera querido curar, pero ella temía demasiado a Dios.» De todos modos, Francoise dará la talla de su virtud a la muerte de Scarron. Tiene veinticinco años, relaciones de todo tipo y es libre. Por si fuera poco también es pobre. Nada le impediría dar rienda suelta a sus sentidos; nadie la criticaría, especialmente en tiempos en que lo que se criticaba era, precisamente, la virtud. Pero ella no corre a los brazos de Villarceaux ni a los de madame de Montchevreuil, ni siquiera a los de Ninon de Lenclos; donde corre es al convento de la Petite Charité. No quiere vivir de la caridad y pide que le sigan pagando a ella los seis mil francos de renta asignados a Scarron por su aportación a la literatura universal. Obtendrá lo que solicita más una recompensa regia de dos mil escudos, «por su buena conducta y la admiración que ella provoca». Ahí es nada lo que dice la Corona de la presunta amante de hombres y mujeres. 177

Otra

Frangoise nos da una muestra de su verdadera personalidad. Con su renta y sus escudos podría instalarse muy dignamente e, incluso, abrir su propio salón, aspiración máxima de todas las preciosas de la época, pero ella, muy lejos de vez

lo único que hace es cambiar la Petite Charité por las ursulinas. Es decir, vuelve a sus orígenes religiosos. Al lugar donde, tras tantas discusiones Biblia en mano, terminara por abjurar del calvinismo y empezara a ser la gran católica que durante el resto de su vida eso,

sería.

Entendemos

las fuentes como un deseo, consciente o no, de borrar los nueve años pasados con Scarron y su corte de los milagros. El hecho de vivir en un convento no debe hacernos creer que Francoise ha abandonado el mundo. Muy por el contrario, ella frecuenta asiduamente las relaciones que ha seleccionado en el salón de su marido. Una de las casas que más visita es la de la mariscala D'Albret, y será allí donde se producirá su decisivo encuentro con madame de Montespan. En los salones de las grandes damas que frecuenta, Francoise no está, ni pretende estar, a la altura de anfitrionas e invitadas. Muy lejos de pertenecer a la nobleza —hoy no podríamos situarla por encima de una clase media media— es, además, pobre. Por tanto se la recibe pero a cambio de realizar pequeñas tareas. este retorno a

No es, ni remotamente, una persona de servicio sino una igual, pero, ya sabemos, algunos son más

iguales

que otros.

pregunta realmente interesante sería por qué se la invitaba, por qué se la recibía en los grandes salones si su condición social, y hasta el hecho de haber sido esposa del despreciado Scarron, eran tan serios deméritos. Hay que convenir, incluso porque no existe exLa

178

la invitaba por ella misma, Lo que entonces y hoy es el mejor elogio que se le puede hacer a una persona. Como decíamos, en casa de la mariscala D'Albret conoció Francoise a madame de Montespan, por entonces ascendente amante de Luis XIV. Para sorpresa de quienes conocen bien a ambas, simpatizan mutuamente y pasan con cierta frecuencia largos ratos de animada charla.

plicación mejor,

que

se

Amistad desconcertante para sus biógrafos, incluso tratándose de una mujer especializada en desconcertar biógrafos. No es fácil explicarse el interés que la superficial, intrigante madame de Montespan demostraba por la religiosa, contenida, más bien opaca Francoise. Y viceversa, claro. Poco ha preocupado a los historiadores explicarse el interés de la gran amante por la casi monja, pero mucho el de ésta por aquélla. Se dan dos grandes explicaciones, que exponemos para que el lector se quede con la que crea más cierta. Esta

es una:

Dada su acendrada religiosidad, la futura madame de Maintenon buscó la amistad de la amante del rey para ser espejo de su conciencia, obligándola a asumir el doble pecado de adulterio que estaba cometiendo y, dentro de lo posible, hacerla volver a la buena senda. Y ésta es la otra:

Bajo su aparente contención y virtuosismo, Francoise d'Aubigné escondía una ambición sin límites que la llevaba

adular y hasta servir a las grandes damas con tal de estar a su nivel y gozar de los privilegios que su condición no le permitía. Al conocer a madame de Montespan y, mucho más, cuando fue la gobernanta de sus hijos, vio la posibilidad nunca soñada de elevarse hasta las a

179

alturas, y a tal fin consagró sus días y noches, no ahorrándose trabajos ni humilla-

máximas sus

ciones.

Quedan explicadas las dos grandes posiciones de los historiadores. Claro que queda una «tercera vía». Podríamos suponer que la viva religiosidad de Francoise la llevó a buscar y conseguir la amistad con la de Montespan con fines catequizadores y que, cuando educó hijos reales, vio su oportunidad y, humana como era, no

quiso dejarla

pasar.

de 1669, la de Montespan tiene su primer hijo con el rey y pocos días más tarde Francoise recibe de una amiga común el sorprendente ofrecimiento de hacerse cargo de él. Se le dice que ha sido la madre quien la ha propuesto para tan delicada tarea y que Luis XIV ha aceptado de inEn

marzo

mediato. No consta que por entonces el rey hubiera tenido con la viuda de Scarron más trato que el pro-

suficientemente conocidas en el Louvre, como hemos visto cuando la concesión de los dos mil escudos. Por cierto, la misma cantidad que se le ofrece anualmente en su nuevo cargo. Que comienza a desempeñar en la discreta casita de lo que entonces eran los alrededores de París. En 1670 será instalada en casa más confortable, rodeada de jardín, al final de la calle de Vaugirard. Por entonces ya son dos los niños a cuidar. Con el tiempo llegarán

tocolario,

siete. No era

pero

sus

virtudes

eran

a ser

fácil y así lo cuenta ella en sus escritos, haciendo referencia a los primeros tiempos: «Muchas veces tenía que ir a pie de nodriza en nodriza, disfrazada, llevando en mis brazos ropa y comida. A veces he pasado la noche entera junto a la cama de uno de los niños que estaba enfermo... Por la mañana entraba en mi propia casa por una pequeña puerta trasera y, después de 180

un

trabajo

haberme vestido, montaba en carroza en la puerta principal para ir a casa de los D'Albret y de los Richelieu para que mis amistades no se dieran cuenta de nada y ni siquiera sospecharan que yo ocultaba un secreto.» Los niños seguían llegando a la mansión de la calle de Vaugirard y Francoise seguía cuidándolos. Era una vida oscura, sacrificada, pero ella —por caridad cristiana o por ambición— la aguantaba a pesar de haber condenado lo que le quedaba de juventud. Lo que

no

aguantaba

con

tanta

paciencia

eran

los desplantes cada vez más frecuentes y crueles de la madre de sus educandos. Porque madame de Montespan había dejado de ser la amiga para convertirse en la señora. Francoise, acostumbrada a sufrir en silencio casi desde su nacimiento, aguanta hasta que no puede más y se queja a su confesor, padre Gobelin: «No puedo comprender que la voluntad de Dios sea que yo sufra por culpa de madame de Montespan. Ella es incapaz de sentir amistad... Habla de mí al rey como le place y me hace perder su estima... Yo no me atrevo a hablarle directamente [al rey] porque ella no me lo perdonaría jamás; y si le hablara tampoco podría decirle lo que quiero de madame de Montespan porque ella no me permite criticarla, así que no puedo poner remedio alguno a mi sufrimiento» (tomado de Bertrand). Estas palabras son reveladoras de un claro interés de Francoise en tratar directamente con el rey. Por mejor servirle, dirán algunos; por acer-

él, opinarán otros. Si así fuera, no sería de

carse a

ni, menos, de criticar. Luis XIV, lo hemos dicho muchas veces, era de matural amable, trataba bien a todo el mundo y mucho más a las damas. Las pocas veces que en esos primeros años había visitado a sus hijos, la gobernanta habría tenido ocasión de comextrañar

181

probarlo,

natural que prefiriera ser bien tratada por un hombre que mal por una mujer. Y, en definitiva, Luis XIV era el rey de Francia y madame de Montespan sólo su querida. La situación estalla en 1675. Están discutiendo de viva voz las dos mujeres cuando, sin aviso previo, entra el rey y pregunta airado qué está ocurriendo. Armándose de valor, Frangoise se adelanta a su rival y pide al monarca hablar a solas con él, a lo que éste accede. Entonces la humilde gobernanta dice todo lo que lleva años sin poder decir; Luis XIV la escucha pero no le da la razón. Por el contrario, corre a calmar a la enfurecida y solitaria y

era

Montespan. Sin embargo, el

«pega pero escucha» ha dado resultado. El rey no recrimina a su amante pero comienza a demostrar interés en visitar a sus hijos. Y a su gobernanta.

significaba un gran cambio porque Luis XIV, bajo el influjo de su amante, estaba muy mal predispuesto contra Francoise. La Montespan le decía que tenía un carácter insoportable, le reLo

que

cordaba que era la viuda de Scarron para, finalmente, concluir en que había que aguantarla porque era irremplazable con los niños. Pero él había podido comprobar por sí mismo que, lejos de tener mal carácter, la gobernanta era una persona apacible que lo único que deseaba era que la dejasen cumplir tranquilamente con sus

obligaciones. Descubrió más. muy

agradable,

Que tenía una conversación que se interesaba por los asuntos

él le interesaban, que tenía conocimientos políticos que la de Montespan nunca soñaría ni desearía tener y, en fin, que, a pesar de tener cuarenta años —tres más que él—, estaba todavía de muy buen ver. Más o menos por entonces ocurrieron dos hechos inconexos pero convergentes: como ya hemos que

182

a

dicho, por consejo de Bossuet, Luis XIV dejó, aunque momentáneamente, a la de Montespan y, por otro lado, regaló a la humilde gobernanta el señorío de Maintenon vicios.

en

reconocimiento

a

sus

ser-

amante, y hubiera seguido con ella por muchos años más de no haber estallado en 1679 el escándalo de los venenos que,

Después volvió

a su

hemos visto, fue el detonante que conduciría a la gradual separación de la pareja. En 1683 murió María Teresa, no sin poner un anillo en el dedo de la señora de Maintenon, y, cuando ésta se retiraba discretamente de la cámara como

mortuoria, el duque de La Rochefoucauld se apresuró a detenerla con la famosa frase: «No es éste el momento indicado para abandonar al rey.» Francoise no lo abandonó.

Al llegar a este punto es de rigor hacer un alto en la narración de los hechos para plantearse la doble pregunta de si madame de Maintenon amó realmente al rey y si éste la amó verdaderamente a ella. Digamos desde ya que la respuesta no es fácil. Francoise d'Aubigné se nos presenta desde sus primeros años como una mujer más cerebro que corazón, más espíritu que sexo. Nadie dijo de ella que fuera frígida —ni tampoco se dijo lo contrario— y no seremos nosotros los primeros en hacer tan aventurada afirmación. Sí parece cierto que el sexo no ocupaba un lugar determinante

en su

vida,

y esto

puede perfec-

deberse a su casamiento con Scarron. Que con tan sólo dieciséis años fuera entregada a un hombre a quien los franceses llamaban entonces y siguen llamando hoy deébauché (vicioso, pervertido), no pudo ser buena escuela de amor para ella. Es perfectamente creíble que, consciente tamente

183.

inconscientemente, durante el resto de su vida viera el sexo como algo sucio; como pecado. Bien, esto podría explicar su apatía erótica peo

TO

no

nos

Luis XIV. Se sabe

ilustra sobre

sus

Francoise

sentimientos hacia

había interesado desde siempre por la vida del rey, lo que no nos dice mucho ya que todos los súbditos participaban de ese interés. No obstante, el de la muchacha, según referencias de cronistas y frases que ella misma escribió, era muy marcado. Cuando el azar la hizo gobernanta de sus hijos es lógico sus que sentimientos, fueran de respeto, admiración o algo más, se vieran incrementados. Después, cuando Luis, tras la muerte de su esposa, le hizo demostraciones fehacientes de su interés por ella, Frangoise, en buena medida, se dejó lleque

se

var.

Pero este modo de actuar estaba en sintonía con su carácter y con la forma en que ella se en-

frentó siempre

a

la vida. No

nos

dice mucho tam-

poco.

Tenemos que recurrir

a su

comportamiento

en

los años siguientes. Hasta la muerte de Luis XIV, madame de Maintenon consagró absolutamente su vida a él. No le dejó ni de día ni de noche; es decir, ni en el lecho ni en el despacho. Estuvo a su lado como mujer, nunca se le reina, reconociera púesposa y aunque blicamente tal rango. Fue compañera inteligente y fidelísima, consejera segura y consejera confiable; es casi seguro que nunca vibró por la pasión pero es absolutamente cierto que sintió gran cariño por el rey. Más, mucho más: sintió por él verdadera devoción y a

él, repetimos, consagró

Si todo esto que convenir en En cuanto a 184

vida. no es amor, al menos tendremos que es muy deseable sustituto. los sentimientos de Luis XIV los su

más claros. A la muerte de su esposa tenía a sus espaldas cuarenta y cinco años y un incontable número de amantes de una noche o varios años. No es que se sintiera viejo, pero es seguro Y no olque buscaba una relación más tranquila. videmos la persuasiva oratoria de Bossuet que había hecho mella en su conciencia. Madame de vemos

Maintenon hallaba terreno abonado cuando le hablaba de Dios y de sus deberes religiosos. Con todo lo cual podría deducirse que no nos

inclinamos a creer que Luis amara a Francoise, y nada más lejos de nuestra opinión. Desde antes de la muerte de María Teresa, el rey buscaba su compañía; no bien quedar viudo, requirió su constante presencia. Le hablaba, la escuchaba y, generalmente, le pedía consejo. Por su expreso deseo, madame de Maintenon las reuniones del consejo, conversaba con ministros sobre asuntos de Estado y, cuando se le requería, expresaba sus propias opiniones sobre las más importantes cuestiones. Hay que decir que nunca abusó de su posición de ella para servir y nunca pretendió aprovecharse a intereses personales o de su entorno. Además mantuvo siempre una actitud digna pero respetuosa hacia el rey y considerada hacia todos los demás. Nunca actuó como amante —o esposa— dominante, más bien como una especie de eficiente secretaria ejecutiva. Lo que muchísimo agradaba a Luis XIV, siempre tan preocupado por las formas. «Os amo tiernamente...», escribió en alguna ocasión a Francoise, y estamos convencidos que expresaba con autenticidad sus sentimientos.

participaba

en

Totalmente volcado a madame de Maintenon, Luis XIV, según su inveterada costumbre, quería hacerla su amante, pero esto era sencillamente im-

posible. 185

Para acceder

a su

por la vicaría. Por su virtud,

gún

cuerpo había que pasar antes

según

unos; por su

ambición,

se-

otros.

Pocas amantes

mujeres en la historia y ninguna de las del Rey Sol fueron estudiadas con lupas

potentes y desconfiadas como las que se ulilizaron y se siguen utilizando para la viuda de Sca-

tan

rron.

Podría pensarse que de no haber sido tan católica sólo se habrían utilizado lupas convencionales. En fin, Luis XIV quiere acceder a ella, sabe que el único camino es el del matrimonio y, sin em-

bargo,

renuncia a Hemos visto que

aspiraciones. no es la primera vez que se plantea casarse por amor, pero siempre sensatos consejeros le han hecho desistir de su propósito; ahora es diferente, Luis no cede. no

Pero el

sus

de fácil solución. Nadie duda de las altas virtudes que adornan a madame de Maintenon, pero nadie olvida que es la nieta de Agrippa d'Aubigné, el hugonote rebelde; la hija de Constant, asesino de su esposa; que ha nacido en una cárcel y, lo último y lo más importante, que es la viuda del débauché Scarron. Demasiados deméritos para una reina de Francaso no es

cia. Luis XIV

brazo

escucha, incluso asiente, le dice que

pero

hijos

no

da

de un segundo matrimonio podría ser germen de futura guerra civil y responde que madame ya no está en edad de tenerlos; se le recuerda a Scarron y él aprovecha para destacar las cualidades morales que la sitúan por encima de la mayoría de las mujeres de la corte, por no decir de todas. No bien morir María Teresa, madame de Maintenon ha dicho: «Hay que volver a casar al rey», y todos los ministros están de acuerdo en esa necesidad y en que no sea ella la elegida. su

186

a

torcer. Se

tener

El fiel Louvois

llega

prosternarse ante su señor, rogándole que no cometa tal atentado contra las conveniencias y las tradiciones. El escándalo, dice, sacudiría al reino y a todas las cortes de Europa. Louvois

conoce

a

muy bien el horror al escándalo

que desde siempre ha sentido el rey; convencido de el matrimonio será un error, golpea donde que más puede doler. a sus palabras. Y, en efecto, el rey es En su respuesta comienza dándole la razón sobre lo del escándalo y, cuando el ministro cree ganada la partida, anuncia una decisión casi salomónica: se casará, pero el matrimonio permanecerá se-

sensible

creto.

decisión, y con la rapidez que signo distintivo, envió a su confesor, el paChaise, para que cumpliera las funciones de

No bien tomar la era su

dre La

de tan singular boda. Aunque todo lo referente al matrimonio

casamentero mantuvo

en

se

tan estricto secreto que su misma ce-

lebración fue negada durante siglos, se dice que, tras escuchar al sacerdote exponer la humillante condición que se le imponía, Francoise se limitó a responder que ella pertenecía al rey. No se conoce la fecha exacta de la boda, que no se realizó antes de 1684 ni después de terminar el siguiente año. Sí se sabe que tuvo lugar en el despacho del rey, fue celebrada por el padre La Chaise y estuvieron presentes el arzobispo de París, un puñado de íntimos y un valet de cámara de Luis XTV que actuó como testigo. La corte no supo de la

bajadores extranjeros pero todos

boda, tampoco los

y, mucho menos, el

comprendieron

que

en

la

em-

pueblo,

posición de

había producido un importante cambio cualitativo. Sus enemigos, encabezados por los nuevamente emergentes hugonotes, inventaban mil infundios madame de Maintenon

se

187

ella; desde asignarle

contra

amantes

hasta decir

que vra el verdadero rey de Francia. Una copla, imaginando al delfín disgustado por

la situación, componía

este

diálogo

entre

padre

e

hijo: «Mon

fils, dit lors Louis,

que rien

ne vous

étonne,

Nous maintiendrons notre couronne!» Le Dauphin répondit: «Hélas! Maintenon l'a.»

(«¡Hijo, dijo

entonces

Luis, que nada

Mantendremos nuestra corona!» El delfín respondió: «¡Ay de mí!

os

asombre,

Maintenon la

tiene.»)

Juego de palabras.

Maintenant

significa ahora,

por lo que la última estrofa admite una doble lectura: «Maintenon la tiene», pero también «Ahora la tienes.»

Como,

en

rigor de verdad,

car

escándalos

sus

enemigos

a

se

no se

le

podían acha-

la nueva presunta amante del rey, dedicaron a criticar todas sus ac-

públicas. Ejemplo de ello fueron las reacciones que provocó su estupenda fundación de Saint-Cyr, escuela ciones

internado para muchachas nobles y sin fortuna. Al tiempo que se la acusaba de ser tan timorata que prohibía a sus pupilas interpretar la Andrómaca del exitoso Racine, se susurraba a voz en cuello que Saint-Cyr era un almacén de aprovisionamiento de carne fresca para el rey. Difícil conciliar ambas posturas. Cuando las calumnias llegaron a ahogarla, Frangoise rogó a Luis que hiciera público su matrimonio, pero reapareció Louvois, volvió a tirarse por el suelo, recordó la promesa regia y el secreto se

mantuvo.

No

ban 188

a

sólo las calumnias las que preocupala «amante-esposa», también la presencia en eran

palacio

de madame de Montespan, superviviente de los venenos, quien seguía manteniendo sus habitaciones y un cierto rango que le permitía organizar fiestas y diversiones, en desesperado intento de volver a atraer al alegre monarca. A quien madame de Maintenon, hay que decirlo, ofrecía más misas que sexo y más consejos que bailes. Aparte de cortar de raíz los excesos licenciosos de la corte, lo que no puede criticársele, exageraba prohibiendo la representación de obras a sus ojos pecaminosas y también la realización de mascaradas y otras diversiones. Cuando intentó poner coto a los conciertos reaccionó Luis XIV: «Señora —le dijo—, la reina mi madre, que era muy piadosa y comulgaba todas las semanas, asistía a estos conciertos y no veía ningún mal en ello.» La corte pudo seguir escuchando música, pero madame de Montespan no. Una mañana de primavera de 1691 fue violentamente desalojada de sus dependencias de palacio mientras sus muebles y enseres eran echados por las ventanas. Lo triste del caso es que quien ejecutó la real orden de desahucio fue el duque de Maine, uno de los hijos de la desahuciada, criado, como todos sus hermanos, por madame de Maintenon. Por si fuera poco, a él se concedió el apartamento que había sido de su madre. Que terminó recluyéndose en el convento de Fontevrault, y fin de madame de Montespan. Un triunfo de Francoise que la compensaba ampliamente de su derrota con los conciertos.

Además de haber

alejado

al rey de sus aficiones cinegéticas, se culpa a madame de Maintenon de haber influido excesivamente sobre él, llevándole a 189

tomar

decisiones que

no

favorecerían al interés ge-

neral.

especialmente la revocación del Edicto Nantes, que garantizaba la libertad religiosa de Se cita

de los protestantes. Lo cierto

que grupos de

es

pecial calvinistas, proliferaban nes

francesas,

y ello

no era

reformados, en

en

es-

distintas regio-

sólo cuestión

religiosa.

Bajos estaban en guerra con Francia y, como antes hicieran con España, utilizaban a los protestantes como eficaz quinta columna que, de prosperar, podía llegar a ser un peligro para la nación, especialmente teniendo en cuenta las apetencias territoriales de los también protestantes príncipes alemanes. Con lo que venimos a decir que los franceses, Los Países

doscientos años después que los españoles, descubrieron que la religión es factor de unión y las religiones son factores de desunión. Sin duda, madame de Maintenon se movió activamente en favor de la unidad religiosa. No sólo influyendo sobre su regio esposo, también auspiciando campañas de conversiones que, por motivos de conciencia o de conveniencia, tuvieron gran éxito.

todo fue persuasión; a los que no querían convertirse, Luis XIV les enviaba el ejército. Y de haber sido la inductora de tal barbaridad es de lo que más se culpa a la reina sin corona. Sin embargo no hay pruebas de que ella hubiera propiciado la intervención militar en contra de sus antiguos hermanos de religión, y sí de lo Claro que

no

contrario. Distintos cronistas destacan sus frecuentes peticiones al rey para que se acabara con el uso de la fuerza. Tantas y tan vehementes fueron sus intercesiones que Luis XIV llegó a preguntarle, malhumorado, si su interés no se debía a que quedaba en

190

ella

algo

de

su

antigua religión.

cabe la más mínima duda de que estuvo muy de acuerdo con la revocación, dándose asf el caso de que una mujer contribuía a destruir lo que otra, Gabrielle d'Estrées, cien años De todos modos

antes

contribuyera

no

a crear.

La influencia de madame de Maintenon sobre

el rey en los asuntos de gobierno e, incluso, de Estado existió, pero no fue tan decisiva como sus enemigos han querido hacer creer. Luis XIV nos ha dejado escrita su prevención contra las mujeres que se entrometían en el gobierno de las naciones, llegando hasta afirmar que sólo lo hacían para favorecer intereses personales o familiares. No es de creer, pues, que se dejara dominar por Francoise, poco dada, por otra parte, a imponer su voluntad por la fuerza, incluso dialéctica. Eso no obsta para que el rey se aprovechara de su buen juicio, haciéndola asistir a las reuniones con sus ministros y, más de una vez, pidiéndole abiertamente su opinión sobre lo que se trataba. Se sabe que participó en la importante reunión en la que se decidió la aceptación por parte del nieto de Luis XIV, duque de Anjou, del trono de España y que intervino como mediadora en nuestra guerra de Sucesión. En efecto, Marie Anne de La Trémoulille, viuda del príncipe Ursini, y a quien los españoles llamarían princesa de los Ursinos, fue impuesta por Luis XIV como camarera mayor de la nueva reina de España, María Luisa Gabriela de Saboya, para que le sirviera como informante e intermediaria ante su nieto ahora Felipe V. Por el carácter secreto de sus funciones y hasta por su sexo, el Rey Sol decidió que fuera madame de Maintenon su contacto-control en París. Así, la eficiente Frangoise se encargó no sólo de transmitir a la de los Ursinos nombres de futuros cargos de gobierno españoles sino, en muchas oca191

siones, fue ella misma quien sugirió los nombres al rey, quien casi nunca los rechazaba. Todos

elegía

sus

biógrafos

coinciden

en

afirmar que

quienes más gustaran o menos disgustaran a los españoles, poniendo esta condición incluso por encima de la capacidad del candidato. Baudrillart, que estudió esa poco conocida parte de nuestra historia, afirma que las elecciones de Francoise fueron, si no excelentes, al menos las únicas posibles. Y todo hecho dentro de un clima de tranquia

lidad casi

burguesa

que

ella sabe

crear

y

que

Luis XIV, ya sesentón, agradece. En casi inevitable cita, Saint-Simon describe los despachos del rey: A un costado de la chimenea

sentaba madame de Maintenon envuelta en un chal para protegerse de las corrientes de aire, con su cesta de costura sobre una mesa y empleando sus manos en hilar o en confeccionar un tapiz. Del otro lado de la chimenea, el rey, sentado en otro sillón y también con una mesa frente a él; ante ella, dos taburetes, uno para el ministro que viene a despachar y otro para sus papeles. El rey y el ministro conversan, discuten, cambian puntos de vista. Durante ese tiempo, la esposa-amante —la vieja bruja, la llama el galante Saint-Simon— da infatigable al pedal de su rueca. «Ella hila, hila con aplicación y austeridad, sin levantar la cabeza, con el aire augusto de una Parca que hilara los destinos del reino. Absorbida en su tarea, parece que no ve ni oye nada, pero lo cierto es que nada se le escapa, ni las palabras del ministro ni su menor cambio de expresión. Mentalmente compara las palabras del personaje con lo que ella conoce de su verdadero modo de pensar, porque ella tiene toda una policía que la informa sobre los sentimientos más íntimos de éste o de se

aquél. »Cuando los esposos vuelvan 192

a

estar

solos in-

tercambiarán puntos de vista y decidirán sobre la sinceridad o insinceridad de su ministro. La vieja

amigo lo que ella piensa de tal palabra que se le escapó al visitante, de tal gesto, de tal signo de impaciencia, de desilusión o de alegría de que ella haya cogido al vuelo desde su garita seda roja. »Éstos son los servicios continuados y secretos

bruja dirá

a su

|

que el rey espera de ella. Considera que presencia será suficiente para inspirar un mor a ese

mente

su

sola

sano te-

funcionario, que así, sintiéndose doble-

vigilado, cederá

menos

fácilmente

a

la

ten-

tación de defraudar al Estado. Hasta

toda

su

quitamos del relato de resentimiento hacia la vieja bruja,

aquí Saint-Simon;

carga

si

puede quedarnos un relato bastante fiel de cómo pasaban sus horas de casi vejez Luis XIV y su amante-esposa. Y así

el su

verano

otoñal calma, hasta que, en de 1715, altas fiebres y la inflamación de

siguieron,

en

pierna izquierda despertaron

serios temores

so-

bre la vida del rey. Sin moverse del lado de su cama, Francoise asistió a la comprobación de que la pierna estaba gangrenada y aceptó con su habitual enteresa que se disponía a ser viuda sin haber sido nunca oficialmente esposa. El 1 de septiembre, con setenta y siete años de edad y tan sólo cinco menos de reinado, Luis XIV, el sol nacido de una tormenta, entregó su alma a Dios.

Su esposa lo despidió con una frase que la define: «He visto morir al rey como un santo y es

deseaba.» Retirada de inmediato a su fundación de SaintCyr, que tanto amaba, allí murió el 17 de abril de 1719, con ochenta y tres años de edad. Como continuación de su ejetreada vida, durante la Revolución su tumba fue profanada y su cuerpo, perfectamente conservado, fue arrastrado cuanto

193

lo arrojó a un agujero. Enterrada más tarde, sus huesos volverían a ver la luz y el escarnio durante el Primer Imperio. Aunque cueste creerlo, no hace más de medio siglo que han hallado adecuado reposo en Versalles. Es seguro que, si ella leyera todo esto, se limitaría a decir, con su voz firme y tranquila: «Pero mi alma, que es lo que importa, está desde mi muerte en el cielo.» para diversión de la

194

plebe,

tras

lo cual

se

LUIS XV EL BIENAMADO

7.

común afirmar que la Revolución de 1789 se debió a los excesos de Luis XV y no a las carencias de Luis XVI. Como la mayoría de los tó-

Es casi

picos,

lugar

éste también encierra mucha verdad.

Cuantitativamente podríamos decir que este bisnieto del Rey Sol superó en materia amatoria a todos sus antecesores, así que fue una suerte de traca

final.

el mayor, del duque de Borgoña y de María Adelaida de Saboya; una larga cadena de muertes tuvieron que producirse para que este tan remoto descendiente de Luis XIV le sucediera en el trono cuando sólo tenía cinco años de edad. El decimoquinto de los Luises nació en Versalles el 15 de febrero de 1710; aunque, como hemos dicho, fue rey tan sólo cinco años más tarde, el gobierno de Francia estuvo en manos de un regente, Felipe de Orleans, hasta que en 1723 se le concedió la mayoría de edad. Como era costumbre en la corte, a partir de ese momento muchas damas se disputaron el privilegio de ser las primeras en enseñar a Luis los secretos placeres del amor, pero todas chocaron contra una indiferencia tan total por parte del interesado Era

hijo,

y

no

—desinteresado— que llegaron cialmente homosexual.

a

suponerle poten195

No lo era; simplemente prefería juegos como la caza de moscas a los otros. Por esas fechas llevaba ya años prometido a la hija de Felipe V de España, Mariana, que vivía en

Versalles y,

a

sus

ocho años,

era

capaz de

cazar

prometido de catorce. Aparte de tan excitantes juegos, Luis dedicaba horas a la caza, su deporte preferido, y al estudio, tantas moscas como su

bajo

la dirección del sabio obispo Fleury, tarde cardenal y primer ministro de Francia.

Fleury

más

sabio pero su discípulo no quería serlo, así que su formación académica no pasó de aprender a leer y escribir y muy poco o casi nada más. Lo que, obviamente, incidiría en su futuro como

era

gobernante.

Para colmo de males murió el regente y fue nombrado primer ministro el duque de Borbón, un personaje ciertamente negativo de quien lo menos que

se

dice

es

que

era

malvado. Para que lo

dejara

gobernar a su antojo sumergió a Luis en cacerías y Juego, vicio éste que nunca abandonaría. Pero en 1724 lo que preocupaba a la corte no era el juego del rey sino, precisamente, su falta de juego. Amoroso, se entiende. Juzgando los eruditos que catorce años era edad más que suficiente de iniciación, programaron un weekend en el castillo que el duque de Borbón poseía en Chantilly, rodeado por los hermosos bosques que todavía hoy pueden admirarse. El elemento masculino sólo estaba representado por el rey, un par de amigos y los imprescindibles caballeros cortesanos, en tanto el femenino, además de las damas acompañantes, lo constituía un florido conjunto de diecisiete juveniles bellezas seleccionadas entre las que podían inquietar al excesivamente

quieto

rey.

Hubo correrías por los bosques, cenas más o menos íntimas, bailes desenfadados, pero todo fue inútil. Luis XV corrió por los bosques, bailó en los 196

salones y dijo

palabras amables

a

todas, pero

no

profundizó con ninguna. Sin embargo algo deben de haberle afectado los bosques de Chantilly porque, a su regreso a Versalles, anunció

primer ministro de España.

a su

que

no se ca-

saría con Mariana Como su decisión era firme y convenía a madame de Prie, dominante querida del duque de Borbón, la infanta tomó el camino de Madrid para

tremendo escándalo internacional. Pero madame de Prie quería casar al rey para que tuviera descendencia ya que, de morir sin ella, heredaría el trono el hijo del antiguo regente, un Orleans, enemigo declarado de su amante Borbón. Así, la pareja se lanzó a buscar princesas aptas y convenientes para ellos, lo que exigía que no fueran hijas de reyes poderosos, ya que podrían hacerles perder su propio poder. Tuvieron suerte. En Alsacia vivía, desterrado y pobre, Estanislao Leszczynski, destronado rey de

Polonia, quien tenía

una

hija, María, algo

mayor

que Luis y muy bella.

Hija de

rey, pero

destronado, bella

pero

pobre,

la candidata ideal. Se le mostró el retrato a Luis que se declaró encantado de desposarla y, tras las farragosas tramitaciones de rigor, el 5 de septiembre de 1725 se celebró el matrimonio en Fontainebleau. Si se tiene en cuenta que el novio jamás había compartido lecho con mujer alguna, resulta sorprendente leer la carta que al día siguiente de la noche nupcial envió el duque de Borbón al padre de la novia y que tomamos de Breton: era

majestad

permitirá que entre en un detalle sobre el que, mejor que nadie, sé que hay que guardar silencio, y si me refiero a él es «Vuestra

sólo para

probarle

me

vuestra

majestad

que no son palabras vanas si le aseguro que la reina le place infinitamente al rey. La prueba es, si vuestra maa

197

lo permite, que, después de haberse entretenido el rey con varias diversiones como comedia y fuegos artificiales, fue a acostarse con la reina, dándole durante la noche siete muestras de su ternura. Fue el mismo rey quien, al levantarse, me envió un hombre de confianza a comunicármelo, repitiéndolo luego él mismo cuando nos vimos personalmente, extendiéndose infinitamente sobre la satisfacción que había hallado con la

jestad

me

reina.»

Seguramente también la muestras

de ternura

en una

él. Siete sola noche son muchas reina

con

muestras.

Para gran contento del

duque

de Borbón y de madame de Prie, la luna de miel de Fontainebleau duró meses. Ni que decir tiene que la poco antes pobre y ahora reina de Francia María Leszczynski estaba entregada totalmente a la de Prie, a quien consideraba su benefactora. La benefactora y su amante necesitaban contar con la reina porque estaban preparando el gran golpe. Para tener las manos todavía más libres, consiguieron que la ingenua María influyera sobre su regio esposo para desembarazarse del recto

Fleury. El gran golpe consistía en acaparar todo el trigo del reino para así elevar su precio hasta el infinito. Cuando la población de París languidecía por falta de pan soltaron sus existencias y ganaron millones. Pero fue su última felonía. Fleury habló claramente con el rey y éste, por indiferente que fuera, no pudo ser insensible a las verdades de su antiguo

preceptor.

duque de Borbón fue desterrado a su bello Chantilly y madame de Prie a Normandía, donde El

murió

un

año más tarde.

Con el sabio y eficiente 198

Fleury

de primer mi-

nistro, el matrimonio real pudo dedicarse a sus aficiones favoritas, lo que dio por resultado diez príndiez años (hubo mellizos). La reina estaba enamoradísima de su esposo y éste de ella. Para verguenza de los muros de Versalles, Luis XV, a la avanzada edad de veintidós años, no había tenido una amante en su vida. Había que poner coto a tal escándalo y a ello

cipes

en

aplicó el cardenal Fleury, preocupado porque, dada su inexperiencia, el joven rey pudiera caer en se

manos

LAS

de

una

mala mujer.

CINCO HERMANAS

NESLE

cardenal, el experimentado dua la que de Richelieu se encargó de seleccionar la adopersona adecuada, elección que recayó en rable joven Louise Julie de Mailly, de la misma edad que el rey e hija mayor del marqués de Por indicación del

Nesle.

Louise, la trató con amabilidad, hasta bromeó con ella, pero nada más. Por amor a su esposa, por timidez o por ambas cosas, no paLuis conoció

a

recía estar dispuesto a dar el paso decisivo. Así que el duque de Richelieu dijo a la

joven,

la primera amante oficial del rey sin amantes, que fuera ella quien diera el primer paso. Lo dio, lo hizo dar a Luis, después dio ella el segundo y, así sucesivamente, se logró lo que pa-

deseosa de

recía

ser

imposible.

Louise estaba casada pero su marido fue generosamente silenciado, así que durante años los amantes pudieron reunirse gracias a una escalera secreta sin que casi nadie sospechara lo que estaba

ocurriendo. Hasta que, inevitablemente, se enteró la reina. Le costó creerlo, sufrió mucho y, por fin, decidió cerrar su

lecho al infiel. 199

La respuesta de éste,

fue mostrarse

en

pleno fervor adúltero, público con madame de Mailly. en

Los cortesanos, antes escandalizados porque no había escándalo, ahora lo estaban porque sí lo había, por lo que Fleury se vio obligado a intervenir

el rey para volverlo a la buena senda. Pero el nuevo Luis cortó muy bruscamente sus reconvenciones diciéndole que, ya que él le dejaba hacer lo que quisiera con el gobierno, esperaba que le permitiera hacer lo que le viniera en gana con su vida privada. Era un acuerdo justo y conveniente para ambas ante

partes. De todos

monógamo bertino

modos, la conversión de Luis XV de y de virtuoso hizo de la noche a la mañana.

en

no se

macropolígamo

en

li-

de Louise, pero un amante aburrido y hasta triste, por lo que ella, que ya había tenido que ser la que lo arrastrara hasta el lecho, tuvo ahora que inventar diversiones para sacarlo de su abulia. Vaya si las inventó y vaya si tuvo éxito con su

Era, sí,

amante

invento. En los llamados pequeños aposentos de

las habitaciones privadas del rey, Louise reunía un selecto grupo de damas, mientras otro no menos selecto de caballeros esperaba en la antecámara la aprobación real. Luis XV, después de severa inspección, autorizaba o no la entrada de los postulantes. Una vez todos los elegidos reunidos con las damas, empezaba la fiesta con un brindis del rey, a lo que seguían suficientes brindis como para caldear el ambiente. Cuando el ambiente estaba caldeado estallaba la promiscua orgía. Así siguieron divirtiéndose los amantes durante años, hasta que a Louise se le ocurrió favorecer a la familia e hizo ir a la corte a una de sus hermanas, Pauline, diez años menor que ella. secretamente

200

conectados

palacio,

con

ingenua jovencita tenía en la cabeza desbancar a su hermana, lo que puede no ser exacto; sí lo fue el que, no bien verla, el rey se Se

cree

que esta

enamoró de ella.

hermana mayor, pudieron saberlo durante el carnaval de 1739, cuando Pauline como pastora y Luis como murciélago bailaron, rieron y se ocultaron a la vista de todos. Madame de Mailly fue a llorar su desventura en soledad y la hermanita fue urgente y decentemente casada con el señor de Vintimille, quien, por doscientas mil libras, se comprometió a prestar su nombre mas no su cuerpo a la esposa. Más lista que Louise, Pauline llegó a dominar a Luis XV, que estaba loco por ella. Tanto que, pese a su reconocida tacañería, llegó a regalarle el espléndido castillo de Choisy. En 1741, la pareja tuvo su primer vástago, a quien, sólo por haber nacido, se le concedió un condado. La feliz pareja lo hubiera seguido siendo por mucho tiempo de no haberse presentado la temida fiebre puerperal, que en pocos días llevó a la tumba a madame de Vintimille. Aunque Luis buscó consuelo de coyuntura en la olvidada hermana mayor, pronto su corazón fue ganado por la tercera de las Nesle, la joven y muy guapa duquesa de Lauraguais. Pero con ella fallaron los pronósticos de la mayoría de los cortesanos que le auguraron larga vida amorosa; por motivos que se ignoran, el rey se aburrió de ella muy pronto. Definitivamente descartada la hermana mayor, muerta la segunda y repudiada la tercera, Luis se volvió hacia la cuarta, la marquesa de Flavacourt. Nunca sabremos si el affaire hubiera podido o no llegar a ser porque el marqués, su esposo, tenía anticuados principios y se apresuró a decirle que, si llegaba a ser «tan puta como sus hermanas», la

Todos, incluida

mataría

su

(Breton). 201

Mientras la hermana mayor entraba

en

religión

iniciaba una vida de piedad que mantendría hasta su muerte, Luis XV, después de haber renunciado a la cuarta por marido peligroso, apuntaba sus baterías hacia la quinta y —telizmente— última de las hermanas Nesle. Marie Anne de Nesle, reciente viuda del marqués de La Tournelle, había tenido tiempo más que suficiente para meditar sobre los rápidos ascensos pero más rápidas caídas de sus hermanas, así que, ante el acoso regio, puso condiciones. Y no pequeñas. Relación «a la luz del día», título de duquesa, residencia digna, fondos reservados a su disposición y muchas cosas más. En definitiva, ser reconocida como amante oficial. Mattresse en titre. Gracias al regio amor y a la real munificencia, en 1744 la marquesa de La Tournelle pasó a ser la duquesa de Cháteauroux. Los días y las noches de Luis XV se vieron agradablemente animados por la agradecida duquesa y la guerra que Francia libraba con Austria en nada turbaba los placeres del monarca. No se le pasaba por la cabeza a Luis XV ponerse al frente de sus tropas o, al menos, visitarlas en el frente, y no se le hubiera pasado de no haber ocurrido un suceso extraordinario. La de Cháteauroux, que hasta entonces no había pasado de dar y recibir favores, de repente se reveló como todo un carácter. Emulando a una larga nómina de nobles cortesanas que comienza con Teodora de Bizancio, envió al rey la notable carta que aquí reproducimos, tomándola de Bree

ton:

«Vos

no

seríais

un

rey

que

merecierais

ser

Juzgad cuáles deben ser mis sentimientos, cuando reflejáis en mí parte de vuestro resplandor... Un rey debe ser el primer cenamado por

vos

mismo.

tinela de la autoridad que le confían. Si vuestro 202

pueblo

queja, procurad escucharlo.

se

Si por

ca-

tened el valor de hacer lo que os inspire vuestro corazón y siempre obraréis bien. Ah, sire, qué dulce posición para un rey la de estar rodeado sólo de personas dichosas... Cuando me atreví a proponer a vuestra majestad el mando de su ejército no deseaba en absoluto exvida pertenece al Esponeros al peligro. Vuestra tado y un padre se debe a sus hijos. Pero vuestra dará conpresencia, sire, alentará a las tropas, les fianza y vencerán. Valdrá por un ejército y os asemi gurará todos los corazones. Perdonad, sire,

sualidad

se

siente

oprimido,

franqueza. No podéis reprocharme que ame distra gloria. ¿Por qué temer que la verdad pueda Si degustaros? Cuando se la exige no se la teme. no os jase de interesarme por vuestra grandeza, ya

vues-

amaría...»

de haberla leído, Luis XV marchó luchaba en ponerse al frente del ejército que eso sí, llevándose con él a su deciPoco

a

después

Flandes, pero,

dida amante. Estando en Metz, el duque de Richelieu tuvo la idea de llevar al rey a la duquesa de Lauraguais, hermanas como recordaremos, la tercera de las Nesle; al parecer, esa noche compartió lecho con hermana, de resultas de lo con su el rey y cual Luis

quinta

quedó

muy

fatigado.

Al punto que, pocos días después, hicieron aparición unas fiebres que hicieron temer por

su

su

vida. rey pidió que se le administraran sacramentos, pero el sacerdote que

Asustado, el los últimos

acudió, aleccionado por los enemigos de la Chá-

quienes estaban hartos de tanto esnegó a administrárselos en tanto no se

teauroux y por

cándalo,

se

separara de la amante. La quinta hermana, acompañada por la tercera, no tuvo más remedio que partir.

El auxilio

espiritual

y la abstinencia forzosa 203

fueron

el

remedio que Luis necesitaba; muy totalmente pronto, restablecido, hacía triunfal entrada en París. Como su pueblo había sufrido mucho por

él,

evidentemente porque mucho le querían, el libertino se ganó el sobrenombre de «el Bienamado». En París estaba «exiliada» la Cháteauroux ya ella poco tardó en visitar su amante. La encontró

con

món, pero la

alegría

la

cara

interrumpido desfigurada por

un

fle-

del encuentro hizo que ella olvidara el dolor, él su desagradable aspecto, y ambos pasaran una feliz noche de amor. La última, porque la quinta hermana Nesle moriría pocos días después a consecuencia de una infección generalizada. El rey la lloró hasta que, no mucho más tarde, con motivo de la boda del delfín, el Ayuntamiento de París organizó un gran baile de máscaras al que también se invitó a los burgueses de la ciudad. Luis XV anunció que se disfrazaría de árbol.

LA MARQUESA

DE

POMPADOUR

«La

Pompadour hizo a Versalles»; «Voltaire, la Enciclopedia, la Pompadour; es decir, la Ilustración». Toda dama del histórico baile quería ser la primera en descubrir al su disfraz de rey bajo árbol, resultó pero que había ocho árboles —tejos— exactamente iguales. Sólo hacia la madrugada, gracias a una galantería dicha en voz demasiado alta, fue identificado el tejo mayor. A partir de ese momento hubo constante revolotear de largas o cortas faldas a su alrededor, siendo una de las faldas —largas— la que más revoloteaba. La falda tenía antifaz pero, en el momento de-

bido, ese obstáculo desapareció y todos, rey incluido, pudieron ver la bella faz de una joven bur-

204

informado que la identificara como madame de Le Normant d'Etioles. Luis XV quedó inmediatamente prendado de guesa. No faltó

un

ella. Jeanne

1721, hija

quizá, de

Antoinette Poisson había nacido en de Louise Madeleine de la Motte y,

su

marido, Francois Poisson,

un

antiguo

ejército metido a financista y procesado por estafa. Más agitado todavía era el currículo de la madre de la futura marquesa de Pompadour. Amada saber con certeza por varios amantes, nunca pudo de cuál de ellos era hija Jeanne Antoinette. Uno de los posibles padres, puede que el más hombre posible, Paul Le Normant de Tournehen, de fortuna, decide hacerse cargo de la pequeña, una educación privilegiada. que así puede recibir administrativo del

Estudiará todo lo básico de lo que nunca pamúsaría Luis XV pero, además, dibujo y pintura, historia y sica, literatura, algo de ciencias y hasta útiles geografía, conocimientos que le serían muy años más tarde. Desde niña fue muy bella, con cabellos rubios, azules, cuerpo bien modelado por la equita-

ojos

ción y No

una

inteligencia

muy viva.

de extrañar que, cuando sólo tenía nueve al punto años, su madre estuviera orgullosa de ella, de llevarla a una Vidente que se apresuró a vaticideseaba: «Senar lo que madame de Poisson más rás querida por el rey.» A convertir tal profecía en realidad dedicaron madre e hija sus esfuerzos, pero, dado que el venturoso hecho se retrasaba, hubo que casar a la es

niña.

Con veinte floridos años, Jeanne Antoinette fue

matrimonio a un sobrino de su, en el buen sentido, protector, el feo joven Charles Le Normant d'Etioles. Para la hija del defraudador y de la alegre ma-

dada

en

205

dre era un excelente matrimonio, pero que en absoluto conformó a la familia Poisson, de la que no mucho más tarde los franceses dirían que les sobraba una ese. Previsible ingeniosidad, ya que poison, con una sola ese, significa veneno. Para completar el cuadro, diremos que también se les llamó Poisson Poison, que vendría a significar pescado venenoso. La no todavía venenosa muchacha se había paseado muchas veces por el bosque de Sénart intentando hacerse notar por el rey, que por allí también paseaba. No logró todas sus aspiraciones, sí pero que Luis la recordara al verla en el baile de máscaras. Poco le costó

averiguar su nombre y menos todavía enterarse, con el placer que es de imaginar, su de que propio ayuda cámara, Binet, era su primo. No tuvo que argumentar mucho el fiel servidor para que su prima aceptara la invitación de cono-

Versalles.

cer

Para sorpresa de rey y cronistas, resultó que la admirada y deseada joven era poco más que frigida, lo que afectó tanto a Luis que, quizá por única vez en su vida, no pudo dar lo que de él se

esperaba. No

se

piense

por ello que

perdió

el interés por

Jeanne Antoinette, por el contrario, consideró un deber de Estado no sólo corregir sus propios fallos sino también curar la femenina frigidez, así que otro encuentro fue rápidamente organizado por Binet.

todo funcionó a la perfección —por parte regia— y la corte, viendo a su señor tan feliz, respiró aliviada y pudo volver sin inquietud a sus Esta

juegos

y

vez

tejemanejes.

Decidido a convertirla en amante oficial, Luis la instaló en las dependencias ad hoc que existían en Versalles, y el bondadoso tío Le Normant de 206

Tournehen

se

encargó de tranquilizar

a

su

enfu-

recido sobrino Le Normant d'Etioles por la pérdida era de su esposa, haciéndole comprender que conFrancia quien la había ganado. Aunque nada Más vencido, el sobrino abandonó esposa y París. adelante se le asignará una renta vitalicia. El marido ya no es problema, pero sí la corte. se TESpELos legalistas exigían, no sin razón, que exitase la tradición, verdadera ley no escrita, que fueran mujeres pergía que las amantes oficiales tenecientes a la nobleza. tener La Poisson, decían los legalistas, podía lo mucha cultura pero hablaba y actuaba como Y eso era un insulto que era: una simple burguesa. tenía que inclinarse ante ella. para la nobleza que La protesta era justa y, comprendiéndolo así, el manos a la obra para solucionar Luis XV puso

problema.

Por falta de

descendientes, el

marquesado

de

de los Condé, y lo compró el rey por un precio que huel hambre de los parisinos durante

Pompadour

había

pasado

a manos

ellos se biera paliado un buen tiempo. de Con sólo veinticuatro años había dejado Etioexistir Jeanne Antoinette Poisson, señora de la marles, para dar nacimiento a una leyenda, quesa de Pompadour. Que debe iniciar su marquesado presentándose María hace ya a la reina. La humilde y excelente tiempo que ha aceptado con silenciosa resignación las infidelidades de su marido, pero esto es diferente. Desde el rey hasta el último cortesano tiemblan ante lo que puede ocurrir en ese casi esperpéntico besamanos. No ocurre nada de lo que se temía y sí todo lo contrario. Con exquisito tacto, la reina pregunta a la marquesa por una amiga común y de inmediato se entabla entre ambas un diálogo breve pero muy a

amable. 207

Suficiente para que María quede impresionada por la inteligencia y el savoir faire de la ex burguesa, al punto que es fama que dijo a una de sus damas: «Si mi marido ha de tener amante, prefiero que sea la Pompadour.» La así bendecida se propone elevar hasta

ig-

alturas el empleo de amante oficial y consagra al rey todas las horas de sus días y de sus notas

noches.

Estas, hay

decirlo,

excesivamente apasionadas porque la marquesa de Pompadour, pese a sus esfuerzos, no puede quitarse del todo la frigidez de Jeanne Antoinette Poisson; para compensarlo, se multiplica durante el día. Hay que buscar diversiones a un rey abúlico y ella hace construir el teatro Real de Versalles, que se inaugura con inventa excursiones a bosTartufo; ques que ella convierte en encantados; planea conciertos novedosos, programa fiestas feéricas. Puede decirse sin exageración que las resonancias que hasta hoy en día tienen las palabras Versalles y lo versallesco se deben a madame de Pomque

no

padour. Lo que ciente.

no

es

poco, pero para ella

es

insufi-

Decide promover las artes y, además de realizar ella misma numerosos grabados no desdeñables, contrata a los mejores para embellecer Versalles, su palacio parisino de Evreux —hoy Elíseo, residencia del presidente de Francia—, y el resto de sus numerosas propiedades recibidas del feliz rey. Bajo su atenta mirada trabajan para ella Fragonard, Boucher, Nattier, Greuze y muchos otros. Mención aparte merece su protección a los hombres de letras y de ciencias. Sorprenderá a algunos saber que uno de sus más rendidos admiradores fue Voltaire, quien se prestó a realizar algunas tareas que ella le encomendara. Diversiones y mecenazgos no agotan a madame 208

Pompadour; por el contrario, parece que desdecansa trabajando, así que siempre le quedan

de

de hacer más. El rey no reina y ella decide llenar ese vacío. Durante semanas se hace instruir por funcionarios de su confianza sobre los más importantes asuntos de Estado y, cuando se considera suficienseos

pasa a la acción. El anciano primer ministro Fleury ha muerto 1744 y Choiseul, hombre de confianza de la es nombrado primer ministro.

temente

en

preparada,

Pompadour, El pueblo,

pasando hamresponsable de sus penu-

que literalmente está

bre, comienza

a

hacerla

rias y la odia. Mientras tanto, la guerra contra Austria se decanta a favor de Francia; la emperatriz María Te-

negociaciones de paz y madame de Pompadour, arrogándose la representación ofiresa

inicia

ciosa de los franceses, acepte un tratado, el de

al rey para que Aquisgrán, favorable a los

convence

vencidos. No

motivos que llevaron a la tal actitud, protestada por todos

quedan claros los

amante

oficial

a

compatriotas, excepto por el obsecuente Voltaire, que se apresuró a felicitarla con estas sentisus

das

palabras:

confesar que Europa puede fechar su felicidad en el día de esta paz. Seguramente será una sorpresa saber que la misma ha sido el fruto de los apremiantes consejos de una joven dama del más alto rango, célebre por sus encantos, por su singular talento.» «Fuerza

es

Paradójicamente, la era

casi

omnipotente

en

marquesa de Pompadour toda Francia excepto en el

lecho. En pocos años

sumado

a

su

su

relativa

perdió textura y ello, frigidez, la hacía poco ape-

belleza

209

tecible sexualmente al rey, lo que no era impedimento para que la admirara en todo lo demás, incluso diciendo a quien quisiera ofrle que sólo con ella podía sentirse animado y feliz. Pero la amante oficial sabía muy bien que había alcanzado tan alto rango por méritos físicos y no intelectuales, así que intentó por todos los medios reconquistar el deseo regio perdido. Algunos de esos medios resultan a nuestros ojos infantiles y un punto patéticos. Para excitar a su amante se le aparecía vestida como pastora o

monja; pesina. como

como

Por otra parte

mujer misteriosa

o

ruda

cam-

dieta afrodisíaca. Estimulará a los lectores españoles saber que pieza importante de ella era el chocolate a la triple vainilla. Todo lo cual no impedía que Luis XV la engahara cada vez con mayor frecuencia, aunque siempre con amantes de una sola noche. Pero su poder sobre él se mantenía intacto. Cuando uno de los más capaces ministros, Maurepas, se permitió decir a Luis XV que el tesoro tenía dinero para fiestas pero no para barcos, la Pompadour lo puso en su punto de mira. Comenzó por interrumpir uno de sus despachos con el rey, prosiguió dándole órdenes —que se

preparó

Maurepas

no

cumplió—

convencer

al rey que

su

y

una

terminó por intentar

enemigo quería

envene-

narla. Luis

no

la creyó pero

destituyó

y desterró

a su

fiel ministro. Pese a lo cual el rey seguía buscando amantes. Encontró a una que le gustó más que la ma-

yoría. Era modelo de

Boucher, jovencísima y bellísima, al punto que nada menos que Casanova, de visita por París, encargó al pintor un retrato de ella desnuda. La obra fue vista por Luis y de inmediato 210

la modelo, Louison Morphy, pasó a ser admirada integrante del harén real. Un harén que comenzaba a formarse en un barrio de Versalles antiguamente coto de caza real y por ello llamado Parc-aux-Cerfs (Parque de los

Ciervos). casita del barrio fue instalada la pequeña Louison, que sin embargo duró poco en ella porque a su real amante no le gustó que le preguntara por la Pompadour llamándola la «vieja coEn

una

queta».

El lecho que dejó vacío sería de inmediato ocupado por su hermana Brigitte... Y después por muchas más, hasta que el número de amantes simultáneas creció tanto que hubo que adquirir más casas en el barrio, lo que dio pie al nacimiento de la leyenda de un Parque de los Ciervos con bosque y ciervos por entre los que corría el rey cazador

persiguiendo Lo que

a sus

no

podía

sí, cazador, pero

De

su

pequeñas

no

corzas.

cierto porque Luis XV era, corrió nunca.

ser

matrimonio, la Pompadour había tenido

la que quería con locura y a la que dio en matrimonio a un sobrino del poderoso duque de Richelieu. Pero la boda no llegaría a realizarse porque la joven murió casi repentinamente a causa de una peritonitis. El dolor de la madre fue terrible y sincero, al punto que, tras una crisis de conciencia, en 1752 abandonó Versalles. una

hija, Alexandrine,

a

En realidad,

para entonces apenas mantenía relaciones sexuales con el rey. Su pérdida de encan-

la promiscuidad del libertino amante, dieron por resultado una separación de cuerpos sin separación de espíritus o de lo que fuera, porque la Pompadour mantuvo intacto su poder hasta el fin de sus días. tos y escaso

ardor, sumados

a

211

En realidad

es

a

cuerpos cuando

su

poder alcanza las

partir de

esa

separación de mayores al-

turas.

Luis XV que

ella,

quería hacer el amor y no reinar, así que no podía seguir haciendo el amor,

ya decidió reinar.

Con el apoyo de quienes la ilustraran sobre los asuntos de Estado, comenzó a recibir ministros,

funcionarios y magistrados, demostrándoles que estaba bien al tanto de sus problemas y haciéndoles comprender que sólo ella se tomaría la molestia de resolverlos. Como todos sabían que el rey no lo haría y, por otra parte, estaban hartos de la ineficacia burocrática, aceptaron sin mayores protestas la nueva y no exactamente

legal

situación.

Ella atendía, escuchaba, resumía lo tratado, lo comentaba con Luis, que apenas la escuchaba, y después resolvía diciendo que lo había hecho el rey. Ni lo hizo tan mal ni tan bien eso

su

como

detractores dicen admiradores. Hizo, y

como sus

quieren

sus

ya es mérito.

Hay que decir que por entonces había logrado aspiración de hacerse nombrar dama de honor

de la reina.

En 1755 tomó

cargo la renovación del traFrancia con Prusia, y para ello

a su

tado que ligaba a envió a Berlín a su fiel Voltaire con el encargo de que le transmitiera sus saludos a Federico II de Prusia.

Con la sorpresa que es de imaginar, el altivo filósofo y obsecuente cortesano se encontró con que Federico II le dijo «no conocer a esa marquesa de

Pompadour el enviado Si este 212

que le enviaba

sus

saludos»,

por lo que

volver a París muy corrido. desaire enfureció a la maitresse en titre, tuvo que

mucho más la enfurecería saber que Federico II había bautizado a su perra con el nombre de Pom-

padour. Perfectamente al tanto de la situación, la inteligente emperatriz María Teresa movió a sus diplo-

máticos, quienes supieron cómo proceder, y pronto, regalos y halagos mediante, la Pompadour estaba ganada para la causa austríaca. Tratando directamente con ella, los diplomáticos imperiales ofrecieron territorios a cambio de que Francia rompiera con los prusianos y se uniera Austria. En 1756 se firmó la alianza entre los dos países y todos los franceses, nobles y pueblo por una vez unidos, aclamaron a la amante que les traía a

la paz. guerra de los Siete Años, al cabo de los cuales Francia perdió las colonias que por entonces tenía.

Lejos de ello, lo

que

trajo fue la

Con la inconstancia que

propia de los

es

seres

humanos, ahora todos los franceses, nobles y pueblo otra vez unidos, denostaban a la amante y se burlaban de ella llamando al humillante tratado que se vieron obligados a firmar «Paz de la Pom-

padour» (1763). alturas era odiada por todos y olvidada por el rey. Había perdido toda su belleza y padecía tuberculosis. Al comenzar la primavera de 1764 comprendió que se acercaba la hora de dejar este mundo de sus placeres y despilfarros, y decidió ponerse en paz A

con

esas

Dios.

firmó a

su

su

Tranquilizada

en

cuanto

a

su

alma,

testamento, por el que instituía heredero

querido

hermano Abel,

a

quien mucho

ayu-

dara durante su privanza. Hay que destacar que su palacio de Evreux y su fabulosa colección de joyas quiso que fueran dadas —devueltas— al rey. Murió el 15 de abril de 1764, con cuarenta y dos años de edad y diecinueve de «reinado». 213

voluntad fue enterrada sin ceremonia en la cripta de los Capuchinos de París, bajo una fuerte lluvia. Que hizo decir al poco inspirado Luis XV: «Mal día ha escogido la señora marquesa para marcharse.» Por

su

MADAME DU BARRY Con cincuenta y ocho trajinados años das, Luis XV era aceptablemente feliz

espalpasando las a sus

noches y la mayor parte de los días en su coto privado, el Parc-aux-Cerfs, cada vez más poblado por jóvenes cervatillas. De hecho, proveer el parque se convirtió en rentable actividad para padres míseros de hijas bellas. Ejemplo vivo de la miseria material y moral en que el rey había sumido a sus súbditos. Resumiremos el desagradable tema transcribiendo unas líneas de Sismondi (Histoire des Francais), que tomamos de Breton: «Muchachitas de nueve a doce años, cuando atraían las miradas de la policía por su belleza, eran secuestradas previo pago a la madre de una suma de dinero y enviadas a Versalles. Allí, Luis XV pasaba varias horas con ellas; se divertía desnudándolas, lavándolas y atendiéndolas. Le gustaba instruirlas en los deberes de la religión, les enseñaba a leer, a escribir y a rogar a Dios. Hacía aún más ya que, cuando las iniciaba en los placeres, rezaba con ellas arrodillado.» Sin comentarios.

Podría pensarse que nada sacaría al casi sexagenario de tales ocupaciones; menos que nada, una mujer que fuera capaz de convertirse para él en todas las mujeres, y sin embargo así ocurrió. La futura madame Du Barry nació en Vaucouleurs en 1743, hija de Anne Bécu, mujer de las lla214

alegre», y de padre no bien determinado, aunque pudiera haber sido un religioso. Madre e hija vegetan en la pequeña ciudad de provincias hasta que la emprendedora Anne decide marchar a París, confiada en la ayuda de uno de sus eventuales galanes, el rico contratista Dumonmadas «de vida

ceau.

Quien no quiere crearse problemas familiares y se «saca de encima» elegantemente a las recién llegadas poniendo a la madre a servir en casa de una familia amiga y pagando la pensión de la hija en un convento que recibía niñas entre pobres y delincuentes. Para dignificarla ante las religiosas se la dota de nombre y apellido; la hija de Anne Bécu pasa a ser Marie Jeanne de Vaubernier. Marie Jeanne es una niña cuyos mbios y sedosos cabellos son ya motivo de admiración para quienes los ven y posee, además, una elegante figura, de la que es consciente. Es casi seguro que alguna de las monjas del convento habrá dicho de ella que llevaba el demonio en el cuerpo porque la niña es no sólo

insoportable. tipo de disciplina,

guapa sino también

se duerme en Rechaza todo la capilla, espía desde todo orificio a los mozos de la calle. Todo lo cual concluye con su expulsión. Naturalmente vuelve junto a su madre, pero los patrones, que no están del todo satisfechos con Anne, aprovechan la irrupción de la hija para des-

hacerse de las dos. Se inicia así el más triste período en la vida de ambas, ya que Anne ha perdido también la protección del decentísimo Dumonceau. Madre e hija vagan por París y más de una noche duermen bajo los idealizados puentes del Sena. Marie Jeanne logra ganar algunas monedas vendiendo quincallería por las calles. Pero Anne Bécu es mujer de recursos y muy 215

pronto

encuentra

alguien

que

se

deja «hechizar»

todavía visibles encantos; ella dice que es pobre pero honrada y él se lo cree. Así, por feliz voltereta del destino, Anne se convierte en madame Lancon y Marie Jeanne, en mademoiselle Lancon. Para entonces es ya una belleza y poco trabajo le cuesta a madame colocarla como modelo en casa de un modisto de la entonces y hoy aristocrática calle de Saint-Honoré. Es un buen trabajo del que más de una ha salido camino de buen altar, pero mucho más altas son las aspiraciones de la jovencita. A despecho de momentáneas depresiones, ni bajo los puentes ha renunciado a sueños de grandeza que la persiguen desde los turbulentos días del convento. por

sus

Así

como

mujeres aspiraban en el siglo gran casamiento o aspiran en el

otras

hacer un xx a lograr el éxito en su profesión, ella soñaba con ser la querida de un noble. Aspiración compartida hasta tal punto por su madre que es ella misma quien la saca de la pasarela para instalarla en un garito. Claro que no en un garito cualquiera; nada menos que en el de madame Duquesnoy, que frecuentan los caballeros más ricos, aunque no más distinguidos, de París. Allí, Marie Jeanne ejerce funciones de animadora en el más amplio sentido del término, ya que tanto anima a los caballeros a jugar como a desear XVII a

sus

encantos.

imposible

saber cuál fue el primero, pero sí se sabe muy bien cuál fue el último de ese período. Todo un conde: Jean du Barry, de nobleza bastante auténtica y moralidad más que dudosa. Después de haber dilapidado y rehecho un par de veces su fortuna, el conde pasaba una buena racha cuando conoció a la bella animadora, lo que lo llevaba a soñar con altos destinos. Es

216

la diplomacia francesa e intentaba convencer de ello a un ministro amigo, quien no participaba de su opinión. Hombre de recursos, el todavía no treintañero conde vio a su nueva amante no como un fin sino como un esplendoroso medio. El camino más directo para lograr sus fines era interesar al rey en ellos y la manera más rápida y fácil de interesarlo era presentándole a una bella que pudiera llenar el vacío dejado por madame de Se creía

capacitado

para

dirigir

Pompadour. Claro está que la educación que no había recibido la hija de Anne Bécu estaba a años luz de la que sí recibiera la última maítresse en titre, y aunque eso no tenía remedio el de Barry consideró que algo podía mejorarse la mercancía. Su primer paso, el más fácil, fue obtener de la madre la tutoría de la hija; después comenzó el aprendizaje intensivo de buenas maneras, lectura, escritura, algo de arte, música y, por encima de

todo, conversación. No logró milagros, pero sí

un

buen «lavado de cara». Cuando consideró culminada la tarea fue al ministro a quien solía importunar y le propuso quedar muy bien con su majestad ofreciéndole el apetitoso bocado. No se necesitaba ser ministro para conocer las apetencias de Luis XV, así que la propuesta fue aceptada. Tras hablar con el interesado se fraguó una conspiración muy propia de la época. El ministro invitó

a cenar a

Du

pudo contemplarla ficio practicado en

Barty a sus

la

y

a su

protegida

anchas gracias

y Luis XV a

un

ori-

pared.

Queda claro que lo que vio le agradó sobreporque de inmediato tomó medidas para que la bella alcanzara la más alta dignidad sin so-

manera

los pasos intermedios de costumbre. En otras palabras, hizo saber a Du Barry que la muchacha tenía que casarse de inmediato con meterse

a

217

quien pudiera darle un título; requisito que, como sabemos, era imprescindible para lograr el estatus de

amante

oficial.

El aspirante a diplomático era hombre de recursos y no dudó ni un instante en visitar a uno de

hermanos, Guillaume, antiguo marino pobre pero con título, y explicarle lo que esperaba de él. Que, como también ya sabemos, consistía en sus

acostarse, olvidarse y recibir por todo ello cuantiosa retribución. casarse,

no

Guillaume, la

como no

podía

acepta y convierte para la historia ser

menos,

de Anne Bécu se en madame Du Barry. Y ya la tenemos instalada en Versalles, en las mismas dependencias que fueran de madame de Pompadour; inevitablemente, los sirvientes hacen comparaciones, de las que siempre sale perdiendo la nueva inquilina. Porque el barniz que le diera Du Barry —que no es ministro pero sí rico e influyente— no ha bastado para tapar el fango de tantos arroyos.

hija

La

falta

nueva

un

amante ya está en

pequeño detalle para

Versalles, que

se

pero aún

la consagre

oficial: debe ser presentada a la corte. Y eso lleva aparejado el que una dama de la más alta nobleza posible actúe como madrina. La tarea no es fácil porque nadie quiere cargar con tal fardo, hasta que el infatigable Du Barry logra convencer, con argumentos de mucho peso, a la convencible duquesa de Béarn. El 22 de abril de 1769 —Marie Jeanne, veinticinco años; Luis XV, casi cincuenta y nueve— se realizó la solemne ceremonia. Ninguna de las damas presentes deja de preguntarse cuánto le habrán costado al rey —al pueblo— las joyas que luce la nueva favorita. Todos la desprecian pero casi todos la adulan; el primero, Voltaire, que se apresura a hacerle llegar sus buenos deseos y ponerse a su servicio. como

218

madame Du Barry. Sus salidas de tono, que a otra no hubiera tolerado, en ella le divierten; Choiseul, el fiel ministro, es su enemigo, y quien sale perdiendo es él. A cada estocada de Choiseul, el rey responde con nuevo y mayor regalo a la favorita. No es el Luis XV está encantado

con

de Louveciennes. Creemos haber mostrado suficientemente la personalidad de Luis XV, pero por si queda alguna duda, lo ocurrido en Compiégne puede ayudar a menor

palacio

el

disiparla. Unos

meses

después de haber sido presentada

en

Barry acompañó al rey a una gran parada militar en Compiegne; a su término, el jefe sociedad, la

Du

de las fuerzas ordena que se rindan a la favorita los mismos honores que se han ofrecido al rey. Estupor general e inmediata reacción del primer ministro —Choiseul—, quien recrimina abiertamente al militar el evidente exceso de obsecuenque ha incurrido. Con el resultado que es de imaginar. Enterado el rey, quien recibe las más duras reconvenciones

cia

en

Choiseul. Al año siguiente, la Du Barry culmina su vende la ganza haciendo que Luis XV cese y destierre es

corte a su

mejor

ministro.

diferencia de su antecesora, la nueva favorita no busca atraer a su amante con otras armas que su cuerpo. Es decir, tiene el buen gusto de no inmiscuirse en las tareas del Estado. Por supuesto tampoco se inmiscuye en ellas Luis XV, quien pasa los plácidos años de madurez entre las caricias de su amante oficial y las de sus cervatillas del parque, a las que no olvida. Madame Du Barry es el último reposo del infatigable guerrero del amor que fue Luis XV. No le proporciona culta y animada charla ni le libera de sus deberes de gobernante, como hiciera la Pompadour, pero logra extraer de su gastado cuerpo Sin

embargo,

a

219

que él creía muertas para siempre, y eso lo que más le interesa al antes bienamado y

potencias es

ahora muy odiado por su pueblo. Es evidente que sólo estudiando la vida, tumbres y obras de Luis XV puede entenderse

revolución que puso por

excusa a

cosuna

la inocente Ma-

ría Antonieta.

Desde

su

La Du

Barry quiere

lejana infancia,

el rey había sido especialmente sensible a los sermones de Semana Santa; las constantes referencias a la muerte, las negras colgaduras, las referencias a infiernos de fuego le producían verdadero pánico. Siempre salía de ellos con firme propósito de enmienda, aunque muy poco le durara. Por si fuera poco, como en más de un caso hemos visto, los predicadores por lo general no se privaban de fustigar con su verbo a la amante de turno y al rey que la mantenía. Tampoco se privó de hacerlo el abate Beauvais durante la Semana Santa de 1773, y sus palabras calaron más hondo en el ánimo del rey porque se sentía envejecer irremediablemente y temía que la muerte estuviera muy próxima. No por eso dejó de frecuentar a madame Du Barry y a las alegres cervatillas del parque, pero lo hacía con creciente sentimiento de culpa. El disoluto Luis XV tenía un miedo espantoso, un terror infantil, al infierno. En abril de 1774 tiene que abandonar una cacería por estar fuertemente indispuesto; trasladado a Versalles, en pocos días se sabe que el mal es mortal.

los médicos

se

XV

se

Luis

lo

junto

a

él pero

impiden.

presenta al juicio

mayo de 1774. De su reinado 220

permanecer

quedan

sus

eterno

amantes, la

el 10 de

leyenda

Parc-aux-Cerfs y la Enciclopedia pronto comenzará a publicarse. del

que

muy

la Du Barry y la obliga a confinarse en la abadía de Pont-aux-Dames, aunque el destierro sólo dura unos meses. Después, ella podrá instalarse tranquilamente en su espléndida propiedad de Louveciennes. Allí es cortejada por varios ilustres caballeros, de entre los cuales ella selecciona al guapo y rico duque de Brissac. Pasan largos y plácidos años en los que la hija de Anne Bécu alcanza la madurez sin perder ni la belleza ni el amor de Brissac, hasta que llega 1789. No obstante nada turba la paz de Louveciennes hasta que, en julio de 1791, las valiosísimas joyas de la castellana son robadas. Una notablemente eficaz investigación sigue su pista hasta Londres, y a la capital de Inglaterra viaja la Du Barry, donde logra recuperar lo robado. Considerándose segura, ya que nada le ha pasado, vuelve a Francia y a Brissac. Pero éste conspira activamente en favor de la restauración monárquica y es detenido y ejecutado en septiembre de 1792. Terriblemente dolida por la muerte del hombre que más sinceramente amó en su vida, la Du Barry se involucra en las actividades contrarrevolucionarias. Con desprecio del peligro realiza dos viajes de ida y vuelta a Inglaterra. Era demasiado para los cancerberos de la revolución; el 22 de septiembre de 1793 es detenida y juzgada dos meses después. Las pruebas contra ella son concluyentes. El 8 de diciembre de 1793 es guillotinada en la plaza de la Concordia. No lejos de donde, quinientos años antes, fuera quemada Juana de Arco. El

nuevo

rey, Luis XVI, odia

a

221

NOTA

BIBLIOGRÁFICA

obra de estas características sería excesivamente prolijo hacer mención de todos los libros de algunos de y artículos que se han consultado y los cuales sólo se ha tomado una frase o una fecha. Sin embargo corresponde mencionar los que han sido principal fuente de información, entre ellos la colección Les rois qu'on fait la France, del eminente historiador francés Georges Bordonove (Pigmalion); Louis XIII, de Pierre Chevalier (Favard); Henri IV, de Yves Cazaux (Albin Michel); Za vie amoureuse de Louis XIV, de Louis Bertrand (Flammarion), y muy especialmente las imprescindibles Historias de amor de la Historia de Francia, de Guy Breton (Bruguera). En

una

223

Aiches, Denise d': 129. Alba, Fernando Álvarez de Toledo, duque de: 90. Albret, mariscala d': 178, 181. Ana de Austria, reina de Francia: 117, 120, 121, 124, 127,

11.

131, 137, 138, 140, 147,

Ana de Bretaña, reina de Francia: 44, 47. Andoins, Diana de: 95-99. Annebault, almirante: 78. Aragón, Yolanda de: 32. Armand, padre: 129. Aubigné, Agrippa d': 98, 173, 186. Aubigné, Constant d': 173, 186. Aubigné, Francoise d': véase

Maintenon, madame de. Aubigné, Théodore Agrippa d': 28, 173, 186. Aulon, Jean de: 21. Barradat: 132. Barreaux: 122.

Barry, Guillaume du: 218. Barry, Jean du: 216. Barry, Jeanne Bécu, condesa du: 214-221.

Baudricort, Robert de: 17. Baudrillart, Alfred: 192. Béarn, duquesa de: 218. Beaufort, duquesa de: 113. Beauvais, abate: 220. Beauvais, Catherine Henriette Bellier, señora de: 137, 138. Beauvillier, Claude de: 102. Bécu, Anne: 214. Bellay, Joachim du: 89. Bellegarde, duque de: 103, 104,

105, 106, 107, 108. Bertrand, Louis: 153, 176, 181, 223. Béze, Théodore de: 73.

Binet: 206.

Bonnivet, Guillaume Gouffier, señor de: 42, 54. Borbón, Alejandro de: 112. Borbón, Catherine Henriette de: 112.

Borbón, César de: 110. Borbón, duque de: 196, 197, 198. Borbón, Marianne de: 162. Bordonove, Georges: 48, 51, 89, 223.

Bossuet, Jacques 170, 183, 185.

Bénigne: 159,

Boucher, Francois: 208, 210. Brantóme, Pierre de Bourdeille, señor de: 53,

54, 84. Brégy, madame de: 151. Breton, Guy: 57, 58, 71, 81, 82, 99, 101, 109, 113, 151, 197, 201,202, 213,214, 223. Brézé, Pierre de: 32, 33, 34, 35, 36, 38, 62. Brissac, duque de: 221. Brosse, Jean de: 61. Buckingham, George Villiers, 1.7 duque de: 119, 120, 121.

Calderón 65.

de la Barca, Pedro:

Calderona, María Calderón, llamada la: 145.

Cardilhac, Jeanne de: 173. Carlisle, condesa de: 121. Carlos I de España y V de Alemania: 41, 44, 45, 50, 51, 54,

59, 61, 71, 73, 74, 75, 78, 85, 145, 154. IL, rey de Inglaterra: 119,

Carlos

Carlos IX, rey de Francia: 97. Carlos VI, rey de Francia: 15. VII, rey de Francia: 15-

Carlos62. ,

225

Carlos X, rey de Francia: 101. Carré, padre: 128, 129. Casanova, Giacomo: 100, 210.

Catalina,

santa: 17.

Catalina de Médicis, reina de Francia: 63, 64, 65, 68, 69, 72, 77, 82, 83, 84, 90, 91, 95, 98. Caussin, padre: 129. Cazaux, Yves: 223.

Cellini,

Benvenuto: 88. Chastelain (cronista): 31. Chateaubriand, madame de: véa-

se Foix, Frangoise de. Cháteauroux, duquesa de: véase Nesle, Marie Anne de. Chemerault, mademoiselle: 126,

127.

Chevalier, Pierre: 223. Chirac, Jacques: 140. Choiseul, Etienne Francois de: 209, 219,

Choisy, Francois Timoléon:

153.

Cing Mars, marqués de: 118, 119, 122, 123, 126, 127, 128, 131, 133. Claudia, reina de Francia: 44, 45, 51, 54. Clemente VII, papa: 63. Coeur, Jacques: 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38.

Colbert, Jean-Baptiste: 168. Colignv, Gaspard de: 121. Colonna, Lorenzo Onofrio: 149, 150.

Condé, los: 207. Condé, Luis II de Borbón, 4.7 príncipe de: 121, 137. Corisande: véase Andoins, Diana

de.

Coudem,

señor de: véase

Sorel,

Jean.

Cristina, reina de Suecia: 128. Cromwell, Oliver: 150.

Elbeuf, duque de: 176, Enrique II, rey de Francia: 55,

62, 63, 64, 65, 66, 67, 69, 75, 77-91, 97. HI, rey de Francia:

Enrique

Enrique IV,

Disomme

Dumas,

(abogado):

Alejandro:

45. 121.

Dumonceau: 215. Dunois, Jean d'Orleans, conde de: 21,22, 23, 24.

Duplessis-Mornay, Philippe 110.

Dupré: 226

114.

de:

de Francia: 93-

116, 117, 125, 173. VIII, rey de Inglaterra:

Enrique

Enriqueta María de Francia,

rei-

de

Inglaterra: 119, 150, 152, 154, 155, 156, 159, 164.

na

Estanislao I Leszczynski, rey de Polonia: 197. Estrées, Antoine d': 103, 104, 105, 106, 114. Estrées, Gabrielle d': 100-116,

145,191.

Étampes,

Anne de Pisseleu, dude: 56, 57, 58-61, 62, quesa 64, 70, 71, 72, 73, 74, 75, 76, 77, 78,79, 80, 91.

Louise

Angélique

Fayette.126, 128-131, 133, 143.

de

a:

Federico II de Prusia: 212. II, rey de España: 86, 89, 90, 155. Felipe III, rey de España: 117. Felipe IV, rey de España: 93, 95, 119, 145. Felipe V, rey de España: 192. Ferrara, cardenal de: 81, 82. Flavacourt, marquesa de: 201.

Felipe

Fleming, lady: Fleury, André

84.

Hercule de: 196,

198, 199, 200, 209. Foix, Francoise de: 46-58, 59, 60

Fontage, mademoiselle de: 137. Fontanges, madame de: 170. Fosseuse que

Darc, Jean: 21. Darc, Pierre: 21, Diana de Poitiers: 61-71, 72, 7791, 95, 145.

rey

IV):

(amante de Enri-

94.

Fouquet, Nicolas: 157,

158. Fragonard, Jean-Honoré: 208. Francisco I, rey de Francia: 4176,77, 78, 154. Francisco II, rey de Francia: 62, 64, 84, 89, 90, 98. Frangoise: 43, 44.

Gaulle, Charles de: 25. Gobelin, padre: 181.

Gramont, Antoine III, duque de: 95, 97, 98.

Greuze, Jean-Baptiste: 208. Antoinette de: 101,

Guecherville, los: 102.

73, 78, 85.

Guisa,

Hautefort, María de: 122-128, 130, 133.

Imbert, Esther: 99.

Isabel de Lorena, reina de las Dos Sicilias: 28, 29. Isabel de Portugal, reina de España emperatriz de Alema-

y

nia: 45.

Isabel de Valois, reina de España: 90.

Joyeuse, madame: 28. Juan Sin Miedo, duque de goña: 16.

Bor-

Juana de Arco: 15-27, 36, 38, 39, 221. Juvenal des Ursins: 31.

Francois de:

Marie-Anne de degli Orsini): 191.

La Trémoille,

(princesa La

Trémoulille, Georges de: 20,

21,28.

Langon, madame:

véase Bécu,

Anne.

Langon, mademoiselle: Barry, condesa du.

véase

Lauragais, Laval-Chateaubriand, duquesa

Delfín

Luis XI, rey de Francia: 35. Luis XII, rey de Francia: 44. Luis XIII, rey de Francia: 117133, 137. Luis XIV, rey de Francia: 11, 117, 122, 125, 127, 131, 135194, 195. XV, rey de Francia: 19521. Luis XVI, rey de Francia: 195. Luisa de Saboya, regente de Francia: 41, 53, 58. Lully, Jean-Baptiste: 156, 160. Lutero, Martín: 71, 72. Luxemburgo, Juan de: 26. Luynes, Albert de: 132.

Luis

Maignelais, Catherine de: Maignelay, Antoinette de:

La Chaise, padre: 187. La Fontaine, Jean de: 153. La Hire: 21,27.

La Rochefoucauld,

Lorme, Marion de: 122. Louvois: 187, 189, Ludres, mademoiselle de: 137. Luis de Francia, duque de Borgoña: 195. Luis de Francia, llamado el Gran (hijo de Luis XIV): 158,

de: 201, 202,

Jean de: 58. 47,48, 49, 57, Le Cog, Juana: 45, 46. Le Normant d'Etioles, Alexandrine: 211. Le Normant d'Etioles, Charles: 205, 206. Le Normant de Toumehen, Paul: 205, 206. Lenclos, Anne, llamada Ninon de: 121, 122, 176. Leonor de Habsburgo, reina de Francia: 55, 60, 63, 71.

Liancourt, señor de: 105, 106, 107, 110. Lorena, Carlos de: 148, 149.

29. 38.

Mailly, Louise Julie de: 199, 200, 201,202. Maine, duque de: 189. Maintenon, Francoise d'Aubigné, madame de: 142, 168, 172, 173-194.

Mancini, Maria: 137, 139-150, 154, 156, 166. Mancini, Olimpia: 137, 140, 142, 149, 150, 154. Marche, Oliver de la: 28.

Margarita, santa: 17. Margarita de Angulema,

reina 71. de Navarra: 42, 43, 55, Margarita de Valois, duquesa de Saboya: 90.

de Valois, llamada la Margot, reina de Nava93, 94, 95, 96, 98, 108,

Margarita reina

1Ta:

110, 111. María Adelaida de

Saboya, duquesa de Borgoña: 195. María Teresa, emperatriz de Austria: 209, 213. María I Estuardo, reina de Escocia: 84, 89. María Luisa Gabriela de Saboya, reina de España: 192. María Antonieta, reina de Francia: 220.

227

María de

Anjou,

reina de Fran-

cia: 27, 29. María de Médicis, reina de Francia: 115, 116, 117, 118, 123, 132. María Leszczynski, reina de Francia: 197, 198, 207, 208. María Teresa de Austria, reina de Francia: 146, 148, 149, 151,

158, 161, 162, 163, 172, 183, 185, 187.

Tudor, reina de InglateIrlanda: 90. María Ana Victoria, reina de Portugal: 196, 197.

María I rra e

María Magdalena, santa:

33.

Maurepas, Jean-Frédéric Phélypeaux, conde de: 210.

Mazarino, Giulio: 137, 139, 140, 141, 142, 143, 144, 146, 147, 149, 150. de: 114.

Médicis, Alejandro Miguel, san: 16, 17. Moliere, Jean-Baptiste Poquelin,

llamado: 122, 156, 160, Mónaco, madame de: 137. Montaigne, Michel Eychem señor de: 9%. Montchevreuil, madame de: 176.

Nesle, Pauline de: 200, 201, 202. Neuillant, señora de: 174. Noailles, Anne Jules, mariscal de: 163.

Nostradamus, Michel de tre-Dame

o:

Nos-

87, 90.

Orleans, Felipe I, duque de: 150,

152, 170. Orleans, Felipe II, duque de: 195, 197. Orleans, Gastón, duque de: 119. Paulo IV,

papa: 86. Perrault, Charles: 22. Pfo II, papa: 33. 213. Poisson,

Abel:

Poisson, Francois: 205, 206.

Pompadour, Jeanne Antoinette 204-

Poisson, madame de:

marquesa de:

Prie,

197, 198.

165.

Montespan, Francoise Athénais de Rochechouart de Mortemart, marquesa de: 137, 161,

162, 163-173, 178, 179, 181, 182, 183, 189, 190. Montespan, marqués de: 164, 165, 168. Gabriel, conde de:

Montgomery, 0.

Montmorency, Anne, duque de (condestable de Borbón): 58, 61, 62, 68, 71, 73, 77, 78, 85.

Morphy, Brigitte: 211. Morphy, Louison: 211.

Mortemart, marqueses de: 164. Mothe-Houdancourt, mademoiselle de la: 137, 141, 142. Motte, Louise Madelaine de la: 205, 206.

Napoleón I Bonaparte:

36. Jean Marc: 208. Nattier,

Navailles, madame de: 138, 139. Nesle, Louise Julie de: véase

Mailly, Louise Julie. Marie Anne de: 202, 203,

Nesle,

Nesle, marqués de: 199, 228

Racine, Jean: 188. Rais, Gilles de: 22, 23, 27.

Ravaillac, Francois: 116. Renato de Anjou, rey de las

Dos

Sicilias: 28.

Richelieu, Armand Jean du Plessis, cardenal de: 117, 118, 119, 121, 122, 125, 126, 127, 129, 130, 132, 133, 139, 141. re

Richelieu, Louis Francoise Armand de Vignerot du Plesis, duque de: 181, 199, 203, 211. Richemont, conde de: 20.

Rojas, Fernando de:

43.

Saboya, Margarita de: 146,

148.

Saint-Simon, Claude de Rouvroy, duque de: 133. Saint-Simon, Louis de Rouvroy, duque de: 133, 151, 164, 172, 174, 192. Saint-Vallier, señor de: 62. Scarron, Paul: 168, 172, 173, 175, 176, 178, 180, 183, 184, 186. Schómberg, Charles, mariscal

duque de: 127. Schómberg, duquesa de:

127.

Sismondi: 214.

Soissons, conde de: 149, Solimán I, sultán otomano: 59.

Sorel, Agnús: 28-39, 58, 62, 145. Sorel, Jean: 29. Sorel, Jeanne (hija natural de Carlos VII): 29. Soubise, madame de: 137. Sourdis, los: 103, 105, 114. Sully, Maximilien de Béthune,

duque de:

110, 111, 113.

Teodora de Bizancio, emperatriz: 202, Théobon, mademoiselle de: 137. Tirso de Molina, Gabriel Téllez, llamado: 43. Toiras: 132. Tournelle, marqués de la: 202. Tournon, cardenal de: 78.

Valliére, Louise de la Baume le Blanc, duquesa de la: 137, 142,

150-163, 164, 166, 167, 168. Van der Juana: 145. Vassé, René de: 124. Vaubernier, Marie Jeanne de: véase Barry, condesa du. Vicux-Pont, señorita de: 129. Villarceaux, señor de: 177. Villette, señora de: 174. Vintimille, señor de: 201. Voisin (bruja): 164, 170, 171. Voltaire, Francois Marie Arouet,

Gheist

Jamado: 204, 208, 209, 212,

Zamet: 115.

229

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DUPLEX, S. A. Ciudad de Asunción, 26, int., D 08030

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AMANTES DE LOS REYES DE ESPAÑA BASTARDOS REALES CARLOS V,

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LA CARA OCULTA DE LOS GRANDES DE LA HISTORIA

TEODORA DE BIZANCIO. EL PODER DEL SEXO

Amantes de los reyes de Francia «El Escorial

es

esencia; Versalles, existencia», empieza

González Cremona este

ameno

e

interesante libro. Entre la

hoguera y la guillotina desfilan ante nuestros ojos, con claridad cinematográfica y ritmo periodístico, quinientos años de

Más de

amores

reales.

quedará sorprendido al comprobar que, a diferencia de lo ocurrido en España, las amantes reales tuvieron importancia a veces decisiva en la marcha de la política interna y externa de los franceses. Una

un

lector

santa

rey y otra mujer, que no tenía lo llevó a vencer a sus enemigos. Una

coronó

santidad

a un

alguna, amante forzó la promulgación de una ley que garantizaba la libertad religiosa de los protestantes (Edicto de Nantes) y otra fue motor de su derogación.

Agnés Sorel,

Diana de Poitiers, Gabrielle d'Estrées, mademoiselle de La Fayette, Louise de La Valliére,

Montespan, la de Maintenon, esposa oculta de XIV, la Pompadour, la Du Barry... Historias de amor,

madame de Luis

envidias, odios, traiciones y renuncias crímenes

o

abnegación.

las que no faltaron Un libro apasionante, de lectura en

obligada para entender, a través de la crónica y la anécdota, los grandes acontecimientos históricos de Francia.