Alma cubana / The Cuban Spirit: transculturación, mestizaje e hibridismo / Transculturation, Mestizaje and Hybridism 9783964563781

Compilación de artículos que aspiran a establecer una nueva base teórica para los estudios sobre Cuba en ámbitos como la

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Alma cubana / The Cuban Spirit: transculturación, mestizaje e hibridismo / Transculturation, Mestizaje and Hybridism
 9783964563781

Table of contents :
ÍNDICE
PRESENTACIÓN
INTRODUCCIÓN
FIGURAS DE LA HIBRIDEZ. FERNANDO ORTIZ: TRANSCULTURACIÓN. ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR: CALIBÁN
RELIGIÓN Y ARTE: ALGUNOS MOMENTOS SINCRÉTICOS EN LA PLÁSTICA CUBANA
AMERICAN-CUBAN AND CUBAN-AMERICAN: HYPHENS OF IDENTITY
MEFISTÓFELES EN EL ESCENARIO CUBANO DEL SIGLO XIX: UN CASO DE MANIPULACIÓN DEL CANON OPERÍSTICO
EDIPO BAJO UN SOL TROPICAL
SAB: LA NOVELA Y EL PREFACIO
NEW ENGLANDER VISITING CUBA: R.H. DANA'S VOYAGE IN 19TH CENTURY CUBA
LA AMBIGUA REALIDAD AFROCUBANA EN LOS CUENTOS DE LYDIA CABRERA
GARBAGELAND* DE JUAN ABREU: UNA ISLA INTERTEXTUAL EN LA MODERNIDAD LÍQUID
ALLE ORIGINI DEL«NUOVO»CINEMA CUBANO: IDENTITÀ E INFLUENZE
LIVING «ON THE HYPHEN» AND BEYOND: AN INTERVIEW WITH GUSTAVO PÉREZ FIRMAT
REAL COMO FANTASMA. CONSTRUCCIONES Y DECONSTRUCCIONES DE LA LITERATURA NACIONAL CUBANA
LOS AUTORES

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Susanna Regazzoni (ed.) Alma cubana T h e Cuban Spirit

TCCL - TEORÍA Y CRÍTICA DE LA CULTURA Y LITERATURA INVESTIGACIONES DE LOS SIGNOS CULTURALES (SEMIÓTICA-EPISTEMOLOGÍA-INTERPRETACIÓN) TKKL - T H E O R I E U N D KRITIK DER KULTUR U N D LITERATUR U N T E R S U C H U N G E N Z U DEN KULTURELLEN ZEICHEN (SEMIOTIK-EPISTEMOLOGIE-INTERPRETATION) TCCL - THEORY AND CRITICISM OF CULTURE A N D LITERATURE INVESTIGATIONS O N CULTURAL SIGNS (SEMIOTICS-EPISTEMOLOGY-INTERPRETATION)

Vol. 36

EDITORES / HERAUSGEBER / EDITORS: Alfonso de Toro Ibero-Amerikanisches Forschungsseminar Universität Leipzig detoro@rz. uni-leipzig.de Dieter Ingenschay Institut für Romanistik Humboldt-Universität zu Berlin [email protected] Rafael Olea Franco El Colegio de México [email protected] Michael Rössner Institut für Romanische Philologie der Ludwig-Maximilians-Universität München [email protected]

CONSEJO ASESOR/BEIRAT/PUBLISHING BOARD: Uta Feiten (Leipzig), Christopher Laferl (Salzburg), Gerhard Wild (Frankfurt am Main)

ALMA CUBANA: TRANSCULTURACIÓN, MESTIZAJE E HIBRIDISMO THE CUBAN SPIRIT: TRANSCULTURATION, MESTIZAJE AND HYBRIDISM

Susanna Regazzoni (ed.)

Iberoamericana • Vervuert • 2006

Bibliographie information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data are available on the Internet at http://dnb.ddb.de

Este libro se publica con la contribución del Ministero Italiano per l'Università e Ricerca (MIUR) y con el apoyo del Departamento de Americanistica, Iberistica Slavistica de la Universidad Ca' Foscari de Venecia.

Reservados todos los derechos

© Iberoamericana, 2006 Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2006 Wielandstr. 40 - D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-289-1 (Iberoamericana) ISBN 3-86527-310-6 (Vervuert) Secretaría de redacción y editing.

Manuela Gallina

Imagen de la cubierta: Tremendo viento; Manuela Gallina Diseño de la cubierta: Michael Ackermann Depósito Legal: B-48.443-2006 Impreso en Cargraphics Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

Í N D I C E

PRESENTACIÓN: Alfonso de Toro

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INTRODUCCIÓN: Susanna Regazzoni

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Alfonso de Toro Figuras de la hibridez. Fernando Ortiz: transculturación. Roberto Fernández Retamar: Calibán

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Alejandro Alonso Religión y arte: algunos momentos sincréticos en la plástica cubana

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Daniela M. Ciani Forza American-Cuban and Cuban-American: Hyphens ofldentity

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Irina Bajini Mefistófeles en el escenario cubano del siglo XIX: un caso de manipulación del canon operístico

81

Elina Miranda Cancela Edipo bajo un sol tropical

99

Luisa Campuzano Sab: la novela y el prefacio

111

Paola Scudiero A New Englander Visiting Cuba: R.H. Dana's Voyage in 19* Century Cuba

127

Susanna Regazzoni La ambigua realidad afrocubana en los cuentos de Lydia Cabrera

143

Manuela Gallina Garbageland de Juan Abreu: una Isla intertextual en la modernidad liquida

167

6 Roberto Ellero Alle origini del «nuovo» cinema cubano: identità e influenze

183

H. J. Manzari Living «On the hyphen» and Beyond: An Interview with Gustavo Pérez Firmat

191

Adriana López Labourdette Real como fantasma. Construcciones y deconstrucciones de la literatura nacional cubana

203

Autores

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Las políticas de hibridación pueden servir para trabajar democráticamente con las divergencias, para que la historia no se reduzca a guerras entre culturas, c o m o imagina Samuel Huntington. Podemos elegir vivir en estado de guerra o en estado de hibridación. NÉSTOR GARCÍA CANCLINI

Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad

I don't k n o w what I w o u l d be if there were no C u b a , if there were no childhood, no malecón or José Martí, [...]• PABI.O M E D I N A

PRESENTACIÓN

El presente volumen continúa aquel exitoso trabajo iniciado por Susanna Regazzoni con el libro Cuba: una literatura sin fronteras (Madrid/Frankfurt a. M.: Iberoamericana/Vervuert 2001, TCCL, Voi. 22) y su propósito principal es doble: por una parte, ofrecer una nueva base teórica para los estudios caribeños focalizados en Cuba; por otra, conectar aspectos centrales de la discusión teórico-cultural actual tales como la hibridez y la transculturalidad con propuestas teóricas nacidas en Cuba, hoy muy de moda, pero sin una referencia, por ejemplo, al fundamental término de 'transculturación y sus derivados que el insigne sociólogo Fernando Ortiz ya formulara en 1940. Fuera de Ortiz se consideran trabajos fundamentales, entre otros, de Alejo Carpentier, Nicolás Guillen, Roberto Fernández Retamar y Octavio Paz. En un esfuerzo transdisciplinario, el volumen parte, entre otros, de postulados postcoloniales y postestructurales en cuanto trata diversos objetos de investigación como la teoría de la cultura (De Toro), la literatura (Bajini, Cancela, Campuzano, Regazzoni y Gallina), el cine (Ellero), la pintura (Alonso), el teatro, la border culture (Ciani Forza) y la música (Bajini). Cabe además destacar el carácter y la conciencia teóricos de un buen número de trabajos. La cultura cubana se presenta y se describe como una cultura de la pluralidad y de los pasajes desde donde se discuten problemas sobre la construcción de identidad y de nación, particularmente en su relación con los EE.UU. y con las diásporas, dentro de una perspectiva sincrónica y diacrònica reflexionando en forma crítica y recodificada la función de la cultura en la era de la globalización. Alfonso de Toro Centro Transdisciplinario de Investigación Iberoamericana de Leipzig Director TCCL

INTRODUCCIÓN

Sombras que sólo y o veo, m e escoltan mis dos abuelos. Lanza con p u n t a de hueso, tambor de cuero y madera: mi abuelo negro. G o r g u e r a en el cuello ancho, gris armadura guerrera: mi abuelo blanco. [...] D o n Federico m e grita, y taita F a c u n d o calla; los dos en la noche sueñan, y andan, andan. Yo los junto. [...] Sueñan, lloran, cantan. Lloran, cantan jCantan! J O R G E G U I L L É N , Los dos abuelos.

CUBANA: TRANSCULTURACIÓN, MESTIZAJE e hibridismo / The Cuban Spiriti Transculturation, Mestizaje and Hybridism es una colección de artículos sobre temas muy distintos de investigadores cubanos y de todo el mundo, especialmente italianos, que estudian el fenómeno de la hibridez en Cuba diacrònica y sincrónicamente. Se trata de una serie de materiales que intentan abarcar la diferencia y variedad que contribuye a la formación de la identidad cultural cubana. El término cultura implica, desde siempre, contactos distintos, así como el término literatura se nutre del concepto de intertextualidad. Esto se encuentra de forma muy evidente, desde su nacimiento, en toda Latinoamérica, como lo indica su mismo nombre. El Caribe y de manera especial Cuba, han sido desde el principio, lugares de encuentros y confluencias, donde el mestizaje, el sincretismo y la fusión son esenciales y se hallan presentes a partir del «descubrimiento» por parte del mundo occidental. Todo interés hacia la cultura de la Isla, favorece —como escribe Irina Bajini en su artículo sobre la reinterpretación cubana del mito alemán de Fausto en el siglo XIX cubano «Mefistófeles en el escenario cubano del siglo XIX: un caso de manipulación del canon operístico»— una imprescindible y natural reflexión teórica alrededor de los temas y de los procesos de la transculturación de Fernando Ortiz y el más moderno concepto de hibridismo cultural, provechosas fusiones que presentan también contradicciones y conflictos, a veces resueltos otras no.

ALMA

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INTRODUCCIÓN

En una época en que, en Occidente, especialmente en Europa, pero también en el m u n d o entero, se asiste a un choque de fuertes contrastes culturales, es útil e imprescindible volver a pensar a la historia de esta región y al análisis de su hibridación. Dicho concepto presenta una primera elaboración gracias al trabajo y a la invención del neologismo «transculturación» por parte del sociólogo, antropólogo e investigador Fernando Ortiz (1881-1962), idea ya remarcada por José Martí y Simón Bolívar. Alfonso de Toro en el ensayo que abre el volumen «Figuras de la hibridez. Fernando Ortiz: transculturación. Roberto Fernández Retamar: Calibán» presenta la historia de este pensamiento, su elaboración teórico-cultural puesta en relación con los estudiosos de todo el m u n d o y su actualidad en la era de la globalización. Alejandro Alonso con el escrito «Religión y arte: algunos momentos sincréticos en la plástica cubana» ilustra diacrónicamente el fenómeno al presentar las más interesantes manifestaciones del arte cubano del siglo XX, acentúa la importancia de los estudios ortizianos para la cultura de la Isla y escribe: «Sin hablar de transculturación, sería imposible abordar cualquier aspecto relacionado con el arte» y destaca «los forcejeos de una esforzada legión de ilustradores, pintores, artistas plásticos en definitiva, volcados al abordaje de esa fórmula — s í mágica— de llevar el tema negro (como se decía) a los altos niveles de la cultura nacional». Alejandro Alonso recuerda y comenta el ensayo de Fernando Ortiz sobre uno de los artistas más interesantes, originales y, por encima de todo, cubano, el más representativo del ajiaco de razas (él mismo descendiente de sangres china, africana y caucásica), Wilfredo Lamy su obra vista a través de significados críticos (1950). También Lydia Cabrera publicó un trabajo sobre el mismo creador, Un gran pintor cubano: Wilfredo Lam (1942), y sobre esta escritora se centra mi artículo, titulado «La ambigua realidad afrocubana en los cuentos de Lydia Cabrera». Ahí presento a la autora, todavía poco estudiada a pesar de su importancia para la cultura y las letras cubanas. Especial interés reside en su transposición al ámbito poético de la célebre teoría ortiziana y en la inserción en la literatura del país del elemento africano c o m o factor protagonista y no c o m o simple adorno folklórico, además de subrayar la operación del pasaje de lo oral a lo escrito y de lo anónimo a la autoría. Elina Miranda Cancela presenta «Edipo bajo un sol tropical», un estudio sobre la importante tradición del teatro clásico en C u b a que a lo largo de todo el siglo XX ha producido interesantes obras, algunas de las cuales parodian el tema de la dictadura. Entre éstas, toma como modelo de dicho fenómeno la obra de Abelardo Estorino El tiempo de la plaga (1968), pieza que hasta ahora nunca se ha representado. Estorino es un dramaturgo perteneciente a la larga serie de artistas que al mismo tiempo que «resuena como parte de la herencia cultural, [...] [es] el resultante propio del proceso de hibridismo de la región, y proyecta en la escena una realidad específica de Nuestra América».

INTRODUCCIÓN

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Luisa Campuzano estudia el prefacio de la novela fundadora de la tradición narrativa cubana con «Sab: la novela y el prefacio». El interesante estudio indica la importancia del prefacio con respecto al cuadro histórico en el que se coloca el libro, completamente en medio y condicionado por los acontecimientos políticoeconómicos de Europa, especialmente Inglaterra y España, contrastando con las necesidades del mercado de Cuba, cuya economía se nutría, por aquel entonces, de la trata y del sistema esclavista. Es cautivador observar cómo la tradicional novela sentimental, típicamente romántica, cambia de signo y adquiere otro valor a la hora de ponerla en relación con el entorno social, no sólo cubano, sino además colocándola en el cruce de culturas que hemos venido definiendo como propio del país. La importancia de la presencia de la cultura anglòfona, constituida por la histórica emigración y exilio hacia los Estados Unidos desde principios del siglo XIX, como indica la contribución de Paola Scudiero en «A New Englander Visiting Cuba: R.H. Dana's Voyage in 19th Century Cuba», es subrayada por el doble título de esta publicación —en castellano e inglés— y por una serie de artículos en dicha lengua que destacan precisamente — c o m o escribe Daniela M . Ciani Forza en «American-Cuban and Cuban-American: Hyphens of Identity»— la «Cuban-American culture as a contribution to post-national perpectives of research in the field of «American Studies».[...] the historical reciproty of relations between the United States and Cuba, allowing for a reflection on a trans-national experience». La entrevista de H. J. Manzari a Gustavo Pérez Firmat, además, a través del sentir concreto del mismo escritor, cubano de nacimiento y estadounidense de hecho, ofrece un interesante ejemplo de la experiencia de los cubanos americanos que viven en una condición existencial que Werner Sollors ha definido como «descent and consent». La conversación con Pérez Firmat resulta ser un documento de valor inestimable con respecto al argumento estudiado. El esfuerzo transdisciplinario del volumen encuentra en el trabajo de Roberto Ellero «Alle origini del 'nuovo' cinema cubano: identità e influenze», un estudio que analiza, una vez más, la importancia de las relaciones internacionales, especialmente italianas, en la constitución del original cine cubano de la segunda mitad del siglo XX. El estudioso concluye su trabajo, afirmando: «Un cinema, quello cubano, comunque lo si giudichi, la cui identità resta strettamente connessa con quella di una rivoluzione pervicacemente non omologabile e omologata, capace magari di elogiare l'eresia intellettuale non prima e durante ma anche dopo la presa del potere». Manuela Gallina trabaja alrededor del tema con el ejemplo más actual, al ocuparse de Juan Abreu, con el estudio «Garbageland de Juan Abreu: una isla intertextual en la modernidad líquida», en el que destaca cómo Juan Abreu (1948), en el cuadro de los más importantes rasgos de la modernidad, continúa la tradición intertextual e híbrida que ha caracterizado la cultura cubana desde sus principios.

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INTRODUCCIÓN

Adriana López Labourdette, investigadora de la Universidad de La Habana y de San Gal, discute sobre el significado de la nación en «Real como fantasma. Construcciones y deconstrucciones de la literatura nacional cubana». A la luz de la multiplicidad de los estudios sobre dicho concepto que han venido publicándose en estos últimos años (Bhabha, Brennan, Anderson, Vega, García Canclini y otros), la crítica se cuestiona sobre el significado de una literatura nacional cubana que se escribe y se publica en distintos países — C u b a , Estados Unidos, España, México— reconocidos con la misma intensidad. La investigadora al interrogarse sobre la cuestión subraya «las formas de ambivalencia en un discurso nacional marcado por la tensión entre las fuerzas centrípetas y centrífugas» que necesita una superación de la territorialidad nacional a la hora de pensar en la cultura cubana. El estudio de la identidad se desplaza — c o m o escribe David Theo Goldberg— a la fecunda e innovadora, aunque al mismo tiempo contradictoria, idea de la heterogeneidad y a la hibridación interculturales. C o n esta colección de ensayos se desea ofrecer una segunda y parcial visión explicativa del fenómeno cultural cubano, constituido por variadas confluencias culturales (muchas veces desiguales) junto con sus procesos y se intenta darle capacidad hermenéutica para entender — c o m o escribe Néstor García Canclini— e interpretar las relaciones de sentido que se reconstruyen en las mezclas.

Susanna Regazzoni Università Ca' Foscari di Venezia

FIGURAS DE LA H I B R I D E Z . F E R N A N D O O R T I Z : TRANSCULTURACIÓN. ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR: CALIBÁN Alfonso de Toro Centro Transdisciplinario de Investigación Iberoamericana Universidad de Leipzig

1. ALGUNAS NOCIONES

TEÓRICAS

En el mundo globalizado actual constatamos que 'hibridez' es la conditio de nuestro ser, pensar y actuar que se concretiza en diversos campos del conocimiento y en diversas disciplinas con diversas aplicaciones. Es, asimismo, el resultado de diversas 'estrategias de hibridación discursiva, artística, política, sociológica, filosófica, medial..., que hace posible una negociación o el cotidiano lidiar de la diferencia y alteridad. Podemos definir las estrategias de la hibridez como la tensión entre la potencialidad de la diferencia y el reconocimiento y reclamo de la diferencia en una topografía enunciativa compartida. Las estructuras híbridas se caracterizan por la confluencia de diversos sistemas, por recurrir a diversos tipos de modelos y procedimientos que pertenecen a diversos campos disciplinarios de los cuales se pueden distinguir los siguientes: Hibridez como estrategia epistemológica (forma de pensamiento). Hibridez como estrategia científica en el sentido de una ciencia transversal' (forma de procedimientos teóricos y metodológicos transdisciplinarios). Hibridez como estrategia teórico-cultural entendida como encuentro o concurrencia de colectividades (por ejemplo minorías) en el sentido de la conjunción de diversas culturas, etnias, religiones, esto es, creando espacios transculturales, etc. Hibridez como estrategia transmedial mediante el empleo de diversos sistemas: medios de comunicación u otro tipo de sistemas sígnicos (Internet, vídeo, cine, diversas formas de comunicación, metrópolis y mundos virtuales, técnicas análogas y digitales, etc.,); estéticas y géneros (literatura, teatro, ensayo), mezclas de sistemas (literatura/Internet, teatro/vídeo/cine/instalaciones), productos (paleta de objetos heterogéneos), culturas del gusto, arte (pintura, diseño virtual), arquitectura, ciencias (ciencias naturales, medicina, biología molecular); lingüística.

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Hibridez como estrategia de organización urbano-social y de la vida en el sentido de variadas formas de organización: ciudades, compañías, ecología, naturaleza, sociología, religiones, políticas, estilos de vida. Hibridez como el territorio de una estrategia corporal/objetal. La 'hibridez' puede ser entendida dentro de la teoría de la cultura como la estrategia que relaciona y conecta elementos étnicos, sociales y culturales de la Otredad en un contexto político-cultural donde el poder y las instituciones juegan un papel fundamental. La hibridez contiene además otro componente que no solamente es de tipo étnico-etnológico proveniente de un pensamiento no occidental, acuñado por un tipo diverso de racionalidad, realidad e historia, sino que también es de tipo epistemológico y estratégico. Con esto, hibridez es un término globalizador que incluye otras subformas del trato de la Otredad tales como el 'mestizaje', que se refiere en primer lugar a una mezcla de etnias, o el 'sincretismo', que por lo general se refiere a mezclas religiosas, culturales, pero también étnicas y de todo tipo de superposiciones. La estrategia de hibridación apunta a la potencialización de la diferencia y no a su reducción, asimilación, adaptación, en un primer momento. En un segundo momento, la estrategia de hibridación conduce a un reconocimiento de la diferencia, esto es, a la posibilidad de negociar identidades diferentes en un tercer espacio. Además, la hibridez implica tanto la expresión de categorías tabuizadas en el debate multicultural como el 'miedo' y la 'alienación' frente a lo extraño y el reclamo de patria e identidad, pero no en un sentido de exclusión, sino de negociación. Bajo 'transculturalidad' entendemos el recurso a modelos, a fragmentos o a bienes culturales que no son generados ni en el propio contexto cultural (cultura local o de base) ni por una propia identidad cultural, sino que provienen de culturas externas y corresponden a otra identidad y lengua, construyendo así un campo de acción heterogénea. Para la descripción de un proceso semejante, el prefijo 'trans' —a raíz de su carácter global y nómada y por la superación del binarismo que este término implica— se presenta como más adecuado que el de 'inter', tan empleado en las ciencias culturales desde comienzos de los años noventa. Especialmente en la cultura, la circulación de distintos códigos culturales es de tal diversidad y experimenta una rizomatización tan grande que no se puede tratar en forma dialéctica, como lo demostraremos más adelante al discutir el concepto de la hibridez'. Los procesos de hibridación y transculturalidad están estrechamente relacionados con la'transtextualidad en cuanto se trata del diálogo o de la recodificación de subsistemas y campos particulares de diversas culturas y áreas del conocimien1

Desistimos del empleo del término 'multiculturalidad' porque está cargado de diversas implicaciones negativas, tanto políticas como ideológicas.

FIGURAS

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HIBRIDEZ

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to, sin que en este proceso se comience preguntando por el origen, por la autenticidad o la compatibilidad del empleo de unidades culturales provenientes de otros sistemas. Simplemente su aspecto estético, su función social (y no su prefiguración) y su productividad representan el punto central de atención. Algo semejante es válido para el empleo de disciplinas científicas «auxiliares», que no son parte de la especialización. Se trata de un concepto de ciencia como diálogo, como punto de cruce o de entrelazamientos, como resultado de un parcours que está solamente al servicio del enriquecimiento de la interpretación. El prefijo 'trans no implica una actividad que diluya u obscurezca las diferencias culturales para luego conducirlas a un principio de producción sin rostro, dominado por un tipo determinado de mecanismos de la globalización. Sin embargo, también a través de la globalización se desafía la manifestación de la diferencia y alteridad {vid. más abajo). El prefijo 1 trans tampoco se refiere a una nivelación de la cultura ni favorece el consumo, sino que se entiende como un diálogo desjerarquizado, abierto y nómada que hace confluir diversas identidades y culturas en una interacción dinámica. Estando en un m u n d o de una comunicación masiva y vertiginosa, donde casi todos los objetos y medios culturales están a disposición, el término de pasajes nos parece adecuado para describir fenómenos semióticos, como los culturales, en el sentido de que la cultura siempre se encuentra de paso, recodificándose y reinventándose, como una semiosis de intersecciones, nómada. Así, el término heterotopía describe el estado híbrido de esos espacios concretos que son territoriales, psicológicos, emocionales, corporales o de otro tipo; espacios donde se juntan y separan los elementos, donde las identidades y el sujeto se fragmentan o se diversifican, en los que la memoria se inscribe, el pasado se reescribe y el presente se escribe; son el lugar de la fractura. La transculturalidad indica los procesos de hibridación, las desterritorializaciones y reterritorializaciones culturales, y constituye el lugar de la negociación entre lo ajeno y lo propio. Hoy por hoy la movilidad dentro y fuera de una región se ha convertido en parte de lo cotidiano; las identidades se definen de otra forma, en términos de cultura, de poder, de inserción, de influencia, de acción y de producción. El o los territorios se construyen y deconstruyen permanentemente. Problemas de identidad personal o cultural se inscriben en el fenómeno de la globalización en relación con lo 'local'. Por esto, sería propicio especificar estos fenómenos, interpretados de formas tan diversas. Podemos diferenciar cuatro estaciones de lo local: el pasaje de lo local enmarcado por lo colonial e imperial a lo global; segundo, lo local rediseñado por la americanización (también un fenómeno de globalización); tercero, lo 'glocat (García Canclini 2006: 129 ss.), esto es, lo local entremezclado con la globalización dentro de un contexto de la modernidad y de la postmodernidad; cuarto, lo local descentrado, desubicado.

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El término de lo global se debe diferenciar del proceso del descubrimiento, de la colonización y neocolonización (algo que muchos investigadores emplean como sinónimos), en cuanto que la globalización actual se caracteriza por una autonomía que era atípica del colonialismo y del imperialismo, aunque la globalización, particularmente la económica, conlleva en muchos casos rasgos de un «nuevo» colonialismo e imperialismo (cfr. García Canclini 2006: 130 ss.). Pero, a pesar de todo, debemos distinguir también entre una globalización como producto de un discurso universalista de la modernidad, que fue en su empresa global desde la perspectiva del centro «homogeneizante», «asimilativo» y «territorializante», de una globalización como producto de los debates de la postmodernidad y postcolonialidad caracterizada por su nomadismo y desterritorialización, por su carácter eminentemente diseminador, como un proceso siempre en «flujo» {cfr. A. de Toro 2006: 15). Se puede, además, diferenciar entre la 'internacionalización', como una ampliación económica en términos geográficos desde el siglo XVI, la 'transnacionalización' ('mundialización' en la terminología de Martín-Barbero 2006: 147 ss.), en el sentido de una economía de empresas multinacionales como se comenzó a dar desde la mitad del siglo XX, y la 'globalización como la «culminación» de estos dos procesos con rasgos nuevos tales como la «desterritorialización», la «formación de un imaginario multilocal», la «intensificación de las dependencias», la «competencia vs. proteccionismo» y «la desregulación de estructuras económicas y de producción locales», como por ejemplo «desempleo» {cfr. García Canclini 2006: 131, 138; Beck 1998; Hannerz 1998). Una concepción de orientación 'transdisciplinarid en el contexto de una amplia semiótica de la cultura y de la teoría de la cultura es imprescindible porque problemas de construcción teórica o de reformulación de una nueva categoría de disciplina pueden ser tratados en forma adecuada solamente si se superan los límites de países, autores y disciplinas. Esta perspectiva contribuye así a colocar la cultura y sus diversas manifestaciones en un amplio contexto epistemológico y a liberar, por ejemplo, a algunos sectores de la cultura latinoamericana, de la literatura o del teatro, de lo 'exótico' y de lo 'mimético-reproductivo'. Es decir, estos objetos culturales se pueden liberar de una mirada e interpretación hegemónica (eurocentrista) —aún fuertemente existente— y permitir de esta manera discutirlos en un contexto internacional como producto de una rica e innovadora tradición. Una aproximación transdisciplinaria tiene como finalidad la superación de los límites de la propia disciplina y emplear otras disciplinas tales como las ciencias históricas, de la cultura, de los medios de comunicación, la filosofía o sociología... como ciencias auxiliares para así confrontarse con manifestaciones culturales, de tal forma que pueda dar respuesta a lo que está sucediendo hoy y permita entrelazar recíprocamente tanto el objeto de investigación como la teoría. Además, la aproximación transcultural contribuye a superar barreras culturales o al menos a reflexionar sobre ellas y, con esto, superar prejuicios eurocentristas evi-

FIGURAS

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dentes, aun cuando éstos hoy en día se manifiesten en forma más sutil y velada. Esta aproximación requiere la conexión y reorganización de diversas disciplinas, de diversas teorías y prácticas en el trato de objetos culturales en un mundo global debido a su carácter público, ritual y gestual. A raíz del estatus híbrido de las culturas, en particular de aquellas como la latinoamericana, sus elementos constituyentes deben ser revisados. El especial trato que le damos al diálogo transtextual y transcultural abre la posibilidad de un amplio contexto de argumentación y reflexión para la interpretación de diversos objetos culturales en general y para la consideración de diferencias culturales en particular, como también para determinar la función de ciertos discursos (por ejemplo, aquellos 'postmodernos'/'postcoloniales', sobre poder, sexualidad, cuerpo, deseo, identidad, géneros, deconstrucción, nomadismo, etc.). El concepto o la estrategia de hibridez, transculturalidad o transtextualidad encierra un tipo de construcción teórica que podemos denominar como ciencia transversal' que se viene definiendo como 'transdisciplinariedad' y que es acuñado por Welsch (1996) en el contexto de la filosofía y en su esfuerzo por desarrollar un nuevo concepto de racionalidad donde la transversalidad se puede describir como un tipo de pensamiento u operación de «cruces», de la «construcción de conexiones transversales entre diversos complejos» (Ibíd.: 761) y «diversas formas, intercambio y competencia, comunicación y corrección, reconocimiento y justicia» (Ibíd.\ 762). La transversalidad «en un sentido genuino no conoce 'principios'» (Ibíd.: 763), es decir, no existe una suma de principios prefigurados a priori. Se puede recurrir a diversas teorías sin tener por qué aplicarlas en su totalidad. Bajo 'razón transversal' —dentro de su debate respecto de la crítica contemporánea a la razón— Welsch entiende no un término de razón absolutamente sintetizador y abarcador —que lo declara como obsoleto y vacío—, sino como una trayectoria, un recorrido, una búsqueda que realiza la razón. Se trata de entrelazamientos y superposiciones, de posibilidades de razón en permanente contaminación, se trata de pasajes. Una ciencia transversal hace posible una ciencia que parte de diversos postulados y así motiva «diversas formas de intercambio, competencia, comunicación y corrección, reconocimiento y justicia» {Ibíd.: 762). La ciencia transversal no parte de una prefiguración teórica, sino de una dinámica abierta y nómada. Esto no implica que un tipo de ciencia transversal no tenga una estructura que se concretice en el momento de decidir qué aspectos teóricos se emplearán para el análisis de un objeto determinado, sino que éstos constituyen principios: «No representan un contenido determinado [...], sino que son estrictamente formales» {Ibíd.: 764). Un tipo de ciencia y pensamiento transversal tiene una lógica de «pasajes», de potencialidades. El concepto de 'construcción científica transversal' que proponemos describe en el nivel del objeto exactamente aquello que se describe con el término de la hibridez en relación con la conjunción de etnias y en el nivel de la teoría nos ofrece instrumentos para ampliar la categoría de la 'hibridez' como una construcción teórica que hasta la fecha faltaba. Este tipo

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de ciencia transversal obedece así a una ciencia de corte transdisciplinario para el análisis de la cultura y está legitimada por la simple razón de que productos culturales determinados (teatro, literatura, televisión, arte...) no son otra cosa que una particular concretización de una cultura a su vez transversal, interrelacional, híbrida al fin, como lo es también la cultura latinoamericana {vid. García Canclini 2 1995: 23). Hibridez como transversalidad son dos tipos de estrategias o construcciones que tienen lugar en los puntos-cruces o en los márgenes, en las orillas de una cultura, donde 'orilla'/'margen' no implica siempre y fundamentalmente exclusión/discriminación, sino la articulación de nuevas formaciones culturales. Bajo 'puntos-crucesV'orillas'/'márgenes' podemos entender deterritorializaciones y reterritorializaciones semiótico-culturales en las cuales se realizan las recodificaciones y reinvenciones. Se trata al menos de dos procesos: de la transposición de una unidad cultural de su lugar habitual a uno extraño, que debe ser nuevamente habitado, y de la mezcla de diversos medios de representación. Los medios masivos de comunicación han dejado atrás ya hace tiempo la ideología esencialista, de lo «puro-propio» como lo constatan reconocidos teóricos de la cultura latinoamericana, inaugurando un irreversible avance que también llega a todos los campos del saber. Lo 'propio' de la cultura no se niega de manera alguna y está siempre presente, como lo demuestra la exportación mundial de telenovelas de Brasil, México y Venezuela. A pesar de todos los aspectos negativos que la acompañan, la globalización ha conducido en el campo de la cultura a un aumento de la producción cultural, como Ortíz (1988: 182-206) constata. La categoría de hibridez pone de relieve que la idea de una cultura «auténtica» y «coherente» ha sido siempre una ilusión en América del Norte y del Sur; igualmente se manifiesta esto hoy en día en Europa, resaltando que el recurrir a semejante pureza conlleva el peligro de defender tendencias nacionalistas e ideologías conservadoras, como justamente anota Rosaldo (1989). La 'identidad', lo auténtico' se negocian hoy en día en la diversidad de las orillas y en los puntos-cruces del encuentro de culturas (y no a través de oposiciones, sino por medio de operadores tales como «allí», «aquí», «en medio», «simultáneamente»): se vive simultáneamente en diversos mundos, en un «intermedio», en un espacio extra-territorial ( c f r . Bhabha 1994; García Canclini 2 1995; A. de Toro 1999). La desterritorialización exige al mismo tiempo una reterritorialización que consiste en hacer habitable el «unhomly», el «in-between» (Bhabha 1994) a través de ofertas de posibles identidades. La fisura, la negociación cotidiana se transforma en el signo de identidad. Este doble movimiento trae consigo que diferencia y conflicto no desaparecen, sino que se encuentran en un espacio-inter-medio, aquel de la 'diferencia' como una rodante suplementariedad para incorporarse en un contexto de la 'altaridad'. De esta forma se puede conectar el nivel de la práctica discursivo-cultural con el nivel social.

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En el contexto de la hibridez y la transversalidad, como así también de la transdisciplinariedad, transculturalidad y transtextualidad, se ubica el de la transmedialidad, que no significa el intercambio de dos formas mediales distintas, sino una multiplicidad de posibilidades mediales. Además, este concepto incluye diversas formas de expresión y representaciones híbridas como el diálogo entre distintos medios —en un sentido reducido del término 'medios' (vídeo, cine, televisión)—, como así también el diálogo entre medios textuales-lingüísticos, teatrales, musicales y de danza, es decir, entre medios electrónicos, fílmicos y textuales, pero también entre no-textuales y no-lingüísticos como los gestuales, pictóricos, etc. Asimismo, el prefijo 'trans' expresa clara y formalmente el carácter nómada del proceso de intercambio medial. La transmedialidad se encuentra en estrecha relación con objetos culturales a raíz de la globalización que desde la modernidad a la postmodernidad ha incurrido en todos los campos de la vida de tal forma que ha afectado a la cultura, el arte y la ciencia, especialmente, dentro de la teoría de la cultura en la que los procesos mediales se encuentran en el centro de cualquier reflexión. Este desarrollo no se refiere tan sólo a una sociedad cada vez más condicionada por lo visual, que comienza en la modernidad con los pasajes y panoramas, sino también a qué significados —en particular en la modernidad— obtienen un carácter primordialmente nómada y descentrado. La transmedialidad no es una mera agrupación de medios, no es un acto puramente medial-sincrético, ni tampoco es la superposición de formas de representación medial, sino —como en el caso de la hibridez— un proceso, una estrategia condicionada estéticamente y que no induce a una síntesis de elementos mediales, sino a un proceso disonante y con una alta tensión. Por esto, los campos de la transformación y funcionalidad de elementos mediales gozan de central interés, ya que condicionan de forma decisiva la producción y recepción de productos culturales, su nivel pragmático y semántico. Elementos transmediales implican un proceder transcultural, transtextual y transdisciplinario porque se alimentan de diversos sistemas y subsistemas. Se puede hablar de transmedialidad siempre y cuando diversos elementos mediales concurran dentro de un concepto estético, cuando se constata un empleo multimedial de elementos y procedimientos o cuando éstos aparecen en forma de citas, es decir, cuando se realiza un diálogo de elementos mediales y se produce un meta-texto-medial. El estudio del 'cuerpo' como un campo o categoría cultural, epistemológica, sexual, política y postcolonial ha sido poco trabajado en el ámbito latinoamericano (pero también en el hispánico) en comparación, por ejemplo, con estudios provenientes del contexto anglosajón o alemán; esta constatación es válida tanto para el campo de la literatura y del teatro como para el de la teoría de la cultura y deberá tener en el futuro una mayor atención. Sin embargo, también en el contexto norteamericano-europeo, a pesar de todo, encontramos deficiencias. El cuerpo y sus partes constituyentes deben ser introducidos como rica materia de

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estudio para la interpretación, especialmente en el contexto teatral. El estudio del cuerpo en relación con la sexualidad, poder, pasión, violencia, perversión, lenguaje, memoria, historia, etc. es, en el campo de la construcción teórica postmoderna y postcolonial, de fundamental y central importancia. Esto significa devolver al cuerpo su materialidad, su naturaleza que se le ha usurpado o prohibido expresar desde hace siglos, apoyándose en la oposición 'alma vs. cuerpo' (cuerpo como proyección del alma) y favoreciendo su «intelectualización», disciplina, productividad y eficiencia (progreso) e impecabilidad (culto de la belleza y eterna juventud corporal). En nuestro contexto entendemos la categoría cuerpo' como una construcción híbrida y medial de las orillas. En el contexto cuerpo se representan los temas de la represión, discriminación, opresión, confrontación, deseo y castigo, aquellos entre dispositivos de la sexualidad y del poder, entre un orden simbólico y uno imaginario. Tanto el cuerpo como el poder lo entendemos como saber, como discursividad en cuanto siempre se trata de la «economía política del cuerpo», «[...] du corps et de ses forces, de leur utilité et de leur docilité, de leur répartition et de leur soumission» (Foucault 1975: 32), y en cuanto el poder mismo produce saber, es origen del saber, de allí que cuerpo y poder también se impliquen recíprocamente. Cuerpo, sexualidad, deseo y poder no se encuentran juntos en una superficie, sin embargo, todos ellos producen saber porque se presuponen y condicionan mutuamente. Cuerpo, sexualidad y deseo implican relaciones de poder y se producen dentro de semejantes relaciones. El cuerpo como categoría teórico-cultural en un contexto postmoderno y en particular postcolonial constituye la marca para la materialidad, para representaciones mediales de la historia del colonialismo (memoria, inscripción, registro), de la opresión, tortura, manipulación, agresión y confrontación (transformación) de diversas culturas. La primera forma de encuentro es la mirada. Hábitos, características externas como el color de la piel, las formas gestuales, el olor y la vestimenta funcionan como lugar de conflicto que debe ser negociado, son a la vez el lugar de la fascinación y del terror. El cuerpo comienza a actuar a más tardar cuando la lengua como medio de comunicación fracasa. El cuerpo queda como último refugio de la identidad. El cuerpo es el lugar de concreción de la memoria, deseo, sexualidad y poder. Las huellas en el cuerpo son de naturaleza múltiple y hablan por sí mismas, conllevan la opresión, la colonización y la descolonización. El cuerpo no solamente está relacionado con la hibridez en el caso de diversas etnias, sino a razón de su naturaleza y de sus implicaciones, contiene y produce saber, dispositivos de poder, deseo y muerte, amor y odio, renuncia y entrega, aceptación y rechazo. El cuerpo representa en sí, con su materialidad, su historia y su conocimiento un medio autónomo; él es su propio medio de comunicación y no «función en relación con una tercera instancia». El medio cuerpo' es su propio mensaje; medio y mensaje constituyen una unidad, no máscara de/para algo, sino simplemente cuerpo.

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2 . F I G U R A S D E LA H I B R I D E Z : T R A N S C U L T U R A C I O N E S

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2.1. Fernando Ortiz: estrategias de la 'transculturación y prefiguraciones de la hibridez Fernando Ortiz, en su grandioso trabajo Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar del año 1940, realiza una radiografía de la cultura cubana que incluye todos los aspectos más arriba mencionados —que son parte fundamental de las discusiones actuales— y conecta diversos campos del saber y de la vida que luego reunirá en el termino de 'transculturación'. Partiendo de un acercamiento histórico sobre la importancia cultural y la estrecha relación cultural y económico-industrial del tabaco ('contrapunteo'), sobre el desarrollo industrial, social y cultural del tabaco y del azúcar y sus implicaciones y consecuencias, Ortiz describe cómo el tipo de productos y de formas de producción tienen una profunda inferencia en el desarrollo y construcción de la historia, de la identidad y de la cultura de una región o país. Ambos, el tabaco y el azúcar, productos que ya se encontraban en la isla antes de la llegada de los españoles, se transforman en el trabajo de Ortiz en personajes o actores de la historia con una infinidad de características y diversidad de funciones, por ejemplo, la del tabaco en la comunidad precolombina (en la medicina y en los ritos religiosos o como narcótico para relajarse y para la recuperación de fuerzas). El tabaco y el dulce azúcar eran en ese entonces productos preciosos y fuente de riqueza universal a tal punto que atrajeron a todo un mundo a probar su suerte en Cuba; fuera de los españoles, llegaron franceses, chinos, japoneses, judíos, portugueses y muchos otros. Como consecuencia de la exterminación de la comunidad indígena y la necesidad creciente de mano de obra se recurrió a los esclavos. Tabaco y azúcar fueron pues el motor de variadas migraciones masivas, de la creación de nuevas vías de comercio, de la organización de la economía y del capital, de la importación y exportación en función de la satisfacción de un creciente e insaciable consumo de mercancías de todo orden. Con la creación de tan diversos tipos de industrias surge una cultura de la diversidad y la diferencia en todos los niveles: etnológico, religioso, cultural, lingüístico, etc. Estas pluralidades que constituyen el «contrapunteo» cubano, esas redes de interacción, de conflictos y de entendimiento, esas redes culturales laberínticas las resume Ortiz en el término de 'transculturación', que se divulga en los noventa pero que ya estaba prefigurado en 1940. El término de Ortiz, que relacionaré con y contextualizaré en la discusión actual, describe un estado cultural sincrético, de una historia de pasajes. Ortiz llega a su término a través del reemplazo del término de origen anglosajón de aculturation o 'aculturación' por el de 'transculturalidad' que describe en forma más adecuada el fenómeno cubano (1980 [1940]: 86) y diría cualquier proceso de culturas migrantes. Este reemplazo no es tan sólo un capricho retórico de Ortiz, sino que refleja un rechazo al aspecto hegemónico y unilateral del término

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aculturation que implica que uno da y el otro recibe, aunque este término naturalmente incluya en parte el momento de la recodificación. Ortiz tiene una compresión peyorativa del término en cuanto éste significa para él «el proceso de tránsito de una cultura a otra y sus repercusiones sociales de todo género» {ídem.), esto es, un estado pasajero, un traspaso de una cultura a otra. El cambio de término, como veremos, tiene una dimensión epistemológica. Al contrario, por 'transculturación' Ortiz (Ibíd.: 86-87) entiende «complejísimas transformaciones de culturas en lo económico, institucional, jurídico, ético, religioso, artístico, lingüístico, psicológico, sexual, [y en la] vida». Se trata, pues, de un término como estrategia global, como proceso de una totalidad. Ortiz describe estas «intricadísimas transculturaciones» dentro de una perspectiva histórica: en el paso del Paleolítico al Neolítico; en las migraciones blancas provenientes de distintas culturas desgarradas, transformadas; en el sincretismo cultural constituido por judíos, lusitanos, anglosajones, norteamericanos, genoveses, levantinos, catalanes, migraciones africanas de Senegal, Guinea, Congo, Angola, Mozambique (estas últimas las denomina Ortiz «culturas destrozadas como la caña de azúcar»), migraciones asiáticas, amarillas y mongoles, de Macao, cantoneses y culturas del Mediterráneo que juegan el papel principal ya que ellas misma han constituido desde hace siglos (hasta hoy) un espacio híbrido y traen esta experiencia del hibridismo cultural a Cuba. Todas estas culturas que se reúnen en Cuba comparten la experiencia común de una desterritorialización y de una reterritorialización que Ortiz describe con los términos de 'desarraigo', 'desajuste', 'trasplante' frente a 'reajuste', o 'desculturalización' frente a 'aculturación', o exculturización, 'neoculturización' frente a 'inculturización' o nueva creación', 'reinvención'. Todos estos términos quieren hacer visible el carácter de proceso de la 'transculturación cubana que conlleva u oscila —según Ortiz— entre una pérdida y la adquisición de algo nuevo, entre lo conocido y lo extraño. El concepto de 'transculturación, así entendido, equivale a los términos de transculturalidad e hibridez como los he descrito más arriba. Es un proceso que marca la increíble comprensión, la enorme velocidad y la no menor diversidad y complejidad del proceso cultural que implosiona en una pequeña topografía constituida por infinidades de historias, biografías y destinos conectados a diversos medios de producción y a las culturas locales restantes de los siboneyes, guanjabibes y tainos. 'Transculturación' significa un nuevo orden de las funciones en todos los campos sociales. Quizás en ninguna parte de América tuvo lugar una compresión semejante de culturas como en Cuba. Por ello, la 'transculturación marca el Nuevo Mundo, que es nuevo para todos los habitantes de esa comunidad. 'Transculturación significa, además, el descubrimiento simultáneo y recíproco de dos mundos que con-

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lleva a la destrucción y creación del mundo americano. El resultado de estas transculturaciones son para Ortiz las 'transmigraciones', la 'transitoriedad', el 'desarraigo' y sus actores son las aves de paso'. Nuestro término de 'transculturalidad' se asemeja al de Fernando Ortiz (1983 [1940]: 86, 88) solamente en el sentido de entrecruces de culturas. Epistemológicamente se diferencia de él primero en que el nuestro no tiene ese carácter temporal de «tránsito» o «transitivo» y, segundo, en que el término de Ortiz se basa aún en oposiciones binarias —ajenas a nuestro término—, ya que define «transculturación» también como «desculturación» e «inculturación», es decir, como un proceso de «pérdida o desarraigo de una cultura precedente» (Ibíd 90) cuyo resultado es una nueva cultura que él llama «neoculturación». Por esto, aquí se trata de un «proceso unilateral» como recalca Schmidt (1994-1995: 193) mientras que en nuestro término la 'transculturalidad' no implica pérdida o cancelación de lo propio, ni tampoco resultado definitivo sintético homogeneizante de la cultura, sino un proceso continuo e híbrido; hibridez es lo contrario de pensar la cultura como algo homogéneo y jerárquico que resulta de una modernidad elitista y altamente cognitiva o de las vanguardias europeas. Además, los términos de 'pérdida' y 'desarraigo' implican partir de la concepción de que existen culturas «puras» y, en el caso de «entrecruces», una destrucción de culturas. Valioso en Ortiz es — d e cualquier m o d o — el empleo del término de 'transculturación' como un elemento global y central para caracterizar el proceso histórico, cultural, étnico y económico de la formación de Cuba, que puede aplicarse en menor o mayor grado a toda Latinoamérica (y a muchas otras regiones del mundo) y que está relacionado con lo que luego García Canclini denomina «heterogeneidad multitemporal» y Rincón «la no-simultaneidad de lo simultáneo». Nuestra concepción de 'transculturalidad' es una categoría que hoy hace frente a las grandes migraciones y entrecruces culturales donde hablar de «destrucción» sea quizás inadecuado: mejor sería hablar de desterritorializaciones y reterritorializaciones. En todo caso, la definición de 'transculturación' de Ortiz es, desde un punto de vista histórico, plenamente válida. El Descubrimiento y la Conquista de América son, en un primer lugar, destrucción y eso hasta la época colonial. La definición de 'transculturación' también varía en Ortiz ya que por momentos parece estar hablando de recodificaciones, esto es, de la inclusión de elementos propios y nuevos, particularmente cuando se refiere a un «doble trance de desajuste y reajuste [...] al fin, de síntesis de transculturación» (Ortiz 1983 [1940]: 7). H e aquí también otra diferencia: nuestro término no implica una «síntesis», sino una tensión (no dialéctica) entre diversos elementos dentro de una estrategia de hibridación. Sin embargo, la aproximación de Ortiz transciende sus descripciones y definiciones que están enraizadas en un momento determinado de la historia, pero que apunta a lo que luego, en el marco de la teoría postcolonial, se vendrá a llamar hibridez.

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2.2. Roberto Fernández Retamar: Calibán y mambí símbolos de la identidad híbrida de Latinoamérica Otras de las figuras fundamentales de la hibridez caribeña y latinoamericana es la de Calibán, desarrollada por Fernández Retamar en 1971 en un momento de grandes tensiones políticas en el contexto de la Guerra Fría. Se trata de otro intento de abarcar la diferencia y Otredad de la identidad y del ser caribeño y latinoamericano relacionado con la refutación de la famosa «leyenda negra» a la que da pie la Brevísima relación de la destrucción de las Indias del padre Las Casas, obra que fue usada como arma contra el poder español. Mientras en Calibán se discute la herencia precolombina y su situación en el proceso de la Conquista, en Contra la leyenda negra la herencia colonial española se conecta en el mundo moderno con las tantas otras culturas, como la afro-americana o la asiático-americana. Partiendo de las ideas de José Martí de una «América mestiza» como una conditio latinoamericana, Fernández Retamar confronta la comedia de Shakespeare The Tempes? con «Des cannibales» de Montaigne (de alrededor de 1578 o 1579), un texto que, al parecer, Shakespeare habría conocido. El ensayo de Montaigne proviene de la Histoire des Indes de Benzoni, que fue traducida al francés en 1579 y que se refiere a las prácticas de canibalismo en Brasil donde, al mismo tiempo, se lleva a cabo una idealización del salvaje en la tradición de Germania de Tácito y que luego es retomada, por ejemplo, por Rousseau y Chateaubriand. En su ensayo, Montaigne cuestiona la correcta aplicabilidad de los términos 'salvaje' y 'bárbaro' a las prácticas de los aborígenes brasileños u otros, ya que como bárbaro (especialmente en la tradición grecolatina) se califica a todas aquellos grupos de individuos cuyas prácticas no corresponden a las habituales ( 2 1992: 205). Montaigne compara las prácticas del canibalismo con las torturas en el sistema occidental cristiano europeo relativizando así lo bárbaro del canibalismo dentro de un sistema de prácticas rituales. Así, sostiene que el término 'salvaje' en relación con los aborígenes, significa lo mismo que lo que los europeos calificaban como 'salvas' cuando se referían a las frutas naturales que se encontraban en un estado de pureza original en oposición a las prácticas europeas que todo lo transformaban en bastardía: [...] la vérité, ce sint ceux que nous avons altérez par nostre artifice et détournez de l'ordre c o m m u n , que nous devrions appeler plutô sauvages. En ceux là sont vives et vigoureuses les vrayes et plus utiles et naturelles vertus et proprietez, lesquelles nous avons abastardies en ceux-cy, et les avons seulement accommodées au plaisir de nostre goust corrompu (Montaigne 2 1 9 9 2 : 2 0 6 ) .

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La primera representación conocida tiene lugar en Londres el día 1 de noviembre de 1 6 1 1 y su primera impresión es de 1623.

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De allí, Montaigne hace una fuerte crítica a la racionalidad europea, valiéndose para ello de los escritos de Platón, y postulando que lo bello siempre es producido por la naturaleza o por el azar y lo imperfecto por el arte, esto es, por el ser humano. Por esta razón los pueblos primitivos se encuentran m u y cerca de un estado de absoluta originalidad y se conducen según las leyes naturales, lo cual les posibilita vivir sin envidias ni intrigas (Ibíd..: 206). Se trata de pueblos «viri a diis recents» {Ibíd.: 207), de seres humanos nacidos recientemente de la mano de Dios (según Séneca en su «Epístola XC») y por ello se erigen según las primeras leyes que nos da la naturaleza: «Hos natura modos primum dedit» {Ibíd.: 207; vid.: Virgilio, Geórgica, II, 20). Sobre la base de estas posiciones, Montaigne trata de explicar el canibalismo aclarando que: [...] ils le rostissent [partes del cuerpo] et en mangent en commun et en envoient des lapins à ceux de leurs amis qui sont absents. Ce n'est pas, comme on pense, pour s'en nourrir, ainsi que faisoient anciennement les Scythes : c'est pour représenter [um zum Ausdruck bringen, 'exprimer'] une extrême ven-

geance. {Ibíd.: 209)

[...] Je ne suis pas marry que nous remerquons l'horreur barbaresque qu'il y a en une telle action, mais ouy bien dequoy, jugeans bien de leurs fautes, nous soyons si aveuglez aux nostres. Je pense qu'il y plus de barbarie à manger un homme vivant qu'à le manger mort, à deschirer, par tourments et par geénes, un corps encore plein de sentiment, le faire rostir par le menu, le faire mordre et meurtrir aux chiens et aux pourceaux (comme nous l'avons, non seulement leu, mais veut de fresche mémoire, non entre des ennemis anciens, mais entre des voisins et concitoyens, et, qui pis est, sous pretexte de pieté et de religion), que le rostir et manger après qu'il est trépassé {Idem.). Con ello, Montaigne propone un modelo de la Otredad que explica el proceder de los indígenas frente a sus enemigos y frente a la naturaleza. Los indígenas obligaban a sus enemigos a aceptar su derrota y con ello se terminaba el conflicto, al contrario de los europeos —según Montaigne— los indígenas no conocían la necesidad de conquistar territorios ajenos y de subyugar otros pueblos ya que vivían en armonía con la naturaleza {Ibíd.: 210). Montaigne nos da una idea paradisíaca de la vida y del actuar de los indígenas que naturalmente no correspondía con la realidad. Mientras los conceptos de 'salvaje' y bárbaro' son cuestionados, relativizados y redefinidos por Montaigne, éstos se encuentran en su forma cruda en la figura de Calibán en The Tempest de Shakespeare. Aquí, el término de Calibán, que tam-

bién se encuentra en The Third Part ofKing Henry VI y en Othelo, tiene una marca negativa y ofrece una noción, a primera vista, absolutamente opuesta a la de Montaigne. El ensayo de Montaigne es traducido en 1603 al inglés por Giovanni Floro, un íntimo amigo de Shakespeare, y se conoce un ejemplar de éste con notas

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de la mano de Shakespeare ( c f r . Retamar 1995 [1971]: 30). En The Tempest de Shakespeare, Gonzalo representa «un honest oíd Counsellor» que —así lo asegura Fernández Retamar {Idem.)— «encarna al humanista renacentista, glosa de cerca, en un momento, líneas enteras del Montaigne de Floro, provenientes precisamente del ensayo 'De los Caníbales'». Shakespeare no emplea el potencial utópico del ensayo de Montaigne ni las visiones de Gonzalo, sino que se decide por la opción occidental representada por Próspero. A pesar de esta situación, Fernández Retamar, un gran admirador de Shakespeare («para mí Shakespeare es el más grande todos»)3, nos ofrece otra interpretación que incluye ambas opciones en el encuentro de Europa con América: la sumisión violenta de los pueblos americanos, que es la que vence, y la utópica de crear algo nuevo, opción que desde un comienzo es desechada. Esta ambivalencia que Fernández Retamar descubre es importante ya que por mucho tiempo fue obviada, manteniendo la perspectiva de la dominación de los salvajes y del establecimiento de la civilización europea. Esta línea negativa fue privilegiada formando una tradición de interpretaciones peyorativas de la perspectiva shakespeareana del Nuevo Mundo, que condujo finalmente a una noción negativa de Latinoamérica y del Caribe. Este ejemplo nos muestra cómo la literatura tiene la capacidad de acuñar por siglos la imagen del otro de una forma mucho más fuerte que otros discursos o debates de tipo teórico, histórico o académico y que al fin quedan reducidos a un pequeño grupo de iniciados y que una teoría de la cultura —sin el saber inscrito en textos literarios— no puede funcionar. La investigación de este quizás último drama de Shakespeare, The Tempest, que recurre a un hecho verídico del año 1609 ocurrido en Bermudas y sobre el cual dan noticias una serie de informes y narraciones tales como aquel de William Strachey, True Reportory ofthe Wreck (1610), o el de Sylvester Jourdain, Discovery ofthe Bermudas (1610), y aquel otro del Council of Virginia, True Declaration of the State ofthe Colonie in Virginia (1610), se alimentó por mucho tiempo de los reportajes e imágenes producidos por Colón sobre los monstruos, sirenas, amazonas y las maravillas del Nuevo Mundo, concentrándose particularmente en la estructura binaria del drama de la oposición naturaleza vs. arte' en cuya estructura tienen origen la figura negativamente marcada de Calibán y la positiva de Ariel y Próspero. Esta dicotomía colonial no tuvo relevancia hasta el advenimiento de los estudios postcoloniales desde los cuales se lee The Tempest de otra forma, pasando a ser uno de los textos más discutidos. Shakespeare representa a Calibán como la encarnación del salvaje, como una criatura dominada por los instintos, incapaz de aprender, de naturaleza inferior y sin voluntad. El nombre es una estigmatizadora iconización: el nombre es un anagrama de caníbal', un término que es introducido por Colón en su apócrifo Diario el 17 de diciembre de 1592: 3

Así me lo manifestó él en un encuentro en La Habana el 13 de abril de 2005.

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[...] porque todas estas islas viven con gran miedo de los de Caniba, y así torno a decir como otras veces dije, que Caniba no es otra cosa sino la gente del Gran Can, que debe ser aquí muy vecino; y tendrá navios y vendrá a cautivarlos, y, como no vuelven, creen que se los han comido (Colón 1985: 146-147). Mostráronles dos hombres que les faltaban algunos pedazos de carne de su cuerpo e hiciéronles entender que los caníbales los habían comido a bocados; el Almirante no lo creyó (Ibíd.: 153). Además, Colón indica en su carta del 15 de febrero de 1493 («Carta a Luis de Santángel»): Así que monstruos no he hallado, ni noticia, salvo de una isla del Caribe, la segunda a la entrada de las Indias que es poblada de una iente que tienen en todas las islas por muy ferozes, los cuales comen carne umana (Colón 51995: 224-225). Calibán, como un ser negativamente semantizado, tiene que ser lógicamente subyugado y esclavizado ya que en el texto de Shakespeare no se ofrece otra posibilidad de acercarle la civilización occidental. De esta forma, las potencias coloniales legitiman su forma de proceder, sostenida, por lo demás, por la Política de Aristóteles (1254b: 15-25, S. 53-54), donde éste establece la diferencia insuperable de quién es y quién no es esclavo: La relación entre lo masculino y lo femenino es de tal naturaleza que el uno es el mejor y el otro lo menor, uno manda el otro es mandado. De la misma forma debe suceder entre los seres humanos en general. Aquellos que son tan distantes unos de otros como el alma del cuerpo y el ser humano del animal (esto vale para todos aquellos cuya tarea consiste en el empleo de su cuerpo, que es lo mejor que tienen y que pueden rendir), éstos son los esclavos por naturaleza y para ellos, como para los ejemplos mencionados, es beneficioso que sean mandados. Por naturaleza es todo aquel un esclavo cuando le pertenece a otro y le pertenece porque tiene acceso a la razón que se le da, pero no le pertenece autónomamente. Los otros seres sirven de tal forma que no reciben la razón, sino que obedecen por sentimientos. Mas su empleo no es muy diferente: ambos sirven para realizar un trabajo necesario con el cuerpo, así los esclavos y los animales domesticados (1254b: 15-25, 53-54. Mi traducción del alemán). Como decíamos, Shakespeare —según la interpretación tradicional de esta obra—, invierte la posibilidad inaugurada por Montaigne: frente a Calibán, con su salvaje naturaleza, se encuentra Próspero quien representa el arte, el conocimiento, el control de los instintos y el saber y por ello le impone a Calibán su lengua, único medio de entenderse y de subyugarlo. Como salvaje, Calibán no se encuentra tan sólo muy cerca de la naturaleza animal, sino que además es hijo de

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una bruja y, como tal, de naturaleza demoníaca. Calibán se acepta únicamente en el grado en que se deja «domesticar» para luego reconocer que Próspero es, para él, el mejor amo. Ariel, por su parte, se hace servicial y se adapta para así tener mayor provecho. El término Calibán no es tan sólo un anagrama de caníbal', sino también de 'Caribe', como hemos visto en la cita de Colón. De este modo, 'Caribe' y 'caníbal' conforman una relación homologa, estigmatizando toda una región del Nuevo Mundo. El término 'Caribe' viene de los indígenas que prestaron una fuerte resistencia a los españoles y que se encontraban según Colón en las isla «Quarives». La estigmatización perduró por siglos y se refleja también en la Vorlesung über die Philosophie der Geschichte (Curso magistral sobre la filosofía de la Historia) de Hegel. Frente a esta perspectiva negativa de Calibán, y con ello de Latinoamérica, Fernández Retamar, basándose en Montaigne y Martí, construye el término de Calibán como una figura conceptual de la hibridez latinoamericana, como parte esencial de una teoría cultural, similar a la construcción que realizan Bernal Díaz del Castillo, Octavio Paz, Carlos Fuentes y Todorov de La Malinche. Así, Calibán se transforma en la encarnación del anticolonialismo, descolonización y postcolonialidad. El punto de partida de Fernández Retamar en este ensayo radica en la pregunta de si Latinoamérica tiene una cultura propia, pregunta tópica hasta nuestros días. Como Albert Memmi, Fernández Retamar rechaza el paternalismo tanto de la derecha como de la izquierda política. Indicando que todos los pueblos son mestizos (podríamos decir que el término cultura implica siempre hibridez, como el de literatura intertextualidad), Fernández Retamar apunta que Latinoamérica, en particular en el Caribe, ha sido siempre un lugar de entrecruces, como hemos visto en el ensayo de Ortiz. Por ejemplo, ya Martí y Bolívar formulaban también esta hibridez latinoamericana: Pero existe en el mundo colonial, en el planeta, un caso especial: una vasta zona para la cual el mestizaje no es el accidente, sino la esencia, la línea central: nosotros, «nuestra América mestiza». Martí, que tan admirablemente conocía el idioma, empleó este adjetivo precioso como la señal distintiva de nuestra cultura, una cultura de descendientes de aborígenes, de africanos, de europeos, de asiáticos —étnica y culturalmente hablando—. En su «Carta de Jamaica» (1815), el Libertador Simón Bolívar había proclamado: «Nosotros somos un pequeño género humano: poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevos en casi todas las artes y ciencias» y en su mensaje al Congreso de Angosturas (1819), añadió:

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Tengamos en cuenta que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del norte, que más bien es un compuesto de África y de América que una emanación de Europa: pues hasta la España misma deja de ser europea por su sangre africana, por sus instituciones y su carácter. Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado: el europeo se ha mezclado con el americano y con el africano, y éste se ha mezclado con el indio y con el europeo. Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes en origen y en sangre, son extranjeros, y todos diferentes visiblemente en la epidermis: esta desemejanza, trae un reato de la mayor trascendencia (Fernández Retamar 1995: 25). Latinoamérica —ésta es la objeción de Fernández Retamar (Ibíd.: 26)— no solamente es estigmatizada, sino que cuando recibe reconocimiento, lo obtiene como Calibán: como «aprendices, como borradores o como desvaídas copias de europeos». La relación caníbal' a caribe' se difunde por toda Europa y así es «el antropófago, el hombre bestial situado irremediablemente al margen de la civilización y a quien es menester combatir a sangre y fuego» (Ibíd.: 28). Esta imagen se encuentra en oposición a aquella que también se divulgará rápidamente basándose en formulaciones de Colón y Las Casas en relación con el taino, aquel pacífico, dulce, temeroso indio que luego es tildado de cobarde a raíz de estas virtudes. 'Taino' es —como sabemos— el nombre de una tribu indígena exterminada en las Antillas. Este tipo de descripciones representaba el paraíso y la utopía de un Nuevo Mundo en la fantasía y proyectos frustrados y visones apocalípticas de los europeos a comienzos de la época moderna. La figura de Calibán, muy por el contrario, corresponde al bestiarium greco-romanorum y de la Edad Media, de Tomás Moro con su Utopía, de las novelas de caballería, la literatura y del teatro del Barroco, como así también los innumerables escritos de la época que contribuyeron fuertemente a esta dicotomía, precisamente a esa «característica degradada que ofrece el colonizador del hombre que coloniza» (Fernández Retamar 1995: 20) que, además interiorizaron los colonizados por siglos y, en parte, permanece hasta hoy: «Que nosotros mismos hayamos creído durante algún tiempo en esa versión sólo prueba hasta qué punto estamos inficionados con [esa] ideología [...]» (.Ibíd20). Fernández Retamar comparte esta posición con Fanón y Memmi y considera la auto-negación y con ello la eliminación de la propia identidad e historia como la mayor tragedia en el proceso de colonización. Como Fernández Retamar indica, la figura de Calibán como la encarnación de lo primitivo y de la inferioridad, es ampliada al Otro, a los africanos, lo cual se puede constatar en las películas de Tarzán. Semejantes imágenes han sido producidas por millares en los westerns americanos en relación con los sioux y apaches o con los mexicanos. En este género, el colonizador que defiende su territorio es siempre la víctima de los «salvajes».

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Fernández Retamar investiga la recepción del tema de Calibán partiendo de la obra de Ernst Renan, Calibán. Continuación de la tempestad (1878), celebrado como un «gran» humanista francés con quien Aimé Césaire se enfrenta en su famoso libro Discours sur le colonialisme (1950), pero quien proyecta una visión devastadora de lo que América es: Aspiramos (dice), no a la igualdad sino a la dominación. El país de la raza extranjera deberá ser de nuevo un país de siervos, de jornaleros agrícolas o de trabajadores industriales. No se trata de suprimir las desigualdades entre los hombres, sino de ampliarlas y hacer de ellas una ley (Fernández Retamar 1 9 9 5 : 13). La regeneración de las razas inferiores o bastardas por las razas superiores está en el orden providencial de la humanidad. El hombre de pueblo es casi siempre, entre nosotros, un noble descalzado, su pesada mano está mucho mejor hecha para manejar la espada que el útil servil. Antes que trabajar, escoge batirse, es decir, que regresa a su estado primero. Regere imperio populos, he aquí nuestra vocación. Arrójase esta devorante actividad sobre países que, c o m o China, solicitan la conquista extranjera. [...] La naturaleza ha hecho una raza de obreros, es la raza china, de una destreza de mano maravillosa, sin casi ningún sentimiento de honor; gobiérnesela con justicia, extrayendo de ella, por el beneficio de un gobierno así, abundantes bienes, y ella estará satisfecha; una raza de trabajadores de la tierra es el negro [...]; una raza de amos y soldados, es la raza europea [...]. Q u e cada uno haga aquello para lo que está preparado y todo irá bien (Ibtd.: 32).

Detrás de esta aseveración se encuentra el símbolo negativo de Calibán que en el transcurso del tiempo experimenta diversas valorizaciones, quedando, por lo general, como el prototipo del colonizado, del estigma y del complejo de inferioridad. Precisamente este complejo es el que Fernández Retamar quiere combatir partiendo de Peau noire masque blancs (1955) de Fanon, en debate con el libro de Olivier Mannoni con el título original Psychologie de la Colonisation, que fue traducido al inglés como Prospero and Caliban. The Psychology of Colonization y que ha sido calificado como un texto básico de una etnografía sicológica y de la historia del colonialismo en el cual se describe el trauma del colonizado y su neurosis. Un cambio en la interpretación de la figura de Calibán lo constata Fernández Retamar en los años sesenta, por ejemplo, con la obra de John Wain, The Living World of Shakespeare: A Playgoer's Guide (1964), El mundo vivo de Shakespeare (1964), que contiene una nueva lectura de The Tempest, y en el que se sostiene que Shakespeare es el primero en darle una voz al Otro, de tal forma que la perspectiva hegemónica de la Conquista de Shakespeare se relativiza algo. Desde ahí en adelante se comienza a configurar una idea positiva de la figura de Calibán como un símbolo de las Antillas, una tendencia que queda sustentada con la obra de Aimé Césaire, Une Tempête, d'après. La tempête de Shakespeare: adaptation pour un théâtre nègre (1969) y de Edward Brathwaite, Island (1969). Sobre la base de esta

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línea de investigación, Fernández Retamar también considera la figura de Ariel en la interpretación del escritor uruguayo José Enrique Rodó, quien ve en ésta el futuro criollo y la nueva civilización de América y no en Calibán. En oposición a Rodó, Fernández Retamar desarrolla una interpretación de Calibán como el símbolo de la independencia de América, de un desarrollo cultural, histórico y político autónomo con un propio camino. Fernández Retamar deriva esta posición del diálogo de Próspero y Calibán que, según él, resume el sistema del colonialismo y de la relación entre el colonizador y el colonizado: PRÓSPERO:

Abhorred salve, W h i c h any print o f goodness will not take, Being capable o f all ill! I pitied thee, Took pains to make thee speak, taught thee each hour. O n e thing or other: when thou didst not, savage. Know thine own meaning, but wouldst gabble like A thing most brutish, I endow'd thy purposes W i t h words that made them know: but thy vile race, T h o u g h thou didst learn, had that in't which good natures Could not abide to bi with; therefore wast thou Deservedly confin'd into this rock, W h o hadst deserv'd more than a prison. CALIBÁN:

You taught me language; and my profit on't Is, I know how to curse: the red plague rid you For learning me your language! (Shakespeare 1 9 1 9 : 6).

En su recodificación de la figura de Calibán, Fernández Retamar establece una relación con la figura del mambí, tradicionalmente un concepto peyorativo que quiere decir tanto 'negro' como algo demoníaco de los que se resisten contra los españoles. Luego, este término pasa a ser algo positivo dentro de las luchas de independencia;' mambí se convierte en el contexto cubano en sinónimo del combatiente por la independencia y en un término hermano de Calibán (vid. Fernández Retamar 1995 [1971]: 4 2 ) . Por ello, Fernández Retamar, como Octavio Paz respecto de La Malinche 4 , exige que Latinoamérica se identifique con las figuras de Calibán y de mambí como parte constitutiva de su identidad e historia:

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«Nuestro grito es una expresión de la voluntad mexicana de vivir cerrados al exterior, sí, pero sobre todo, cerrados frente al pasado. En ese grito condenamos nuestro origen y renegamos de nuestro hibridismo. La extraña permanencia de Cortés y de la Malinche en la imaginación y en

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Asumir nuestra condición de Calibán implica repensar nuestra historia desde el otro lado, desde el otro protagonista. El otro protagonista de La tempestad [...] no es Ariel, sino Próspero. No hay verdadera polaridad Ariel-Calibán: ambos son siervos en manos de Próspero, el hechicero extranjero (Fernández Retamar 1995 [1971]: 43). C u b a , el Caribe, Latinoamérica desde ya hace mucho, han desarrollado conceptos y estrategias fundamentales para la descripción y el manejo de una historia de intersecciones, de intersticios y de pasajes, de una historia vivida en la experiencia cotidiana de la colonización y descolonización hasta la globalización y de una historia conceptual donde los términos de 'transculturación, de choteo' y contrapunteo', como así también la figura de Calibán son instrumentos de la fundación de identidad.

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la sensibilidad de los mexicanos actuales revela que son algo más que figuras históricas: son símbolos de un conflicto secreto, que aún no hemos resuelto. Al repudiar a la Malinche — E v a mexicana, según la representa José Clemente Orozco en su mural de la Escuela Nacional Preparatoria— el mexicano rompe sus ligas con el pasado, reniega de su origen y se adentra solo en la vida histórica. El mexicano condena en bloque toda su tradición, que es un conjunto de gestos, actitudes y tendencias en el que ya es difícil distinguir lo español de lo indio. Por eso la tesis hispanista, que nos hace descender de Cortés con exclusión de la Malinche, es el patrimonio de unos cuantos extravagantes — q u e ni siquiera son blancos puros—. Y otro tanto se puede decir de la propaganda indigenista, que también está sostenida por criollos y mestizos maniáticos, sin que jamás los indios le hayan prestado atención. El mexicano no quiere ser indio, ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto que mestizo, sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada. Él empieza en sí mismo» (Paz 1950: 78-79).

FIGURAS

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RELIGIÓN Y ARTE: A L G U N O S M O M E N T O S S I N C R É T I C O S E N LA P L Á S T I C A C U B A N A Alejandro Alonso Oficina del Historiador, La Habana

SEGURAMENTE, AL INICIO TODO estuvo indisolublemente unido. M e refiero a las expresiones del hombre para su comunicación, que incluyeron aquellas devenidas luego formas artísticas de índole diversa. Pero la división entre ellas tuvo como consecuencia una categorización que —refinándose— dio lugar a maravillas sin cuenta. Ahora, si el brujo todavía canta, si mueve su cuerpo acompasando los movimientos al ritmo de instrumentos de percusión, no hace más que trasmitir, a su modo, los remanentes de una estrecha vinculación de factores que forman partes inseparables de su parafernalia de oficiante; tanto, como cuando traza determinados signos sobre la tierra. Remite así a aquel obvio nexo entre el hecho religioso y esa proyección integral localizada en el alba de la humanidad. Así, al paso de días, siglos y milenios, encontramos en las musas de la antigüedad clásica verdaderos símbolos de la señalada especialización, pero todas y cada una actuaban de manera diversa bajo la égida de su indiscutible guía Apolo. El origen divino de las disciplinas artísticas confirma algo místico, poderoso, mágico, que el arte conserva, ha acompañado y estará siempre estrechamente unido a las operaciones estéticas. La transmisión de los mensajes posee — p o r supuesto— distintas intensidades, medios diferentes, soportes de variada índole, entre los cuales, las llamadas artes plásticas ofrecen características intrínsecas cuya universalidad sólo puede ser comparada con la música y la danza; con la ventaja a su favor de que brinda la opción de su permanencia sin necesidad de ese mediador que es el intérprete. D e algunos de estos oficiantes contemporáneos diré algunas cosas para reflejar apenas destellos de esa entraña misteriosa, no por enmascarada menos presente, cuyos latidos continúan marcando el ritmo de la creación a través de formas vertidas sobre el lienzo, la madera, el papel o los más inquietos procesos instalativos. C u b a es la isla grande situada en medio de una compleja red de por lo menos otra isla y numerosos cayos e islotes, a través de una historia que, para la llamada cultura occidental nació en el siglo XV, cuando el genovés Cristóbal Colón llegó a cierto oculto puerto del este del país para descubrir «la tierra más hermosa que ojos humanos han visto»; ella tiene en su privilegiada posición geográfica el fun-

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damental componente de esa raza mezclada que define a los habitantes de una tierra abierta a todos los vientos desde la mera cintura del continente americano. Sin hablar de transculturación, sería imposible abordar cualquier aspecto relacionado con el arte, por cuanto desapareció por vía violenta la raza aborigen, derivada de la rama de los arawakos que, saltando de tierra en tierra, recorrieron el arco antillano para dar lugar a algunos asentamientos de determinada importancia. De aquellos orígenes quedó cierta memoria en el lenguaje (Cuba es un apócope de Cubanacán —en el centro del mundo—, que es como fue denominada la isla); también espejea a través de las modalidades de una casa hecha integralmente de la palma real, el bohío (ejemplo paradigmático de arquitectura vernácula) y la revelan algunos rasgos fisonómicos diluidos por la mezcla fundamental de la nacionalidad: raza caucásica con gran proporción hispánica (de las muchas Españas), sangre negra de los africanos de nación (de naciones) que fueron forzados al viaje sin regreso por la esclavitud. Cuajaría, pues, ese cóctel, al cual el tiempo pasado continuó agregando ingredientes. Los europeos trajeron sus culturas en plano de hecho dominante. Trajeron también a los africanos (básicamente, su sentido musical, las lenguas y el animismo originario que pronto encontró hábiles fórmulas), lo que les permitió el infamante sistema. De esta manera se inició un proceso sincrético imparable, para asimilarse a la estructura impuesta por el imperio colonial español. Juego de habilidades, de ingenuidades y agudezas que conformaron un modo de encarar la vida, de encontrar caminos de expresión para un carácter original, cuyo sello distintivo es el alegre chisporroteo de su ingeniosidad. Abierto en canal, el cuerpo logrado tuvo —como observara nuestro gran poeta de razas mezcladas, Nicolás Guillén1— un abuelo blanco y un abuelo negro; la resultante, el mulato, la mulata, ni blancos ni negros, producto simbolizado genialmente en el color café con leche que proclama a los cuatro puntos cardinales su esencia variopinta y una franca tendencia cosmopolita dispuesta a asimilar orgánicamente lo que vino primero a bordo de los galeones españoles y luego, en cuanto vehículo anfibio o aéreo que llegó a estas tierras. Algunos lo vieron más temprano que otros. Si el primer descubridor de Cuba fue Colón (por el privilegio de haber hollado por primera vez con su bota de con1

Nicolás Guillén, sin duda uno de los grandes poetas del siglo XX entre los que se manifestaron en lengua castellana, dio a conocer para abrir genialmente la década de los años treinta, su poemario «Motivos de son», verdadero acontecimiento cultural en el sentido de lograr una expresión que —dentro del vanguardismo— expresara lo nacional. Toma su ritmo del son, género musical mestizo, cuyos productos se cantan y se bailan. Según Angel Augier (1972: XVIII-XIX): Era Guillén el primero en plantear esa realidad social inconfesada la transculturación en una tesis coherente, cuya formulación en aquel momento significa un acto de expreso contenido revolucionario. Y también el primero en derivar del hecho sociológico un suceso estético de enorme trascendencia, sin precedentes en la historia literaria cubana.

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quistador la tierra hasta entonces virgen de agresiones) y el segundo, el barón alemán Alexander von Humboldt (por sus estudios científicos); el tercero (¡qué duda cabe!) fue don Fernando Ortiz 2 , quien definiría el proceso formativo de eso que conocemos como el cubano, con la brillante alegoría del ajiaco (plato hecho con todas las carnes, con todas las viandas). Tal término es motivo recurrente cada vez que alguien intenta definir la transculturación, vocablo acuñado por el sabio cubano para calificar la sincrética matriz de la cultura nacional. Tales aspectos científicos fueron abordados con rigor, audacia y consiguieron la importancia de haber alcanzado la solidez necesaria para dar soporte conceptual a eso que venía cuajándose desde antes, cuando otro escritor de extraordinario talento, Cirilo Villaverde, diera a conocer en el siglo XIX su novela costumbrista Cecilia Valdés o La Loma del Ángel (el eje central de la trama es una mulata de excepcional belleza, epítome de la belleza y la gracia de la mujer cubana). Pero a un cerebro pensante (no, no es una redundancia) como el de don Fernando, le cabría ofrecer importante contribución sobre la cual se alzarían descollantes personalidades en los más variados campos de la creación literaria, musical, plástica, de un movimiento que se sirvió de aquel acto de reconocimiento, de ese situar un espejo ante los hijos del país para decirles: esto eres, eso somos. Del espléndido movimiento nacionalista desarrollado a partir de la tercera década del siglo XX surgieron cumbres asentadas firmemente en la semejante y benéfica anagnórisis que enfrentó al hombre de esta isla con su destino y raigal identidad. Una cultura en muchos sentidos derivativa que tuvo — n o obstante— en la previa centuria, al extraordinario pensador y hombre de acción que fue José Martí, entre una verdadera pléyade de intelectuales con altísimos niveles de conceptualización, galvanizó en aquel nuevo momento de indiscutible eclosión, las acciones y las obras de individuos preparados para la proeza: ser muy cubanos y a la vez, alcanzar la indispensable universalidad de los vocabularios empleados para hacer que el mensaje fuera claro e inteligible a un importante nivel de conocimiento. Así, las más luminosas mentes de aquellos años vieron la necesidad de rescatar lo negro del barracón para que —nutridos con todos los ingredientes del cita2

Fernando Ortiz (La Habana, 1881-1969), polígrafo cubano célebre por haber realizado profundos estudios de antropología social. Su actividad intelectual estuvo enfocada en dos direcciones: el cultivo del derecho y el vasto campo de investigaciones sociológicas. Dentro de la etnología, mostró atención al estudio de las culturas primitivas, sus elementos materiales, mitos y las relaciones de individuos y grupos, así como los problemas raciales y religiosos. El interés por el estudio de las culturas africanas y su impacto en Cuba le nació tempranamente en 1906, cuando visitó el Museo de Ultramar de Madrid, donde se exhibían algunos vestidos y tambores ñañigos; eran obras procedentes de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. La copiosa bibliografía de Ortiz tiene entre sus trabajos iniciales Los negros brujos, de 1906. A él se debe haber denominado transculturación al fenómeno de mezcla de razas y culturas que rige en Cuba. Se ha dicho de él que consagró su obra a 'descubrir' la cultura cubana. Es también autor de Wijredo Lamy su obra vista a través de significados críticos (Ortiz 1950), ensayo fundamental sobre el aporte del gran artista cubano.

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do ajiaco y refinado con las lucientes aguas de preclaros pensamientos—, fuera capaz de enrumbar hacia la mulatez de su entonces actual metamorfosis. Relaciono unos pocos hechos tomados del rico acervo, para ilustrar el proceso: un pregón —El manisero— de Moisés Simons, que conquistó a Josephine Baker y al mundo; un libro de poemas — M o t i v o s de son— de Nicolás Guillen, que reveló en franco contubernio la raíz de ese ritmo sensual que devendría muchos años después salsa, con las mejores estructuras poéticas castizas; los forcejeos de una esforzada legión de ilustradores, pintores, artistas plásticos en definitiva, volcados al abordaje de esa fórmula —sí, mágica-— de llevar el tema negro (como se decía) a los altos niveles de la cultura nacional. Decía el poeta en el prólogo de su libro

Sóngoro Cosongo (Guillén 1931: 114):

El negro —a mi juicio— aporta esencias muy firmes a nuestro cóctel. Y las dos razas que en la Isla salen a flor de agua, distantes en lo que se ve, se tienden un garfio submarino, como esos puentes hondos que unen en secreto dos continentes. Por lo pronto, el espíritu de Cuba es mestizo. Y del espíritu hacia la piel nos vendrá el color definitivo. Algún día se dirá, color cubano. Tales conceptos aparecen también en publicaciones 'de entretenimiento' como la extraordinaria Revista Social, cuando un culto historiador de nombre Emilio Roig 3 elogiaba el gesto de algunos artistas —especialmente al catalán, cubano de adopción, Jaime Valls— por su adhesión al tratamiento del asunto, considerándolo importante ganancia a la hora de definir lo nacional. En esos años, el desenfadado eco plástico de una bailadora de rumba ostentaba indudable fuerza telúrica y Eduardo Abela —destacada personalidad de la primera generación de pintores modernos cubanos—, en su óleo El gallo místico (1930), cuadro exhibido en su exposición de la parisina Galería Zak, daba significativa clarinada en el concierto de voces que aportaban argumentos a la discusión; pero habría que esperar casi una década para que a un plano reconocible y apoyado por cierto con-

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Emilio Roig de Leuchsenring, fundador de la Oficina del Historiador de la Ciudad. En el número de diciembre de 1927 de la Revista Social, firma un artículo en el cual expresa (Roig de Leuchsenring 1927: 120): En nuestros días merecen citarse los esfuerzos, aunque aislados, laudables y valiosos, de arte criollo, realizados por dos pintores nuevos de los que más relevantes cualidades artísticas poseen y más asegurado tienen un triunfante porvenir: Víctor Manuel García y Antonio Gattorno. [...] Pero Valls es el primero que se consagra por entero a hacer obra cubana. Una veintena de cuadros tiene pintados hasta ahora [...] Son todos tipos, costumbres de la raza afrocubana... Hay un dibujo a página completa titulado La rumba, realizado por Jaime Valls. Se trata, en definitiva de un primer paso que va al cultivo de cierto costumbrismo caracterizado por la actualización de los vocabularios expresivos; en este caso, bajo el influjo del art déco, nombrado por entonces «arte moderno» o «arte nuevo».

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senso que se haría verdadero clamor con el tiempo, el regreso a la patria de un emigrado de rasgos tan mezclados como pudiera imaginarse (sangres china, africana y caucásica) hiciera su aporte considerado fundamental desde temprano por la inteligencia cubana. Hablamos del pintor, dibujante, grabador y hasta ceramista Wifredo Lam, quien debido a su prolongada estancia europea se perdió —al menos como participante directo— aquellos momentos de los años veinte en Cuba, cuando se manifestaba de manera organizada en la Exposición de Arte Nuevo (1927) aquel movimiento integrado por Abela, Víctor Manuel, Antonio Gattorno, Carlos Enríquez, Jorge Arche, Marcelo Pogolotti, entre otros brillantes creadores empeñados en dotar a la pintura, al arte nacional, de una imagen que, al tiempo de identificarlo como tal, se proyectara internacionalmente, sobre todo a través de lo que la Escuela de París podía aportarle en cuanto a actualización de los lenguajes expresivos. El tema negro, como cabe entender, no estuvo ausente de debate y tratamiento; mucho más, cuando ilustradores como Hernández Cárdenas y Valls, los diseñadores gráficos de entonces, concretamente a partir de su presencia en las llamadas revistas de entretenimiento, habían tomado ya una posición de avanzada en ese terreno. Lam, nativo de Sagua la Grande, pequeña ciudad de una de las provincias centrales de la Isla, luego de recibir una excelente preparación a través de estudios realizados en la Academia de Bellas Artes de San Alejandro, que el artista de filiación neoclásica Jean Baptiste Vermay fundara en 1818, en su proceso de perfeccionamiento técnico viajó primero —el año de 1923— a España, con el deseo de completar su formación de orden académico, para luego encontrar en París los instrumentos que definirían una poco ortodoxa adhesión al surrealismo; también asimilaría las lecciones cubistas del gran Pablo Picasso cuando le fuera dada la oportunidad de sopesar la evidente admiración de los vanguardistas de la Escuela de París por el arte primitivo africano. No debe, ni puede, negarse la importancia de esa fase en su proceso formativo como gran artista contemporáneo. Ahora, él sólo hallaría su plenitud expresiva cuando volvió —durante la Segunda Guerra Mundial— a aguas caribeñas como parte de un grupo de artistas e intelectuales que tuvieron al gran André Bretón4 como mentor y musageta. Dos cuadros fundamentales realizados contemporáneamente -—La Silla, un óleo sobre lienzo y La Jungla, sobre humilde papel Kraft de envolver— bastarían para valorar esta hazaña que se impondría con el deslumbrador efecto de las revelaciones. La Silla se exhibe en lugar de honor de las Salas de Arte Contemporáneo del Museo Nacional de Bellas Artes de Ciudad de La Habana; mientras que La Jungla forma parte del limitado elenco de latinoamericanos que incorpora el Museum of

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André Bretón le encarga a Lam que ilustre su Futa Morgana en 1940. Esto ocurre durante su estancia en Marsella, donde encuentra a muchos surrealistas, con quienes participa en las actividades colectivas aunque sin pertenecer oficialmente al grupo, antes de emprender el viaje que los traería al mar Caribe.

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Modern Art (MOMA) de New York a su muestra permanente (la que siempre se muestra a los visitantes en su recorrido; al menos así era antes de su reciente remodelación) y —ciertamente— la única obra de un cubano que ha alcanzado tal distinción. Venía ya, por supuesto con el reconocimiento que significaba ser amigo personal y protegido del genial malagueño autor de Guernica y el espaldarazo representado por el apoyo de su propio galerista, Pierre Loeb; esto, sumado a valoraciones recibidas de intelectuales de la talla de Michel Leiris5 o el propio Bretón. Recordemos que fue Pablo Picasso quien, en ese mismo año de 1938, recomienda a sus amigos que vayan a la primera exposición del cubano en la Galería Pierre — e incluso los lleva de la mano— para admirar las obras de Lam, según afirma André Bretón (1965: 169-171) donde además aclara: E s p r o b a b l e q u e Picasso haya e n c o n t r a d o en L a m la ú n i c a c o n f i r m a c i ó n a la q u e p o d í a aferrarse, la d e u n h o m b r e q u e recorrió un c a m i n o inverso en relación c o n el s u y o : alcanzar, a partir d e lo p r i m i t i v o m a r a v i l l o s o q u e lleva en sí, el p u n t o d e c o n c i e n c i a m á s alto, a s i m i l a n d o p a r a eso las m á s sabias disciplinas del arte e u r o p e o . . .

Creo que en este punto, crucial de la existencia y el arte de Lam, se encuentra la gran lección que cabe atribuir a Picasso con relación al cubano, mucho más allá de aquella vinculada a formas e inflexiones cuya presencia — a fuerza de honestos— nadie puede negar. Esta es, aunque en el sentido inverso que definía Bretón, la fórmula que sirvió a ambos para, como epónimos resultados de la transculturación, situarse en tan relevante posición estética. Lo negro, lo primitivo, asimilado vía París, venía ya insinuándose en su obra. Hay tres pintores en él, otras tantas fases que forman parte del todo integral de la entrega dejada a la posteridad: está el inicial, el del período español, revolviéndose dentro del marco de normas académicas que le eran ya estrechas, pero capaces de dotarlo de verdades inmanentes, que no cambian y son útiles aun cuando sólo sea para romperlas y dejarlas a un lado; luego, aquél llegado con una carta en las manos para Picasso del escultor español Manolo Hugué, llave efectiva que le abrió el acceso a claves importantes de la expresión contemporánea y también a un extendido clima cultural insospechado en la península; más tarde, la total revelación del viaje al mar Caribe, tierras de ritos primitivos, islas de vodú y santería, donde quizás el

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Aunque se asume que el primer contacto de Wifredo Lam con objetos artísticos de origen africano ocurre en una exposición que se realiza en España hacia 1928 («las esculturas no me interesan, pero me conmueven», aclara más tarde en Ortiz 1950 s.p.); seguramente mayor relevancia tiene el hecho de que es el célebre antropólogo Michel Leiris, quien lo acompaña —(diez años más tarde, recién llegado a la capital francesa) al Museo del Hombre de París, cuando seguramente pudo admirar piezas como la gran diosa guineana de la fecundidad y entender la significación que tal síntesis creativa asumía para los artistas de la Escuela de París con Pablo Picasso a la cabeza.

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encuentro con A i m é Cesaire f ' le facilitó otra orientación importante al decirle cómo intelectuales que habían escogido diversos medios de comunicación, transitaban caminos paralelos, en tanto que la isla natal le tendería el terreno propicio para la revelación definitiva. A quienes — c o n mucha razón— no basta la filiación genética para justificar el complejo calidoscopio integrador de su estilo, le abrimos el amplio abanico de posibilidades que le brindaron viajes, estancias en disímiles puntos geográficos y relaciones de la más variada índole cultural. Pero, en última instancia, ¿qué le daría a Lam ese crecimiento de su estatura artística, la extensión de la presencia del lenguaje a un plano nunca alcanzado antes por un artista antillano? La técnica ya la tenía: condiciones excepcionales para el dibujo, la seguridad del trazo, el exitoso despliegue compositivo, el buceo de los entretelones de la conciencia que caracteriza a sus congéneres europeos de tendencia surrealista, el vuelo imaginativo sometido al estricto control de una obvia voluntad de estilo. Es decir, muchos de los factores que pueden hacer grande al creador de obras apuntadas al goce estético, formaban parte del arsenal comunicativo de Lam. La cabeza circular de desmesurados ojos redondos y maliciosos cuernos asoma tempranamente en los cuadros cubanos de Wifredo Lam: es un Eleggua, deidad de origen africano que, para poder ser adorada por los hijos del continente negro trasplantados a Cuba, tuvo que enmascararse tras imágenes de la Iglesia católica, el Santo Niño de Atocha y San Antonio de Padua, según transformación sufrida por todos las deidades del panteón yoruba que integran la santería o Regla de Ocha. El artista rendía tributo a Eleggua, más bien como símbolo plástico, pero sin olvidar que es quien abre la semana como rector de los días lunes, en un propiciatorio gesto que parece afirmar: «por si acaso, para que todo salga bien». Su presencia en la obra de Lam a lo largo de esa primera etapa de grandes definiciones — m e refiero a la década de los años cuarenta— no deja lugar a dudas o a la incertidumbre; él, desde formulaciones creativas de m u y elevado rango internacional, dejaba prueba de que sólo evidenciando la palpitante entraña de la cultura cuya savia nutricia lo alimentaba de modo tan poderoso, podría transitar auténticamente y de modo distinto, las muchas vías que las condiciones genéticas excepcionales y el cumplido currículo acumulado le facilitaban. Entiéndase cómo su acercamiento al tema ni tuvo ni buscó el rigor del etnólogo y — m u c h o m e n o s — la 'fidelidad' del folklorista, mostró, sobre todo, durante el proceso asimilatorio, la intuición del poeta, fueron los reflejos del individuo sensible maravillado ante el prodigio de esa belleza legendaria de los mitos religiosos 6

En el curso del viaje que trae a Lam al mar Caribe —junto a cientos de intelectuales— a bordo de la nave Capitaine Paul temerle, arriba a Martinica, donde es internado en el campo de concentración de la isla, Trois Ilets; en ese país conoce a Aimé Cesaire, escritor a quien lo uniría una gran amistad y comunes puntos de vista sobre el destino cultural de las Antillas. Reside durante varios meses en República Dominicana, hace escala en Santo Tomás, retorna a Cuba. Se trata de un periplo que le hace establecer nuevos contactos con el ámbito caribefio, su multiplicidad de culturas y bizarra mezcla racial.

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que los ancestros africanos, privados prácticamente de todo lo material, sembraron en tierra antillana. Se trata, en definitiva, del paso decisivo hacia una sublimación del tema negro (que formaba parte de la puesta en valor de lo primitivo asumido por el arte de su época) en el cual otros habían intuido ya una posibilidad de afirmación, pero despojándolo de toda inmediata o pedestre alusión. No partió de la nada o de la inspiración que, de acuerdo con las teorías románticas, rige la creación (aunque también); don Fernando Ortiz y Lydia Cabrera 7 , la insigne autora de El Monte, habían desbrozado el camino y enseñado el rumbo —hacia el sudeste— para no extraviar la vía hacia una afirmación cuya verdad radicaba sobre el reconocimiento de lo que tales fuentes aportaron a la concreción de las vanguardias artísticas del siglo XX. El análisis facilitado por esos científicos que investigaron en Cuba áreas consideradas marginales y tabúes hasta entonces para muchos integrantes de la alta cultura, reveló la rica entraña de creencias cuyo profundo rescoldo alimentaría la hazaña plástica del pintor. Ni blanco ni negro, alimentado por los dos abuelos, el mulato chino (una tercera componente) desgarraba la superficie de lo aparente, para desde la firme posición de sus pies desnudos, poner en evidencia los orígenes del avasallador mensaje que traía al arte contemporáneo el hijo de una tierra mestiza. Otros habían mirado ya al rejuvenecedor impulso que lo negro significó desde los objetos expuestos en el Museo del Hombre de París; Lam recibió el impacto y supo hacerlo consustancial con su esencia de hijo legítimo de tres continentes apenas se produjo el instante de los grandes encuentros. No fue el autor de La Jungla único en seguir el camino descrito; pero sí quien mayor presencia internacional alcanzara en el cultivo de esa poética. Entre los intelectuales y artistas que conoció Lam a su regreso, estaba un hombre negro, Roberto Diago (Roberto Juan Diago Querol), nacido en La Habana en 1920, y muerto en Madrid en 1955. Diago, casi dos décadas más joven que Lam, a lo largo de una corta carrera truncada por su m u y temprana desaparición física, demostró no obstante cómo el paradigma que representó Lam dentro de la pintura cubana de ascendiente negro podía dar lugar a personalidades continuadoras de esa búsqueda en los orígenes y componentes de la nacionalidad, entendida a manera de correlato expresivo. Se habla de obras firmemente enraizadas en las circunstancias de un continente cuyos hijos entendieron que el fatalismo geográfico del aislamiento podía ser vencido con imaginación y el arrojo necesario de ir a buscar — a donde fuere preciso— instrumentos para la comunicación. ¿Cuál habría sido su destino de no haber desaparecido en plena etapa de

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Lydia Cabrera, estudiosa de las religiones afrocubanas, quien publica el artículo de bienvenida «Un gran pintor cubano: Wifredo Lam» (Cabrera 1942). Lam hace amistad con ella y otros célebres creadores cubanos como Nicolás Guillén y el novelista Alejo Carpentier. No es aventurado imaginar cómo aquella relación marcaría al recién llegado con los conceptos que la brillante investigadora cristalizaba por entonces; El Monte es su obra más completa y significativa.

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desarrollo de un lenguaje que se veía pleno, poderoso, lleno del vigor de quien tenía aún muchas cosas que decir? Cuando murió, había ejecutado ya un franco giro hacia la abstracción que —justamente en esa década— encontraba en Cuba a creadores de mucha calidad; entre ellos, un escultor que, emigrado a Europa en 1957, trasmitió preocupaciones muy similares a las de Wifredo Lam y Roberto Diago, me refiero a Agustín Cárdenas. Pero, aun en esa fase, Diago enseñaba la coherencia de metamorfosis (que tampoco fueron ajenas a Lam) operadas sobre la sólida base conceptual que apoyaba todo el discurso. Antes, ya había tenido el reconocimiento que significó figurar en la muy apretada selección que dio lugar a la exposición Modern Cuban Painters (marzo-abril de 1944) en el Museum of Modern Art ( M O M A ) de New York, junto a artistas —entre otros—- de la talla de Víctor Manuel García, Amelia Peláez, Carlos Enríquez, Fidelio Ponce (todos miembros de la primera generación de la vanguardia cubana) y otros como Mariano Rodríguez (1912), René Portocarrero (1912) y Mario Carreño (1913), algo mayores que él, pero estimados congéneres del propio Diago; mencionamos a verdaderos talentos del arte cubano cuyo prestigio internacional no ha hecho sino crecer con el paso del tiempo. Alfred Barr Jr., en palabras del catálogo de la muestra, definía una clave importante de algo que estuvo entre las preocupaciones de aquellos artistas y, por supuesto, de Roberto Diago: Los pintores cubanos están tomando un creciente interés en las tradiciones, tanto españolas como afrocubanas, así c o m o en la cuestión del tema cubano. Pero casi no hay una obra en la escena cubana, comparable a nuestras pinturas de la escena americana, a menudo literales y sentimentales; en aquélla, hay poco sentimiento obviamente regional y nacionalista. El color cubano, la luz cubana, las formas cubanas y los motivos cubanos son plástica e imaginativamente asimilados, más que representados de manera realista 8 .

Valga decir que esta muestra, considerada como la más importante de tal corte presentada en el exterior hasta entonces, tuvo un dilatado periplo internacional. Al siguiente año, Diago era incluido en la exposición Lo inmóvil (Lyceum Lawn Tennis Club, La Habana) junto a obras de grandes nombres de la plástica nacional ya incluidos en la anterior e internacional (Man Ray, Fernand Leger y Jaime Colson). Su prestigio, en constante ascenso, lo hizo merecedor de figurar entre los siete artistas cuyos trabajos fueron incluidos en 7 Kubanska Malare (7 Pintores Cubanos), presentados en el Liljevachs Konsthall de Estocolmo, Suecia, en el año de 1949, otra vez bajo la égida de Alfred Barr Jr.; los otros pintores eran Cundo Bermúdez, Wifredo Lam, Luis Martínez Pedro, Amelia Peláez, René Portocarrero y Mariano Rodríguez. Asimismo, su nombre estaría entre los que

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Esta cita se encuentra en un catálogo (Hernández 2003) que transcribe una entrevista con Juan Roberto Diago, sin paginar; es sólo un díptico sobre cubierta de cromo.

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exhibieron en Arte Cubano Contemporáneo (1951), en el Museo Nacional de Arte Moderno de París; también en el envío cubano a la XXVI Bienal de Venecia (1952), en la Sala Permanente de Artes Plásticas de Cuba, Palacio de Bellas Artes, 1955; y, desde entonces, prácticamente en cuanto panorama del arte nacional contemporáneo por exigente que fuera la selección realizada. Así, en la sección de arte moderno del Museo Nacional de Bellas Artes de Ciudad de La Habana, se incorporan —desde su reapertura en 2 0 0 1 — cuatro obras del pintor, todas del fructuoso período de los años cuarenta del siglo XX. Son, en definitiva, heraldos anunciadores; la punta del témpano que constituye una labor inconclusa, significativos a su modo, de la iconografía religiosa que tiene en Abanico, óleo sobre tela de 1945, claro ejemplo de esa síntesis que hizo de la modernidad, hazaña incontestable al regresar a la real índole de lo primitivo, aquí indisolublemente ligado al sincretismo religioso; en esa obra, un objeto utilitario y —al mismo tiempo— ornamental, es el centro de la composición, pero más allá, la imagen aparece cargada de todo el poderío mágico de un elemento de culto que es aquí singular sinécdoque en el afán de ofrecer testimonio de fe: la parte por el todo. El abanico está hecho de plumas de pavo real, uno de los atributos de Oshún, deidad del panteón yoruba que simboliza a la diosa del amor, dadora de muchas de las cosas buenas de la vida (el agua dulce, la miel, el oro), encarna la versión negra de la Virgen de la Caridad del Cobre, santa católica patrona de todos los cubanos. El creyente, verá todo eso y más; el profano, sólo la certeza de una misteriosa imagen plástica, según feliz efusión polisémica. El rodeo, el circunloquio tan caro a la formulación artística contemporánea, tipifican un modo en el que aparecen fundidos préstamos de toda laya; tal como indican otras alusiones de Diago a la patrona de Cuba en el lienzo La Virgen de la Caridad (1946); y las referencias a Eleggua cuando titula Eleggua regala los caminos (1949) o cuando prefiere un término clásico para nombrarlo indirectamente El oráculo (1949) 9 y continuar así hilvanando el complejo tejido cultural en el cual se insertan tales realizaciones. Su viaje a Haití (1951) junto a intelectuales de la talla de los escritores André Bretón, Alejo Carpentier y Aimé Cesaire, así como el pintor Wifredo Lam, tiene, en sentido inverso a lo ocurrido en la carrera de este último, no el clamor triunfal de las inauguraciones, sino más bien el colofón de un período que se abría a un cambio de actitud cuando va a lo esencial de las formas y los conceptos al transitar las vías de la abstracción. Diago es considerado miembro distinguido de la élite creativa, no obstante su corto trayecto vital, merced a una obra en la cual se hizo evidente la presencia de esa transculturación que rige los procesos sincréticos en el mundo contemporáneo. Su filiación estilística estaba dentro de un fuerte expresionismo inicial apoyado en el vigor del trazo, la presencia de las texturas, los valores dramáticos del 9

El Oráculo, óleo sobre tela exhibido en el IV Salón Nacional de Pintura, Escultura y Grabado mereció premio y medalla de oro en ese mismo año de 1950.

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color tratados con toda la libertad transgresora que caracterizara a las visitaciones d e los mitos por él realizadas y vinculado al sondeo del descubrimiento y orgullo por la ancestral herencia africana en su complejo elenco étnico, trasmitida a través d e la potencia simbólica que caracterizara a la modernidad, con el sabor de fruto pleno y preñez m a d u r a que él le aportara. M u ñ ó n , miembro trunco de la diáspora, que en su naturaleza de periplo incompleto enseña el avasallador gobierno de las señales q u e devienen símbolos. El pintor había f u n d a d o en C u b a una familia; su mujer, Josefina Urfé, lleva un apellido ilustre por la entrega del clan al cultivo de la música cubana y su estudio. Pasa el tiempo y nace J u a n Roberto D i a g o Durruthy ( C i u d a d de La H a b a n a , 1971), nieto de aquel D i a g o , quien se matricula en la Escuela de Bellas Artes San Alejandro, de la cual egresa — 1 9 9 0 — con el grado que lo faculta para el ejercicio plástico que tiene en su base el rigor técnico. O t r a vez la eterna argumentación acerca de una herencia genética o cultural nos tienta (quizá sea preferible referirse a ambas cuando, c o m o en este caso, las dos vertientes de lo recibido confluyen en el artista: dígase, parafraseando la sentencia popular, «nieto de gato, caza ratón»). Este vástago de la estirpe de músicos y pintores se desarrolla con singular vigor y adhesión a la práctica escogida libremente — e s o s í — con el apoyo decidido de la abuela, aquella mujer que, en la noche d e bodas, había recibido c o m o regalo de amor La Virgen de la Caridad ( 1 9 4 6 ) , el óleo q u e luego pasaría a las colecciones del M u s e o Nacional d e Bellas Artes. L o s tiempos son otros, los maestros de la vanguardia recibieron justa valoración internacional; sus obras, para las q u e apenas había mercado, son objeto de interés por parte de museos, casas de subastas y coleccionistas internacionales; hay un fuerte movimiento de artistas jóvenes q u e se manifiestan dentro d e los amplios márgenes d e las tendencias que en el m u n d o van creando esa suerte d e canto coral cuyos productos adquieren matices de relajadas connotaciones. La transvanguardia, el posconceptualismo, las instalaciones marcadas por el arte povera y también los medios inherentes al crecimiento de la técnica, son asumidos a distancia por los egresados de las escuelas cubanas para la enseñanza del arte. A inicios de la década de los años ochenta tiene lugar la exposición Volumen I, dirigida a actualizar el p a n o r a m a de las artes plásticas cubanas con los recursos de aquellas tendencias q u e habían ya tenido considerable peso internacional; entre aquellos creadores se encuentra J o s é Bedia ( C i u d a d de La H a b a n a , 1959), quien inicialmente — d e n t r o de lo q u e es su período ya interesante— había apostado por las culturas primitivas a través del interés por el costado filosófico, ético, incluso formal y técnico de los indios dakota y también de aquellos q u e poblaron el continente desde el Rio Bravo a la Patagonia. M á s tarde, se dirige a la exploración d e las expresiones de origen negro, incluidas, por supuesto, las creencias religiosas d e tan fuerte peso conceptual en C u b a . Esto quizás c o m e n z ó por una excelente colección de arte primitivo que no ha hecho sino crecer con el tiempo y, dentro de ella, aquellas muñecas rituales depositadas a manera de ofren-

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da en el cementerio de Guanabacoa, próximo a La Habana. Preparado estupendamente desde el punto de vista profesional, Bedia cultiva paralelamente el dibujo, la pintura, pero enseñó especial gusto por las instalaciones; como la titulada El golpe del tiempo (1986), que le valiera uno de los diez premios internacionales de la II Bienal de La Habana. Su seguimiento de todo lo concerniente a la base religiosa de tales disciplinas lo fue llevando de la admiración por el chamanismo indio a su personal iniciación en el culto de origen africano de los paleros. No fue ese artista el único en mostrar tal pasión por creencias animistas que lo nutrieron sustancialmente; pero es su cultor contemporáneo —entre los cubanos— más consecuente, reconocido, exitoso e influyente; él no se quedó en la recuperación étnica y mucho menos folklorista, pues dio el importante paso de incorporarlas al torrente circulatorio de las más inquietas expresiones actuales, en proceso que él auto-define como una transculturación de sentido inverso. Asimismo, quien es sin duda el precursor —lamentablemente desaparecido muy joven— del citado movimiento, Juan Francisco Elso Padilla (1956-1988) había visto las posibilidades de lo primitivo, a partir de esa base que ofrecían, primero las antiguas civilizaciones mesoamericanas y enseguida, la cultura afrocubana, en el sentido de potenciar planteamientos renovadores, cuando hizo cierto giro en tal sentido hacia 1984. En sentido paralelo, Santiago Rodríguez Olazábal (1955), desde 1983 se lanzó abiertamente a una interpretación de la santería, culto religioso de los yorubas de Cuba en el cual fue iniciado desde la infancia; su labor constituye por tanto, no indagación más o menos intelectualizada desde una tercera posición (digamos cultural) a la que se llega gradualmente, por pasos, como en los antes citados, sino consecuencia directa del ejercicio religioso que le sirve de materia prima básica, no obstante elaborada con determinadas libertades creativas. Belkis Ayón (La Habana, 1967-1999) grabadora especializada en colografia merece lugar preferente por cuanto a lo largo de su corta vida desplegó audaces interpretaciones —en grabados de gran escala— de la mitología propia de la Sociedad Secreta Abakuá, cuyos orígenes se hallan en el tráfico negrero de nativos del Calabar a Cuba; ella, una mujer, penetró los misterios de esa secta cuya membresía es sólo masculina, para mostrar singular adhesión al tema y singulares aciertos en su realización. Por otra parte, destacados artistas de una generación previa (aquellos egresados de la Escuela Nacional de Arte hacia 1970) como Ever Fonseca, Nelson Domínguez y Zaida del Río, inicialmente motivados por el folklore de índole campesina, con mayor o menor intensidad, frecuencia y dedicación, han reflejado aspectos de las culturas negras practicadas en Cuba y —desde luego— manejan aspectos de ese tipo de religiosidad. Evidenciando de manera sui generis en su quehacer rasgos que han caracterizado el cultivo de las artes plásticas por parte de creadores de aquellos dos grandes grupos generacionales, el joven Diago deja entrar en su arsenal expresivo (fuertemente marcado por el neoexpresionismo) rasgos propios de otras corrientes que buscan en la diversidad de materiales y las citas más o menos fieles pro-

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pias de la intertextualidad, a la realización de lienzos de gran tamaño — c o m o los que presentara en la Bienal de Venecia—, tienta otras vías para la comunicación, incluso la ejecución de transgresoras instalaciones, la fotografía manipulada y las llamadas cajas de luz. Pero, en medio de toda esa imagen que habla en tiempo presente, de obvio favor por los cambios y la voluntad de inquietar al espectador, en este artista resuena el eco de lo ancestral, la presencia de sentimientos religiosos que, en el contexto de una sociedad conformada por el materialismo oficial, han pasado a ser segunda naturaleza, razón de vida, sensibilidad profundamente enraizada. Juan Roberto Diago, se postra ante los ancestros y les rinde culto" 1 , en sentido directo y a través de los canales metafóricos del arte; si bien, las vías escogidas son otras y los caminos transitados, diversos. Tal sensibilidad va más allá de menciones detectables en los títulos de los cuadros de la serie Oggún Areré" que incorporara a su exposición Comiendo cuchillo (Museo Nacional de Bellas Artes, Ciudad de La Habana) del año 2 0 0 2 ; en ellos, planchas de metal, acrílico, soga y yute son recursos para creaciones completamente abstractas; la tela, de trama y urdimbre bastas, es ya por sí misma expresiva de una t o m a de posición a la hora de escoger materiales que huelen a trata negrera, a explotación de la m a n o de obra esclava, a los trajes de promesa que llevan los deudores de Babalú Ayé. Oggún, orisha 12 del panteón yoruba, dueño de los metales, aparece simbolizado por el material utilizado c o m o soporte, sobre éste, un pedazo de yute induce el misterio: cuando se levanta por la m a n o del espectador, se leen nombres de negros y blancos, de héroes y mártires, de guerreros y militares, de poetas y artis-

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En un fragmento de la entrevista con Juan Roberto Diago hecha por Fabienne García para el catálogo de la exposición presentada en la galería francesa Etats d'Art con motivo del premio Amédée Maratier 1999 ganado por Juan Roberto Diago, se lee: Como cubano, yo me siento igualmente africano, mi segunda madre es Africa. Yo tengo, igualmente, una fuerte influencia religiosa. A través de la colonización los negros han aportado, sus cantos, sus tradiciones, sus dioses; con el tiempo, esta cultura ancestral se fundió con la fe cristiana en el seno de la Santería. Yo tengo necesidad de esos dos mundos que me dan la fuerza y la fe (15).

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Oggún Areré. El título de esta serie se refiere a uno de los caminos del orisha Oggún, dueño de los metales, cuando se prepara para salir a la guerra y también nace su hijo. El pintor demuestra conocimientos precisos de este aspecto de la mitología yoruba del cual toma un momento de combate para compararlo con la lucha por reivindicaciones contemporáneas asumidas por grandes figuras de la cultura cubana y su actual vigencia. El término orisha denomina a deidades adoradas por practicantes de la santería o Regla de Ocha, religión sincrética hecha de factores integrantes de las creencias africanas que los esclavos trajeron a Cuba y las doctrinas de la Iglesia católica en cuyos santos los esclavos encontraron ciertas correspondencias con sus deidades o que, simplemente, le sirvieron para enmascarar su fe, considerada marginal y, por tanto, no aceptada. Por ejemplo, Oshún se identifica — o sincretiza— con Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, Changó con Santa Bárbara, Obatalá con la Virgen de las Mercedes... Esto, independientemente del sexo de una y otra deidad, pues siempre hay una leyenda, avatar, camino o relato (los conocidos patakines) para justificar las diferencias.

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tas que — j u n t o s — en inseparable mezcla de sangre, consolidaron la nacionalidad cubana. Situado sólidamente en su actitud de heredero de los fundadores, contribuye al torrente de factores cuya resultante tiene de hechos comprobables y de lo mágico situado en la entraña de la cultura cubana que alimenta el discurso del autor. Integrado su arsenal comunicativo, trasmite el resquemor derivado de los sufrimientos de una piel marcada; se observan preocupaciones por el lugar que ocupan dentro del contexto del país y del m u n d o actual, quienes tienen muy a flor de piel el color heredado de África. Las transgresiones, las rebeldías y el orgullo manifiesto, son teñidos por una actitud de protesta. El problema planteado desde su hábitat, el propio de zonas marginales de numerosa población negra, es complejo; dimensionadas por ende, de similar signo debe ser su reflejo en las disciplinas estéticas. Los avances operados en el seno de la sociedad, las indudables ganancias que medidas contra la discriminación racial han obtenido, no bastan a artistas que han heredado las lesiones infligidas a varias generaciones e incluso muestran huellas en su propia condición de ciudadanos de hoy. Juan Roberto creció entre las obras del abuelo Diago colgadas de las paredes de la humilde casa del barrio de Pogolotti en la que lo crió su abuela Josefina. Para él, un cuadro clásico ya c o m o La Virgen de la Caridad, era cosa de todos los días, parte del paisaje doméstico; las abstracciones de los años cincuenta realizadas por aquel, acompañaron su formación desde los marcos o carpetas donde eran conservadas en el hogar; y, cuando desde temprano, asistía a las clases de dibujo infantil ofrecidas en el Museo Nacional de Bellas Artes, sus referencias eran mucho más fuertes que las de otros pequeños, porque en las salas permanentes estaban los óleos del abuelo. Para algunos, tal vez todo esto habría sido rémora, peso muerto, algo de lo cual habría que desembarazarse para seguir el propio camino —ligero de equipaje— que contribuyera a realizarlo c o m o individuo; no para él; el legado fue factor de estímulo, base sobre la cual levantar el lenguaje que hoy, en plena juventud, lo identifica. H e m o s visto, pues, cómo los fenómenos de transculturación y el proceso sincrético de fusión que se observa en la cultura y el arte cubanos, tiene un desarrollo que puede seguirse hasta fases muy actuales de las expresiones plásticas por vía de autores capaces de seguir vinculando la potente savia religiosa con las válidas inquietudes de experimentaciones y el pálpito de lo social que agitan a las más jóvenes generaciones de artistas cubanos. Pero, en vez de transitar esa opción, que llevaría a la extensión desmesurada de estas líneas, ofrezco ahora no un progreso en el tiempo dentro de la escena nacional; sino una especie de fogonazo — a manera de flash back— para siquiera pretender dar el sitio que merece una atractiva ejecutoria. Yo vengo de mí mismo y yo me encuentro siempre en lo más profundo de mí. Yo nací un viernes el 15 de diciembre de 1944, yo no sé a qué hora. Viví en un barrio marginal llamado Luyanó, en La Habana. Mi familia conocía bien la antigua religión de los yorubas. Estudié en la Escuela de Bellas Artes San Alejandro

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de La Habana la escultura y la pintura. Los elementos de la cultura afrocubana son el estímulo y el alimento para hacer mi gran discurso, la muerte, la vida y todo lo que hay en ellas, el bien, el mal y los momentos más bellos, conocer todo lo que está en nosotros. Yo vivo con mis ancestros y con mis dioses13. Son palabras de Manuel Mendive. Artista mestizo, hijo de Obatalá, deidad del panteón yoruba, oficiante de esa religión, sincrética por excelencia, que es la santería, quien — d e manera muy directa— ofrece un testimonio clarísimo, lapidario, de su acercamiento a la creación plástica desde una perspectiva donde son evidentes los rasgos de esa transculturación que ha dado lugar a lo más auténtico de la cultura cubana del último siglo. El, ya hace mucho que perdió su condición de hombre pobre de una familia trabajadora y citadina; así, dejaba su vieja casa de madera, para trasladarse al humilde barrio suburbano de Dulce Nombre, en El Cotorro, donde cumpliría la primera etapa del gran deseo de su existencia: vivir rodeado de verde, animales y plantas. Ahora, hace ya un lustro, habita una gran área de terreno casi virgen como a 4 5 minutos en automóvil desde la capital, en la llamada L o m a de La Peregrina, cerca del pueblecito de Tapaste, sitio donde según él encontró la Loma de Santa Bárbara (Changó en la santería) y una imagen ampliada y abarcadora del paisaje rural que buscara. Mendive es producto de esa cultura mezclada que lo ahijara. En él, ni la más remota posibilidad de herencia genética más allá del hibridismo racial del cual es exponente; pues aunque a la madre le gustaba ver obras de arte, no pintaba. Graduado de la Escuela de Bellas Artes de San Alejandro en 1963, se sitúa a caballo entre la etapa prerrevolucionaria y la que se inicia en 1959: creador de tránsito por tanto, de quien pude admirar — e n su m o m e n t o — obras sobre madera que, bien temprano dieron muestra palpable de un talento y definiciones que, partiendo de raíces comunes a pintores de la talla de Lam y Diago, trazaban otra senda. M e atrevería a asegurar que el propio artista no ha superado el nivel alcanzado en realizaciones como Oyá y Obba, ambas de 1967, que son parte de la colección permanente del Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana, quizás porque en ellas se conjugan sus habilidades de pintor con aquellas que tienen que ver con cierta incorporación de volumen, orgánicas agresiones al soporte, técnicas diversas y, ¿por qué no?, ese particular gusto por lo primitivo-artesanal tan caro a su obra. N o es un pintor na'if, aun cuando incorpore conscientemente maneras de representar las figuras características de los pintores espontáneos o que haya vinculado a su quehacer el punteado { f i f í okári) de reminiscencias africanas. Pasadas casi cuatro décadas, obtenidos tantos honores y reconocimientos como pueda imaginarse, hacia 1998 protagonizó una poderosa vuelta al objeto. Trabajos sobre metal, piezas a base de cemento, bronces y hasta cierto regreso al cultivo de la madera, fueron apreciados en la muestra que — j u n t o a Juan Roberto Diago y 13

Entrevista privada que el pintor me concedió.

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Eduardo Roca— acogiera el recién inaugurado Museo del Ron de la capital en el año 2000; aquí, un m u y positivo reverdecer de los valores plásticos del autor. Su labor, de una señalada coherencia, muestra singular adhesión a reflejar sin ambages ni disimulos el acendrado sentimiento religioso que trasmite a partir de elementos de esa naturaleza (que tanto admira) incluido el hombre, por cuanto en una y otro encuentra rasgos comunes con orishas a los cuales tanto tributa. N o tuvo que esperar m u c h o tiempo para que el trabajo planteado fuera objeto de elogios y el artista recibiera oportunidades de todo género. Recordemos las exposiciones personales en el Museo Nacional de Bellas Artes de La H a b a n a (una en 1987 Para el ojo que mira, y otra con motivo de haber recibido el Premio Nacional de Artes Plásticas); antes, muestras en capitales de tres continentes; viajes a África que complementaron singularmente su acervo. El dibujo, la pintura, tapices, esculturas blandas, los mencionados objetos sustentados por tantos factores que refuerzan su poderío originario... hasta llegar a la performance, d o n d e cuerpos pintados por él mismo reviven la ancestral unión entre música, danza y plástica para conferirle a lo creado por Mendive otra dimensión con el cultivo de lo efímero y el movimiento. La serpiente se muerde la cola; este artista contemporáneo detona los poderosos elementos de lo originario, ofrece evidencias de un sostenido aliento religioso que impulsa una creación contemporánea anclada en lo primitivo y otorga su singular aporte a expresiones que no olvidan lo primigenio, pero renuevan los medios para que continúen fluyendo según eterno ciclo vital. El brujo nuevamente se vale de los tambores, de la danza, traza sus signos directam e n t e sobre los cuerpos; el poeta, el visionario, completa otra curva de la dinámica espiral q u e n o cesa.

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AUGIER,

AMERICAN-CUBAN AND CUBAN-AMERICAN: HYPHENS OF I D E N T I T Y Daniela M. Ciani Forza Università Ca Fosean, Venezia

Distance is not ¿íestiny Gustavo P É R E Z F I R M A T

T H E FOLLOWING ESSAY AIMS at an investigation into Cuban-American culture

as a contribution to post-national perspectives of research in the field of «American Studies». It considers the Cuban experience of integration between NorthAmerican Eurocentric canonic and nationalistic claims of identity and the contrasting South-American ambitions for an autochthonous view of the Continent. It proceeds to a brief analysis of Cuban history and its hetereogenous cultural, social and racial confluences, traditionally confining the island to a symbol of national and existential uncertainty. There follows a short account of the historical reciprocity of relations between the United States and Cuba, allowing for a reflection on a trans-national experience. A conclusive part on Gustavo Perez Firmat's works exemplifies the Cuban-American existential condition of balance between «descent and consent» —in Werner Sollor's terms— or of «tradition and translation» in Perez Firmat's terms— reflecting the question of America's identity.

R E D I F I N I N G A M E R I C A N PARADIGMS OF

INTER-TRANS-NATIONAL

IDENTITY

Who are we?: the Challenges to American National Identity: thus Samuel P. Huntington, the celebrated director of the «John Olin Institute for Strategic Studies» at Harvard, entitled his latest book on the nature —and relevance— of American identity today, vis-à-vis «the extent to which elites have been denationalized and favor transational and subnational identities» (Huntington 2004: 324). [...] America has been in part an immigrant nation, but m u c h more importantly, it has been a nation that assimilated immigrants and their descendants into its society and culture {Ibid.-. 182).

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A nation, that is, defined by the values o f the «American Creed»', as distinctly based on Anglo-Protestant culture, including «[...] the English language, British traditions of law, justice, and the limits of government power [...]» {Ibid.: 40). Assimilation and conformity to the principles of the original white settlers of North-American-European descent were indeed the only possibilities or choices by which immigrants, blacks and members of other minorities could define themselves «American» and belong to the «American nation». There is no doubt that, well up into the mid 20 ,h century, the assimilation of different ethnic groups into American ethics, though often severely non-homogenous and harsh, succeeded. T h e idea of partaking in a nation in constant expansion, o f doubtless wealth and stability worked towards the transformation of the immigrants' own cultural models into American ones. From one generation to the next, newcomers tended to conform, to anglicize themselves and model their customs on the acceptance of Anglo-American cultural history. Loyalty to its principles of rigorous moralism and anti-hierarchical spirit, to its work ethics of economic opportunity, to individualism and Christianity, guaranteed progress into the American nation. Wrote Anzia Yezierska, in 1950, focussing on her hard path to «Americanization»: [...] Then came a light —a great revelation! I saw America— a big idea —a deathless hope— a world still in the making. I saw that it was the glory of America that it was not yet finished. And I, the last comer, had her share to give, small or great, to the making of America, like those Pilgrim Fathers who came in the Mayflower (Yezierska 1950: 1697). According to intellectuals such as Richard Rorty and Robert Bellah, it was especially this centrality of the white-Anglo-Saxon-protestant ideology which enabled the successful growth of the American nation, and which today, owing to post-nationalist tendencies, is in danger. To which remarks Huntington, again, adds: In the 1960s powerful movements began to challenge the salience, the substance, and the desirability of [this concept of] America. America for them was not a national community of individuals sharing a common culture, history and creed but a conglomerate of different races, ethnicities, and subnational cultures, in which individuals were defined by their group membership, not common nationality (Huntington 2004:141-142). H e names outstanding personalities of the academic world as examples of «moralist transnational», who attack the value of national sovreignity in favour

1

O n the «American Creed» Doctrine see: Myrdall 1944.

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of a «democratic humanism», menacing the sense of belonging and rootedness of a nation's citizens 2 . Certainly the problem of balancing individual sovereignity with national sovereignity, and national sovereignity with international sovereignity presents strong ideological contrasts. While individualism may menace national cohesion and nationalism may limit cultural and ideological interchanges, trans-nationalism may, in its turn, disperse both individual and national potentialities. By favouring international connections for interests often involving economic élites alone, it may, indeed, result in serious neglect and opposition of all basic needs of cultural identity. Indeed Huntington's quest on «who are we?» and on the essence of American identity is one which stands at the basis of much scholarship in the field of humanities, too. American Studies researchers are facing the problem of how to re-interpret American mythology — t h e construction of American nationhood and culture— and how to define its current significance in the context of a growing multicultural and multiethnic conscience within the nation, as well as in the framework of today's globalization. T h e confrontation between American «exceptionalism» — t h e linkage of its expansion with freedom instead of acquisition of new territories since frontier times (Rogin 1 9 9 3 ) — and the need for a redefinition of the American canon according to new methodological developments, involving inter- and post-nationalistic theories — i n the fields of literature, historiography, anthropology and psychology— are at the core of today's epistemologica! debate 3 . Against the background of the development of such theoretical directions, we should like to focus attention on how they may contain the conditions for a critical interface also in the study of North-American literature within the United States themselves. According to Jane C . D e s m o n d and Virginia R. Domínguez, in the United States discussions of cultural diversity and multiculturalism have so far been limited to basically nationalistic issues: So, for example, while e x p a n d e d a c k n o w l e d g e m e n t o f the interwined histories o f Latin A m e r i c a and the U n i t e d States has b e g u n , it is usually limited to analyses o f the migration o f people f r o m Latin A m e r i c a to the U n i t e d States (Desmond, Domínguez 1996: 476).

2

3

Among the «moralist transnationals» whom Huntington accuses of rejection and high criticism of «national sovereignity», academicians are significantly numerous: Prof. Martha Nussbaum of the University of Chicago; Prof. Amy Gutman of Princeton University; Prof. Richard Sennett of New York City University; Prof. George Lipsitz of the University of California at San Diego; Prof. Cecilia O'Leary of the American University; Prof. Betty Jean Crage of the University of Georgia; Prof. Peter Spiro of Hofsha University, all of whom have fostered programmes of inter-national perspective. O n post-nationalist research projects in the United States see, among others: Rowe 2000.

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whereas a conceptual orientation that resituates the whole of United States literature in the context of the multiplicity of its components, would allow for a more objective definition of it. Indeed, self-representation as self-definition within a normative conformation to the American canon, no matter how extended and extensive, may constitute a limiting aspect of multicultural or international-oriented studies. The point is that issues of internationalization as «meaningful dialogue among scholars from different nations» {Ibid.: 479) should open the United States culture not only to «others» from different countries in a truly global perspective, but they should also promote a profound redefinition of a real American paradigm, as an inter-trans-national entity, without, for this, losing specific identity. Such perspectives could limit insurgent dangers of insularism together with generalized fears of the much-discussed instance of American «exceptionalism» and its «priviledged destiny» rhetoric4.

B E T W E E N N A T I O N H O O D AND B O R D E R L A N D N E S S : A « T H I R D SPACE» FOR A M E R I C A N

IDENTITY

Homi Bhabha had imagined a «third space for circuits of social, economic and cultural ties» to recollocate determinants of identity beyond the immutable schemes of nation and territory, as central constituents of cultural analysis. Owing to the present situation of unprecedented numbers of migrants and migrations, new landscapes for history and geography have come to represent and constitute the setting for innovative narratives of civilization, whereby circuits of influence replace fix links to locations as terms of analysis (Bhabha 1990). Bhabha's conceptual «third space» becomes the mental condition associating people by inter-national experience rather than territory, whereby hegemony and assimilation, submission and liminality are no longer identified by historical periods or geographical regions, but by global intersections. This theory of a «third space», to refer to for a definition of ones own identity, is also the topic of investigation of the Chicana writer and intellectual Gloria Anzaldúa. In her work Borderlands/La Frontera: The New Mestizo, of 1971, Anzaldúa discusses the dual, 4

Closely linked to North-American nationalistic values is the doctrine of the country's «exceptionalism», which started in colonial times as a declaration of its movement away from Europe. An image of the United States as the righteous and exemplary nation, standing above all others, is clearly presented from the very early writings of the Pilgrim Fathers, such as John Winthrop's A Modell of Christian Charity. As for the opposition to Europe's claim over its American colonies in terms of American «exceptionalism», see: George Washington's Farewell Address of 1796, John O ' Sullivan's views of the «Manifest Destiny» of the United States to spread over the continent of 1845, and the «Monroe Doctrine» of 1893, which opened the country to its 20'h century foreign policy of worldwide expansion.

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controversial existence of the Chicano people who, although living in the same territory which was their motherland (Mexico) —and with which they maintain existential links of traditions, customs, language and religion— find themselves citizens of the United States, suffering displacement from both nations: no longer Mexicans of Mexico, nor Americans of the United States. Anzaldua defines as «borderland» the extended metaphysical territory, where oppositions interface, where the atraversado's cultural and personal drama for his «herida abierta [...] caught in the crossfire between camps [...] not knowing which side to turn to, to run from» (Anzaldua 1987: 3) is internalized as a new setting for a Bildung process of self-definition, transcending borders and impositions of cultural fixity, finding and founding landscapes of inner response to the outer dilemma of displacement. If Anzaldua's writings are specifically based on the Chicanos' tragic experience of being trapped between Latin-American heritage and Anglo-American civilization —the South and the North of the same Continent—, or Bhabha's theories originate from the ideological clashes between the Eastern and the Western worlds —the colonized and the colonizers—, nevertheless they also provide most interesting suggestions for an analysis of the United States culture, and literature in particular, as itself a «borderland» or a «third space» beyond geo-political, cultural, racial and social boundaries. Indeed, the present impelling structural need to revise the concept of American mainstream literature, so as to include the numerous, so far minoritized, voices of all North-American «others», should lead to the basic question of North-American tradition of self-representation. Looking back at its history, one major theme stands out in all evidence: the fact that American scholarship, all through its history, has consistently been marked by inner divergencies concerning consent to or dissent from canonic terms of nationalistic ideology. Many of its greatest representatives have always endured «borderland» existences, questioning the historical narratives representing the «American Creed», tragically confronting themselves with the vastitude of the country, the hetereogenity of its inhabitants, the frightening anonimity of personal lives and the solitude shaping the framework of social milieux. Melville, Hawthorne, Poe, Dickinson, Pound, to name a few among those who did eventually reach recognition as «canonic» artists, all in their days set themselves, and were set, aside from the frame of such «Creed». While recognizing its merits, they withdrew from observance of its precepts as the one infallible doctrine, to challenge, instead, in their works, the institutional truths that governed society and which historiography diffused. Better than history or cultural sciences, American literature, owing to the peculiar selfisolation of many of its artists5, allows us to reach deep into the core of the American question. Mario Vargas Llosa's defense of the truth of fiction, as 5

As Lois Parkinson Zamora notes. North-Americans always tended to priviledge visions of the future rather than of the past, which induced extreme confidence in the country's progress, but

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opposed to the fragility of historical representation (not far from Hawthorne's point of view, in fact), perfectly suits the American intellectuals' response to their nation's claim to historical truth and mandatory responsability for diffusing freedom and civilization. While historiography maintains a pretense of fact, writes Vargas Llosa, literature is not rooted in inquires that must respond to factuality: its truth lies within «its own persuasive powers, on the sheer communicative strength of its fantasy, on the skill of its magic [...] submerged in the human experience» (Vargas Llosa 1984: 40). He insists on the «subversive quality» fiction exhibits to uncover the unattainable for history and to formulate perceptions and feelings about what history simply accounts. For American authors — i n this sense particularly keen on positioning themselves aside from the established streams of thought— the conflict between mainstream historiography and the suggestions of reality, often represented the prime motive of their discourse. T h e question of whether, indeed, it is the figure of the «outsider» that better represents the paradigm by which to define American consciousness, and whether it is the question of liminality that indeed characterizes its identity, becomes a focal point of debate. In these last few decades the issue of multicularism in the United States-foregrounded by the advent of the Civil Rights Movement of the 1960s, the Chicano political activism and the Chicano Art Movement of the 1960s and 1970s and the consistent migrations from South America and Asia of the same years, certainly carried with it new investigations into the concept of ethnicity within the American social and cultural canon. If Samuel Huntington fears an enhancement of ethnicity as a menace to national identity, we agree with Werner Sollors who, in his 1986 volume, Beyond Ethnicity: Consent and Descent in American Culture, posits the fundamental assertion that all American literature is to be valued as «ethnic», in so far as it is actually through the interplay of the different ethnic unities building its culture, that its true nature is to be comprehended. H e contests the tendency of those who, in stressing the importance of single ethnic specificities —descent— contribute to the consolidation of the centrality of the whiteAnglo-Saxon-protestant modes in a process of continual fragmentation of the also limited consciousness of its history. Differently from South-American authors, who generally feel linkage with their past so as to be more integrated with their national questions, NorthAmericans intellectuals tend to withdraw from the generalized social creed. For many of them the United States history does «not reveal what was there, but what was not, and should have been». It is such uneasiness, in particular, that marked their isolation from mainstream conceptions. Coopers outraged defense of Americas indigenous history; Hawthorne's guilt ridden explorations of the Puritan past; Twain's nostalgia for the freedom of the untrammeled land; the expatriates' turning to Europe «explicitely for historical reasons»; W. Carlos Williams's search in other traditions for «means to critique his own»; the post-modernist writers' choice for «private realms of psychology and onthology» are some of the examples Parkinson Zamora quotes to underline the particular sense American writers' isolation acquires in their relation to the country's ideology. See: Parkinson Zamora 1990.

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North-American essentially compound essence. Baharati Mukherjee, the Indian American novelist, asked about multiculturalism in the United States, answered: M y mission, if you will, is to get A m e r i c a n s to realize that we have to w o r k together to s e c o n d - b y - s e c o n d redefine what the total heritage is. I can be just an A m e r i c a n writer writing the kind o f material that I d o as a [ D o n ] Delillo writing his last novel about baseball. T h e r e are m a n y A m e r i c a n s , and it's sensitizing people t o a c c e p t us as part o f the fabric and not just simply a d u m b r a t i o n s (Mukherjee 1 9 5 5 ) .

We do insist with Mukherjee that what should be considered as American canon truly lies in this interweaving of cultures synchronically developing from within its various components (as much as those of the Old Continent developed diachronically, through the sedimentation of one culture after the another). When a consciousness of the fundamental principles of equality and of the right and pleasure of diversity is reached, then will American civilization be able to affirm a «third space» of cultural achievment not only for «outsiders» or atraversados —whether they be intellectual, ethnic, racial, social, sexual—, but for all.

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LATINOS'

H O M E L E S S N E S S IN T H E I R

OWN

HOMELAND

A particularly interesting aspect of the discussion is that provided by Latino literature and its collocation within American letters6. In fact, not only Latino culture is marked by strong ethnic issues, like the others produced by non-Anglo writers, but also, unlike the others, by a very specific confrontation with that territory —America— representing, in the same way as for Anglo-Americans, its primordial experience of colonization and settlement in the New World. If, indeed, all so called «ethnic» literatures in the United States grow from the urge of nonAnglos to assert their identity against a marginalizing context, latino literature moves to the revisitation of a tradition which draws its substenance from that same New Continent, in which it should by no means be viewed as alien by the other settlers. This dichotomy between citizens of Anglo and of latino origins, enacted by the controversial relationship which has always opposed the two sides of the hemisphere, results in a literary panorama characteristically neglectful of the history, cultures and discourses of America as a totality. «Our America» as opposed to the «other America», was José Marti's tragic vision of a Continent for one part 6

Although «Hispanics» is the collective label the United States Bureau of the census applied indistinctly to identify both the descendants o f the early Spanish colonizers and the new immigrants from South and Central America, we shall use here the term «Latinos», which is generally preferred for its pan-ethnic significance and which does not smack of colonization.

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valuing its autochtony and recognizing its unique cultural syncretism and transnational links — j o i n i n g whites, immigrants, Africans and natives together— and for the other esteeming a solely Anglo-American and European ethnocentric view, imposing its traditions, language and beliefs and estranging others from their own history (Marti 1891). Although m a n y pecularities underlie the various Latino cultures — e a c h o f them characterized by specific identities— for our purpose here, we shall concentrate on the undeniably c o m m o n ground o f their belonging to America and o f their enduring friction with the Anglos. As E d n a Acosta-Belén points out, in fact, the multicultural and multiracial composition o f American society shares the same experiences o f colonizing and colonized people, o f racial and social mixture on both sides o f the Continent, but while the economic and political power o f the United States emerged so as to impose itself over the other countries o f America — l e a d i n g to an ever increasing uneveness between N o r t h and S o u t h — the s a m e did not occur, not on s a m e scale at least, in the other American countries (Acosta-Belén 1955). T h e contrast between N o r t h and South, therefore, does not so m u c h lie on geo-historical premises, as on opposing concepts o f nation — a n d identity— building. T h e former focussing on the «manifest destiny» o f its inhabitants to expand over the Continent, taking over all others and discriminating them in the n a m e o f the acknowledged superiority o f their divine mandate, the latter more concerned in loosening Spain's tight control over its territories, more conscious a n d accepting o f its fluid identity o f cultural cross-connections with African and Native cultures, and, consequently, less expansionistic in its aims. T h e American countries' fight for independence also explains their different m o u l d o f thought. T h e Anglo-Americans claimed their freedom from their mother-country on the concept o f a «Chosen People», settling by «divine right» in their «Promised L a n d » . T h i s meant establishing a unique national culture that modified its colonial inheritance from England (Noble 1985), certainly carrying with it political and economic freedom, but not necessarily a parallel cultural one. European categories o f thought — n o t a b l y G e r m a n historical idealism and its emphasis on the ideal movement o f history— would still apply to the affirmation o f its collective imagination (Bancroftt 1855). It would also define its historical progress as the advance towards that truth, o f which the white Europeans were depositaries against the purported «barbarism» o f Natives, Africans, mestizos or peasant populations inhabiting the territory, as well. O n the other part o f the Continent, instead, independence from the motherlands would not have occured had it not been for the struggles fostered by the strong continental solidarity o f all the hetereogenous populations w h o were submitted to the Spanish or Portoguese rule and which, at the same time refused, against their political and e c o n o m i c élites, any emulation o f European or North-American institutional practices 7 . At

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O n South-American fights for independence from Europe and from the United States «panAmerican» policy see: Nocella 2003.

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the cost of weaker economies and constant political pressures, South American countries maintained the sense of their c o m m o n historical heritage, thus affirming both their cultural and political independence, and developing narratives originating from their multicultural experience which resulted in concerns for autochthonous identity (Saldivar 1990). Only the effort to overcome such long-dated dialectics —enhanced, moreover, by the spreading of socialist, anti-imperialistic doctrines in the 19th century and after— will allow for the recognition of Latino culture in the United States as a crucial component in the evolution of the country from its very origins. Its classification as belonging to an «ethnic» minority does not so much depend on a more or less recent insertion into the already established Anglo mainstream, as it does on the obliteration of its continuity within American history and its representation, be it literary or not. As José F. Aranda jr. keenly notes, in fact: Despite the multiple, non-Anglo Saxon, colonial enterprises that also laid claim on the North-American Continent from the 1500's on, the field of Early American literature has been consistently constructed to promote a singular cultural vision of the United States history and literature [...] But what has gone unnoticed are the diverse and dynamic interactions of ethnic writers with a Puritan past —especially the development of alternative colonial histories (Aranda 2003: 23). This makes it clear how such unilateral views of continuity made it impossible for North-America to present other histories of origins and of cultural discourse which would have increased a coherent sense of American identity. Two basic concepts have marked Latino literature from its very beginning: a firm sense of the land as «homeland» and an expansive sense of the past. Latinos had inhabited the South and the Southwest of the United States as early as the I6 , h century, one hundred years before the Puritans arrived, and had established insitutions related to their cultural and social life since then. Following the decay of the Spanish empire they integrated their identity with that of the history and civilization of the new lands. They absorbed into their own the culture of the native populations and asserted their sense of space and belonging, regardless of ethnicity and race boundaries. When their territories were conquered, or incorporated into the United States, their condition became that of colonized subjects, deprived of their own civil and cultural rights. Like that of the other subordinated peoples, or minorities, their reaction resulted in an ever-stronger consciousness of their roots and of their past, decisively countering that of the new «colonizers». Their literature developed in full awareness of the minority status in which they had been marginalized, denouncing «racialization» and the disillusionment following the Anglo-Americans' dominion of their territories. Novels, both in Spanish and in English, were written to document the losses of the Latino populations once subdued to American «exceptionalism». Newspapers, such as the

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most influential El Clamor Público, spread in order to promote Latinos' awareness of their dignity and to improve, and demonstrate, their level of civilization against the negative propaganda which had cast them as uneducated «primitives», incapable of increasing the opportunities the land offered. Oral and popular narratives of rebellion —corridos fronterizos— gathered people against the Northern impositions 8 . A revaluation of a lyric past, contrasting the vexations of the present, assumed the form of a counter myth. Contrasting the Northern myth, affirming its mission of «civilizing» the South and the West, Latinos claimed the superiority of their institutions during colonial times against the hypocritical egalitarism of the Anglos, the mystical profundity of their religion against the opportunistic morality of the «invaders», the «fantasy heritage» of the Indian breeds, with whom they shared destinies and legends, against the staleness of the interlopers. To the peril of exposing themselves to a counter nationalism of monolithic default, Latino identity was reinforced to become such a consistent voice in North American representation that new challenges were imposed for a revisitation of the country's conventional narratives. The last century's abundant immigrations into the United States, due to increased political and economic pressures in South and Caribbean America, enormously enhanced Latino presence in the country. Latinos of historical settlement were joined by unprecedented numbers of immigrants, finally representing the largest non-Anglo American group in the United States, stressing the urge for vital attention to be given to the interconnections among the cultures of Americas, across ideological divides.

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Following the Mexican-American war of 1846-1848, the conversion into colonial status of Latinos from Mexico marks a turning point for Latino literature in the United States. From a recollection of their Spanish heritage and of their settlement in the New World, merely linking the population to its common roots, it became a sounding board in outspoken defense of the raza. Publications denouncing the disillusionment for the North-american policy in Texas (Juan Nepomuceno Seguin's Personal Memories of John Nepomuceno Seguin of 1858), or open critiques of the United States' racism and imperialism (Maria Ampano Ruiz de Burton's Who Would Have Thought It? of 1872), or nostalgic idealizations of the pastoral life in New Mexico, as opposed to the racialization of the present (Manuel M. Salazar's La historia de un caminante; o Gervasioy Aurora of 1881), while reaching good diffusion among Latinos, served the scope of alarming the Anglo population about their colonizing enterprises. «Border Ballads» (Corridos Fronterizos) hailed social rebels as Joaquin Murieta, Catarino Garza and Juan Nepomuceno Cortina, the leader of the massive rebellion known as the «Cortina War», for their «heroic» deeds against the invaders.

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IDENTITY

T h e question of a critical approach to the Cuban contribution to American culture is particularly relevant to a post-nationalist perspective for American Studies. O n the one hand, in fact, the Cuban presence in the United States can certainly be considered as part of the broader Latino one, but on the other, its connections to the United States are marked by the singularity of the relationship the two countries had established already from the early 18th century, characterizing an overall approach to the United States of quite interesting import even today. Differently from other Latinos' presence in the United States, either due to annexation of their land to the United States, or to the immigrations, which followed the economic and political pressures their countries underwent, Cubans reached the United States mostly as «exiles». T h e great C u b a n diaspora occurred in two important waves in 1959-1962 and in 1965-1968, after the Revolution'. T h e great majority o f those who abandoned the island did so for ideological reasons. T h e y belonged to the middle-class and their contacts with the United States —professional or cultural— were generally already sound. They were escaping a régime they strongly opposed and they were convinced that theirs would be a temporary condition, that Castro would be deposed and that they would soon rejoin their mother-country. Even though, like the other Latinos, they were linguistically and socially isolated, unlike them, they had the skills to be able to compare with the Anglos in the pursuit of economic success and were, therefore, much less resistant to the mainstream culture. This was certainly due to the fact that Cuba's contacts with the United States had historically been much closer and less conflicting than those of other 9

During the first migration (January 1959-October 1962) about 250,000 Cubans fled to the United States. Another 400,000 reached the country with the second migratory wave (December 1965-April 1973). The first migration was enhanced by Castro himself as a means to purge the island of potential enemies. When United States President J.F. Kennedy imposed a naval blockade on Cuba -in the aftermath of the Bay of Pigs invasion- to emigrate was outlawed. In 1965 Castro again allowed emigration to Cubans till 1973. Notwithstanding the bans thousands of Cubans managed to leave the country on makeshift rafts to join Florida in the seven years between 1973 and 1980, the year when Castro again decided to drop his ban on emigration. The occasion was given by a small group of twelve people, who had sought political asylum from the Peruvian Embassy in Havana. Castro then, unexpectedly, announced that those wishing to abandon Cuba should report at the port of Mariel, where American boats would take them aboard. The Marielitos, as they were called, represented a majority of legitimate political prisoners in Cuba, to whom Castro added some hundred common criminals or clinically insane people. As a consequence of their different backgroundmost of them had nothing to share with the Batisianos, who had originally fled Cuba in total disapproval of Castro's régime, while the others were plain drop-outs they had quite some difficulty in being accepted by the American- Cuban communities as their peers in exile.

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American countries. Owing to its proximity to the North-American coast, to its strategic position in the Caribbean Sea, to the evolution of its history in terms of colonization and economic system, Cuba has always represented a potentially interesting extension of the American territory. O n their side, Cubans had been attracted by the United States from the very beginning of the 1800's as their dependance on Spain had become more and more critical. Following its decreased imperial power, Spain had, indeed, started to impose most unpopular political and economic restrictions on the island. It feared that her isla fidelísima would soon forcefully engage itself in fights for independence, as most of its overseas colonies were already preparing to do. This, moreover, would benefit other competing countries, like Great Britain, France and the United States themselves, all interested in Spain's decline and in monopolizing commerce and business with the then largest sugar producing country in the world. Spain's harsh reaction to such eventuality induced even the criollo gentry to withdraw from their support to the mother-country. They, who had always sustained the Spanish rule, fearing that independence would harm their secure markets and their privileges over the population at large —a basically mingled assortment of Africans, Natives, Chinese, Criollos, Spanish peasants, over whom they would impose their unconditioned will—, started to experience a growing deep disaffection for Spain who, in spite of their faithfulness, had denied them any parliamentary voice, raised taxes and imposed severe protectionist duties on their commerce. Under such premises North-Americans had an easy task in insinuating themselves into Cuban life. They introduced technology into the island with the result of greatly implementing its productivity; they exhibited a life-style that attracted Cubans to the ambition of elevating their own; they encouraged tourism and its related economy. Most of all, they offered Cubans new intellectual challenges to express a notion of their own national identity. T h e confrontation with NorthAmerican concepts of civilization, progress and modernity constituted a unique process by which to lay the basis for forms of independence, beyond bare political formulations. While North-America looked at Cuba as a prosperous source of economic income, political control over the Caribbean Sea and an ideal vacation resort, Cuba looked at the United States as a means for the development of its material and intellectual conditions. Meeting North-America ultimately meant breaking with its colonial past, attempting new negotiations of encounters with a wider world, strengthening a need for the island's national consciousness, and, ultimately, as things eagerly developed, widening the idea, also, of an «American» consciousness, such as the self-imposed task had been for many intellectuals, like José Martí and many others to follow10. Cubans would visit the United States, and 10

During the years he spent in New York José Marti produced most of his most important essays concerning his vision of the New Continent. Not only, in fact, did he work for Cuban Independence, but he also strongly sustained the need for the whole Continent to decolonize

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more often than not, establish themselves for long periods in the country. They would conduct business", but also expose themselves to new intellectual challenges. Middle-class parents would send their children to be educated in the United States, whence they would return not only with a new status, but, more interestingly, prepared for basic changes for the island's advancement to new expectations 12 . North Americans would operate on the island at all levels of industry. Engineers and technicians were required to run technological instalments for sugar mills, mines and transportation and communication systems. NorthAmericans owned sugar and coffee plantations, tobacco farms and cattle ranches; they travelled the island delighted by its atmosphere of recreation through simple pleasures and a contemplative life-style while artists would find nourishment for their imagination 13 . Linkages between the two countries expanded and, notwithstanding constant confrontations —enhanced by the political and ideological pressures of the last century— exchanges between C u b a and the United States mantained a unique vitality, based on the interaction and merging of one cultural trend into the other. T h e Cuban people, on their side, engaged as they were in expanding their potentialities, never accepted blind subjection to their most powerful neighbour 14 .

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itself of the cultural mythologies imposed on it by European traditions. He took part in the Las Dos Antillas club, where together with other Cuban and Puertorican intellectuals, among whom was Arturo Alfonso Schömberg, he served the commitment of encouraging the cause of the islands' independence and their ideological unity against the menace of other forms of interference in their freedom. For an overview of Cubans' integration in North-American economy see: Pérez 1999. Although preoccupations raised among the most conservative of the criollo middle-class about the raising expectations Cuban youth might nurture in their exposition to North-American education, many Cubans were attracted by the possibility of acquiring professional accomplishments, new personal consciousness to be developed into social responsability and economic development. Women themselves aimed at the encounter with North-American culture, specifically for the freedom a complete education would endow them, as Amelia Castillo de González claimed in her Un paseo por América: cartas de Méjico y de Chicago of 1895. Sophia Peabody Hawthorne was among those American intellectuals who were enchanted by the Cuban milieu. In February 1834 she would write to her mother: I saw some of the sublimest, most magnificent and also some of the most exquisite trees on the way. O n e Ceyba we passed which exceeded any thing I ever conceived in the production of the earth. It seemed to have more to do with heaven (Peabody 1834: 35c-36c). Other notable Americans to be delighted by Cuban landscapes and undistracted pleasures were Charles Rosenberg, Frederika Bremer, Amelia Murray, Eliza McHatton-Ripley, Edward Taylor, Sylvia Sunshine and John Abbott. T h e United States' intervention in the Independence War Cubans fought against Spain (18951898), was indeed meant to subdue both Spaniards and Cubans to its power, so to acquire an outpost in the Caribbean Sea. Cuban rebels, forwarned by José Martí about North-American

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Exiles combined the freedom of expression available in the United States with the acquisition of new knowledge and alternative possibilities, so that a new order for their country could be foreseen. Many of the independence struggles were plotted, funded and written about from the United States. Already in 1824 the philosopher and priest Félix Varela started publishing, first from Philadelphia, and then from New York, El Habanero, papelpolitico, cientifico y literario, openly meant to exhort Cuban independence from Spain. A tradition of printing presses started both for political treatises and creative literature to circulate in the homeland, as well as among the Spanish speaking communities in NorthAmerica, so as to kindle all the countrymen's conscience. Many periodicals had bilingual editions with the evident intent to influence Anglo-American public opinion on the matters concerning their patria. The first regular columns dedicated to Latin America by a North-American newspaper were edited by the Cuban journalist Miguel Teurbe Tolón for the New York Herald in the 1850's15. Tolon's articles had an immense importance in extending the Cubans' concern from their own affairs to American ones in general, and in urging the NorthAmerican audience in the same way. Unfortunately, domestic affairs, which soon after were to embroil the United States in the Civil War, brought its interest for international questions to a virtual halt, to recapture them, a few decades later, in terms of a supremacy over the rest of the Continent, to the well known disappointment of many. Cuban intellectuals, in particular, who had found inspiration for their fight for independence in North-American thought, and had often operated from the United States, were disappointed by what had been considered a deceitful evolution of North-American beliefs and they felt let down of their «American» expectations. José Marti, one of the most outstanding of Cuban intellectuals, who lived in New York as an émigré from 1881 to 1895, and from there played a fundamental role in the organization of the Cuban Independence

territorial ambitions, mounted unprecedented diplomatic actions to ensure the island's independence. Against President John McKinley s opposition to Cuba's desire for sovereignity, compromises were reached so that the United States could, in fact, only intervene in Cuban affairs «for the preservation of Cuban independence and the maintainance of a stable government» (Piatt Emandment). Despite the ever closer bonds the United States established in economic and diplomatic affairs, Cubans managed to assemble their own government and tried as best as they could to go about their business. Notwithstanding the incredible flourishing of their economy, mainly due to North-American investments, on three occasions (1906, 1912, 1917), Cubans would assert their determination not to be linked to the United States impositions. Thanks to both Cuban intellectuals' and North-American liberal politicians' and journalists' pressures the United States never managed to take Cuba over, although corrupted governments often followed one another and relations were kept quite lively. 15

Miguel Teurbe Tolón was the editor of La Grimalda newspaper in Cuba before he expatriated to New York. There he became one of the leading figures in promoting Latino culture in exile. He was the first translator into Spanish of Thomas Paine's Common Sense and Emma Willard's History of the United States.

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Movement and in building links of solidarity among Hispanics, was particularly severe in declaring his preoccupation for the threat of an emerging United States, looming over Cuba and Latin America. He felt that the struggle to develop continental visions o f the Americas —binding peoples with a common past o f immigration and of encounter with other cultures, validating their multiplicity o f races and sustaining equal dignity to be recognized to each of t h e m — was being threatened by the emerging power of the United States. He feared the rest of the Continent would become inextricably linked and dependent on it. His commitment, which he expressed in numerous writings, nevertheless, never ceased to receive stimuli exactly by the ideological confrontation with the United States and their role within the Americas. T h e Spanish-American War o f 1895-1898, the subsequent controversial decisions about Cuba's sovereignity, the «Teller Amendment», the «Piatt Amedment», Guantanamo Bay, but also business interests and the seesaw o f governments often backed by the United States, were all factors which, for better or worse, determined ever closer relationships between the two countries, culminating in 1959 when the advent o f Castro's régime convinced hundreds o f thousands Cubans, previously in positions of influence and power, to flee the country and seek refuge in Miami" 1 . Louis A. Perez jr. wrote: E m i g r a t i o n presumed familiarity with N o r t h - A m e r i c a n ways, and this e n c o u r aged exile. Certainly the knowledge o f English, to a greater or lesser extent, reduced doubts about moving to N o r t h A m e r i c a . [...] C u b a n s could expect to m o v e confidently in the Unites States, for this was a place with which they were familiar. T h a t m a n y subsequently succeeded in exile was in large part due to prior experience with the N o r t h - A m e r i c a n market culture (Perez 1 9 9 9 : 5 0 1 ) .

He remindes us that «over 2 0 , 0 0 0 Cubans resided in Miami prior to the Revolution», owning and running business, and that incredible numbers would

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Although Cuba's economy in the 1 9 5 0 s was one o f the strongest in Latin America, contradictions of all sorts were severely hitting its population: out o f six million 8 0 % suffered poverty. Most o f Cuba's wealth was carried out of the country by American companies or by Cuban nationals, who feared the political instability o f the island. When Fidel Castro, after opposing Batista's government, seized control in 1 9 5 9 and imposed his marxist régime, he was welcomed by many middle-of-the-road politicians and citizens, who believed in his promise o f reforms. Batista's close supporters, as most well-off Cubans were, immediately fled the island. Soon after, despite unbelievable losses, a proper exodus started; thousands o f Cubans realized that Castro was imposing another form o f dictatorship and that their hopes for social reforms were going unmet. Thanks to the United States guarantees, allowing Cubans a special status o f political refugees and special aids («Cuban Adjustment Act» o f 1966), Miami became the outpost o f Cuban anti-Castro movements, patriotic claims and nostalgic reconstruction o f Cuban life. Prevoiusly established contacts with the city's environment eased the Cubans' settlement in the area.

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frequently «visit as shoppers and travelers, to work and play, to invest and sightsee» {Ibid.: 501). On the other hand for Cuban revolutionaries the United States never ceased to maintain its centrality, becoming the anti-myth and enemy par excellence, as the Revolution propaganda demonstrates. The United States, in its turn, nationally, and internationally, placed the Cuban question at the core of its political interests, fearing the menace it represented to its own stability, and welcomed refugees from the island. In this context it becomes all too evident how Cuban culture in English, although participating in the minority set of cultures in general, and in the Latino one in particular, distinguishes itself for its special dialogic position within American discourses in the United States. From 1959 to the present day this has been the longest history of Cuban émigré literature in the country, absorbing from without all the crucial questions of the mother-land and adding complexity to its study. Cuban writers in the United States today may be divided, as Isabel Alvarez Borland suggests, into two main groups comprising a first generation of authors who left Cuba as adults, had attended their schools and started their career on the island, and a second generation of authors who were either young children when they reached the United States or were born there of the first exile generation17. The writings of the first group are, to a large extent, written in Spanish, and Cuba —its history and destiny— represents the major theme of interest, while the United States simply provides the background for their new, «temporary» condition. Indignation for the Revolution's dramatic consequences —namely political and psychological destierro— constitutes the basic question for those who arrived with the first immigration waves in the sixties; a sense of disillusionment and failure for those who had stayed on and reached North-American coasts on board shrimp boats from the port of Mariel in 1980. For the second group —the «oneand-a-half-generation» writers as Gustavo Pérez Firmat defined them— English becomes the predominant language, cubania —the wish to partake in the Cuban heart and soul, rather than Cuba, the nation— became their theme, and the encounter between a culture recalled and a culture present became their motive for writing. Cuba, more than ever, emerges from these works as the paradigm of fluidity, of that «archipelagic» nature, implying heterogeneity and boundarinessless,

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Isabel Alvarez Borland does not consider a chronological order of the exiles' arrival in the United States, but rather the stage of their life when they left Cuba. According to her the difference in attitude is, indeed, determined by the fact of whether they had absorbed a Cuban education at home or were educated in the United States. For this reason she inserts Marielitos in the first group of writers. No matter the difference in age and in their Cuban experiences, in fact, their approach to exilic conditions shares the same concerns as those who, also educated in the mother-land, left with the first migratory wave. According to Alvarez Borland the relation to Cuba presents different aspects for all those whose Cuban upbringing, instead, depended on the family's and relatives' exile-experience stories and were from childhood exposed to the North-American environment and education (Alvarez Borland 1998: 1-13).

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through which Antonio Benítez Rojo examines Caribbean countries (Benítez Rojo 1990). That same nature, we would add, of America, were it not for certain imposed canons, hardly representing its true trans-national essence. As Cuban American literature is undergoing a wide-spread diffusion of its audience, combined with a prolific production, we wonder whether this may not be due to the significance its questioning of heritage and diasporic evolution acquires in the cross-cultural context of the United States, and how much it points to the fragmentation of social continuity, that dogmas can no longer easily overcome. How, in particular, the search for an identity from in-siliomay contribute to re-establish an inner sense of belonging, a bridge between «outsiders» and «assimilation». This literature engaged between nostalgic memories of a homeland —-which corresponds less and less to the present of its history and belongs less and less to the authors' future expectations of rejoining it— and the urge to define identity in the coexistence with the «other»—particularly the Anglo «fellow citizen»—, reflects the issue of multiculturality as both present condition and social construct. The long-standing familiarity between the Anglo and the Cuban cultures, in reducing the understandable conflicts in which other minorities pose themselves in relation to the dominant canon, moreover, suggests how Cuban-American literature, opens a vision onto a «third space», for geographical and historical crossings to meet a new, on post-national terms.

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José Martí (1835-1895). Gustavo Pérez Firmat (1949-). Both exiles from Cuba in the United States. The first during the years previous to the War for Independence, the latter following Castro's rise to power. Marti's dream was Cuba's freedom from Spain and America's from European ethnocentricity: a postcolonial project —dream ante-litteram. Pérez Firmat enquires into the possibilities of matching national feelings with cosmopolitan features. Marti was exiled by the Spanish régime on a charge of sedition; his permanence in the United States was instrumental in organizing Cuba's liberation from the colonizers; he rejoined Cuba as soon as the Independence War broke out in 1895, to die fighting for his patria at the Battle of Dos Rios only a few months later, three years before the United States declared war on Spain. Gustavo Pérez Firmat lives in Chapel Hill, North Carolina; his father chose exile for himself and his family to flee Castro's rule. Theirs was to be an interim visit which was to last the short span of time after

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Leandro Soto borrows the conccpt of « in-silio » from José Lezama Lima, who used it in a letter to O r b o n of 1960 to describe the conditon of distress raised in himself by the limitations he suffered in his own country, when that existential conditions of uncertainty were mining his feelings of belonging (Soto 2 0 0 1 : 3).

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which Castro would certainly be defeated and everybody could return home to the previous comfort and affairs. Gustavo Pérez Firmat was born in Cuba, educated in America while waiting for a «restoration of order» in Cuba. But Cuba for him, as well as for his generation of exiles, remains unreachable. Their desire to reunite with it will depend neither on fighting ideologic barriers, nor on bridging geographical distances. Nor will Cuba ever again be the island their memories cherish, nor they its heir-citizens. Exile for Cubans would not only mean wanting to flee a régime they controverted, but also observance of their hosting-country reasons, which demanded, from all of its citizens, avoidance of all relations with Cuba. Unlike other Latinos, Cubans knew their presence in the United States strongly depended on the political situation which opposed their home-land to the United States, and this was compulsory to all expectations, despite their yearning for things to change. But «distance is not destiny [...] a state of being cannot be reduced to a geographical place [...] ser cannot be reduced to estar» (Pérez Firmat 1995: 86-87), cubanía is not mere cubanidad. Cubania is the ontological category for Cubans' forlorn national identity; it is their existential being. It always has been the response against the island's inexorable centrifugal impulses. One of the most outstanding voices of the Cuban-American diaspora, Gustavo Pérez Firmat is a «tradition bound but translation bent», «one-and-a-half generation» artist as, after the Cuban sociologist Rubén G. Rumbaut, he chose to address exile-fellows of his age, who «spent their childhood or adolescence abroad but grew into adults in America» (Pérez Firmat 1994: 4). The author of numerous works, both academic studies and creative writings, Pérez Firmat broaches the theme and experience of being part of two cultures and of the dramatic effort to assert one's own identity trans-nationally. Cuban identity, as it is searched for, both in the syncretic panorama of Cuban history and in that of its location in the North-American present, is the subject-matter of his writings. My Own Private Cuba. Essays on Cuban Literature and Culture of 1995 is Pérez Firmat's declaration of cubania. The book, a collection of essays on Cuban queries for an autochthonous code of national definition, stems from rigorous hermeneutic analysis to provide a scholarly overview of the interrelation between hetergenous Cuban components and the ambition for a collective entity. The essays, as accurate as they are in addressing a cultivated audience and in the philological, textual and etnographic investigation they unfold, never cease to establish a dialogic relationship with the reader. In a sprightly exposition, deftly combining an academic approach with private comments, they absorb the reader in that same pursuit Cuban culture has been involved in from the days of its fervour for independence to the following decades of intense national debate.

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How can cultural identity develop to combine a sense of patria with that of nation in a land extirpated of its roots, exploited by colonizers and uncertain of future possibilities of self-determination? In the study Pérez Firmat conduces among the most significant scholars and artists of Cuban culture —Jorge Mañach, Fernando Ortiz, Nicolás Guillén, Eugenio Florit, Carlos Loveira, Luis Felipe Rodríguez, Juan Marinello, José Lezama Lima— what ultimately emerges is the author's own involvment in the subject matter. Cuba is « m y own private Cuba» and Bola de Nieves epigraph «yo soy la canción que canto», opening the book, is the significant matrix through which the reader is lead to its comprehension. In plunging into the theme of its investigation, the collection does not only, and simply, blur «the boundaries between the scholarly and the personal», as Pérez Firmat wrote of his own style (Pérez Firmat 1999: 7), but, most intriguingly, it makes up distances among national, geographical and personal consciousness of belonging. Yo soy la cancion que canto becomes the term of appropriation of the object interpreted by the subject, and suggests the proposal for this correspondence to be related, accordingly, to the reader. My Own Private Cuba is Pérez Firmat's intimate acquisition of a renewed link to his island, and it becomes a space for confrontation for the reader himself, who shares the writer's experience of knowledge. Jorge Mañach's and Fernando Ortiz's studies set in context Pérez Firmat's vision of Cuba. The fundamental question of avoiding hindering stereotypes of definition such as uprootedness, insularism, instability or fitfulness —as most western-oriented scholarship has applied for its analyses of the island—, to consider, instead, the socioeconomic conditions determining a culture of fluidity, stands at the basis of a fairer approach to Cuban civilization. Fluidity, in this perspective, does not stand for lack of historical humus, but, rather, for the ever whirling combination of exogenous elements into a single hidden matrix. «Translation sensibility» is Pérez Firmat's definition for the Cuban character. He begins his analysis from debating Mañach's thesis where the scholar maintains that Cuba's lack of a style of its own is to be ascribed to its unceasing condition of submission to external influences, which, in fact, resulted in the impossibility of ever developing a consciousness of its insular identity. To this Pérez Firmat argues that it was exactly because of such conditions that the country, on the contrary, did evolve an autonomous «style», and that this style was originated through the «recreation» of others' histories and discourses as they were diverted —«translated»— into a fresh flow. A « p a t r i a sin nación», a country lacking national ethos was Mañach's view of the island. The Spanish conquerors had deprived the inhabitants of their historical roots by exterminating the Natives and their cultures, without ever succeeding, on their side, in imposing alternative canons of civilization, while other transient influences from other peoples limited themselves to mere exploitation of its territory. Popular criol culture spread unlimitedly and ran-

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domly without finding any possibility to establish a cultural continuum. The oucome the new Republic had to face was, therefore, a «tabla rasa, o poco menos», an identity-void, confused among fragmented voices (Mafiach 1944: 113). For Pérez Firmat, instead, a reading of Cuban identity necessitates the understanding, and the appreciation, of that ingenuity which draws the Cuban people to infer their «insular» originality from foreign models, which they molded into a new essence of cultural integrity. It is this that must be taken into account to comprehend its creativity. Pérez Firmat borrows his use of the term «translation», as he refers it to Cuban style and sensibility, from Roman Jacobson's concept of «intralingual translation», in his definition of it in «On Linguistic Aspects of Translation» of 1959. He wrote: Unlike interlingual translation, intralingual translation is constantly threatened by the proximity o f the original. For the intralingual translation the possibility o f identical reproduction is always available. This means that an intralingual translation, in order not to collapse into the original, in order to maintain its integrity as a translation, even if it attempts to restate the original must deviate f r o m it in perceptible ways (Pérez Firmat 1 9 9 9 : 14).

To quote the author again, the concept is that of a «restatement, or paraphrase that occurs within the matrix of a single language» {Ibid.: 14): an inventive reformulation of the material originating a renewed conceptual flux. Although the result may appear as mere reproduction, it doubtlessly requires perfect consciousness of the original and independence of rendition to acquire distinction. The distance from the source the «translator» needs to keep, moreover, implies a necessary negation of canonic dictates, which, in its turn, promotes actual potentialities of self-definition. Pérez Firmat acknowledges Fernando Ortiz the most adequate contribution to Cuban studies, in terms of interpreting the island's profound nature. In his view the great scholar was the interpreter of that most inextricable quality of Cuban style which is the mixture of saber with sabor, of magistrial, authoritative, detached knowledge, with the passion of direct involvment, the thrill of linguistic interplay and creative zest. «Mr. Cuba», as he introduces Ortiz in Chapter Two of the text, following Lino Novás Calvo s most appropriate label of this great mentor of Cuban traditions, appears to the writer as the true abridging voice of the Cuban essence. Associating great mastery over countless fields of knowledge —not only of Cuban matters— with the flavour of his personality, vitalizing his texts with informal touches ofwittiness, conveying, in particular, all the vastness of his erudition to the one aim of a due exposition of the nations anthropological background, he portrays the inner character of the Cuban soul and heart, of the hidden cohesiveness of its incoherent units. His style, ranging from scientific contents to flashing I-you

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exposition, allows the audience to be emotionally part of it, and himself part of the audience, insomuch as his own communication flows together with their response. In exploring as subject matter the concentration of all the appearingly idiosyncratic elements combined into the islands civilization, his works result in elaborations of exquisite criol nature, exhibiting new significant horizons of vernacular «style» thanks to the interaction of the fragmentary, regional and foreign elements received into its being. In discussing Ortiz's Un catauro de cubanismos of 1923, a dictionary of Cuban-Spanish voces, of philological as well as of ideological purport in its investigation on etyma of African and Amerindian origins contrasting Castilian ones, Perez Firmat writes: The Catauro is less a work of objective' scholarship than a committed polemical demonstration of Cuban cultural autonomy, a demonstration built on its culture's linguistic foundations (Ibid.-. 166). He underlines how in compiling it, Ortiz carefully kept to his originality of style: [...] he did not presume distance or detachment; his characteristic mode was celebration rather than censure. Never an impartial or innocent bystander, Ortiz makes no attempt to disengage his own discourse from that of his objects. Even when compiling a dictionary-a singularly dry and restrictive enterprise, one would think-he cannot refrain from spicing his text with what some may consider extraneous material: jokes, self-conscious similies... the book explains en criollo what it means to speak en criollo (Ibid.: 3-5). The sensation the reader receives from this «logofiction» is not simply that of reading about Cuban culture, but reading in Cuban culture, to paraphrase Perez Firmat's own involvment in the theme under discussion. Transculturacion was Ortiz's neologism to express the fluidity by which Cuban culture lives. Unlike «acculturation», the «western» term meaning the static absorption of mainstream cultural issues by minorities, transculturacidn stands for the cultural shifts occurring syncronically among different cultural entities, to which equal dignity and social status are indeed acknowledged. Transculturacion, thus, better identifies the creative process taking place in criol combines. Never a synthetic neutral agglomeration of ethnic differences, nor a structurally canonized culture, its essence consists in a «definition-in progress», in a constantly critical re-wording of its multiple angles of expression. If criollismo, as «translation» into a novel dynamic compound of diverse peoples, then, represents the constituent of the New World culture, of which the Caribbean islands, for their exquisitely heterogenous nature, are the purest

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emblem, instances of national feeling cannot but result in a balancing act of detachment and involvment, tradition and translation. The Caribbean question of insularismo, both in its geographical and cultural aspects, develops into a metaphor for personal uprootedness: the encounter with «others», from a stand point of permanent dependence, works towards a sense of uncertainty, of constantly wavering between alien discourses of acceptance and rejection. Criollismo equals, in generic interpretation, unstable convergence of the North and the South of the Continent, the East and the West of the Earth, a mixture of aborigenal, black, white and Asian blood and a mixture of languages from Spanish to English, Portugese, French and Dutch, as much as all these islands themselves never represented much more than a crossroads for the foreigners' proficuous markets. Against the background of the peril for Caribbean culture to disperse its originality either on regionalistic or folkloric themes —secluded from the dynamics of the world's socio-economic evolution—, or of absorbing foreign influences uncritically—denying its autonomy—, a peril which Ortiz himself had acknowledged19, a personally and critically searched for confrontation with the land's historical and geographical reality may become the most adequate response. Exile literature —after 1959— demonstrates that the same confrontation with the island's fluidity and the need to establish its identity, which characterized Cuban intellectual quest from the second half of the 19'1, century, has not ceased its plight and is based on the same premises. The exilic condition of the intellectual —and of the citizen— suffering his land's contingency and discontinuity, parallels that of the exile's separation from it. A similar sense of remoteness unites them in the struggle to fill the metaphysical absence of a «nation» and to reconceptualize it from within. For My Own Private Cuba, this investigation across Cuban literature and culture, the epilogue of a personal declaration of cubania beyond boundaries, seems almost unecessary {Ibid.: 229-237). Perez Firmat, indeed, in offering the reader a vision of the Cuban path towards self-assertion, by means of interpreting its greatest masters' reflections, presents his own itinerary of integration with his homeland's spirit. Quoting Ortiz once more, he embraces his saying that Cuba is «algo que nos atrae y nos enamora». He accepts his remark that Cuba is not simply an island, but an archipelago and that «Cuba was plural, not singular» {Ibid.-. 234), to add that: 19

Ortiz's Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar does not only serve to explain Cuba's characteristic ontological feature of contrasting components, but also its exposure to the dichotomy between what is native and what is exogenous: tobacco is dark, wicked, wild; sugar is white, sensible, foreign-born. One is grown in small plantations cultivated by peasants, the other in large estates by multitudes of slaves. Tobaco is art, sugar is industry; autochthony and foreign-ness lay behind this counterpoint, while Ortiz, in exposing its mechanism seems to favour tobacco (Ortiz 1940). In «Del fenómeno social de la 'transculturación' y su importancia en Cuba», Ortiz insists on Cuba's fluidity and openess as the «collision» of cultures of which the island's cohesiveness is the result (Ortiz 1940).

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[...] realize that when we think of patriotism we always visualize someone up on a podium making a speech [... ]. But for me patriotism is what happens when nobody is looking. It is the speeches we give to an audience of one, the oye tú that we address to ourselves alone [...] (Ibid.\ 235). The connection to the island is not to be captured conventionally, but, as Antonio Benítez Rojo would suggest it must be caught in «another way» (Benitez Rojo 1990: 86), absorbing the circularity of its parallelisms and contradictions. Not keeping to a centrality of references, its essence has no boundaries, and its fluidity can only be reached by the vocation for the patria it represents, and which resides «inside» the individual's wish for it. My Own Private Cuba is inserted by Pérez Firmat himself (Pérez Firmat

1999: 6) in the trilogy comprising Life on the Hyphen —The Cuban American Way of 1994 and Next Year In Cuba— A Cubanos Coming-of-Age in America of 1995.

Hardly definable as a trilogy, in formal terms at least —one text being an academic collection of essays, one a socio-cultural presentation of Cubano-Americano cultural behaviours, and one basically an autobiography—, it does nevertheless, «translate» the author's one thematic aim: each work underlines his wish for cubania. The term is again one of Ortiz's neologisms to indicate not merely the simple condition of being born Cuban, as cubanidad would represent, but, the

more complex «conciencia de ser cubano y la voluntad de quererlo ser» (Ortiz 1973:

166). Nostalgia for and memory of a land which was first dreamt of as a «Paradise Lost» and then outlined as a «Paradise £/«-Regainable», certainly lay behind exileliterature, joining evocation of the past to experience of the present. What was lost of the past, though, is combined with the conscience of what was never present: the nation's ideal cohesiveness. Literature from the Cuban Diaspora in the United States proceeds from the same queries on Cuban identity characterizing Cuban literature from Insurgence times. Homologation into one national vision was never delivered. Trans-border literature focuses its attention on what else, beyond the state-nation, holds the cubano, or better still, the cubanos —in their multiple modes of feeling Cuban—, in an overarching concept of identity, be it within or without the island's perimeter.

Pérez Firmat's Next Year in Cuba —A Cubano Coming-of-Age in America displays the replica of nationhood exiles had built in Miami, a replica keeping to idealized models, growing from the sense of loss, rather than from reality, which held the community together in its expectations for a future to come, but too often neglecting the present. From the depiction of the enclave's life, the author reconstructs both the drama of the exodic community and of its will for closeness, and that of his own exacting growth within and without it. From its cultural system of codes and costumes, strictly referred to its longing for the island's life, he formed a sense of belonging from which he, then, matured his «translational» sen-

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sibility. M i a m i , chosen as the closest city to C u b a to find refuge for the «few days or weeks needed for Castro to be overthrown», from which to gain home immediately after, in the 1 9 6 0 s and 1970s, instead, seemed to turn into another «Cuban Island»: Since so many establishments in Little Havana had their roots across the sea, one tended to think of this neighbourhood as a mirror image of its Cuban original. Cuba was everywhere— in the taste of food, in the sound of voices, in the drawings on the place mats. [...] Little Havana was much more than a substitute city. Our neighbourhood didn't just emulate Havana, they completed it. [...] An individual who lived there could be delivered by a Cuban obstetrician, buried by a Cuban undertaker, and in between birth and death lead a perfectly satisfactory life without needing extramural contacts. Little Havana was a golden cage, an artificial paradise, the neighbourhood of dreams (Pérez Firmat 1995: 82-84). Cubans would not consider themselves immigrants in M i a m i , they were exiles, nor did they feel the need for ethnic acknowledgement: Time after time she [Nena, the mother] said «Remember, we are exiles, not immigrants, we did not come into this country to start all over-we came to

wait» (Ibid.: 121).

Notwithstanding the isolation which «waiting» imposed on those who would only long for «next year in Cuba» when «the clock would be set back to 1960» (Ibid.: 120) the long-runnning familiarity with the United States modes made their living in exile relatively smooth. For centuries now Cubans have been going into exile and coming back. Cuba's great liberator, José Martí, lived in New York almost as long as he lived anywhere else; our first president, Don Tomás Estrada Palma, spent over twenty years in the United States (as a Spanish teacher!). Before Castro, no Cuban ruler had been in power for as much as ten years in a row. [...] And then there was the United States, which in the past had often meddled with Cuban affairs (Ibid.: 178). Memories mixed with nostalgia, but the determination to recapture the nation depended so much on their own links with the hosting country, while the Cuban ambiente, its sense of «communitas», where «Cubaness goes without saying» (Ibid.: 91), developed more and more into a feeling of belonging to and wanting cubania. Rather than providing an escape from the contingency of the present, this sentiment, fed on the enclave's ethics, became a tool for «translating» it into the present, and promote hopes for maturing processes of identity construction into trans-national perspectives. Diasporic and island identity, unifying

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the concept of patria with the broadest one of an «American» cultural and social intercourse, is perhaps the achievment of Life on the Hyphen —The Cuban American Way of 1994. The first book of the trilogy to be published, it states the premises for that bicultural conscience which is auspicable in the modern American context. The «one-and-a half generation» of Cuban exiles in the United States becomes paradigmatic of the condition of being American. Inspired by a first-person exploration of exile, the book is sustained by an overview of the dialogue that Cubans have been undertaking with the United States for decades. Desi Arnaz and Lucille Ball —Ricky Ricardo and Lucy of I Love Lucy— or the mambo craze in the 1950s, what else are they but the sign of popular negotiations between the two cultures? Sterotyped as most scenes are, as they insist on Ricky's thick Spanish accent or on Lucy's red hair and zany unmotherly behaviour, they nevertheless portray receptiveness of the «other» on one side, and of the «self» on the other. According to Pérez Firmat, in the show Ricky is the emblematic figure of the Cuban who, in partly accepting North-American culture, and in partly losing his Cuban ties, ultimately results in «a renewed self compacted from his Cuban past and his Cuban-American present» (Pérez Firmat 1994: 44). To be a «one-and-a half-generation» implies the conscience of belonging to both cultures, not to withdraw into an ethereal past of memories, nor to launch into acritical acceptance of novelties. «Biculturalization», rather than «acculturation», which «stresses the acquisition of culture» or «transculturation», which «calls attention to the passage from one culture to another» {Ibid.: 5) is Pérez Firmat's designation of the one-and-a half Cuban-American. «[...] Biculturation designates not only contact of cultures; in addition it describes a situation where the two cultures achieve a balance that makes it difficult to determine which is the dominant and which is the subordinate culture» {Ibid.: 6). In this perspective we must acknowledge Pérez Firmat's most interesting penetration into the facts of the Cuban neither «ethnic» nor «nationalistic» existential condition in the United States: blending historical investigation with the inner experience of the protagonist he overcomes the collision often suffered by minorities with regard to the dominant majority, proposing the will to maintain the balance between «tradition» and «translation». «Contiguity» rather than «conflict», and «collusion» rather than «collision» may well represent the traits by which «national» cultures should develop into «translational» entities «beyond ethnicity» and could apply to the American identity better than «assimilation». Ortiz's América, toda América10, and Martí's Nuestra América, blended into the intimate experience of the import of fluidity and of hyphenated existences, as 20

As José Marti's Utopian vision of America foresaw a Continent of geo-political unity, separate from Europe, so Ortiz, in discussing Caribbean cultural pluralism-to be organized into a new

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those Pérez Firmat presents, there including his own, should merge into a progress of post-national questionings on identity challenges for contemporary culture. Cuban history, its often destitutive components, its lack of cohesive canons, its in-silic and ex-ilic condition within America, its insularismo and its mundialismo, its vocation for cubania, independent of «place of residence or country of citezenship, which has little to do with language or demeanor, and —perhaps most importantly— which cannot be granted or taken away» (Pérez Firmat 1999: 233) does in a way represent Bhabha's aspiration for a «third space» bridging gaps between «distance» and «destiny», «ethnicity» and «nationhood», «hybridity» and «identity», «descent» and «consent».

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CUBAN-AMERICAN

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MEFISTÓFELES EN EL ESCENARIO CUBANO DEL SIGLO XIX: UN CASO DE MANIPULACIÓN DEL CANON OPERÍSTICO Irina Bajini Università degli Studi di Milano

I N V E S T I G A C I Ó N S O B R E L.A recepción del espectáculo europeo en los teatros cubanos de finales del siglo XIX puede fácilmente empezar por el examen de Mefistófeles —parodia en un acto y seis cuadros— del dramaturgo Ignacio Sarachaga, ejemplo límite de reinterpretación del mito alemán de Fausto inmortalizado por Goethe, que a su vez el compositor francés Charles Gounod había contribuido a difundir con gran éxito, transformándolo en 1859 en sujeto de ópera-comique. Si es verdad que desde la antigüedad clásica siempre se ha considerado como parodia a una composición literaria o musical que deforma en sentido cómico o grotesco el estilo de un autor o el contenido de una obra, me parece legítimo afirmar que este ejemplo cubano es el resultado de una deconstrucción del modelo a través de su traducción recontextualizada, donde por traducción se entiende —como nos enseña la escuela semiótica— cualquier intento de traslado de contenidos entre dos códigos culturales diferentes. Y es que, también a la luz de los más recientes Translation Studies y Cultural Studies (Arduini 1992; Petrilli 1999/2000; Van Dijk2000; Osimo 2002; Bianchi 2002), la traducción ya se suele mirar en su doble acepción de metáfora de la interpretación y de efectiva práctica textual donde participan los sistemas ideológicos, se forman las identidades culturales y se articulan dinámicas de poder y resistencia. De aquí que cualquier elección de estilo, lejos de ser el simple reflejo de un gusto personal, se vuelva indicio de pertenencia a una cultura, raza o religión, así que las contribuciones teóricas relativas a este tema, como ya quedó demostrado en la producción teórica de Lefevére (1990; 1997), pueden resultar fructuosas y estimulantes también si se aplican a investigaciones de argumento literario. A la luz de todo esto, comparar un Mefistófeles cubano con un Faust francés nos puede llevar mucho más allá de una simple confrontación entre formas y contenidos diferentes, ya que la atención en el aspecto literario, dramatúrgico y lingüístico favorece una imprescindible y natural reflexión teórica alrededor de temas ya clásicos como la transculturación ortiziana y el más moderno y discutido concepto de hibridismo cultural (Said 1991; A. de Toro y F. de Toro 1995; A. de Toro 2001; García Canclini 2001). UNA

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El 10 de octubre de 1868, cuando en C u b a se dio el alzamiento que significó el comienzo de las luchas por la creación del Estado nacional 1 , ya se conocía muy bien y se apreciaba muchísimo la ópera, especialmente la italiana. El melodramma había hecho su irrupción en el siglo anterior con la ópera Didone abbandonata (el 12 de octubre de 1776 en el coliseo de La Habana) y a partir de aquel momento el género se fue haciendo habitual para los habaneros, al punto que, según informa Riné Leal 2 , hacia la década de 1830 constituía su principal medio de distracción, hasta provocar manifestaciones de «fanatismo histérico y kitscb», como en el caso de la «divina» Marietta Gazzaniga, gran interprete verdiana (Río Prado 2 0 0 1 : 67-88). Para comprender un movimiento teatral esencialmente cubano como el de los bufos habaneros, que hizo su aparición en 1868, oponiéndose con piezas cómicas enriquecidas de piezas musicales criollas a los espectáculos extranjeros más en boga, es decir a la ópera italiana y a la zarzuela española, hay que remontarse a su modelo más próximo, que es el de los bufos madrileños, encabezados por Francisco Arderíus. Este último, que antes de volverse empresario de éxito había sido pianista de café y compositor ocasional, durante un viaje a París en 1866 había quedado sorprendido ante la vitalidad de las operetas y óperas cómicas de Jacques Offenbach en el Théatre des Bouffes Parisiens, y se le ocurrió aprovechar la idea para el público madrileño. Lo que pretendía Arderíus era presentar, a la manera del compositor francés, los temas mitológicos y clásicos, por ejemplo la historia de Elena de Troya o el mito de Orfeo, reducidos a «pura chacota burlesca, no exenta de sátira social» (Martín Moreno 1992: 52-56). La fórmula arraigó rápidamente en Madrid, gracias también al hecho que en los dos países se vivía un malestar político y social parecido, existiendo cierta correspondencia entre el régimen de Napoleón III y el de Isabel II, próximo a su fin3.

1

Según Torres C u e v a y L o d o l a Vega ( 2 0 0 1 : 2 3 1 - 2 3 2 ) : Factores d e tipo interno, c o m o el creciente g r a d o d e explotación colonialista q u e E s p a ñ a ejercía sobre C u b a , m a n i f e s t a d o principalmente a través de la excesiva cantidad d e impuestos; la imperiosa necesidad histórica de abolir la esclavitud; el creciente desarrollo del sentimiento nacional a u t ó c t o n o , q u e distanciaba a la Isla cada vez m á s de su metrópoli; y la m a d u r e z patriótica alcanzada por ciertos sectores terratenientes del centro-oriente c u b a n o , q u e les p e r m i t i ó c o m p r e n d e r la i m p o r t a n c i a d e desatar una revolución anticolonial, se hicieron determinantes a la hora d e comenzar la preparación del alzamiento.

2

Escribe Leal ( 1 9 8 0 : 58): Entre 1834 y 1 8 6 8 nuestra escena se internacionaliza c o n españoles, italianos, franceses, ingleses, norteamericanos, suizos, suecos, alemanes, japoneses, austríacos y latinoamericanos. El artista c u b a n o p o c o p u e d e frente a [ . . . ] las voces privilegiadas de Marietta Gazzaniga, E r m i n i a Frezzolini, Enrico Tamberlik, Adelaida Cortessi, Balbina Steffanone, J e n n y Lind, Adelina Patti [ . . . ] En 1 8 9 7 un crítico d i r í , con n o p o c a ironía: «ya t e n e m o s ópera; se salvó la patria».

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Es dentro de este marco teatral donde se engendra la zarzuela Mefistófeles, primera parodia española de la ópera de Charles Gounod, que sigue en orden cronológico a una versión burlesca del mismo tema escrita en 1866 en la Argentina, es decir el Fausto de Estanislao del Campo, monólogo de un ingenuo campesino que en verso gauchesco relata de su asistencia a una representación de la ópera de Gounod (Borello 1999: 348-349). Este Mefistófeles español, pieza en prosa y verso parcialmente cantada, que se representa por primera vez con extraordinario éxito en el madrileño Teatro del Circo el 13 de noviembre de 1869 y luego en el Tacón de La Habana 4 , es directa «imitación del francés y parodia de Fausto», como se lee en la carátula del libreto conservado en el Museo de la Música de La Habana (Pastorfido 1869: s. p.) y los que entonan el coro «Saltar, bailar, correr es un placer» que abre la obra (Ibíd.: 7), son estudiantes de escuela secundaria deseosos de «comerse la guásima», más que universitarios. Lo que resulta curioso es que Fausto sea sencillamente su maestro, o sea que ni se dedique a la magia, ni interrogue en su «ardente veille,/la nature et le Créateur» (Gounod 1979: 43), ni mucho menos se dedique, como en la versión de Goethe, a altos estudios de «Philosophie,/Juristerei und Medizin/Und leider auch Theologie» (Goethe 1980: 32). A su vez Margarita, que al principio de la obra aparece como huérfana y triste, es una alumna bastante entretenida y un poco traviesa, que su maduro mentor no logra regañar por tenerle especial cariño, estando secretamente enamorado de ella. El mensaje hedonístico del coro es de una sencillez refranera, ya que insiste en que «quien lleva el alma herida y esclava de la pena/se aburre en esta vida y en la otra se condena», y Margarita, alejándose de su tradicional cliché de doncella virtuosa, acepta sin mucha resistencia el consejo, ya que enseguida responde: «eso no lo quiero yo... conmigo reíd, conmigo cantad al júbilo abrid alma y corazón» (Pastorfido 1869: 10). Los otros intérpretes masculinos mantienen mayor afinidad con las principales de sus características presentes en el libreto francés de Jules Barbier y Michel Carré: Siebel es un enamorado quejoso y desdichado, Mefistófeles, diabólico motor de la acción, insiste en la importancia del oro y del dinero, mientras que 3

Efectivamente: [...] en septiembre de! 1868 estalló 'La Gloriosa', pequeña revolución que expulsó del poder a la caduca monarquía de Isabel II, lo cual provocó un clima de inestabilidad política en la península (Torres-Cueva/Loyola Vega 2001: 232).

4

En el Catálogo de los fondos musicales del Teatro Tacón de La Habana. Partituras y libretos (Díaz Vázquez 1999: 242, 198) aparece la partitura completa de Guillermo Cereceda impresa en Madrid, igual que el libreto de Miguel Pastorfido, a confirmación de que «en la más fiel isla de Cuba» se ejecutaban de inmediato todas las novedades de espectáculos de la Metrópoli. Como confirmación del buen éxito de la nueva fórmula teatral, hay que señalar que en el mismo año, siempre en el Tacón, se estrenó La reina de los aires, farsa en un acto de Cristóbal Oudrid, otro importante autor de piezas para los bufos madrileños.

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un Valentín algo ridículo en su afán de guarda cuidadoso del honor de la hermana, muere como en la tradición, por mano de Fausto, maldiciendo a Mefistófeles. Desde el punto de vista dramatúrgico, esta versión madrileña se distingue en su estructura de la ópera de Gounod por ser, ante todo, una zarzuela, o sea una obra que alterna diálogos hablados con números musicales, según una fórmula que, remontándose a mediados del siglo X V I I , se había ido enriqueciendo en los argumentos y contenidos a lo largo del siglo X V I I I y primera parte del X I X . La nacionalización de los temas y una declarada voluntad de oponerse a la música extranjera con la orgullosa afirmación de una vitalidad musical autóctona, que está a la base de la zarzuela moderna, no impide que en este Mefistófeles aparezcan también arias, dúos y coros, armónicamente simplificados y sin embargo afines, en la línea estrictamente melódica, a las piezas cantadas de la tradición operística francesa. En este sentido, hay que subrayar la inserción, en el tercer acto, de una «Canción del rey de Thule» directamente inspirada a la «Chanson du Roy de Thulé» o «aria de las joyas», que en el Faust ocupa una escena entera, la 6 del tercer acto. Esta versión española de una de las arias más famosas del repertorio operístico francés en su conjunto, aunque simplificada y reducida respecto a su modelo 6 , no deja de ser, en cuanto citación explícita, un reconocimiento de su popularidad en España. Sin embargo, hay que reconocer que el texto del libreto, no exento de grosera comicidad, básicamente se aleja mucho del espíritu del modelo; y lo hace de manera especial al final de la zarzuela, cuando Margarita, para nada arrepentida, es condenada al infierno junto con Fausto. Una corte de diablos excitados por la vuelta de Mefistófeles con su rico botín de dos nuevos pecadores, recibe a la pareja de la siguiente forma (Pastorfido 1869: 65): 5

Poblemos estos ámbitos, espíritus del mal y alcemos nuestros cánticos con júbilo infernal

5

6

Sobre este género musical abundan estudios no tanto relativos a su génesis, vinculada a la comedia mitológica de Lope de Vega y Calderón de la Barca, como a su desarrollo (al que contribuyó en el siglo xvm Ramón de la Cruz), haciendo mucho hincapié en la producción costumbrista de autores del siglo XIX como Francisco Barbieri, Ruperto Chapí y Joaquín Gaztambide. Una ágil monografía sobre el tema sigue siendo la de Alier (1984). Margarita canta una canción donde se cuenta que: «Il était un roi de Thulé,/Qui, jusqu'à la tombe fidele,/Eut en souvenir de sa belle,/Une coupe en or ciselé!» (Gounod 1979: 95), pero se interrumpe a menudo recordándose del desconocido (Fausto), que acaba de notar en la kermesse pascual. Terminada la canción, grande es su sorpresa al encontrar, junto a un ramo de flores (regalo de Siebel), un cofre de joyas (provocación de Mefistófeles), que empieza a ponerse, mirándose en un espejo. Joyas y flores, causa de complicación y malentendidos en el original francés, desaparecen del libreto español: aquí Margarita, que ya es amante carnal de Fausto, se limita a cantar la historia de un amor ejemplar: había una vez un rey en el lejano reino de Thule, tan enamorado de su esposa fallecida que a la hora de morir quiso beber por última vez a su memoria con la copa que ella le había regalado.

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presida Mefistófeles la impura bacanal y de otra orgía báquica su vez de la señal [•••] En señal de nuestro agrado, bailemos genios del mal una canción endemoniada, un galop infernal.

H e dejado para lo último el comentario sobre un episodio que, alejándose mucho del modelo francés sin aportar nada al desarrollo del plot, es típico de la estructura zarzuelística, que prevé la inclusión de entremeses con música y baile al centro de la obra, con función de entracte. En el segundo acto, después de una escena coral donde los estudiantes afirman la importancia de la fiesta y del placer (muy parecida a la que se da en el Fausto, donde participan bourgeois y soldats y los étudiants cantan (Gounod 1979: 63): Vive le vin! Vin ou bière, bière ou vin, que mon verre soit plain! Sans vergogne, coup sur coup, un ivrogne boit tout!

Mefistófeles, en un intento de aliviar las penas de amor de Fausto, con el auxilio de sus artes mágicas materializa delante de sus ojos un pequeño desfile de mujeres alternativas a Margarita, que incluye la inglesa Margaret, la cubana Margarita y la napolitana Margherita. Lo interesante del caso es que cada una de ellas es acompañada por una música específica y característica, que contribuye a la definición —estereotipada por cierto— de sus idiosincrasias nacionales. Así, las «sílfides de Albión», entonando un coro de estilo háendeliano, promueven a un tipo de mujer tan frío y recatado que no canta ni baila, y ni siquiera un grupo de escoceses con sus gaitas logra emocionar a Fausto, que se queda del todo indiferente. Mefistófeles, entonces, juega la carta del exotismo y aparece una linda criolla, que en tiempo de habanera declara sin matices (Pastorfido 1869: 33): Yo soy Margarita nacida en La Habana morena y bonita coqueta y galana dime niño que sí no me digas que no

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para agradarte a ti vine a esta tierra yo. Fausto, aunque divertido, insiste en que ninguna muchacha, por bonita y sensual que sea, puede ensombrecer la luz de «su» Margarita. Ni la última candidata lo logra, aunque se esmere cantando y bailando ( I b í d . : 34): In Napoli mi chiaman la bella Margarita la perla son d'Italia non v'é un'altra piü bella, vedrai fuggir la noja ed amerai la vita se adesso tu mi vedi danzar la tarantella. Es fácil argüir que detrás de este divertissement sobre las diferentes tipologías de mujer (donde por supuesto gana la española) hay también una defensa de la música nacional, con sus tangos, rumbas, seguidillas, pasodobles, habaneras, jotas y sardanas, sin la cual la zarzuela dejaría de existir. Y quizás sea por la abundante presencia de castañuelas y guitarras en su partitura más que por sus contenidos literarios, que una parodia de escaso peso dramatúrgico c o m o este Mefistófeles llega a representar un tímido desafío a la ópera y a la tradición francesa y alemana en su conjunto. Antes de llegar a su apoteosis paródica con la obra de Sarachaga, la presencia del tema de Fausto en C u b a es confirmada por diferentes partituras completas o parciales conservadas en fondos musicales habaneros, tres de las cuales voy a citar por orden cronológico: 1879: Fausto, parodia en dos actos. Música de Charles G o u n o d y libreto ducido del francés por Mariano Pina y Domínguez (Díaz Vázquez 1999: Aunque en la biblioteca del Museo de la Música se conservan sólo las partes trumentales de flauta, trompeta II y cornetín, este documento es una prueba de la difusión en la isla del modelo original francés.

tra33). insmás

1889: Lucifer, zarzuela española en un acto y tres cuadros {Ibíd.: 175). Estreno cubano en el Teatro Albisu de La Habana el 5 de julio, pero primera representación en el Teatro Martín de Madrid el 2 3 de octubre de 1888. Autor de la música: Apolinar Brull. Libreto: Sinesio Delgado. La escena en Madrid. Época actual.

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1890: Lucifer, música de Gaspar Villate. La obra, lejos de ser una parodia, se acerca por espíritu y estilo, según el juicio de Alejo Carpentier que pudo analizarla parcialmente, al Faust de Arrigo Boito (Carpentier 2 1979: 176-177), ópera que se estrenará en La Habana tres años después, pero que el compositor habanero pudo haber conocido durante su larga estancia parisiense. El debut de los bufos habaneros, compañía inicialmente dirigida por el actor y autor Pancho Fernández, se dio de forma extraordinariamente exitosa el 31 de mayo de 1868. Directamente influenciados en su nacimiento, como ya se ha dicho, por los bufos madrileños, este grupo de actores se inspiraba indudablemente a los ministréis show norteamericanos que entre 1860 y 1865 habían visitado La Habana (Leal 1980: 75). Sin embargo, a la desenfadada fórmula satírica y musical española y estadounidense se le había añadido un elemento humano nuevo y original: los personajes locales (gallegos tacaños, mulatas 'sandungueras', chinos hambrientos, muchachas 'impuras') y toda clase de negros, desde el arlequinesco y bondadoso 'negrito' hasta el tenebroso brujo o ñañigo, con una serie de importantes consecuencias a nivel de situaciones y temas, de preocupaciones sociales y hasta de expresión lingüística. Los nuevos bufos —que al proponer creaciones populacheras alternativas a la estética teatral dominante en pocos meses se multiplican en toda la isla formando ocho compañías— triunfan, como bien ha sintetizado Riné Leal, precisamente: [...] p o r q u e r e c o g e n e l e m e n t o s d e la n a c i o n a l i d a d c u b a n a , y a q u e c o m o ' h i j o s d e l país' se a n t e p o n e n a los c o l o n i z a d o r e s , p o r q u e su i d e o l o g í a n o es e s c l a v i s t a n i s a c a r ó c r a t a , a u n q u e , d e s d e l u e g o , e s t e m o s m u y lejos d e u n d e s e o i n d e p e n d e n t i s t a e n l o p o l í t i c o y a n t i n e g r e r o e n l o e c o n ó m i c o (Leal 1 9 8 0 : 7 5 ) .

La 'cubanía' de estos nuevos cómicos —es decir su principal razón de éxito— es evidente no sólo en la creación de plot directamente relacionados con la actualidad y el problema racial 7 , sino en el empleo sistemático de géneros musicales de raíz negra o 'guajira' —la rumba, el guaguancó, la décima campesina, la guaracha y el danzón, con la necesaria participación de una gran variedad de instrumentos de percusión casi siempre ausentes de las orquestas oficiales— que a ningún dramaturgo precedente se le hubiera ocurrido promover para el escenario. A esto hay que añadir el uso teatral de un idioma distinto del académico, una lengua llena de distorsiones negras, gallegas, asturianas, chinas, campesinas que se diferencia del 7

La pieza más significativa desde el p u n t o de vista social de esta primera fase de la producción 'bufa' es sin d u d a Los negros catedráticos de Francisco Fernández Vilaros, «absurdo cómico en un acto de costumbres cubanas en prosa y verso», cuyo protagonista n o es el esclavo, sino el negro libre que vive en las afueras de la ciudad, trabaja para ahorrar dinero y en un anhelo de salto clasista y racial asume actitudes extrañas a su cultura, imitando a los blancos hasta en la manera de hablar, con resultados de obvia comicidad.

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español de la metrópoli y contribuye a la definición de la identidad cultural de la nación. Los bufos, al tener cierta independencia de expresión — y a que vivían muy bien de su trabajo y no se veían obligados a pactar compromisos con los empresarios teatrales—, se transformaron casi sin quererlo en portavoces de 'lo cubano' justo al comienzo de la guerra de independencia, chocando con las autoridades coloniales de una forma extremadamente seria: el 21 de enero de 1869 desde las candilejas del Teatro Villanueva donde actuaba la compañía de Pancho Fernández alguien dio un viva a Céspedes y ésta fue la chispa que provocó una serie de tumultos que acabaron en un tiroteo con relativa 'matanza'. Las autoridades mandaron cerrar el teatro y los bufos se vieron obligados a exilarse a México y Estados Unidos. El regreso de los artistas al terminar la guerra, diez años después, significó otra temporada de triunfos con salas de teatro siempre llenas, una ampliación de estructuras y temas y mayor politización a favor del autonomismo (Leal 1982: 79), escenografías ricas y espectaculares, partituras musicales más complejas y la definición de un verdadero estilo «bufo» de actuación, dirigido por Miguel Salas, otro actor capocomico de gran talento. Es al amparo de éste que Ignacio Sarachaga —cronista respetado, figura de la sociedad elegante que se codeaba con Julián del Casal en cuanto compañeros de redacción de la revista La Habana elegante y en el desprecio por la colonia"— se dedica a escribir parodias y piezas teatrales llenas de personajes humildes, en defensa de lo nacional frente a lo extranjero. En casi toda su obra, cuantitativamente modesta debido a su muerte bastante prematura (falleció a los cuarenta y ocho años habiendo nacido en La Habana en 1852) pero muy significativa 5 , este hombre de letras asume la música como el fac-

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De forma muy aguda, Riné Leal en su introducción al teatro de Sarachaga (1990: 11) explica que: [...] no obstante sus radicales diferencias, eran dos caras de una misma moneda. O si se quiere, dos formas distintas de asumir la cubanía. Imposibilitados de ser plenamente cubanos por el andamiaje colonial, al que sumamos la oligarquía criolla y sus cómplices autonomistas, buscaron sus raíces, uno en la poesía y el rechazo, la soledad y la angustia evasiva, y el otro, en la música, el choteo, el aplauso público y el éxito popular. Y ambos alcanzaron su cubanía por caminos distintos, porque ambos reflejaron un mismo fenómeno opresivo y alienante, aunque en vida y obras fueran antítesis y al mismo tiempo síntesis.

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Otra vez Leal (1990: 13), subraya que: El balance es de veintitrés títulos: dos editados en su época, tres reproducidos después de la Revolución (Mefistófeles, En la cocina y ¡Arriba con el himno!), siete que permanecían manuscritos y once perdidos o irremediablemente destruidos. En comparación con otros autores del género, la cifra no merece mayor atención [...]; pero de nuevo estamos ante un autor para quien la escena es su verdadera expresión artística, y no la imprenta o el anaquel de la biblioteca.

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tor definitorio de lo cubano. Ya desde el principio lo hace introduciendo en las piezas números musicales directa o indirectamente relacionados a la componente negra y mulata de la sociedad. No se trata exactamente de una defensa o de una abierta citación de la música de los esclavos (Ortiz 1981) y de sus cantos 'en lengua' (que pertenecían a un área cultural y religiosa todavía secreta y vedada a los blancos); es significativo, sin embargo, que las diferentes situaciones de baile —que desde principios del siglo XIX constituía la diversión preferida de los criollos— sean representadas de forma realista y sus artífices (cantadores, músicos, tamboreros) aparezcan en escena sin matices caricaturescos1".

Es el caso de Un baile por fuera y de En un cachimbo, ambas de 1980. En la primera, 'pieza bufa en un acto' que significó el debut de Sarachaga como dramaturgo, un grupo de artistas invitados a una 'fiesta de familia' cantan una guaracha que despierta el entusiasmo general y se hace alusión a la mala costumbre de 'los mocitos' invitados, que a menudo abandonan el salón de la fiesta para insinuarse en la cocina y ponerse a bailar con 'las negritas' (evidentemente más sabrosas meneándose que 'las señoritas blancas'); el ambiente de la segunda pieza, en cambio, es campesino: en el batey de un ingenio un grupo de trabajadores brinda a sus dueños un pequeño concierto de tambores para entretenerlos —«Vamos a ver si se baila yuca, pero de la buena», exclama el mayoral (Sarachaga 1990: 72)—. Para los blancos aburridos que viven en la finca bien lejos de la vida mundana de la ciudad, asistir a un improvisado tango" es una inocente diversión, igual que jugar a la lotería, con la diferencia de que no se atreven a practicarlo porque es extraño a sus costumbres —uno de los personajes, el viejo Siríaco, comenta que este tipo de baile le gusta mucho pero no comprende «ese modo de botar» {Ibíd.: 73)—.

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En realidad, estándole vedadas una serie de carreras 'nobles', la música constituía para el negro libre una profesión muy estimable y además rentable gracias a la moda de los bailes públicos, donde «se volcaban danzas españolas, francesas y mestizas, para dar origen a los giros y ritmos nuevos, que acabarían por dar un carácter peculiar a la música de la isla» (Carpentier -1979: 93). Es posible que el tango argentino derive su base rítmica, además de su nombre, del homónimo baile de origen gaditano que en el siglo xix ya se conocía y practicaba en Cuba y otros países de Hispanoamérica. Sin embargo, aquí, en el específico contexto campesino de la obra, me parece que el término 'tango' se emplea sólo para indicar una genérica danza de negros. Desde luego, sobre el origen del ritmo del tango y de la habanera permanecen muchas dudas, y según Carpentier: Demasiadas son las razones que nos inducen a creer que el ritmo del tango se conoció en América antes que en la Península, y que fueron los negros los principales responsables de su difusión. Además, no debe olvidarse que las danzas que nacieron en el Nuevo Mundo en los primeros tiempos de la colonización no eran muy distintas unas de otras, a pesar de la diversidad de sus nombres. Pertenecían a dos grandes grupos, dotados de idénticas características, dondequiera que el tipo de aportaciones raciales coincidiera. Se produjeron en los mismos países cuyos folklores aparecen marcados hoy por la presencia del ritmo del tango (Ibíd.\ 43).

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Un año más tarde, con Lo que pasa en la cocina, cuadro de costumbres en un acto, Sarachaga parece insinuar que a través del baile las diferencias sociales y raciales se reducen: los amos blancos aprenden a escondidas el danzón —buen ejemplo de 'ajiaco' por ser el resultado de una mezcla entre ritmos y sonidos africanos y la contradanza que había penetrado en Cuba a finales del siglo X V I I I con la llegada de los franceses a Santiago huyendo de la revolución haitiana' 2 — para asistir a los bailes de cuna y codearse con los de abajo, mientras que los criados se disfrazan de blancos, imitando en la cocina un festín al estilo de los ricos. La búsqueda de la identidad, sin embargo, pasa obligatoriamente y hasta se define mejor a través de la oposición a modelos culturales extranjeros, y por esto ya en 1981, con Esta noche sí, nos encontramos delante de una lucha entre guaracha y ópera italiana, que Leal define como «pugna entre la realidad y la apariencia, entre lo verdadero y lo hipócrita» (Leal 1983: 18). Al estrenar su Mefistófeles, en 1896, Sarachaga ya no es uno de los muchos dramaturgos bufos, sino el último baluarte de defensa de lo nacional frente al extranjero, ya que Salas acaba de morir y buena parte del género, según señala Leal: [...] se torna guerrillero, es decir, se p o n e abiertamente al servicio d e los intereses coloniales, burlándose d e los ideales nacionalistas, y u n a vez más la escena se transforma e n c a m p o d e batalla i d e o l ó g i c o - e s t é t i c o ( I b í d . \ 2 1 ) .

Es muy improbable que el plot de esta nueva parodia cubana del mito de Fausto se viera influenciado por el Mefistofele de Arrigo Boito recién representado en La Habana, ya que en su estructura esta ópera italiana se acerca mucho más al modelo de Goethe que la de Gounod, incluyendo una segunda parte ambientada en la Grecia antigua. Desde luego, el objetivo de Boito, poeta y compositor perteneciente al movimiento de la Scapigliatura, era el renacimiento de la música instrumental, la reforma del drama hablado y sobre todo de la ópera, que debería ser portavoz de un verdadero pensamiento filosófico y no simple pretexto para exhi-

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C o m o bien explica Carpentier, ya a principios del siglo XIX el baile popular: [...] era el crisol donde se fundieron, al calor de la invención rítmica del negro, los aires andaluces, los boleros y coplas de la tonadilla escénicas [...], la contradanza francesa, para originar cuerpos nuevos. Esas orquestas de flautín, clarinete, tres violines, un contrabajo y un par de timbales (Cirilo Villaverde), a más de güiros y calabazas [ . . . ] fueron las creadoras musicales de una música mestiza, de la que toda raíz africana pura — e n cuanto a melodía y ritmos rituales de percusión— ha quedado excluida. (Ibíd.: 97) Y a propósito del danzón, baile de pareja enlazada, el mismo Carpentier afirma que: [...] tal como se tocó a partir de 1880, es una nueva ampliación de la contradanza, con las puertas abiertas a todos los elementos musicales que andaban por la isla, cualquiera que fuese su origen (Ibíd.: 160).

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biciones de virtuosismos canoros. Según él, Faust era un sujeto universal que se podía encontrar en la gran literatura mundial, ya que: [...] ogni uomo arso dalla sete della scienza e della vita, invaso dalla curiosità del bene e del male, è Faust [...]. Puoi discernere una favilla della sua grand'anima sotto il sopracciglio profondo del Manfredo inglese, come sotto la grottesca visiera del Don Chisciotte spagnolo... (Boito 1985: 10). Es muy evidente, en cambio, que las preocupaciones de Sarachaga no eran filosóficas sino muy concretas y relativas a la contingencia política y social cubana, y si había decidido escribir una «parodia en un acto y seis cuadros» alrededor de un personaje tan complejo como Fausto, no era para hacer hincapié en su «sete della scienza e della vita», sino porque el elemento fantástico y ultra-terrenal de la fábula en su conjunto —que por cierto el público cubano conocía bien en las anteriores versiones europeas serias y cómicas— se prestaba a la creación de una pieza algo espectacular y pirotécnica", en cierta relación estética con la zarzuela de magia española del siglo XVIII H . No deja de ser sorprendente, en su escueta sencillez, la primera acotación de la obra: Fausto prepara su brujería. En estas cuatro palabras se encierra un mundo provocativamente opuesto al del Faust tradicional. El protagonista de la parodia de Sarachaga es un viejo brujo que engaña al prójimo con prácticas supersticiosas. Pertenece al submundo barriotero y es de raza negra, aunque no se diga nunca, porque es impensable que un blanco en el siglo XIX conociera los rezos y rituales 'en lengua' necesarios para ejercer la brujería. La desesperación que lo lleva a invocar al diablo no se debe a reflexiones filosóficas sino a la tremenda envidia que siente por unos jóvenes que bailan la conga. Enseguida se le presenta un viejo con «cara de pimiento morrón», cuyo nombre de pila es Mefistófeles, y con un gesto mágico hace aparecer la imagen de Margarita, que Fausto da muestras de apreciar grandemente. Dada la situación, a Mefistófeles no le cuesta mucho trabajo convencer a Fausto de que firme el famoso pacto, después de aclarar que:

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Sarachaga, tal vez para compensar la ausencia de Miguel Salas (consciente de que una parte del éxito de sus piezas se debía a la gran capacidad y fama de su intérprete principal), decide sorprender al público con efectos especiales, entre los cuales destaca la utilización de la luz eléctrica en la escena final del Infierno. A este propósito, Leal informa que: El pionero de la novedosa técnica fue el español Baltasar Torrecillas, que la emplea el 29 de junio de 1872 en la escena final del Tenorio, pero la innovación no se estableció en la mayor parte de los escenarios hasta finales del siglo (Leal 1983: 21).

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Me refiero a piezas musicales españolas de autores de la primera mitad del siglo XVIII como Antonio de Zamora y José de Cañizares, que a través de una parodia de la comedia de magia del Siglo de Oro y una crítica de inspiración moderadamente iluminista a la superstición popular, contribuyeron a la modificación del género de la zarzuela, que desde alegórico y mitológico se hizo costumbrista y realista.

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[...] en el mundo, lo menos el noventa por ciento han sido los que el alma me han vendido y solo diez son los buenos. Los otros... ¡Ah! Con un manto de falaz hipocresía se cubren y el mundo fía y cree sincero su llanto. Yo te lo juro: esos mismos que nos escuchan, verás llevar la conciencia atrás y en el pecho solo abismo (Sarachaga 1990: 148). Para que Fausto pueda seducir con toda comodidad a Margarita, Mefistófeles tiene que entretener a Marta, negra y fea, anunciándole la muerte de su marido, Mateo Jorobitis, de «cólico miserere beriberi». La mujer, asquerosa como «vomitivo de hipecacuana», se enamora perdidamente de Mefistófeles, y esta situación favorece diálogos de abierta comicidad. Los demás personajes, Siebel y Valentín, mantienen cierta cercanía con su modelo francés, aunque el contexto cubano transforme a Valentín en un guapo de arrabal, en un bravucón que al recibir la estocada mortal por mano de Fausto, grita: «¡Ay, socorro que me han rajado!», «cojan agujas de cañamazo y cósanme el ojal que me han abierto...» (Ibíd.: 160). Llamativo es el cinismo de Margarita, que después de preguntarse si el hermano habrá muerto, se prepara a comer su ajiaco de boda. Grande es el susto de todos los comensales cuando, al destapar la sopera, se aparece la cabeza de Valentín, que califica a su hermana de «desprestigiada» y «mala mujer» y a Fausto de asesino {Ibíd.;. 161-162). La escena final, «iluminada de rojo vivo con decoración alegórica», es la más espectacular de la obra, al igual que en el Mefistofele de Boito y en el Faust de Gounod. Mefistófeles vuelve al infierno seguido por «dos amigos deliciosos, grandes pecadores», que bajan del cielo en un globo aerostático. Marta, en cambio, llega de una forma aún más original: Recuerdo que caí del globo en que íbamos juntos. En el espacio encontré una cuerda, me agarré a ella y me encontré este paracaídas (Ibíd;. 165). Desde luego, es indudable el carácter desacralizador contenido en este desenlace final, donde los tres pecadores, lejos de arrepentirse, deciden buscar amparo entre los diablos para huir de la justicia terrenal. Muchas, en la obra, son las alusiones al mundo negro, sea a través de la presencia de números musicales de matriz africana como la conga y el yambú, sea en

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la caracterización física de Marta, más «totí» que «flor de ébano» y definida por Siebel de la siguiente forma: Eso debe ser cuestión de narices; como que es un poco chata, le gustan los olores fuertes. Q u é lástima que el Ayuntamiento no la haya elegido para composición de las cloacas. ¡Marta! ¡Marta! Con esa nariz tan privilegiada, tú hubieras llegado a ser un buen empleado de la Sección de Higiene ( Ibtd .: 163). Se trata, sin embargo, de un desprecio amable, que no incluye un real y fuerte juicio moral de matiz racista. Frecuentes, también, son las alusiones contemporáneas que contribuyen a reforzar el aspecto costumbrista de este Mefistófeles. «¿Usted vino por telégrafos?», pregunta Fausto a Mefistófeles ( I b í d : 146), sorprendido por la rapidez de su llegada, mientras que la poción mágica que devuelve la juventud a Fausto es una mezcla de bebidas alcohólicas a la moda bautizada Maspatán, en la que destacan el nacional ron Bacardí, el español anís del M o n o y el francés anisete. Finalmente, cuando Marta, al saberse viuda, se desmaya entre los brazos de Mefistófeles, éste exclama: «La fortuna es que el fotógrafo de La Caricatura no anda por estos barrios» ( Ibíd.: 153). Desde el principio la música parece imponerse con el objetivo de romper con la tradición europea. Desde luego, el Mefistófeles de Sarachaga es una zarzuela muy singular, ya que no comprende piezas originales de autor (cubano o extranjero) sino números famosos del repertorio culto y popular ya bien conocidos por el público. En esta parodia asistimos a un desfile musical que sugiere un acercamiento de Sarachaga a la estética de los espectáculos de revista que de allí a poco triunfarán en el Teatro Alhambra de La Habana. En orden de aparición, encontramos: una conga , s ; un danzón a la sordina que acompaña la primera aparición de Margarita; una alusión a San Pascual Bailón' 6 ; el vals «Sobre las olas»' 7 ; la habanera «Tú» 1 8 ; la guaracha «El negro

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Al abrir el telón se oye una conga, música africana de los carnavales, que se baila en la calle formando un largo tren. Fausto se define como un Pascual Bailón, ttulo de una famosa contradanza de 1803 publicada en 1881 por el editor musical Anselmo López (Carpentier J 1979: 114). En el cuadro segundo se mantiene el vals de la escena 5 del Faust de Gounod, pero en este caso se trata de un vals de Juventino Rosas, única pieza musical no cubana incluida en la obra. Como en otros países de América Latina, «el vals sería género cultivado con aciertos por los autores locales, hasta bien entrado el siglo XX. Sin embargo, el vals tropical, no creó una tradición perdurable en la isla. Cuba no produjo, en el ritmo a tres tiempos, un hit mundial» (Ibtd.-. 112). Posiblemente por esto Sarachaga se vea casi obligado a indicar, a este punto de su pieza, la ejecución de un vals de autoría española de grandísimo éxito. La respuesta a la famosa aria de amor que Faust canta en la escena 4 del tercer acto, puede ser la habanera «Tú» de Eduardo Sánchez de Fuentes, compositor que pasó a la historia por ser autor de La Dobrosa, «ópera que habrá de quedar como la expresión más acabada del verismo en

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bueno» 1 9 ; la canción «Yo he de llegar a ti», que canturrea Siebel; el «Romance de Juan Quiñones» 2 0 ; «La puñalada», otra canción de repertorio que canta el coro como comentario de la estocada mortal que Fausto acaba de asestar a Valentín y, finalmente, un yambú, baile oficial del recinto infernal, preludiado por la orquesta junto a «efectos infernales y fantásticos» 21 . Otro aspecto evidente de este Mefistófeles es que el modelo lingüístico alto y artificioso de los anteriores libretos europeos se transforma en vernáculo. Todos los personajes se expresan empleando modismos cubanos, aunque no de forma evidente como en otras piezas del repertorio bufo, donde predomina la presencia de un español de tipo negroide, caracterizado por la presencia de oclusivas sonoras, términos africanizantes y errores morfosintácticos, síntoma de escaso control de la gramática castellana 22 . Aquí, el vernáculo se da sólo en ocasiones: «¿Tú quié cambiá?», pregunta Mefistófeles a Fausto (Ibíd.: 151); sin embargo, abundan los juegos de palabras, el empleo de americanismos antillanos, las alusiones a refranes y dichos populares que contribuyen a crear una atmósfera cómica cercana al vodevil. N o m e digas esas cosas tan cariñosas p o r q u e soy algo j a m o n c i t a , soy m u y pirotécnica y p u e d o hacer explosión c o m o un volador c o n b o m b a ( M a r t a ) .

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América» (Ibíd.: 188). Desde luego, Margarita no es «une âme innocente et divine» (Gounod 1979: 93), sino una «adorable trigueña», una «reina entre las flores», y no se ha criado en una «demeure chaste et pure» (Ibíd.\ 93), sino «En Cuba, la isla hermosa del ardiente sol» (Sarachaga 1990: 150). Valentín canta «El negro bueno», una de las guarachas más antiguas y populares de Cuba, donde aparece el personaje del negro bravucón, el fogoso «Candela», «negrito de rompe y raja,/que con el cuchillo vuela,¡y corta con la navaja» (Sarachaga 1990: 155). Mientras Fausto y Valentín se preparan para el duelo mandando amolar sus espadas, la acotación indica que se cante «Juan Quiñones», romance de ambientación habanera, cuyo protagonista quiere escapar de sus «obligaciones», habiendo dejado a una mujer encinta, pero lo cogen y lo llevan al juzgado a firmar su casamiento: «¿Quien te mandó, Juan Quiñones,/comer fruta prohibida?/Hoy tienes obligaciones mientras te dure la vida». El yambú es, técnicamente, un ritmo que entra en la rumba, y la rumba en Cuba es un término musical genérico (algo así como el tango) con el cual se define una música de fuerte ritmo, con gran aparato de percusión, que acompaña una danza vivaz y una coreografía que remoza ritos sexuales. Aquí, entonces, lo más importante es evocar una atmósfera lasciva y pecaminosa dentro de un contexto festivo. A partir de la constatación de que en el siglo XIX, época áurea de la esclavitud colonial, en Cuba circulaba una variante imperfecta del español, exenta de sistematicidad en su estructura y en sus formas y fuertemente polimórfica, el debate acerca de la existencia de una lengua criolla de uso comunitario general entre los esclavos provenientes de Africa —definidos por la historiografía como «negros bozales» — continúa, tanto dentro de la joven escuela cubana de lingüística, como en el ámbito internacional. Al ser fácilmente identificable por cualquier hablante de español estándar como «habla de negros», esta variedad lingüística por mucho tiempo ha sido definida como «lengua bozal», e imitada con intenciones paródicas. Abundante es su utilización en el teatro cómico del siglo XIX. A este respecto, véase: Aguilera Rodríguez 1992, Cristóbal García 1981, García González 1984 y Perl 1988.

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¡Qué cara de chema ciguata tiene! (Mefistófeles). Llevo luto en el corazón y como llevo luto, no como más que frijoles negros y calamares en su tinta [...] Si yo fuera a vender las calabazas que me ha dado Margarita me hacía rico (Siebel). ¿Habrá largado el piojo? (Margarita). Quién es esta mujer tan sabrosona [...] Está de arranca pescuezo (Fausto). La confirmación de que la defensa de la música nacional con respecto a la extranjera tiene un valor político antes que estético, nos viene de las dos últimas piezas bufas de Sarachaga, escritas en 1900, a dos años de la conclusión del conflicto anticolonial. En La Padovani en Guanabacoa o ¡Yo te daré two-stepl se confirma la oposición entre la ópera italiana y el danzón criollo. «En mi tiempo no se cantaban sino aires de Norma, Hernani, y en cuanto a canciones cubanas, La jovenética y el Expatriado», exclama el 'conservador' Miguel (Ibíd.: 173), mientras que al llegar la Padovani, famosa soprano italiana (por cierto, una farsante), todos los invitados a la fiesta se disponen a oír «los gorgojitos y cadencias del rondó de Lucía [de Lammermoor]». Sin embargo, hay una rebelión colectiva: alguien pide un danzón, pero la dueña de la casa —que se declara «enemiga de lo cursi»— impone el nuevo baile de moda: el two-step, de directa importación norteamericana. La preocupación por la presencia yanqui en Cuba se confirma en Arriba el himno —«revista política, joco-seria y bailable en un acto, cinco cuadros y apoteosis final» que por su extraordinaria riqueza de motivos y la fuerza de su vis polémica deliciosamente disfrazada de fina comicidad merecería un estudio específico23— donde la defensa del danzón contra el two-step se transforma en evidente afirmación de independencia nacional. Una defensa que en este caso resulta aún más significativa, ya que sale de la boca de Pancho, gallego «aplatanado» y por eso mismo ingrediente indispensable para la confección del ajiaco nacional de ortiziana memoria:

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Si no fuera por la grandísima cantidad de intervenciones musicales (en la lista compilada por el autor figuran veinticuatro números, entre himnos nacionales, danzones, guarachas, coros de ópera, zapateos españoles y puntos criollos), más que «revista» habría que llamarse «alegoría político-social», ya que en el reparto figuran barrios capitalinos (San Isidro, Pilar, Cayo Hueso), teatros (Tacón, Payret, Pubillones, Albisu), partidos (Anexionista, Protectorista, Nacional, Republicano Demócrata Federal), periódicos (El diario de la Marina, La Lucha, La Discusión, El Nuevo País, La Nación), géneros musicales (two-step y danzón), y además un orador latoso (buen ejemplo de oportunista), un gallego aplatanado (que no quiere «evacuar») y hasta Cristóbal Colón («Yo, que descubrí este pedazo de tierra y que tan mal pago tuve. Yo, que después de descubrir un nuevo mundo para España, volví cubierto de cadenas, víctima del odio personal de Bobadilla... Pero ya estoy vengado») (Sarachaga 1990: 204).

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Ese baile insustancial —esto es público y notorio— es más digno de un velorio que de un centro mundanal. A más de ser un horror, nuestro patriotismo hiere: ¡qué lo baile, si es que quiere, el gobierno interventor! Porque el cubano que alcanza nuestro futuro a mirar, tan sólo debe de optar por nuestra cubana danza! Mientras exista el danzón y en nuestras orquestas gima, ¡no habrá quien nos eche encima el peso de la anexión! (Con acento dulce y afectado) Y es que la danza cubana en sus lánguidos arrullos, tiene sones y murmullos de la selva americana. Porque ella es donaire, y remeda cadenciosa el canto de la tojosa y los ósculos del aire. ¡Y es dueña de nuestras almas porque en su rítmico vuelo hay mucho de nuestro cielo y mucho de nuestras palmas! Yo comparto la opinión Del público soberano: ¡Fuera el baile americano! ¡Y arriba nuestro danzón! La fiebre operística que arrasó la capital cubana y hasta la oriental Santiago en la segunda mitad del siglo XIX, unida al gran éxito popular de los cantantes italianos, desde Marietta Gazzaniga, objeto de devoción fanática, hasta Enrico Caruso, debe interpretarse a la luz de las específicas condiciones históricas de Cuba. En efecto, con la intensificación del conflicto anticolonial, a la ópera habían sido atribuidos matices políticos antiespañoles, un poco como había pasado en el Risorgimento italiano, cuando dar vivas a Verdi significaba auspiciar la independencia nacional. Sin embargo, la atracción fatal por un espectáculo de extraordinaria fuerza emotiva, frecuentemente preferido a la zarzuela, no impedía a los artistas de una

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nación próxima a la independencia y al público de éstos afirmar con orgullo criollo su peculiaridad, su peculiar idiosincrasia, definiendo las relaciones con los modelos europeos en términos de autonomía y no de imitación. Efectivamente, este primer ejemplo de peculiar modificación del canon operístico en tierra cubana me permite plantear la hipótesis de la existencia de un contraste entre la retórica del colonizado y la del colonizador que estoy interesada en seguir investigando a través del análisis de otras parodias criollas de óperas italianas, y que es un paso fundamental para reflexionar e impostar en clave moderna la relación entre literaturas periféricas y centrales, que no es más que una de las preocupaciones de quienes se ocupan de las literaturas latinoamericanas en clave postcolonial.

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IRINA

BAJINI

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