Akal Historia Del Mundo Antiguo 21

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HISTORIA ^MVNDO

A ntïgvo

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HISTORIA

■^MVNDO

A ntïgvo ORIENTE 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

8. 9. 10. 11.

12. 13.

A. Caballos-J. M. Serrano, Sumer y A kkad. J. Urruela, Egipto: Epoca Tinita e Im perio Antiguo. C. G. Wagner, Babilonia. J . Urruelaj Egipto durante el Im perio Medio. P. Sáez, Los hititas. F. Presedo, Egipto durante el Im perio N uevo. J. Alvar, Los Pueblos d el Mar y otros m ovimientos de pueblos a fin es d el I I milenio. C. G. Wagner, Asiría y su imperio. C. G. Wagner, Los fenicios. J. M. Blázquez, Los hebreos. F. Presedo, Egipto: Tercer Pe­ ríodo Interm edio y Epoca Saita. F. Presedo, J . M. Serrano, La religión egipcia. J. Alvar, Los persas.

GRECIA 14. 15. 16. 17. 18.

19. 20. 21.

22. 23. 24.

J. C. Bermejo, El mundo del Egeo en el I I milenio. A. Lozano, L a E dad Oscura. J . C. Bermejo, El mito griego y sus interpretaciones. A. Lozano, L a colonización griega. J. J . Sayas, Las ciudades de J o nia y el Peloponeso en el perío­ do arcaico. R. López Melero, El estado es­ partano hasta la época clásica. R. López Melero, L a fo rm a ­ ción de la dem ocracia atenien­ se , I. El estado aristocrático. R. López Melero, L a fo rm a ­ ción de la dem ocracia atenien­ se, II. D e Solón a Clístenes. D. Plácido, Cultura y religión en la Grecia arcaica. M. Picazo, Griegos y persas en el Egeo. D. Plácido, L a Pente conte da.

Esta historia, obra de un equipo de cuarenta profesores de va­ rias universidades españolas, pretende ofrecer el último estado de las investigaciones y, a la vez, ser accesible a lectores de di­ versos niveles culturales. Una cuidada selección de textos de au­ tores antiguos, mapas, ilustraciones, cuadros cronológicos y orientaciones bibliográficas hacen que cada libro se presente con un doble valor, de modo que puede funcionar como un capítulo del conjunto más amplio en el que está inserto o bien como una monografía. Cada texto ha sido redactado por el especialista del tema, lo que asegura la calidad científica del proyecto. 25.

J. Fernández Nieto, L a guerra del Peloponeso. 26. J. Fernández Nieto, Grecia en la prim era m itad del s. IV. 27. D. Plácido, L a civilización griega en la época clásica. 28. J. Fernández Nieto, V. Alon­ so, Las condidones de las polis en el s. IV y su reflejo en los pensadores griegos. 29. J . Fernández Nieto, El mun­ do griego y Filipo de Mace­ donia. 30. M. A. Rabanal, A lejandro Magno y sus sucesores. 31. A. Lozano, Las monarquías helenísticas. I : El Egipto de los Lágidas. 32. A. Lozano, Las monarquías helenísticas. I I : Los Seleúcidas. 33. A. Lozano, Asia Menor h e­ lenística. 34. M. A. Rabanal, Las m onar­ quías helenísticas. I I I : Grecia y Macedonia. 35. A. Piñero, L a civilizadón h e­ lenística.

ROMA 36. 37. 38. 39. 40. 41.

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43.

J. Martínez-Pinna, El pueblo etrusco. J. Martínez-Pinna, L a Roma primitiva. S. Montero, J. Martínez-Pin­ na, E l dualismo patricio-ple­ beyo. S. Montero, J . Martínez-Pinna, L a conquista de Italia y la igualdad de los órdenes. G. Fatás, El período de las pri­ meras guerras púnicas. F. Marco, L a expansión de Rom a p or el Mediterráneo. De fines de la segunda guerra Pú­ nica a los Gracos. J . F. Rodríguez Neila, Los Gracos y el com ienzo de las guerras aviles. M.a L. Sánchez León, Revuel­ tas de esclavos en la crisis de la República.

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45. 46. 47. 48. 49. 50. 51. 52.

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60. 61. 62.

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C. González Román, La R e­ pública Tardía: cesarianos y pompeyanos. J. M. Roldán, Institudones p o ­ líticas de la República romana. S. Montero, L a religión rom a­ na antigua. J . Mangas, Augusto. J . Mangas, F. J. Lomas, Los Julio-C laudios y la crisis del 68. F. J . Lomas, Los Flavios. G. Chic, L a dinastía de los Antoninos. U. Espinosa, Los Severos. J . Fernández Ubiña, El Im pe­ rio Rom ano bajo la anarquía militar. J . Muñiz Coello, Las finanzas públicas del estado romano du­ rante el Alto Imperio. J . M. Blázquez, Agricultura y m inería rom anas durante el Alto Imperio. J . M. Blázquez, Artesanado y comercio durante el Alto Im ­ perio. J. Mangas-R. Cid, El paganis­ mo durante el Alto Im peño. J. M. Santero, F. Gaseó, El cristianismo primitivo. G. Bravo, Diocleciano y las re­ form as administrativas del Im ­ perio. F. Bajo, Constantino y sus su­ cesores. L a conversión d el Im ­ perio. R . Sanz, El paganismo tardío y Juliano el Apóstata. R. Teja, L a época de los Va­ lentiniano s y de Teodosio. D. Pérez Sánchez, Evoludón del Im perio Rom ano de Orien­ te hasta Justiniano. G. Bravo, El colonato bajoim perial. G. Bravo, Revueltas internas y penetraciones bárbaras en el Imperio. A. Giménez de Garnica, L a desintegración del Im perio Ro­ mano de O cddente.

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Director de la obra:

Julio Mangas Manjarrés (Catedrático de Historia Antigua de la Universidad Complutense de Madrid)

Diseño y maqueta: Pedro Arjona

«No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la tiansm isión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.»

© Ediciones Akal, S.A., 1989 Los Berrocales del Jarama Apdo. 400 - Torrejón de Ardoz Madrid - España Tels.: 656 56 11 - 656 49 11 D e pósito legal: M. 8 .4 0 2 -1 9 8 9 ISBN: 84-7600-274-2 (Obra completa) ISBN: 84-7600-373-0 (Tomo X£l) Irfipreso en GREFOL, S.A. Pol. II - La Fuensanta Móstoles (Madrid) Printed in Spain

LA FORMACION DE LA DEMOCRACIA ATENIENSE, II. DE SOLON A CLISTENES Raquel López Melero

Indice

Págs. In troducción................................................................................................................

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I. La obra de Solón ..................................................................................................

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La personalidad de Solón ................................................................................ C ronología ............................................................................................................ Fuentes ................................................................................................................... La stasis .................................................................................................................. Las clases solonianas ........................................................................................ Elección de los arcontes ................................................................................... La Ekklesia ............................................................................................................ El Areópago ......................................................................................................... El Consejo de los C uatrocientos .................................................................... Introducción de la m oneda ............................................................................. R egulación de las exportaciones .................................................................... Otras disposiciones ............................................................................................ A bolición del hectem orado ............................................................................. La cuestión de las deudas ................................................................................

11 12 13 14 15 18 19 20 20 21 23 24 25 29

ÏI. La tiranía de Pisistrato .....................................................................................

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El cam ino de Pisistrato al p o d e r .................................................................... El poder de Pisistrato ....................................................................................... Posible am pliación de la Ekklesia ................................................................. M edidas económ icas ......................................................................................... Los jueces de d e m o ............................................................................................ Gestión interna .................................................................................................... Política e x te rio r.................................................................................................... El fin de la tir a n ía ..............................................................................................

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III. Las reformas de C lísten es...............................................................................

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Iságoras y Clístenes ...........................................................................................

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Las reform as de Clístenes en la Tradición ................................................. La Boulé ................................................................................................................. E structuración de los dem os ........................................................................... Sobre el censo de ciudadanos ........................................................................ La reform a tribal ................................................................................................

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B ibliografía..................................................................................................................

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La form ación de la dem ocracia ateniense. II.

Introducción

«Lo que no es capaz de definir la ley no lo puede esclarecer el criterio de un hombre. Es la ley la que muestra a los gobernantes lo que conviene, para que decidan y adminis­ tren lo restante con el sentido más equita­ tivo; y, además, les concede la posibilidad de rectificar cuando la experiencia acon­ seja un camino mejor que el establecido. Así, pues, el que exige que gobierne la ley, es como si exigiera que gobiernen la divini­ dad y la razón solas. En cambio, el que exige que gobierne un hombre, introduce la irracionalidad, porque irracionalidad es el propio deseo; la fuerza de la individualidad distorsiona a los gobernantes, incluso a los hombres mejores: inteligencia sin iniciativa, eso es la ley.» (Aristóteles, Política 1287 a.23-32) «Hay un principio común a todos los regí­ menes políticos: la parte de la polis que desee una determinada constitución tiene que ser más poderosa que la que no la desee. Toda polis tiene una componente cualitativa y otra cuantitativa. Por cualitativa entiendo el nacimiento libre, la riqueza, la educación y el linaje, y, por cuantitativa, la preponderancia de la masa. Puede ocurrir que la componente cualitativa corresponda a una parte de la polis, y la cuantitativa, a otra, es decir que los no nobles sean más numerosos que los nobles, o los pobres lo sean más que los ricos, pero no hasta el punto de compensar con el número lo que les falta en calidad. Así hay que combinar los dos factores para juzgar. Así, pues, donde la masa de los pobres prevalece en el sentido antedicho, allí surge por naturaleza la democracia, y una forma de democracia adecuada al elemento que se imponga por su número (agricultores,

artesanos y asalariados, etc...); pero donde los ricos y notables superen en calidad lo que les falta en número, allí habrá una oli­ garquía, y, del mismo modo, una forma de oligarquía correspondiente, en cada caso, al tipo de preponderancia de la masa oli­ gárquica. (Aristóteles, Política 1296 b.14)

El s. VI a.C. constituye una etapa sig­ nificativa en la form ación de la D em o­ cracia ateniense, que se articula en tres hitos: la obra de Solón, la tiranía de Pisistrato y las reform as de Clístenes. La época anterior a Solón había sido la de la configuración del estado. El sinecism o del Atica había propor­ cionado un soporte territorial unitario a u n a población que ya hablaba un m ism o dialecto y tenía una cierta afi­ nidad; y se había desarrollado tam ­ bién el m odelo constitucional defini­ tivo, com puesto p o r un Consejo, unas m agistraturas y una Asam blea. En esa etapa, el góbierno era aristo­ crático, y cabe suponer que tuviera inicialm ente una estabilidad, confor­ me al planteam iento que hace Aris­ tóteles en las líneas que preceden. Los no ricos ni instruidos ni nobles eran con m ucho los m ás pero los otros, aunque pocos, tenían u n a reconocida excelencia p o r su linaje, por su rique­ za, p o r su capacidad para la guerra y por su m onopolio de las ciencias divi­ nas. Sin em bargo, esa estabilidad tuvo que ser efímera. El estado ateniense unificado había nacido cuando ya el

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m odelo sociocultural sobre el que des­ cansaba el gobierno aristocrático había iniciado un proceso de transform a­ ción en el seno de la com unidad helé­ nica, concretam ente en el área del Egeo. El com ercio hacía ricos que no eran nobles y se llam ab an al poder. Se había introducido el concepto de ju s­ ticia en la religión, y la justicia divina exigía un derecho objetivo. La cab a­ llería, m onopolio de los ricos, estaba dejando de ser el factor determ inante de la guerra, y la m asa de hoplitas organizados en form ación com pacta podía hacerle frente eficazm ente. La pobreza, la dependencia personal y la postergación política ya no eran acep­ tadas com o antes, porque había em pe­ zado a cam biar el orden de las cosas. E n las últim as décadas del s. VII la com unidad ateniense había em pe­ zado a reaccionar ante estos estím u­ los, y a com ienzos del VI vivía ya un clim a de stasis, de inquietud y enfren­ Cerámica ática de figuras negras (580-570 a.C.) Museo Nacional de Atenas

tam iento en la vida pública. La etapa que se abre con el siglo dejará conclui­ das dos tareas. La prim era, la lim ita­ ción de los poderes personales deriva­ da de la fijación por escrito y pública exposición de las leyes. Es la obra de Solón, un ciudadano elegido com o árbitro y legislador por su reconocido prestigio. La otra, m ás larga y labo­ riosa, por m ás inconcreta y conflic­ tiva, es la incorporación de la com u­ nidad de ciudadanos al poder político, que tiene lugar en forma gradual a lo largo de todo el siglo y conlleva una serie de innovaciones en el conjunto de las leyes. En prim er lugar, con Solón, se produce una am pliación pro­ porcionada de los privilegios estable­ cidos para el desem peño de las m agis­ traturas, y u n a sustitución del linaje por la riqueza en la titularidad de los derechos políticos. Luego, con la T ira ­ nía, la m asa adquiere protagonism o y conciencia de poder, en consonancia con la postergación de la aristocracia. Finalmente, Clístenes debilita los víncu­ los de dependencia social en el ejerci­ cio del poder político y crea un nuevo

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La form ación de la dem ocracia ateniense, il.

C onsejo abierto a todos los ciudada­ nos, que eclipsa al Areópago, la pieza clave del estado aristocrático. C on las reform as de C lístenes el demos queda definitivam ente incorporado al poder político. El paso siguiente será lograr el m onopolio de ese poder, y las cir­ cunstancias históricas de la prim era m itad del s. V acelerarán el proceso. E n la trayectoria seguida en el s. VI la sociedad ateniense se m antiene fiel a sus constantes históricas. La com u­ nidad de ciudadanos no coincide con la co m unidad natural: los esclavos, los descendientes de extranjeros y las m ujeres son tres sectores de la com u­ nidad natu ral m arginados por princi­ pio de la vida pública y som etidos a un tratam iento diferencial por el con­ ju n to de las leyes. Las obligaciones m ilitares y la titularidad patrim onial corresponden en exclusiva a los ciu­ dadanos. Las instituciones no se susti­ tuyen, porque form an parte del patri­ m onio indestructible de la com unidad: la evolución institucional se produce p or creación de piezas nuevas y por transferencia de funciones. En fin, la tradición es el único título de legitim i­ dad, de m odo que las innovaciones p erpetúan m odelos antiguos con con­ tenidos diferentes. A este com portam iento subyace una concepción de la realidad que tendrá su expresión en la filosofía. Las cosas son com o son por naturaleza y lo h an sido siem pre; y el devenir histórico es u n a reinterpretación sucesiva de una realidad eterna y perm anente. Esta infraestructura m ental encierra la cla­ ve de la dem ocracia griega. La inicia­ tiva individual atenta contra el orden natural de la com unidad. N o debe g obernar el hom bre, debe gobernar la ley, que es la form a de la com unidad, y sólo la com unidad puede cam biar su propia forma, porque ése es el único cam bio natural. El papel político del individuo es el de encamar la ley, en la parcela que le sea asignada. La atom i­ zación y la rotación del poder es una garantía contra la iniciativa indivi­

Estatuilla de bronce de un flautista, hallada en Sanios (Segunda mitad del siglo VI a.C.) Museo Nacional de Atenas

dual, y cualquier ciudadano puede p articipar en la gestión pública, p o r­ que lo m ejor que se espera de él es que aplique la ley. La dem ocracia griega alcanzó su desarrollo gracias a esta concepción, por cuanto que el rechazo de los pode­ res personales perm itió a los ciu d ad a­ nos acceder a unas cotas de libertad pública y de participación política verdaderam ente excepcionales. Pero en el s. V y sobre todo en el IV se m ani­ festarían las consecuencias negativas del m onopolio del poder político por la A sam blea de ciudadanos.

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I. La obra de Solón

Al pueblo di tanto honor como le basta sin quitar ni añadir nada a su estimación social. Y los que eran poderosos y notables por sus riquezas, también de ésos me preocupé para que no se les atropellara. Me mantuve en pie interponiendo mi fuerte escudo entre unos y otros, y no permití que ninguno de ellos venciera injustamente. Es así como el pueblo puede seguir mejor a sus jefes, ni demasiado suelto ni demasiado forzado. Porque la saciedad engendra desmesura, cuando uña gran fortuna acompaña a los hombres que no tienen suficiente inteligencia. Los que vinieron a hacer rapiña esperaban mucho, y creía que cada uno que iba a encontrar una gran fortuna, y que yo, que los halagaba suavemente, iba a mostrar un espíritu duro. Vanas ideas tenían entonces, y ahora, irritados contra mí me miran todos de mala manera como a un enemigo. Yo, de las cosas para las que reuní al pueblo ¿ante cuál me he detenido antes de cumplirla? Podría testimoniarlo en el juicio del Tiempo la gran madre de los Dioses’Olímpicos, la excelente, la Tierra negra, a la que yo antaño arranqué los mojones en muchas partes clavados,

y que, siendo antes esclava, ahora es libre. Y a muchos a Atenas, a su patria fundada por los dioses, los traje de nuevo cuando habían sido vendidos, injustamente unos, con justicia los otros; y a los que por la fuerza de la necesidad se habían exiliado y la lengua ática ya no recordaban, de tanto vagar muchos sitios; y a los que aquí mismo una esclavitud indigna soportaban, siempre temerosos ante sus dueños, los hice libres. Esas cosas, con autoridad y armonizando la fuerza con la justicia, las realicé y fui actuando como había prometido. Leyes, lo mismo para el de abajo que para el de arriba, aplicando a cada uno recta justicia, escribí. Otro que hubiera tenido, como yo, el aguijón, un hombre malintencionado y codicioso, no habría sujetado al pueblo. Y, si hubiera estado dispuesto a hacer, lo que complacía entonces a los contrarios, y, a su vez, lo que para éstos tramaban los otros, de muchos hombres sería hoy viuda la ciudad. Por esto, haciéndome fuerte por todas partes, me revolví como un lobo entre muchos perros. (Solón, fragmentos varios, citados en la Athenaion Politeia, 12)

La form ación de la dem ocracia ateniense. Ii.

La personalidad de Solón Sobre la vida de Solón, el gran legisla­ d or ateniense, sabían, o creían saber m uchas cosas los Antiguos. Plutarco {Solón, 1) dice que se le consideraba com únm ente com o perteneciente a u n a fam ilia que pretendía descender del rey Codro; Aristóteles {Athen. Pol. 5.3) lo incluye tam bién entre los nobles, a trib u y é n d o le am b o s u n a fo rtu n a m ediana, lo que, trasladado a la E po­ ca Arcaica, puede significar que no se contaba entre los nobles ricos. Era, pues, un eupátrida, que, por razones económ icas, o p o r afán de saber, a decir de Plutarco, se había dedicado desde su juventud al com ercio m arí­ timo. Aparece com o el m ás ilustre de los Siete Sabios de G recia y escribió num erosos poem as líricos, de los que se han conservado la fam osa Elegía a las Musas y u n a serie de fragm entos que son de gran ayuda para com pren­ der su p ersonalidad y su obra política. G. Ferrara, fundándose en el an áli­ sis de su poesía, ha defendido la tesis, m uy verosímil, de que era un verda­ dero aristócrata que quería llegar a la transform ación de los ideales de la nobleza en ideales de clase de gobier­ no. Su actividad política y legislativa, que lo llevó a un a situación de enfren­ tam iento a los unos y a los otros, según el m ism o dice, tendría una raíz más p ro fu n d a que el p u ro p rag m atism o de resolver la stasis, el conflicto p o lí­ tico. Era u n aristó crata, p o rq u e c o n ­ sid erab a que el p u eb lo tenía que es­ t a r su je to p o r lo s m e jo r e s , p e ro n eg ab a que el m érito guerrero, la agonística y la riqueza fueran el fu n ­ d am en to de la arete («excelencia»). La clave de la areté está p ara Solón en un nous artios, una «inteligencia apropiada», capaz de llevar a buen térm ino las tareas em prendidas, «con ese respeto de la justicia, que es con­ dición del favor divino», según p u n ­ tualiza Ferrara. Solón prefigura la teología política de Esquilo y el pensam iento político

11 de Platón. El héroe, el que se eleva por encim a de la m ediocridad, debe ser alguien que tenga la m ente lo suficien­ tem ente clara com o para saber cuál es la m edida de sus actos en la arm onía del Kosmos, presidida por la justicia divina; si se deja llevar po el deseo de riquezas y p o r su propia ufanía, incu­ rrirá en hybris («desm esura») y fraca­ sará, atrayendo sobre sí a ate, el castigo divino. Es la tradición m oral presente en la Odisea y en Hesíodo, pero impreg­ nada por el racionalism o de la filoso­ fía jonia. El héroe político, el verda­ dero aristócrata, es para Solón, en palabras de M.A. Levi, «la posibilidad y la esperanza ofrecida al hom bre de poder actuar al m odo divino en bene­ ficio del prójim o y del m undo». El profundo convencim iento de la propia excelencia y la no m enos pro­ funda convicción de que las leyes deben ser im puestas p o r los m ejores dio fuer­ zas a Solón para «revolverse com o un lobo en m edio de u n a m an ad a de perros». A ju z g a r p o r sus propias palabras, nuestro legislador parece h aber encarnado la utopía platónica del Demiurgo. Su singular prestigio motivó el que «fuera elegido de com ún acuerdo árbi­ tro y arconte» y «se le encom endara la constitución» en una circunstancia en que «el pueblo se hab ía enfrentado a los N otables y la lucha abierta entre unos y otros —stasis— duraba ya mucho tiem po» {Athen. Polit. 5.1-2). Después de haber elaborado sus leyes y en un m om ento de discordia, en que quizá se le acusara de tiranía, se expatrió voluntariam ente, y se dice que pasó diez años de viaje, visitando Egipto, C hipre y algún otro lugar —la famosa entrevista con Creso en Lidia fue recha­ zada ya p or los Antiguos con argu­ m entos cronológicos—, para regresar finalm ente a su patria y tener que soportar en la im potencia la ascen­ sión política de Pisistrato. P erm ane­ ció, sin em bargo, su obra com o una valiosa aportación al desarrollo de la dem ocracia ateniense.

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Anfora ática de figuras rojas (Hacia el 620 a.C.) M useo Nacional de A tenas

Cronología Solón aparece com o arconte epónim o del año 594 a.C., y, p artiendo de la sin­ cronización aristotélica de su labor legislativa con su arcontado, se suele adscribir a la m ism a esa fecha. U n solo año parece, con todo, un tiem po m uy restringido para llevar a cabo tan enjundiosa tarea, y, p or otra parte, los poderes de arconte no eran apropia­ dos al respecto. H ignett defendió en su

día la tesis, basada en argum entos m uy convincentes, de que Solón ela­ boró y estableció sus leyes después de su arcontado, entre los años 580-570 a.C., y habiendo sido nom brado diallaktés («árbitro») y archon (arconte thesmothetes), según indica Aristóteles, con poderes especiales y tiem po de m andato ilim itado. Según esta interpretación, los hechos com prendidos entre el arcontado epónim o de Solón y el año 580 a.C., que la

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La form ación de la dem ocracia ateniense. II.

Athenaion Politeia (13.1-2) atribuye a la etapa postsoloniana, habrían sido anteriores a la legislación de Solón. Tal y com o presenta Aristóteles la cues­ tión, al arcontado soloniano habrían seguido cuatro años de norm alidad; un año sin arconte; otros cuatro años de norm alidad; otro año sin arconte; dos años y dos meses de arcontado irregular a nom bre de un tal D am asias, que h ubo de ser expulsado por la fuerza; y, finalm ente, un año en el que ejercieron el m andato conjuntam ente diez arcontes, elegidos a razón de cin­ co eupátridas, tres «cam pesinos» y dos artesanos. Todas estas irregulari­ dades in crescendo reflejan una situa­ ción de enfrentam iento político, que podrían justificar m uy bien la deci­ sión de n o m b rar un árbitro con atri­ buciones legislativas.

Fuentes Antes de p asar a la consideración detallada de la obra de Solón, hay que hacer constar que la ab undante evi­ dencia con que contam os sobre la m ism a plantea en conjunto un p ro ­ blem a sustancial de autenticidad. E. R uschenbusch llam ó sobre él la aten­ ción al constatar que en los setenta y cinco discursos áticos conservados anteriores al 356 a.C. sólo se cita cu a­ tro veces a Solón, m ientras que en los sesenta y cuatro posteriores a esa fecha las citas son treinta y dos. Y, lo que es m ás significativo, que los discursos anteriores al 356 presentan a Solón com o autor de leyes específicas, m ien­ tras que los que son posteriores a ese año lo citan com o un m odelo dem o­ crático a seguir por los Atenienses. N o es posible explicar satisfactoriam ente estos hechos, pero, cuando menos, invitan a sospechar que a m ediados del s. IV a.C. la figura política de Solón se m agnificó y se hizo ju g ar en la con­ fro n tació n ideológica característica del m om ento, lo que puede h ab er repercutido desfavorablem ente en la transm isión de su verdadera obra y,

Detalles del ánfora anterior

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p or ende, en la autenticidad de las noticias sobre la m ism a contenidas en la biografía que escribiera Plutarco. La Athenaion Politeia se encuadra en la nueva corriente, y R uschenbusch ha señalado la posible influencia de los cinco libros aristotélicos, hoy perdi­ das; de comentario a los áxones de Solón, sobre el conocim iento posterior del legislador. Esta influencia habría sido tanto m ayor, cuanto que cabe sospe­ ch ar que el .texto grabado en los áxo­ nes resultaba ya ilegible en esa época. La evidencia sobre la obra de Solón no es, p o r tanto, enteram ente fide­ digna, de m odo que num erosas cues­ tiones sobre la autenticidad de la m is­ ma vienen a sum arse a los problem as que plantea de suyo su interpretación.

La stasis No hay duda de que la intervención de Solón fue m otivada por un intenso clim a de stasis, es decir de enfrenta­ m iento político y social en el seno de la com unidad. Lo que resulta m ás difícil de discernir es la identidad de los elem entos enfrentados, los facto­ res no h um anos que determ inaron el enrarecim iento de la vida pública y, en definitiva, la dinám ica interna de la crisis. D ebido en parte a las etique­ tas utilizadas p o r la Athenaion Politeia en sus alusiones a la obra de Solón y en parte tam bién a la influencia de procesos históricos m odernos de ap a­ riencia sim ilar, ha cristalizado m oder­ nam ente una tendencia a identificar esa stasis com o una lucha de clases, y la coyuntura histórica en que se ubica, com o u n m om ento de aguda crisis económ ica en el sentido m ás negativo. Sin em bargo, en las últim as décadas se ha abordado de un m odo m ás p ro ­ fundo la diagnosis del proceso. N um e­ rosos estudios analíticos de parcelas m uy concretas, d o n d e los detalles m enudos contenidos en las fuentes, que escapan a los grandes trabajos de síntesis, cobran señalada im p o rtan ­ cia, han servido p ara pro fu n d izar en

el conocim iento de ésa y otras épocas de la historia ateniense. Y se ha hecho asim ismo un notable esfuerzo por libe­ rarse de los presupuestos políticos, económ icos y sociales de tipo general, que tanto obstaculizan nuestro acce­ so, ya de por sí difícil, a las etapas his­ tóricas remotas. Hoy sabem os algo sobre la d in á­ m ica de los grupos familiares atenien­ ses en la etapa de la form ación de la dem ocracia; lo suficiente, al menos, para captar un com plejo juego de rela­ ciones entre sus dirigentes, que no se explica sino en térm inos de control social sobre los elem entos dependien­ tes. Esa dependencia no parece que haya llegado a desaparecer nunca por com pleto, pero las reform as de Clíste­ nes, precedidas de la experiencia sin­ gular de la T iranía y seguidas por el desarrollo de la D em ocracia Radical, perm iten suponer que en la Epoca C lásica el demos tenía ya el verdadero carácter de una com unidad política. Ello fue, sin em bargo, el resultado de un proceso, que en el tiem po de Solón era apenas incipiente. El m otor de la stasis parece haber sido en ese m om en­ to la propia élite política, cuya rivali­ dad y disensión determ inaba el m ovi­ m iento, m ás o m enos acom pasado, de los bloques dependientes. El episodio de C ilón no había tenido consecuen­ cias políticas inm ediatas, pero las tuvo, y m uy im portantes, no m ucho des­ pués. La m atanza de los partidarios de C ilón y la descalificación política que recayó sin duda sobre todo el grupo fam iliar debió de ponerlo en una situa­ ción de oposición respecto de los dem ás aristócratas. Y lo m ism o cabe decir de los A lcm eónidas, que fueron expulsados del territorio una genera­ ción después com o responsables del delito de im piedad com etido contra los am otinados. U nos y otros tenían que recuperar de algún m odo sus a n ­ tiguas posiciones y deben de haberlo intentado presionando sobre el resto de la aristocracia a través de los gru­ pos inferiores. El protagonism o de los

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La form ación de la dem ocracia ateniense. II.

A lcm eónidas en m om entos cruciales de la historia política ateniense es. en cualquier caso, un hecho significati­ vo, que dem uestra el poder real de esa familia, acrecentado m ás que dism i­ nuido, a lo que parece, por sus sucesi­ vos destierros. Está claro tam bién que a la sazón existía un núm ero considerable de agricultores inm ersos de un modo u otro en una situación opresiva. D eter­ m inadas m edidas puntuales, que indu­ dablem ente red u n d arían en perjuicio de los elem entos privilegiados, podían aliviar esa situación sin constituir en sí m ismos cam bios drásticos; era una causa de la que cualquier elem ento influyente podía erigirse en paladín. Pero sin duda h ubo otro sector con­ flictivo, que puede explicar algunas de las reform as abordadas. La cerám ica de Figuras Negras, que había com en­ zado a exportarse a finales del s. VII a.C., fue increm entando su produc­ ción a lo largo del VI, puesto que se encuentra por todo el M editerráneo y el M ar Negro. Si en verdad situam os la actividad de Solón entre el 580 y el 570 a.C., ello significa que la stasis que la m otivara coincidía con un m om en­ to boyante y todavía de crecim iento de la producción artesanal básica, que eran por entonces las m anufacturas cerám icas. Y se h ab ía producido, por otra parte, un consonante increm ento del comercio. Hay razones para sos­ p ech ar que el sector artesano-com er­ cial, todavía muy m inoritario respecto del agrícola, estaba prom ovido y con­ trolado por m iem bros de la aristocra­ cia, cuyos intereses no eran, en este sentido, coincidentes con los del con­ junto de la misma. A su vez, tales activi­ dades debían de implicar a un colectivo de elem entos sociales varios, distintos de los agrícolas, que sin duda presio­ n ab a n sobre el sistem a, apadrinados por sus líderes aristocráticos. Es de suponer tam bién que algunos elementos influyentes tuvieran, al m ar­ gen ya de sus propios intereses, cierta clarividencia que les hiciera com pren­

der, com o a Solón, que se hacían nece­ sarios unos cam bios y unas m edidas para aliviar la tensión y encauzar la stasis. U na clave muy im portante, en fin, para la correcta interpretación de esta coyuntura histórica es el papel de la A sam blea de ciudadanos, pero nuestra falta de inform ación sobre la entidad política de la Ekklesia en toda la Epoca A rcaica constituye, en este sentido, un hándicap muy difícil de superar. Las m enciones del demos en los poem as de Solón, que constituyen la única fuente contem poránea y fide­ digna, son de suyo am biguas: perm i­ ten deducir que tuvo un papel en el proceso, pero no revelan la forma de su participación en el mismo, y espe­ cialm ente, en la sanción de legitimi­ dad que lograron las leyes y disposi­ ciones de Solón. C om o veremos más adelante, la abo­ lición de las deudas y la rehabilitación de los agricultores dependientes pare­ cen las m edidas destinadas a favore­ cer puntualm ente a la capa social más oprim ida, en tanto que lo que podría­ mos llam ar reform as constitucionales y las leyes concretas constituyen más bien un paso de la aristocracia, en el sentido m ás tradicional del térm ino, a una oligarquía de base económica.

Las clases solonianas «Distinguió cuatro clases tributarias, con­ forme se dividían antes: los Pentakosiomédimnoi (‘los de quinientos medimnos’), los Hippéis (‘Caballeros’), los Zeugitai (‘los de un par’) y los Thetes. Todas las magistratu­ ras las atribuyó para su desempeño a los Pentakosiomédimnoi, a los Hippéis y a los Zeugitai (...); a los Thetes sólo les concedió que tomaran parte en la Ekklesia y en los tri­ bunales. Pagaba el tributo de los Pentako­ siomédimnoi el que sacase de la tierra propia quinientos medimnos entre áridos y líquidos; el de los Hippéis, los que sacasen trescientos, o, según dicen algunos, los que podían mantener un caballo (...); el de los Zeugitai, los que sacasen doscientos; y los demás, el de los Thetes.» (Aristóteles, Athenaion Poletiteia, 7.3-4)

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La division de los ciudadanos en cua­ tro clases en orden al disfrute de los derechos políticos fue atribuida a Solón por los Atidógrafos y aparece refle­ jad a tam bién en Plutarco. N o hay razones p ara cuestionar tal atribu­ ción. La verdadera dificultad consiste en interpretar el carácter de la rees­ tructuración y su finalidad. Y esa difi­ cultad no es pequeña, porque los úni­ cos datos que se pueden considerar con seguridad com o auténticos son los nom bres de las clases —Pentakosiomédimnoi, Hippéis, Zeugitai y Thetes— y su adecuación a los derechos polí­ ticos en térm inos generales. Para em pezar, su definición com o clases tributarias resulta anacrónica, ya que todo parece in dicar que antes de la T iran ía no existían im puestos directos; deben ser consideradas, por tanto, com o clases patrim oniales. La determ inación del patrim onio p or m edidas de productos agrícolas, tal y com o se establece en la Athenaion Politeia, plantea problem as. Tom ada al pie de la letra im plica que la propie­ dad fondiaria era el único elem ento definidor de los derechos políticos y, a su vez, que todos los ciudadanos que carecían de ese tipo de propiedad que­ d ab an asim ilados a la condición de thetes. Así lo en tien d en , en efecto, algunos historiadores m odernos. Las posibilidades de llegar a una estim ación real de las rentas señala­ das, con objeto de establecer el grado de privilegio im plicado en estas cla­ ses, son bastante lim itadas, porque dependen de variables que no esta­ mos en condiciones de controlar. En principio, si esa escala es correcta, y, com o parece obvio, los Zeugitai eran los que p odían costearse el arm a­ m ento de hoplitas, la diferencia entre la renta de éstos y la de los Hippéis y Pentakosiomédimnoi no es dem asiado acusada, lo que podría significar una am pliación considerable de la clase políticam ente privilegiada con res­ pecto a la situación anterior. A hora bien, hay razones para pensar que en

la época de Solón los factores indus­ trial y com ercial tenían una cierta relevancia en el conjunto de los patri­ m onios m ás elevados, es decir que la riqueza no provenía exclusivam ente de la explotación de la tierra. Podría ocurrir que esos beneficios se sum a­ ran a unas rentas de suyo elevadas, pero la tradición que presenta al pro­ pio Solón (Plutarco, Solón, 2) com o un eupátrida pobre y enriquecido con el com ercio, sugiere que haya existido un tipo social de esa naturaleza. En tal caso, las clases fondiarias h ab ría n dejado m arginados de los privilegios políticos a elem entos aristocráticos y ricos de la sociedad, de suerte que la reform a no parece tener m ucho sen­ tido, a m enos que adm itam os que las riquezas obtenidas en la industria y el com ercio se reinvertían en la com pra de tierra. Sin em bargo, es dudoso que en esa época la tierra se vendiera h ab i­ tualm ente, dado que no existían posi­ bilidades en general para utilizar el producto de la venta com o fuente de recursos, y hay, adem ás, otros argu­ m entos que m antienen abierta la cues­ tión de si la tierra era o no alienable en la A tenas de com ienzos de la Epoca Arcaica, a pesar de que el testim onio del poeta H esíodo en relación con la vecina Beocia aboga p o r la respuesta positiva. Estas dificultades que plantea, en principio, la consideración de las cla­ ses solonianas com o fondiarias, lleva­ ron a A. Boeckh y C.F. L ehm cnnH aupt a defender la hipótesis de que pudieran h aber correspondido a cu a­ lesquiera patrim onios. D ado que se atribuye al propio Solón la fijación de u n a equivalencia entre la m oneda y el m edim no su p u siero n estos autores que habría servido para hom ologar las rentas procedentes de la industria y el com ercio a las de la tierra. La definición de las clases en unidades agrarias se explicaría por su adecua­ ción a los patrim onios m ás num ero­ sos y p o r la recientísim a introducción de la m oneda, siendo así que el me-

Estela funeraria de Arístion Representa un hoplita (Hacia el 510 a.C.) M useo Nacional de Atenas

dirnno debía de funcionar hab itu al­ m ente com o instrum ento de pago en especie y tener en ese caso un valor de cam bio sim ilar al de la m oneda. Esta tesis tiene la debilidad particu­ lar de no contar con testim onios direc­ tos, pero no deja de ser razonable, y sólo se puede arrinconar aportando una explicación convincente a la otra alternativa. Entre sus oponentes se ha sugerido que Solón deseaba estim ular a los ricos a adquirir tierra para que tuvieran un m ayor interés en defender el nuevo orden establecido, pero no parece ésta una explicación suficiente, y, por otra parte, descuida el hecho de que la avidez por la com pra de tierra no podía ser un factor que coadyuvara a la resolución de los conflictos p lan ­ teados, en la m edida en que propi­ ciaba la desvinculación de una parte de la p o b lació n de las fuentes de riqueza. Si Solón no pudo llevar a cabo una distribución de tierras entre los Thetes, al m enos debe de haberse resistido a ad o p tar alternativas de innovación que contribuyeran a agra­ var el problem a. U na salida posible, pero que en definitiva deja la cuestión abierta, es la de considerar que el núm ero de los potenciales beneficiarios de unas cla­ ses patrim oniales hom ologadas era m uy reducido, y que Solón no necesi­ taba de ellos para sacar adelante las reformas. Pero hay una cuestión m ás pro­ funda que enturbia el esquem a de la adecuación de los derechos políticos a la propiedad de la tierra. El propio H ignett, que tan decididam ente se adhiriera a esta tesis, apunta la posibi­ lidad de que la fijación de las clases llegara a ser utilizada para determ inar las obligaciones m ilitares de cada uno de los ciudadanos, de m odo que los de las dos prim eras tuvieran que servir obligatoriam ente en la caballería, los Zeugitai en la infantería y los Thetes en la ilota, com o remeros. De hecho, los nom bres de las tres últim as clases son antiguos y parecen corresponder a

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una clasificación tradicional de la sociedad en función de su diferente prestación m ilitar; y esta continuidad puede ser la causa de que Aristóteles afirm e que la división de Solón se correspondía con la anterior {Athen. Polit. 7.3). A hora bien, la determ inación de unos m ínim os de renta para pertene­ cer a esas clases resultaría superflua si la finalidad de la reform a hubiera sido tan sólo la de satisfacer una dem an d a de prom oción política. Si los Hippéis eran los de trescientos m edim nos, y los Zeugitai, los de dos­ cientos, h ab ría bastado con los nom ­ bres antiguos para definir estas dos clases. Parece claro que la reform a tenía el objetivo de increm entar el p o tencial m ilitar ateniense a u m en ­ tando el núm ero real de jinetes y de hoplitas p o r el procedim iento de obli­ gar a esa prestación desde unas rentas quizá co m p arativ am en te bajas. Es posible que las necesidades m ilitares hayan sido el móvil principal de la reestructuración y el factor que p ro p i­ ció el reajuste de los privilegios políti­ cos. Esta consideración refuerza de suyo la posibilidad de que hayan sido incluidos en las distintas prestaciones, y p o r lo tanto en las distintas clases, los que no eran propietarios de tierra, de m odo que, aun cuando la cuestión no se puede d ar p o r zanjada, parece m ás verosím il la interpretación de las clases solonianas com o clases abier­ tas a todo tipo de patrim onios.

Elección de los arcontes La distinción entre la clase de los Pentakosiomédimnoi y la de los Hippéis plantea un problem a particular. Dem e­ trio Falereo (P lu tarco, Aristides, 1) creía que el arcontado, la m agistratura m ás im portante, estaba reservada a los m iem bros de la prim era clase y la m ism a conclusión se puede sacar de la Athenaion Politeia (7.3), en que se m enciona en prim er lugar a los arco n ­ tes y después a los tesoreros, al estable­

cer el orden de las m agistraturas y decir a seguido que se designaban en proporción al censo. Com o en la m is­ m a obra (8.1) se indica que los tesore­ ros h ab ían de ser elegidos entre los Pentakosiomédimnoi, parece lógico con­ cluir que arcontes y tesoreros pertene­ cían necesariam ente a la prim era clase. Sin em bargo, se ha podido dem os­ trar que las disposiciones de Solón so b re la e lec ció n de los a rc o n te s perm anecieron sin cam bios hasta el 457 a.C., en que se abrió a los Zeugitai el acceso a esa m agistratura, lo que im plica que en la vieja ley eran elegi­ bles tam bién los Hippéis. La conclu­ sión obvia es que la diferencia entre las dos prim eras clases era m uy poco relevante. Con trescientos m edim nos de renta patrim onial se podía ser arconte, es decir acceder al cargo político de m ayor prestigio y poder y al que p ro ­ porcionaba la entrada en el Areópago. Los tamiai, que eran los encargados de adm inistrar el tesoro de Atenea, no tenían una im portancia política com ­ parable, desde luego, pero su m isma función debió de hacer aconsejable que co n taran con un respaldo patri­ m onial relativam ente im portante; de ahí la obligatoriedad de que los can d i­ datos tuvieran al m enos quinientos m edim nos de renta anual. Esta expli­ cación es quizá m ás verosím il que la que considera que se quiso restringir esa función, que estaba rodeada de u n a g ran d ig n id ad religiosa, a un núm ero m ás selecto de personas. En cualquier caso, desde el punto de vista de los privilegios políticos, las dos p ri­ m eras clases serían una y la m ism a, la de los Hippéis. La Athenaion Politeia (8.1) atribuye a Solón la introducción del procedi­ m iento de la klérosis ek prokriton —el sorteo entre cuarenta candidatos ele­ gidos por las tribus a razón de diez por cada u n a de ellas— para la selección de las m agistraturas principales, pero ya dem ostró H ignett que este pasaje contiene u n a inform ación anacrónica y distorsionada, inclinándose por una

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co n tin u id ad respecto del procedi­ m iento anterior. Sin em bargo, aunque el rechazo de la klérosis ek prokriton com o innovación de Solón es prácti­ cam ente unánim e, algunos historia­ dores han sostenido que detrás de la noticia equivocada de la Athenaion Politeia p u ed e h a b e r un fondo de au ten ticid ad , en el sentido de que Solón hubiera sustituido el procedi­ m iento de la elección por el del sorteo. M.A. Lcvi ha llam ado la atención sobre el uso arcaico del sorteo com o recurso a la intervención de las fuerzas divi­ nas en los procedim ientos hum anos y señala que Solón pudo haberlo intro­ ducido en la elección de los m agistra­ dos para excluir el predom inio de unas determ inadas fam ilias capaces de controlar a los votantes. Es sólo una hipótesis, aunque verosímil.

La EkkJesia Dice Aristóteles en su Política ( 1274a. 15) que Solón «parece haber dado al demos la capacidad de elegir a los m agistra­ dos», pero según se ha dicho, es pro­ bable que la Ekklesia los eligiera ya desde antes. De todos m odos, la fun­ ción política de la Ekklesia y su com ­ posición, a raíz de la legislación de Solón, es otro punto oscuro. La inclu­ sión en ella de los Thetes, que se docu­ m enta en la Athenaion Politeia (7.3), donde se les atribuye tam bién el for­ m ar parte de los tribunales, ha sido cu estio n ad a desde d istintos puntos de vista. H ignelt sostiene que Solón apenas introdujo cam bios en la com ­ posición y en los poderes de la E kkle­ sia, lo que tam poco resuelve el p ro ­ blem a, puesto que no sabem os si con anterioridad pertenecían a ella todos los que p o d ían ac u d ir a la guerra o todos los que te n ía n u n a tierra propia. E n pura teoría y de acuerdo con el m odelo ideal de las ciudades griegas, que se aplica a la fundación de las colonias, la com unidad de ciudada­ nos debería coincidir con el conjunto

de propietarios de tierra y con los con­ tingentes arm ados, pero las diversas circunstancias que inciden en el desa­ rrollo de las ciudades pueden y deben en cada caso alterar ese modelo. Por consiguiente, lo que hay que saber aquí es h asta qué p u n to el factor genealógico, que es el verdadero trans­ m isor de la ciudadanía a efectos de derecho privado, pierde su relevancia en el ám bito político cuando even­ tualm ente se disocia de la titularidad fondiaria y/o de la capacidad de cos­ tearse un equipo m ilitar de infantería. Si las clases solonianas se estable­ cieron en razón de las respectivas ren­ tas agrarias, es decir son clases de propietarios fondiarios, entonces pare­ ce lógico suponer que la tenencia de tierra fuera la condición para el dis­ frute de los derechos políticos, m ien­ tras que, si constituían clases abiertas a todo tipo de patrim onios, el factor restrictivo debía de ser el militar. Los historiadores m odernos dividen sus opiniones entre las dos alternativas. En cualquiera de las dos, y especial­ m ente en la segunda, que parece la más adecuada, resulta muy difícil creer que los Thetes hayan recibido de Solón el derecho a participar en la A sam ­ blea, y sí es fácil en cam bio, pensar que la noticia aristotélica responde a esa tendencia del s. IV a.C. a atribuirle todas las m edidas dem ocráticas. Es de suponer que la extensión de los privi­ legios políticos haya sido gradual y consonante con la capacidad de pre­ sión de los dem andantes. En la Atenas de Solón estaba todavía pendiente la prom oción de los Zeugitai y, aun así, se llevó a cabo de form a lim itada, puesto que sólo podían acceder a las m agistraturas m enores. Es im pensa­ ble que en ese m om ento se hubiera otorgado a los Thetes u n a condición sem ejante a la de los Zeugitai, adm i­ tiéndolos en la Ekklesia. Com o señala M.A. Levi, no se com prende que se haya perm itido decidir sobre la guerra a quienes no intervenían en ella, o sobre la fijación de tributos y contri­

20 buciones a quienes no los pagaban. En cuanto a la participación en los tribunales de justicia —dikasteria— , que atribuye tam bién a los Thetes la Athenaion Politeia, se piensa en general que esos tribunales se crearon des­ pués, au n q u e tal vez bajo el nom bre de Eliaia ejerciera ya la Ekklesia, co­ mo m ás adelante, funciones ju d icia­ les. Es una cuestión incierta, en todo caso.

El Areópago No estam os m ejor inform ados sobre la suerte corrida p o r el Areópago en las Leyes de Solón. La Athenaion Poli­ teia invita a suponer que sus atribucio­ nes fueron en general conservadas, y m odernam ente se suele considerar así. La fijación p o r escrito de esas atri­ buciones p udo ser la única lim ita­ ción aportada por la legislación soloniana. H abría conservado, pues, su ju ris­ dicción sobre los casos de hom icidio intencional, bajo la presidencia del arconte basiléus. P robablem ente ju z ­ gaba tam bién los delitos de im piedad, que en el s. V pasaro n a los dikasteria, siem pre presididos p or el basiléus: ello se puede deducir del hecho de que el Areópago siguió ju zg an d o los casos de destrucción de olivos sagrados. C onservaba tam bién posiblem ente la jurisdicción sobre las cuestiones patri­ m oniales de los tem plos oficiales, que en el s. V pasan al C onsejo de los Q ui­ nientos, la Boulé. O tra transferencia llevada a cabo posiblem ente por Efialtes del Areópago a la Boulé fue la ca p a­ cidad de decidir sobre las acusaciones ejercidas p o r ciu d ad a n o s privados contra las conductas supuestam ente ilegales de los m agistrados: el A reó­ pago tenía, al parecer, la m isión de p rocurar que los arcontes hicieran el juram ento de obedecer las leyes (Athen. Polit. 7.1). E n fin, ese m ism o consejo entendía sobre los delitos de conspira­ ción contra las instituciones del esta­ do y probablem ente no desde Solón,

Aka! Historia del M undo Antiguo

com o indica la Athenaion Politeia, sino ya con anterioridad. Estas dos últim as funciones justifican de suyo el carác­ ter de «guardián de las leyes» que atri­ buyen al Areópago los autores antiguos.

El Consejo de los Cuatrocientos La m oderna historiografía presenta una actitud bastante unánim e a la hora de rechazar la creación del C on­ sejo de los C uatrocientos, que \a Athe­ naion Politeia atribuye a Solón. U na vez m ás existe discrepancia entre esta obra, donde la m ención de tal consejo es, por lo dem ás, escueta, y la Política, que lo ignora p o r com pleto. Se ha sugerido que, al igual que el C onsejo de C uatrocientos un m iem bros atri­ buido po r la Athenaion Politeia a Dracón, el de Solón fue una invención de la p ro p a g a n d a o lig á rq u ic a del s. IV a.C., que quería buscar un fun­ d am en to en la patrios politeia —la constitución ancestral— para su pro­ pio Consejo. La falsificación habría prosperado tanto m ás cuanto que los radicales la hicieron suya, porque les servía, a su vez, com o precedente tra­ dicional del C onsejo de los Q uinien­ tos creado por Clístenes. Plutarco tam bién alude a la crea­ ción del C onsejo de los C uatrocientos p or Solón, atribuyéndole la función de p rep arar las cuestiones a decidir por la Ekklesia, que es la que corres­ ponde después al de Clístenes. N in ­ gún autor dice cóm o eran elegidos sus m iem bros, o cuál era la duración de los m ism os en el cargo. N o existe, por otra parte, evidencia alguna sobre un consejo que no fuera el Areópago antes de Clístenes, y esta falta de eco en las fuentes sobre la que habría sido la innovación más im portante de la legis­ lación pública soloniana, invita, en definitiva a sospechar que la noticia de la creación p o r Solón del C onse­ jo de los C uatrocientos es, de suyo, espúrea.

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Representación de un hoplita en una carrera (Hacia 510 a.C.) M useo Nacional de Atenas

Introducción de la moneda Las fuentes antiguas atribuyen a Solón un conjunto de leyes relacionadas con la actividad com ercial y destinadas aparentem ente a favorecer su desarro­ llo. La más im portante es la relativa a la m oneda. La Athenaion Politeia (10.1-2) ads­ cribe a Solón el h ab e r «aum entado las m edidas, los pesos y las m onedas», indicando que los nuevos patrones eran m ayores que los llam ados Fido-

22 nios, utilizados en Egina; y el atidógrafo A ndrotión tam bién m enciona el increm ento de las m edidas y la legisla­ ción de Solón sobre las m onedas. C.M. K raay ha dem ostrado que las prim eras m onedas áticas deben fechar­ se en el 570 a.C., en contra de la tesis tradicional que postulaba la existen­ cia anterior a Solón de una acuñación ática sobre el patrón de Egina. Par­ tiendo de la cronología m oderna­ m ente establecida p ara las Leyes de Solón, parece, p or tanto, posible pen­ sar que fuera él quien introdujo en Atenas la m oneda. La creencia de los Antiguos de que los Atenienses h a­ bían tenido m onedas antes de Solón debe interpretarse, pues, en el sen­ tido de que m a n e ja b a n las a c u ñ a ­ ciones de E gina, au n q u e no, es de suponer, en las transacciones inter­ nas sino solam ente en el com ercio exterior. No m ucho después del 700 a.C. se había producido en Asia M enor el desarrollo de la m oneda, sobre la base del electrum, la aleación de oro y plata que existía en form a natural en aque­ lla zona. Enseguida, otras ciudades del Egeo siguieron el ejem plo de Lidia, M ileto y Efeso, y ac u ñ aro n sus pro­ pias m onedas, algunas ya de plata. Entre el 670 y el 660 Fidón, el tirano de Argos, habría creado, según la trad i­ ción, un patrón oficial de m onedas, pesos y m edidas, que estuvo en vigor en el Peloponeso —excepto O lim pia— durante m ás de dos siglos; las ac u ñ a­ ciones se hicieron en la isla de Egina, el centro de intercam bio de productos. Las fam osas «tortugas» eginetas fue­ ron las prim eras m onedas utilizadas p or los Atenienses. E n la segunda m itad del s. VII a.C. Samos y C orinto crearon un nuevo sistema, con un a m oneda de plata que constituía un puente entre los p atro ­ nes m inorasiático y egineta. Los state­ res de este sistema, conocido como euboico, se abrieron cam ino p o r el Egeo y la G recia C o n tinental y dom i­ naro n el com ercio con el M editerrá­

Akal Historia del M undo Antiguo

neo O ccidental, respaldados por la posición ventajosa de C orinto en las transacciones comerciales. Así, la adop­ ción por parte de Solón del patrón euboico se puede interpretar com o un intento de facilitar el com ercio ate­ n iense con la esfera de acción de Corinto. E xisten ciertas dificultades para com prender las afirm aciones de la Athenaion Politeia (10.2) sobre el aum en­ to de los pesos y las m edidas, deriva­ das, sobre todo, del doble uso de los térm inos mina y talento com o u n id a­ des de peso y com o unidades m oneta­ rias. Se nos dice que la m ina anterior tenía setenta d racm as, y la nueva, cien; y que el nuevo talento estaba integrado por sesenta y tres m inas, frente a las sesenta del anterior. Se considera, p o r tanto, que, m ientras las unidades de peso m antenían su peso real, las u n id ad es m onetarias, que ah o ra eran la m ina y el didracma (2 dracm as), tenían un valor superior al de su peso real. En el caso de la m ina, la relación entre la unidad de peso y la m onetaria sería de 21:20, es decir que el estado se favorecía en un 5 por 100, calculado posiblem ente para cubrir los gastos de acuñación. French la considera com o u n a m oneda en cierto m odo fiduciaria. Por lo que respecta a la reform a en la relación entre la m ina y la dracm a, es tan acusada (42,8%), que no se pue­ de interpretar en los m ismos térm inos que la otra, y tam poco cabe p ensar en un envilecim iento de la m oneda, ya que su calidad perm aneció inalterada. A quí se ha visto sim plem ente un ajus­ te respecto de las m onedas del patrón euboico, que lleva consigo, tal y com o indica Aristóteles, un aum ento en el peso y valor de la m oneda de curso, puesto que la vieja dracm a era la sep­ tuagésim a parte de la m ina y el nuevo didracm a era la quincuagésim a. Plutarco {Solón, 23) atribuye a Solón el h ab e r establecido unas equivalen­ cias fijas entre la nueva m oneda y el m edim no, la oveja y el buey, de m odo

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La form ación de la dem ocracia ateniense, il.

que una dracm a valía lo que un m edim ­ no de grano o u n a oveja, en tanto que u n buey valía cinco dracm as. M ás que como una m edida destinada al con­ trol de los precios, que quizá no tenga sentido en ese contexto, hay que con­ siderar tal disposición com o una fija­ ción del valor de la m oneda en su circulación interna p o r referencia a los valores de cam bio entonces h ab i­ tuales —el m edim no de grano, la ove­ ja y el buey. Esa fijación era necesaria p ara que la m oneda pudiera circular en coexistencia con los dem ás valores de cam bio, al igual que ocurre m oder­ nam ente en los ám bitos com erciales donde se utilizan patrones m oneta­ les diversos. Pero, al m ism o tiem ­ po, perm itía establecer la adecuación entre un p atrim onio fondiario y uno que no lo fuera, lo que pudo servir al efecto de la in te g ra c ió n en las clases políticas, según se dijo m ás arriba. N o resulta fácil d eterm inarlos m oti­ vos y las consecuencias inm ediatas de la introducción de la m oneda en Ate­ nas, com o en cualquier otro lugar. M odernam ente hay una tendencia a m inim izar el factor económ ico en las iniciativas de am onedación de las ciu­ dades griegas y a d a r un m ayor valor a los factores político, ético e incluso religioso. Se ha llegado a pensar que las prim eras acuñaciones tuvieron en general uñ a finalidad m eram ente pro­ pagandística respecto del estado que acuñaba, y que, en cualquier caso, lejos de reportar u n beneficio econó­ mico, resultaban m uy gravosas. Todas estas interpretaciones tienen su tanto de razón, de m odo que es com plicado el tratar de explicar cada caso desde la valoración conjunta de estas perspec­ tivas diversas. En el caso de Atenas, el valor p ro p a­ gandístico de la em isión de Solón no puede ser sim ilar al de las acuñacio­ nes de los tiranos en general, que correspondería m ás bien con la etapa de Pisistrato. Y tam poco debe de haber tenido una incidencia económica nega­

tiva, dado que no era necesario im por­ tar la plata y, según decíam os antes, el estado parece h ab er cubierto con el rebaje de peso los gastos de acuña­ ción. Lo que no se puede establecer, porque nos faltan datos, es si Atenas se beneficiaba o no, y hasta qué punto, en el comercio exterior por tener m one­ da propia; para d ar una respuesta habría que saber cuál era la fluctua­ ción de los precios de los productos que servían com o pago en especie, la incidencia real de la ley de la oferta y la dem anda en sus circuitos com ercia­ les, el uso de las m onedas extranjeras y, en fin, u n a serie de factores básicos que se nos escapan. En el orden inter­ no tam poco están las cosas claras. Es probable que la am onedación benefi­ ciara a todos los que no obtenían sus rentas de la tierra, pero el que eso haya ocurrido o no a corto plazo, y en qué grado, depende tam bién de factores que no podem os evaluar, com o son el ritm o de las em isiones, su incidencia en los precios, la im p o rtan cia del com ercio interior, etc... La cuestión de la introducción de la m oneda en A tenas se resiste, por ta n ­ to, a la interpretación m inuciosa. Lo único que se puede asegurar es que con esa iniciativa el estado ateniense tom aba el cam ino de la H istoria y que las consecuencias económ icas fueron positivas, porque, aunque fuera debi­ do al concurso de otros varios facto­ res, lo cierto es que la econom ía ate­ niense acabó por incorporar el modelo de m ercado, alcan zan d o así su m ayor auge, y el uso de la m oneda era un ele­ m ento necesario en esa trayectoria, más si cabe en el ám bito interno que en el exterior.

Regulación de las exportaciones Otra disposición económ ica muy im ­ portante que se atribuye a Solón es la relacionada con las exportaciones de productos agrícolas. Según Plutarco

24 (Solón, 24), sólo se autorizó la del acei­ te, prohibiéndose rigurosam ente todas las dem ás bajo m ulta de cien dracm as, es decir la m itad de la renta m ínim a anual total de un zeugites. Al m ism o tiem po, se h a b ría p ro h ib id o a los arm adores atenienses que en los via­ jes de regreso hicieran transportes de cereales a cu alquier otro sitio que no fuese el Atica (Licurgo, Leocr. 7; Demóst., Form. 37). A tenas era ya deficitaria en la pro­ ducción de grano, puesto que, adem ás de p ro h ib ir su exportación, se estable­ cía indirectam ente la obligación de im portarlo; hay que suponer que tales m edidas estaban destinadas a hacer bajar su precio, posiblem ente ya some­ tido a las especulaciones derivadas de su escasez. La nueva situación apenas sí afectaría negativam ente a los peque­ ños propietarios, cuyo pequeño exce­ dente lo utilizaban posiblem ente para pagar en especie los productos que necesitaran, y, en cam bio, favorecía en gran m edida a quienes tenían que ad q u irir el grano para la subsistencia, es decir a la población de la ciudad. Los terratenientes perdieron sin duda beneficios, pero quizá se veían com ­ pensados por la falta de lim itaciones en la exportación del aceite, que tam ­ bién procedía de sus haciendas; au n ­ que los rendim ientos fueran a largo plazo, no hay duda de que esta legisla­ ción estim uló la p lan tación de olivos, dado que la dem an d a en el m ercado exterior parece h ab er estado asegu­ rada. De esa form a A tenas aum enta­ ría su capacidad de exportación, lo que contribuía a m an tener un equili­ brio con respecto a unas im portacio­ nes de grano siem pre crecientes. El aceite ático tenía ya por entonces un tradicional m ercado exterior, de m odo que su exportación debió de considerarse com o la clave del desa­ rrollo com ercial ateniense; adem ás m antenía una industria cerám ica dedi­ cada a producir los envases, así com o una industria cosm ética derivada. Los barcos que salían cargados de aceite

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p o dían llevar tam bién otros produc­ tos e introducirlos en form a subsidia­ ria en unos m ercados que el aceite m antenía abiertos; a su vez, podían regresar cargados de grano, coope­ rando así al abastecim iento del Atica. Las m edidas de Solón fueron en este aspecto adecuadas y con prospec­ ción de futuro, al m argen de cuáles hayan sido los intereses particulares que servían. En lo sucesivo, la produc­ ción de aceite se fue increm entando y siguió constituyendo durante siglos la base del com ercio ateniense exterior.

Otras disposiciones A dem ás de las leyes políticas y de las de carácter com ercial, la tradición atribuye a Solón u n a serie de m edidas destinadas no tanto a m ejorar la situa­ ción económ ica de los tipos sociales más em pobrecidos, com o podría pare­ cer a prim era vista, cuanto a rehabili­ tar en su condición de ciudadanos a aquellas personas que habiéndolo sido o creyendo que debían serlo, se encon­ traban o estaban abocados a caer en u n a situación de dependencia perso­ nal, de esclavitud o de exilio. Este y no otro parece el denom inador com ún de la abolición del hectem orado, de la seisachtheia (cancelación de deudas), con su m edida com plem entaria de p ro h ib ició n de los préstam os bajo garantía de la propia persona, y, final­ mente, de la repatriación de atenien­ ses vendidos com o esclavos, o huidos para evitar la esclavitud. C asi todas estas disposiciones p la n ­ tean graves problem as aún no resuel­ tos, debido a una falta de evidencia suficiente sobre ellos y sobre el con­ texto en que se inscriben. La única ventaja en este caso es que Solón los evoca, aunque sea de u n m odo muy escueto, en sus poem as, lo que nos sirve para interpretar con m ayor gra­ do de certidum bre las fuentes princi­ pales al respecto, que son, com o en otros casos, la Athenaion Politeia y la Vida de Solón debida a Plutarco.

La form ación de la dem ocracia ateniense. II.

Abolición del hectemorado La prim era de estas situaciones consi­ deradas com o vejatorias correspondía a un tipo de agricultores denom ina­ dos hektémoroi. Solón se refiere a ellos cuando dice h aber convertido en libre u na tierra que era esclava, arran cán ­ dole los m ojones que tenía clavados p or todas partes; y cuando alude a quienes soportaban en Atenas una esclavitud in d ig n a y los ha hecho libres. A su vez, la Athenaion Politeia (2.2), glosando la A tenas anterior a Solón afirm a: «Los pobres, sus mujeres y sus hijos eran esclavos de los ricos y se les llamaba pelatai y hektémoroi, porque por ese alquiler —místhosis— trabajaban los campos de los ricos. Toda la tierra era de pocos, y, si no pagaban los alquileres, se volvían embar­ gabas —agógim oi— ellos y sus hijos. Y los préstamos se hacían a todo el mundo bajo garantía de los cuerpos, hasta el tiem­ po de Solón.»

La situación general descrita por Aristóteles tal vez resulte exagerada en térm inos cuantitativos, porque es difícil de creer que no hubiera agri­ cultores no ricos y, sin em bargo, inde­ pendientes; pero cualitativam ente re­ sulta fidedigna. La figura del hektémoros, que, según parece no es ni el dueño de la tierra ni un esclavo del dueño ni un trab a jad o r asalariado, queda fuera del esquem a social de las com unidades helénicas m ás desarro­ lladas, y de hecho no se vuelve a do­ cum entar en Atenas después de So­ lón. Por exclusión, y p or su condición de explotador de la tierra, que debe entregar un a parte del producto obte­ nido, se debe poner en relación con otras figuras existentes en las áreas helénicas de im plantación doria y eo­ lia —los ilotas de Esparta, los clarotai cretenses, los katonakophoroi de Sición, los gymnetes de Argos, los penestes de Tesalia, etc...

Estatua de bronce de Apolo, hallada en el Píreo (Hacia el 500 a.C.) M useo Nacional de Atenas

El em pleo de la p a la b ra douloi («esclavos») en el texto aristotélico con referencia a los hektémoroi no puede ser de carácter técnico, prim ero, porque Solón no abolió la esclavitud y, sin em bargo, sí el hectem orado; segundo, porque cuando Aristóteles dice que el hektémoros que no pagaba lo debido se volvía «em bargable», está im plicando que la esclavitud era un estadio p o tencialm ente sucesivo al hectem orado y, p o r tanto, diferente de él (el agógimos es alguien que puede legalm ente ser asum ido o vendido

26 com o esclavo); y, en fin, porque Solón, que era contem poráneo de los hechos, llam a esclava a la tierra de los Hekté moroi, pero no a ellos mismos. Ahora bien, el uso de tal térm ino implica, tanto en Solón com o en Aristóteles, que los hektémoroi, no siendo esclavos, vivían defacto una situación sim ilar a la esclavitud, es decir una total depen­ dencia personal. El em pleo de místhosis («alquiler») tam poco tiene p o r qué ser técnico y puede obedecer al olvido del vocablo específico de u n a situación obsoleta y a la falta de un conocim iento exacto de tal situación; de hecho, en el Léxico de Pólux aparece un a alusión a los hektémoroi de Solón, denom inándose morté («participación») la parte de la cosecha a entregar, lo que sí resulta apropiado. En cuanto a pelatai («los de al lado» o «sirvientes»), es una p alabra de uso muy restringido en griego, que traduce a esta lengua el tér­ m ino latino clientes, pero que no nos perm ite interpretar la situación de los hektémoroi, au n q u e tam poco resulta incongruente con la im agen de los m ismos esbozada por la Athenaion Politeia. Este últim o es el único térm ino genuino, pero nos dice muy poco e incluso lo que dice resulta lingüística­ m ente equívoco. Plutarco —y posible­ m ente tam bién Aristóteles, aunque su expresión es am bigua— lo entendía en el sentido de que los hektémoroi pagaban una sexta parte del producto obtenido; los autores m odernos se inclinan en general por este sentido, aunque algunos, considerando que el canon a entregar es muy reducido, prefieren el tam bién posible de que la sexta parte era lo que retenían para sí, debiendo entregar el resto. N uestra incertidum bre sobre si la tierra se vendía o no en la Atenas arcaica; nuestra falta de docum enta­ ción sobre si los hektémoroi cultivaban u na hacienda originariam ente suya, o bien una parte del dom inio de un terrateniente que les h abía sido cedi­

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da, com o tam bién sobre si la condi­ ción del hektémoros era reciente o ancestral; y, finalm ente, la asociación que se produce en Aristóteles entre el hectemorado y las deudas, que no resul­ ta clara, constituyen otras tantas dificul­ tades a la hora de abordar la cuestión. En función de esas variables se ha ofre­ cido una pluralidad de interpretaciones. Entre ellas se cuenta la de tipo feu­ dal, defendida por M.A. Levi. U na m in o ría privilegiada y consagrada exclusivam ente a sus obligaciones m ilitares y sus funciones directivas, h abría recibido originariam ente del rey para su propio m antenim iento la totalidad de las tierras no reales ni adscritas a los tem plos, ju n to con el contingente de m ano de obra tributa­ ria necesaria para el cultivo. Según este p la n te a m ie n to , toda la tierra h ab ría estado, en efecto, com o dice Aristóteles, en m anos de unos pocos, y los cultivadores estarían a la merced de sus señores, que exigirían de ellos todo tipo de servicios y podrían, inclu­ so, si lo deseaban, venderlos com o es­ clavos. El desconocim iento de esta si­ tuación, enterrada ya en la Historia, ha­ bría llevado posteriormente a explicarla por recurso al problem a de las deudas. Levi explica el hectem orado com o una previvencia de la Epoca Micénica, considerando que lo era tam bién la situación de los ilotas de Esparta. Sin em bargo, existen serias dificul­ tades para adm itir esta interpretación, que, por lo dem ás, está tan ayuna de evidencia com o cualquier otra. En p rim er lugar, estam os muy lejos de conocer con certeza el régimen fondiario del M undo M icénico, que ab u n ­ da en cuestiones abiertas, entre ellas la de la posible relación entre el servicio personal y la tenencia o subtenencia de la tierra. Adem ás, el panoram a general de la disolución de los reinos m icénicos que hoy se nos ofrece no perm ite presuponer hechos de conti­ nuidad en las instituciones, a m enos que existan indicios fehacientes al res­ pecto, lo que no es el caso. En tercer

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lugar, no existe en el ám bito griego conocido ninguna sociedad docu­ m entada que pueda considerarse como feudal, y no lo es, desde luego, la de la E sparta histórica. La explicación m ás difundida entre los h isto riad o re s m odernos, desde W oodhouse hasta French, es, en líneas generales, la siguiente. El aum ento de población experim entado por el Atica a lo largo de la E dad Oscura, que no se resolvió, com o en otros lugares de Grecia, a través de la em igración colo­ nial, h ab ría conducido desde com ien­ zos de la Epoca A rcaica a un em po­ brecim iento progresivo de la tierra, al ser ésta som etida a un cultivo irracio­ nal. Bien porque la tierra fuera ju ríd i­ cam ente inalienable, debido a su conceptualización com o propiedad del oikos, es decir de la fam ilia en un sen­ tido atem poral; o b ien porque la venta de la m ism a no se llevara a cabo en la práctica, por falta de posibilidades reales para u tilizar su producto como fuente de recursos, o en virtud de una especie de tabú social, habría ocurrido que el pequeño propietario que en un momento determinado llegaba a encon­ trarse sin el gran o suficiente para reem prender la siem bra y para ali­ m entar a su fam ilia hasta la siguiente cosecha, se h ab ría visto obligado a p edir prestado este producto a quien lo tuviera en excedente, asum iendo u na condición de deudor, en virtud de la cual tendría que ofrecerse a sí m is­ m o en servicio y pagar un sexto de su cosecha hasta saldar la deuda y los intereses. U nos m ojones — horoi— clavados en su propiedad servirían com o señal y registro de las obligacio­ nes ad q u irid as. C om o qu iera que ahora el deudor necesitaba obtener de su hacienda todavía m ás rendim ien­ tos, resultaría muy difícil para él libe­ rarse de la carga, y, si llegaba a faltar a su pago, entonces el acreedor podía disponer de su persona o de la de un m iem bro de su fam ilia para llevárselo com o esclavo propio o venderlo bajo esa condición.

27 Esta interpretación del hektém oros com o un deudor no puede encontrar un apoyo en la Athaneion Politeia —Aristóteles asocia la condición del hektémoros a la del deudor, pero enten­ diendo, a lo que parece, esa deuda com o el im pago de la renta y no com o el origen de la situación— y, desde luego, no se docum enta ni en el pasaje de Plutarco relativo a los hektémoroi (Solón, 13) ni en la obra de Solón conservada. Por otra parte, el hectem orado resul­ ta difícil de entender com o forma de pago de una deuda. Un sistema de p réstam o cuya am o rtizació n fuera para todos los deudores la entrega de la sexta parte de sus respectivas rentas an u ales parece absurdo. La única interpretación razonable en esta línea sería quizá considerar que el prés­ tam o era sistem áticam ente la canti­ dad necesaria para la siem bra, pero entonces, el prestam ista era quien asu­ mía los riesgos de u n a m ala cosecha, puesto que recibía una parte propor­ cional a ío obtenido; eso es poco vero­ símil, en principio, y, de todas formas, se trataría de una institución tan pecu­ liar que no puede ser asum ida como hipótesis sin u n a evidencia más sus­ tancial. En sum a, el cam ino de consi­ derar al hektémoros com o u n deudor no conduce a una explicación acepta­ ble del hectem orado, m ientras que su interpretación com o un tipo de siervo agrícola cuenta al m enos con una serie de paralelos en el ámbito helénico. U na tercera aproxim ación al p ro ­ blem a planteada m ás recientem ente parte, pues, del supuesto, defendido por Forrest, de que el origen del hecte­ m orado no era el endeudam iento. Ello ha m ovido a pensar que se trate de una institución ancestral, com para­ ble, com o se dijo m ás arriba, a las de los siervos de las áreas doria y eolia. Desde este punto de partida, se han ofrecido interpretaciones diversas en sus detalles, pero bastante hom ologables. En la época de las m igraciones, en que se consolidó el poblam iento

28 del Atica para las etapas sucesivas, un núm ero determ inado de personas h ab rían contraido u n a relación con los terratenientes del territorio —de todo o de una parte de él— en virtud de la cual tenían ad judicada u n a tie­ rra que se consideraba com o una p ar­ te de la del señor, debiendo explotarla a sus propias expensas y entregar un sexto de la cosecha. N o era de esperar que se p udieran establecer entonces u nas condiciones de arrendam iento bien definidas, y la condición de las personas estaba presum iblem ente a merced de las circunstancias, de modo que es posible que tales cultivadores recibieran la concesión in precario y que la necesidad de m antenerla los obligara a ad o p tar u n a actitud servil respecto de los dueños, que se habría perpetuado, au n cu ando en la práctica la perm anencia inveterada de una mis­ ma fam ilia en la m ism a tierra perm i­ tiera considerarla com o suya. Tam ­ bién es posible que se estableciera para el hektémoros un canon com para­ tivam ente bajo —com o, en efecto, lo es el del sexto, frente a los otros parale­ los conocidos— porque el señor prefi­ riera que com pletara la prestación participando en las tareas de su p ro ­ pia hacienda, y ésos podrían ser los servicios a los que aluden de un modo u otro las fuentes. El im pago del canon debido pudo qu ed ar penalizado des­ de un principio con la posibilidad por parte del dueño de la tierra de cobrár­ selo en especie asum iendo la propie­ dad efectiva de algún m iem bro de la fam ilia del cultivador, o de él mismo, p ara venderlo com o esclavo. El origen de esta situación pudo h aber sido, o bien la instalación en el territorio de elem entos llegados a él cuando ya no existían tierras sin due­ ño, o bien la im posición de inm igran­ tes m ás fuertes sobre pobladores an te­ riores, que h ab rían seguidp cultivan­ do sus antiguas tierras bajo nuevas y gravosas condiciones. El trasiego h u m an o que experim entó el Atica en la Edad O scura hace viable cual-

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Kouros de Volomandia, Atica (Hacia el 550 a.C.) Museo Nacional de Atenas

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quiera de estos dos supuestos, que en todo caso están abiertos a m uchas m atizaciones im posibles de estable­ cer po r falta de evidencia. Lo que sí se puede retener de toda esta reconstruc­ ción hipotética es la posibilidad, razo­ nable en sí m ism a y, por exclusión, más verosímil que las otras alternati­ vas, de que el hectem orado fuera una reliquia de la etapa anterior al sinecism o y a la form ación del estado ateniense. Esta situación pudo llegar a ser con­ flictiva en los siglos VII y VI, no tanto porque las condiciones económ icas fueran peores cuanto porque en una com unidad que ya se había configu­ rado com o ciudad-estado, con una determ inada consideración de la con­ dición del ciu dadano y que tam poco co n serv ab a u n a d iferen ciac ió n de orden étnico, la figura del hektémoros em pezara a resultar anacrónica y fuera de sistema. La única cosa que parece clara en el problem a del hectem orado es su abo­ lición definitiva por obra de Solón. Tal hecho se deduce de las fuentes tardías, queda m anifiesto en la afirm ación del propio Solón de h ab er convertido en libre un a tierra que era esclava, arran ­ cándole los m ojones que la identifica­ b a n com o tal, y, en definitiva, se cons­ tata por la ausencia de la institución en etapas posteriores. Por otra parte, la estructura fondiaria del Atica en la Epoca C lásica no era de tipo latifun­ dista, au n q u e existieran m arcadas diferencias en los dom inios y, p ro b a­ blem ente m ás aún, en la calidad de las distintas haciendas; lo que, unido a la pretensión de Solón de haber liberado la tierra, induce a pen sar que los hekté­ moroi se quedaron con las propieda­ des que o cu p ab an y que probable­ m ente eran co n sid eradas ya com o suyas. En ese caso, es de suponer tam ­ bién que su núm ero no fuera dem a­ siado elevado, o bien que correspon­ dían a zonas restringidas del Atica, pues de otro m odo parece difícil que se hubiera podido tom ar esa m edida

29 sin una m ayor confrontación. En otras palabras, que el hectem orado no era el sistema de explotación de las propie­ dades grandes, sino posiblem ente una servidum bre que pesaba sobre algu­ nas tierras desde tiem po inm em orial, colocando a sus dueños en una situa­ ción hum illante y de constante am e­ naza de esclavitud, puesto que, al tener que pagar un canon, eran perm anen­ tes deudores. A hora bien, si esa situación se con­ sideraba com o sangrante, tiene que ser porque quienes la padecían tenían la dignidad de ciudadanos, pues, de haber sido sem ejantes a los esclavos, h ab rían pasado sin duda desapercibi­ dos. C abe pensar incluso que form a­ ran parte de la Ekklesia, porque parece muy posible que la abolición del hec­ tem orado sea una de las prom esas que Solón afirma haber cum plido al demos, y porque, en definitiva, es m ucho más fácil de entender que se haya podido llegar a adoptar una m edida que per­ judicaba a los N otables si sus benefi­ ciarios tenían voto en la Asam blea. Insistim os, en fin, en que, aunque no se puede llegar a otras conclusiones que las que buenam ente inspire a cada uno el sentido com ún, no parece que los hektémoroi hayan llegado a supe­ rar su condición porque su situación fuera especialm ente calam itosa en sí m ism a —nada se hizo de hecho ni ahora ni después para suprim ir la esclavitud, y ni siquiera se repartieron tierras a los ciudadanos que carecían de m edios de vida— sino porque afec­ taba a quienes ya tenían una consi­ deración positiva en el seno de la com unidad.

La cuestión de las deudas La segunda actuación relacionada con la rehabilitación de ciudadanos en situación denigrante que se atribuye a Solón es la cancelación de las deudas y la prohibición de que en lo sucesivo se realizaran préstamos tom ando como garantía la persona del prestatario. En

30 la Athenaion Politeia se glosan estas disposiciones en un capítulo distinto del que trata conjuntam ente de los hektémoroi y de las deudas, lo que puede significar que el problem a de las deudas afectaba en general a los Atenienses, con independencia de que algunos hektémoroi estuvieran tam ­ bién im plicados en él. El hecho de que Solón no m encione en sus poem as conservados la cance­ lación de las deudas ha llevado a algu­ nos historiadores a du dar de la autenti­ cidad de tal disposición, argum entando asim ism o que, si bien el térm ino seisachtheia («acción de sacudirse la car­ ga»), con que se la designa en las fuen­ tes tard ía s (A then. Polit. 6.1 y 12.4; Plut. Solón 15), es a todas luces genui­ no, no tiene sin em bargo un signifi­ cado claro, y pudo h ab er sido reinterpretado erróneamente por esos autores, incluso podría o currir que se hubiera referido en el origen a la abolición del hectem orado. Sin em bargo, la afirm a­ ción del propio Solón en el sentido de haber rescatado a quienes hab ían sido vendidos com o esclavos y hecho vol­ ver a quienes h ab ían huido del Atica para escapar a la esclavitud, parece im p lic a r que la p ro h ib ic ió n , bien docum entada, de hacer préstamos bajo garantía personal se vio acom pañada por unas m edidas destinadas a posibi­ litar su retroactividad, entre las cuales debe contarse necesariam ente la ca n ­ celación de las deudas establecidas bajo esa garantía. El regreso de los que habían escapado a los acreedores no tendría sentido tam poco sin esta últi­ ma disposición. Hay que recordar que la ley de D racón sobre el hom icidio tenía una cláusula de retroactividad. La nueva regulación de los présta­ mos, que es en definitiva la m edida sustancial, de la que se sigue la aboli­ ción de las deudas com o una sim ple consecuencia, puede haber tenido una doble m otivación. En una sociedad todavía no m ercantil, com o era la ate­ niense, tal vez el m ontante global de los préstam os no fuera en sí m ism o

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dem asiado elevado; el propio riesgo que conllevaba el endeudam iento hace suponer que no funcionara como un recurso habitual. Un campesino modes­ to, a raíz de una m ala cosecha, podía necesitar unos sacos de grano para salir adelante y tener que re cu rrirá un préstam o formal si no podía resolver el p ro b lem a de otro m odo; y, sin em bargo, el im pago de un préstam o, por pequeño que fuera, llevaba con­ sigo el em bargo de la persona del pres­ tatario, que podía ser vendido com o esclavo fuera del país o, en cualquier caso, perm anecer para siem pre en esa condición, sin capacidad para recupe­ rarse. La expectativa de beneficio a obtener de un deudor moroso por el prestam ista era claram ente injusta, por cuanto que no guardaba proporción con lo invertido; y, por otra parte, la penalización del prestatario resultaba de una gravedad desm esurada. U na sociedad que m anifestaba ya una clara tendencia a la consideración de la dig­ nidad del ciudadano y al desarrollo de sus derechos políticos y que se había hecho receptiva a la idea filosóficom oral de la justicia, tenía que m anifes­ tar u n repudio a una form a de prés­ tamo, sin duda ya anacrónica. Pero probablem ente la nueva nor­ mativa tenía otra m otivación tanto o más im portante. Si se intentaba orien­ tar el estado ateniense hacia una eco­ nom ía de m ercado, y, de hecho, la introducción de la m oneda parece indicar que así era, se hacía necesario desterrar un tipo de préstam o que los acreedores h ab ría n preferido siem pre a cualquier otro, m ientras les fuera posible. El desarrollo de la industria y el com ercio, para ser eficaz, necesi­ taba del préstam o com o un factor coti­ diano y en las antiguas condiciones era m uy difícil crear un estím ulo para su utilización. N o parece dem asiado arriesgado suponer que la regulación sobre las garantías fuera considerada com o una m edida indispensable para salvar un obstáculo que habría frenado poderosam ente el desarrollo iniciado.

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II. La tiranía de Pisistrato

«Las facciones eran tres: una, la de los Parálioi («Costeros»), dirigida por Megacles, hijo de Alcmeón, que eran los que se inclinaban sobre todo en favor de una constitución m oderada: otra, la de los Pediakói («Llaneros»), que buscaban la oli­ garquía, comandados por Licurgo; y la ter­ cera, la de los Diákrioi («Montañeses»), al frente de la cual estaba Pisistrato, que se mostraba como el más favorable al pueblo. Se contaban entre estos últimos, por falta de recursos, los privados de las deudas, y, por temor, los que no tenían una filiación familiar limpia (...). Administraba Pisistrato, como se ha dicho, la ciudad de un modo moderado y más como un ciudadano que como un tirano. Pero, además de ser generoso, suave y comprensivo con los que cometían faltas, prestaba dinero a los que no tenían recur­ sos para sus trabajos, a fin de que pudieran vivir en el campo. Hacía esto por dos razo­ nes: para que no permanecieran en la ciu­ dad sino que se distribuyesen por el campo y para que, disfrutando de un cierto aco­ modo y ocupados en sus cosas, no sintie­ ran deseos de meterse en política ni tuvie­ ran tiempo de hacerlo. Y con ello consiguió que fueran mayores las rentas de la tierra, ahora trabajada, porque cobraba el diezmo de lo obtenido (...). Y quería que se administrara todo según las leyes, sin concederse a sí mismo nin­ guna prepotencia (...). Por esto duró mucho tiempo en el poder, y, cuando lo perdía, volvía a recuperarlo fácilmente: se presta­ ban a ello, en efecto, la mayoría de los Notables y de los elementos populares,

porque a los unos se los atraía con su trato, y a los otros, con su ayuda en los asuntos particulares, siendo por naturaleza noble para con unos y otros.» (Aristóteles, Athenaion Politeia 13.4-5; 16.2-4, 8-9)

El cam ino de Pisistrato al poder Sobre los años que m edian entre la partida de Solón de Atenas —hacia el 570 a.C.— y el tercer y definitivo inten­ to por parte de Pisistrato, en el 546, de instalarse en el poder, contam os por fortuna con la aportación de H ero­ doto, que perm ite contrastar y com ­ pletar la inform ación de la Athenaion Politeia al respecto. Dice H eródoto (1.29.2) que Solón se ausentó de su patria «para no tener que derogar ninguna ley de las que había establecido, porque los Ate­ nienses, obligados por los m ás solem ­ nes juram entos a la observancia de sus leyes, no se consideraban en situa­ ción de poder revocarlas por sí m is­ mos». Aristóteles coincide sustancial­ m ente con esta noticia, señalando que Solón «era acosado por unos y por otros en relación a las leyes» y que «com o no quería cam biarlas ni hacer­ se odioso, se m archó de la ciudad, anunciando que no volvería en diez

32 años» (Athen. Polit. 11.1). Estos testimo­ nios y el del propio Solón, que revela en sus poem as las presiones de que era objeto y su decisión de no asum ir la tiranía, sugieren que se había llegado a u na situación límite en la que unos urgían al legislador para que deroga­ ra las leyes, a m e n a z á n d o le con el destierro, m ientras otros le anim aban a ejercer un gobierno autocrático que p erm itiera pro seg u ir con las refor­ mas. P osiblem ente, Solón llegara a un com prom iso p o r el que asum ía v o lu n ta ria m e n te un exilio de diez años, recibiendo a cam bio el ju r a ­ m ento de que sus leyes no serían revocadas. Algunos de sus versos indi­ can claram ente que la situación ab o ­ caba a un enfrentam iento sangriento de tono m ayor, que habría sido co n ­ ju rad o con la p artid a de Solón. Parece que hubo, en efecto, una tre­ gua en la lucha política, que sirvió para m a d u ra r nuevos liderazgos y polarizar las fuerzas. C oinciden H ero­ doto y Aristóteles en señalar que se fo rm aro n tres facciones: la de los Pediéis («los de la llanura»), dirigidos por Licurgo; la de los Páraloi («los de la costa»), com andados por el Alcm eónida Megacles; y la de los Hyperáloioi (Heródoto, 1.59.3), Diákrioi {Athen. Polit. 13.4) o Epákrioi (Plutarco, Mor. 763 D), que serían «los de las alturas», o bien «los de m ás allá de las alturas». Esta últim a seguía a Pisistrato y, según Heródoto, se h abía constituido c u a n ­ do ya existían las otras dos. Son m uchas las dificultades que surgen a la hora de interpretar estas facciones. Aristóteles les atribuye, res­ pectivam ente, la defensa de una cons­ titución oligárquica, m oderada y dem o­ crática, lo que, tom ado al pie de la letra, resulta anacrónico sin duda. Si cabe una traducción históricam ente correcta de estas afirm aciones, habría que decir que los Pediéjs eran involucionistas y p retendían reconducir las instituciones hacia el orden tradicio­ nal; que los Paraloi defendían la p er­ m anencia y aplicación de las leyes

A kal Historia del M undo Antiguo

solonianas; y que los Hyperákrioi se h ab ían constituido por segregación de estos últim os para propugnar nuevas reform as. Pero detrás de este esquem a se encuentran sin duda unos hechos com plejos, y, en cualquier caso, el ver­ dadero problem a está en identificarla co m p o n en te de las facciones y en reconstruir la vía por la que consiguió im ponerse la tercera de ellas. H ay que adelantar, com o en otros casos, que las conclusiones en este sentido son hasta la fecha divergentes e hipotéti­ cas, por cuanto que dependen de las prem isas que se adopten en su elabo­ ración, y esas prem isas son tam bién necesariam ente hipotéticas, tanto si se refieren a la época de Pisistrato com o a la de Solón o a la de Clístenes. La prim era posibilidad a descartar es, com o ya se ha dicho, la de que esas tres facciones representen otros tantos program as constitucionales alternati­ vos. Sólo en el s. IV a.C., en que la dem ocracia ateniense recorría ya su últim a singladura, después de m uchos vaivenes, y la literatura política en sus diversas form as y orientaciones era sobreabundante, podría resultar via­ ble u n planteam iento tal, y, aun así, con m uchas m atizaciones. En el s. VI a.C. la lucha política no parece sino u n contlicto de intereses cuyo desa­ rrollo depende de la com pleja dialéc­ tica entre unos poderes fácticos de carácter em inentem ente social, ejerci­ dos por una m inoría, y la capacidad de prom oción política adquirida por el demos al convertirse en la m áquina m ilitar del estado. Del m ism o m odo, resulta in ad e­ cuada cualquier interpretación de las facciones en el sentido de una lucha entre pobres, m enos ricos y m ás ricos. En térm inos económ icos se daba sin duda tal diferenciación, pero no es la que configura el espectro político del m om ento. H asta donde llega nuestra inform ación, las facciones aparecen com o grupos de ciudadanos de diver­ sa condición, que por distintas razo­ nes —y m uy especialm ente las de

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La form ación de la dem ocracia ateniense. II.

vinculación perso n al— cierran filas en to m o a unos líderes de extracción aristocrática, que rivalizan entre sí y tratan de satisfacer sus propias am bi­ ciones en un torbellino de fuerzas políticas cam biantes. El carácter tri­ partito de las facciones y la indudable im plicación de las cuestiones econó­ micas en el proceso político parecen haber llevado al au to r de la Athenaion Politeia a p o n er en relación la stasis del s. VI a.C. con la situación del s. IV, en que se podía establecer hasta cierto punto una diferencia entre ricos, pobres

(13.3.5); y, en definitiva, pasa por alto la cuestión, concentrándose en la polí­ tica de Pisistrato, en unos térm inos que no arrojan ninguna luz sobre las facciones. Todo parece indicar que en esos m om entos, com o todavía en la época de Clístenes, la com unidad política se estaba configurando, de tal m anera que el verdadero punto de confronta­ ción era la definición de esa com uni­ dad, la lucha de algunos elementos de la com unidad natural por alcanzar la plena condición de ciudadanos y par-

Fragmento de un vaso ático de figuras negras

y clase m edia, pero la falacia de esta interpretación se pone de m anifiesto en las dificultades que encuentra ese autor para glosar el contenido de las antiguas facciones. Por un lado nos dice que el nom bre de las m ism as se debía a los lugares donde respectiva­ m ente cultivaban sus cam pos (13.5); p or otro, identifica a los pobres con los individuos supuestam ente arruinados a consecuencia de la cancelación de d eu d as llev ad a a cabo p o r S olón

ticipar con todo derecho en la gestión del estado. Sólo después de superada esta fase, el demos, ya definitivam ente consolidado en los térm inos en que perm anece a lo largo de toda la histo­ ria de la dem ocracia ateniense, lucha­ rá por la transform ación del m odelo constitucional desde unas posiciones de polarización de intereses. O tra interpretación m oderna que com porta cierta dificultad es la que considera a los Páraloi com o u n grupo

34 liderado p or ricos com erciantes y arte­ sanos, de m anera que los Hyperákrioi serían los desheredados y los agricul­ tores pobres, y los Pediéis, los ricos terratenientes. Ni siquiera la Athe­ naion Politeia, que aplica ese esquem a sectorial a la sociedad ateniense p ri­ mitiva, interpreta así la situación postsoloniana; y, p or otra parte, parece inverosím il que en ese m om ento el desarrollo del sector artesano-com er­ cial fuera tan im portante com o para constituir de suyo una facción oponible a las otras dos. La adscripción localista de las fac­ ciones ha servido de base para otra teoría que explica la configuración de las m ism as sobre el supuesto de que representan sendas tendencias regionalistas, en un a etapa en la que la u n i­ ficación del Atica era relativam ente reciente y no debía de h ab er desarro­ llado aún en el conjunto de su p o b la­ ción una verdadera conciencia nacio­ nal. Según este p lan team ien to , los nom bres de las facciones correspon­ derían a las regiones de origen y de im plantación patrim onial de sus res­ pectivos líderes, que m antendrían en sus órbitas de poder a los elem entos locales socialmente dependientes. Con respecto a los Pediéis esta prem isa resulta viable, ya que la gran llanura del Atica era el terreno de la aristocra­ cia fondiaria tradicional. Para las otras dos facciones, en cam bio, hay que for­ zar un tanto la evidencia. H ay que suponer que los A lcm eónidas, líderes de los Páraloi, tenían sus tierras cerca de la costa, lo que no parece tan fácil de establecer: Tucídides (2.55.1 y 2.56) identifica com o la Paralía —el distrito costero— todo el triángulo sudoriental del Atica hasta el L aurion, pero los que defienden la tesis regionalista no pueden adscribir este área a los Alc­ m eónidas porque sabem os que Pisis­ trato procedía de B raurón, la ciudad clave de la costa oriental. A su vez, para acabar de ajustar la hipótesis a la evidencia, hay que p en sar que Hyperá­ krioi es la denom inación genuina de

Akal Historia del M undo Antiguo

la facción de Pisistrato y que, com o ya sugiriera H ignett en su día, no debe significar «los de las alturas» sino «los de m ás allá de las alturas», es decir los que, considerados desde Atenas, vivían al otro lado del Himeto. La tesis regionalista conlleva, ade­ más, la dificultad de que al menos la facción que logró hacerse con el poder, que es la única que se puede tom ar en c o n sid e ra c ió n en este sen tid o , no desarrolló una política regionalista, sino lodo lo contrario: si algo caracte­ riza inequívocam ente el m andato de Pisistrato es su fom ento de la unidad del Atica. Y no sólo de Pisistrato: el F ilaida Hipoclides, que tam bién p ro ­ cedía, a lo que parece de B raurón, es el arconte epónim o del año 566 —antes del prim er intento de Pisistrato de hacerse con el poder—, en que se transform aron las fiestas Panateneas, convirtiéndose en una conm em ora­ ción de la unificación del Atica, atri­ buida tradicionalm ente a Tcseo. N o hay duda de que los nom bres de las facciones son de carácter local, pero la verdadera relación de esos nom bres con los contenidos es muy difícil de d eterm in ar. Los autores m odernos suelen aceptar la indica­ ción de H eródoto en el sentido de que la facción de Pisistrato se originó des­ pués que las otras, y hay, en efecto, razones para p en sar que la oposición prim aria y fundam ental era bipartita, e incluso que la oposición entre los Páraloi y los Hyperákrioi fue más bien un a lucha por el liderazgo que una polarización de fuerzas. Por lo pronto, es más que dudoso que existiera la tercera facción cuando Pisistrato llevó a cabo su prim er inten­ to de tiranía. La tradición atribuye su popularidad inicial al hecho de haber realizado con éxito, probablem ente com o arconte polem arco, la guerra contra M égara, y refiere que, h ab ién ­ dose herido a sí m ismo, convenció «al pueblo» para que le concediese una guardia personal, alegando que le hab ían atacado sus enemigos. Con

La form ación de la d em ocracia ateniense. II.

esa guardia tom ó la Acrópolis, siendo ex p u lsad o p o r m u tu o acuerdo de M egacles y Licurgo. Es difícil de creer que consiguiera la guardia, contra la pública oposición del propio Solón, si sólo representaba a los Hyperákrioi y estaba ya enfrentado a las otras dos facciones; m ucho m ás, si, como se supone en general, los Thetes no for­ m ab an parte todavía de la Ekklesia. N o hay duda de que la cuestión se entendería m ejor si p or entonces esta­ ba alineado con los Alcm eónidas, y sus enem igos no eran otros que los Pediéis. Se cuenta que resistió cinco o seis años en el poder y no se alude a n in ­ guna iniciativa que hubiera podido ayudarle a m antenerse por la fuerza contra un rechazo general. Ello per­ mite al m enos co njeturar que repre­ sentaba al conjunto de los que se opo­ n ían a los Pediéis y que su expulsión se produjo cuando los A lcm eónidas con­ siguieron lid erar en su contra a una parte de la facción, y sólo a una parte, puesto que tuvieron que aliarse con Licurgo para lograr su objetivo. Ese y no otro puede h ab er sido el m om ento de la escisión, que tam poco parece h ab er resultado duradera. Otro deta­ lle significativo es que Pisistrato no fuera d esterrad o sino sim plem ente separado del poder, después de lo cual perm aneció, según se ha deducido de H eródoto (1.60.1 y 1.61.2), en sus reales de Braurón, sin duda recuperando fuerzas. La explicación que b rinda H eró­ doto sobre el segundo acceso de Pisis­ trato al p oder es tan sorprendente com o sugerente. Dice el historiador que M egacles y Licurgo volvieron a la discordia y que el prim ero envió un m ensajero a Pisistrato proponiéndole que, si desposaba a su hija, le daría com o dote el gobierno del estado. Está claro que Megacles no pisaba un terre­ no firme, puesto que, lejos de sacar ventaja de la ausencia de Pisistrato, tuvo que recurrir al expediente de lla­ m arlo de nuevo para poder resistir la

35 oposición de Licurgo, y parece haber tratado de m antener su figura dentro de la facción por m edio de la alianza m atrim onial. Verosímilmente, las fuer­ zas enfrentadas a los Pediéis habían seguido a Pisistrato cuando pidió la guardia y de algún m odo seguían sién­ dole fieles. Los A lcm eónidas conti­ nu ab an m arcados por el estigma de la m atanza de los de Cilón, y, por esa razón o por otra, aparecen m ás bien com o un instrum ento de Pisistrato que com o los líderes de una facción. La segunda expulsión de Pisistrato fue debida evidentem ente a una acu­ sación de tiranía, que llevó consigo el destierro y la confiscación de sus bie­ nes. Pisistrato no opuso resistencia arm ada y salió del Atica. Los hechos acusan u na norm alidad constitucio­ nal asum ida p o r Pisistrato, pero H eró­ doto (6.121.2) dice que Calías, de quien sabem os que era cabeza ácXgenos eleusino de los Kérykes, es decir un pediéis, fue el único ateniense que se atrevió a com prar las propiedades del deste­ rrado. C onservaba sin duda u n a fuer­ za im portante y fue objeto de una conspiración legal por parte de sus v erdaderos enem igos políticos, los Pediéis, algunos de cuyos nom bres conocem os. El papel de los A lcm eónidas en este episodio resulta gris y enigm ático: según H eródoto y Aristóteles, M ega­ cles se había vuelto a reconciliar con Licurgo porque Pisistrato se negaba a tener descendencia con su hija, debi­ do a la m ancha que afectaba a los Alc­ m eónidas. Resulta curioso que los es­ crúpulos en este sentido fueran de P i­ sistrato frente a M egacles y no de éste frente al tirano. Lo cierto es, en cualquier caso, que tam poco esta vez logró M egacles hacer carrera política, y, cuando Pisistrato regresó de nuevo por propia iniciativa y tom ó definiti­ vam ente el poder, ya no tuvo u n a opo­ sición eficaz. A ello puede h aber co n ­ tribuido el destierro de los Alcmeónidas, que en efecto se produjo, según revela H eródoto (1.64.3), pero en todo caso

El Agora y la Acrópolis (Siglo VI a.C.) Según Traulos A. RESTOS SEPULCRALES

7. Bucigio.

O Tumbas del Heládico tardío.

8. Santuario de Aglauro.

Θ Tumbas del período Submlcénlco.

9. Anaceo.

• Tumbas del período Geométrico. 1. Cercado de tumbas. B. AGORA PRIMITIVA (llamada Agora de Teseo)

10. Tesmoforión. 11. Eleusinio. 12. Pritaneo (Sede del Arconte Epónimo y lugar de recepción de embajadores y personajes importantes).

18. Altar de los doce Dioses. 19. Leocorio (?). 20. Santuario de Zeus Eleuterio. 21. Templo de Apolo Patroo. 22. Templo de la Madre de los Dioses. 23. Viejo Buleuterio. 24. Pritaneo.

13. Bucoleo (Sede del Arconte Las construcciones se llevaron a Basileus). cabo hasta finales del s. VII a. de C. e incluían pequeños santuarios y 14. Epiliceo (Sede del Arconte edificios públicos: Polemarco). 2. Santuario de Blante. 15. Tesmoteteo (Sede de los arcontes Tesmotetas). 3. Santuario de Afrodita Pandemos en cuyo recinto se reunía la · 16. Heliea (Lugar de reunión de Asamblea. la asamblea constituida en tribunal de justicia). 4. Santuario de Gea Curótrofos.

27. Santuario de Teseo.

5. Santuario de Deméter Cloe.

C. AGORA

30. Orquestra.

6. Ciloneo.

17. Muralla del s. VI a. de C.

31. Tlranicidas.

25. Mojón del Agora. 26. Santuario triangular.

28. Enneacrunos (fuente llamada anteriormente Calírroe). 29. Dromos.

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La form ación de la dem ocracia ateniense. II.

Pisistrato parece h ab er aglutinado las dos supuestas facciones, y en este sen­ tido ap u n ta tam bién la presencia de Clístenes el A lcm eónida entre los ar­ contes del año 526, que sólo se ex­ plica asum iendo una nueva reconci­ liació n en tre esta fam ilia y la del tirano. Estas relaciones entre Pisistrato y los A lcm eónidas perm iten conjeturar, a nuestro juicio, que pertenecían en realidad a un a m ism a facción, opues­ ta a la de los Pediéis, y no tendría nada de extraño que el esquem a tripartito respondiera a una m anipulación de la tradición destinada a m agnificar el p ap el de los A lcm eó n id as en ese período. En tal caso, el nom bre de Páraloi tendría quizá m ás sentido, por cuanto que la Paralía, considerada en conjunto, y el Pedíon h ab rían sido las regiones m ás significativas en la dis­ tribución territorial de los elementos más prom inentes de las dos faccio­ nes. En la designación com prensiva de Páraloi p o d rían h ab e r quedado incluidas inicialm ente las áreas geo­ gráficas de influencia de los Alcm eó­ nidas y de Pisistrato; la zona de M ara­ tón, tam bién costera, que se considera com o afecta a Pisistrato por el hecho de h ab er llevado a cabo allí su desem ­ barco en su tercer intento de hacerse con el poder; y posiblem ente tam bién las áreas de colinas del Parnaso, el Pentélico y el H im eto, que bordeaban Grupo de animales (Hacia el 500 a.C.) Olimpeion, Atenas

la llanura y que estaban pobladas sin duda por agricultores pobres. Estos últim os serían los Hyperácrioi, Diácrioi o Epákrioi. Todo este conjunto, unido a algunos elem entos de la ciudad pro­ piam ente dicha, podría representar una m ayoría en la Ekklesia, si en ver­ dad se conseguía que hiciera acto de presencia en ella, aunque los Thetes no tuvieran aú n derecho al voto. Pero, especialm ente en este supuesto, que parece en general a los historiadores com o el m ás verosímil, la balanza podía inclinarse del lado de los Pediéis si hacía defección la parte controlada directam ente por los Alcm eónidas, debido sobre todo a su proxim idad a la ciudad, que hacía m ás fácil la asis­ tencia a la Ekklesia; y es muy probable que éstos controlaran tam bién el voto de los elem entos más identificados con Solón, que parece haberse opues­ to abiertam ente a Pisistrato, de suerte que la alianza con los Alcm eónidas podría resultar esencial a Pisistrato para consolidar su posición.

El poder de Pisistrato H eródoto (1.59.6), Tucídides (6.54.5-6) y Aristóteles {Athen. Polit. 16) coinci­ den en señalar que Pisistrato m antuvo las leyes establecidas y que fue respe­ tuoso con las m agistraturas, asegurán­ dose tan sólo de que las desem peña­ ran sus propios partidarios. Esta última puntualización explica de suyo el poder real de Pisistrato, pero el contexto de las dos afirm aciones que la preceden

38 sugiere que las acciones del tirano dis­ currían por los cauces constituciona­ les. Por otra parte, el conjunto de su gobierno m erece para estos autores un juicio favorable, que contiene térm i­ nos inequívocam ente elogiosos. En consecuencia, el calificativo de tirano corresponde a Pisistrato en el sentido técnico de que su p resencia en el gobierno era m arginal a las institucio­ nes del estado, y los órganos com pe­ tentes del m ism o no llegaron nunca a establecer u n a figura constitucional que le otorgara legitim idad. Pisistrato acum ulaba en su persona el conjunto de los poderes fácticos inherentes a las m agistraturas sin ser m ás que un sim ­ ple ciudadano, y ello perm itía catalo­ garlo com o u n tirano, con indepen­ dencia de que la m áq u ina constitucio­ nal del estado siguiera funcionando o no con norm alidad.

Posible ampliación de la Ekklesia A hora bien, el m antenim iento de esta posición y la posibilidad de llevar ade­ lante las propias iniciativas dependía en esencia del voto de la Ekklesia, de m odo que Pisistrato pudo haber orien­ tado desde el principio sus esfuerzos a aum entar el núm ero de sus votantes incondicionales. La observación de la Athenaion ■Politeia (13.5) en el sentido de que entre los partidarios iniciales de Pisistrato se contaban «los que no eran de estirpe pura, por m iedo» se puede po n er en relación con la noticia de Plutarco (Solón, 24) que atribuye a Solón una ley concediendo la ciuda­ danía a los extranjeros que se estable­ cieran en el Atica, pero, com o quiera que tal atribución ha sido en general cuestionada, porque parece anacró­ nica y poco consonante con el m arco económ ico de la A tenas de Solón, algunos historiadores sugieren que la m ención de la Athenaion Politeia con­ tiene en realidad un a noticia distor­ sionada de la concesión p o r parte de

A kal Historia del M undo Antiguo

Pisistrato del derecho de ciudadanía a extranjeros afincados en ese m om en­ to en el territorio del Atica. C on todo, la cuestión verdadera­ m ente relevante no es la de la creación de nuevos ciudadanos, que no habría podido tener, en cualquier caso, dem a­ siada incidencia política, sino la del voto de los Thetes en la Ekklesia. Ya se dijo m ás arriba que Aristóteles (Polí­ tica 1274 b.15 y Athen. Polit. 7.3) atri­ buye a Solón esta am pliación de los derechos políticos, pero que la m oder­ na historiografía tiende a rechazar tal atribución, que considera en general com o m ás ajustada a la política de los Tiranos. Hignett, que es partidario de esta tesis, y que, por otra parte, entien­ de que en la etapa anterior el derecho de ciu d ad an ía plena, es decir con efec­ tos políticos, dependía dé la posesión de tierra, supone que Pisistrato supri­ m ió tal conexión. En este supuesto, ca b ría p e n sa r que el tiran o hab ía hom ologado todos los patrim onios no fondiarios a los fondiarios. Sin em bar­ go, com o quiera que no tenem os cons­ tancia de esa hom ologación, se puede considerar tam bién que fuera poste­ rior, lo m ism o que es lícito atribuirla a Solón, según se señaló más arriba. En cualquier caso, recogemos la posibili­ dad, muy razonable, de que haya sido éste el m om ento en el que se integra­ ron los Thetes en la Ekklesia. Está claro que, si Pisistrato pudo conseguirlo, que es de lo que cabría dudar, ya no habría sido posible después revocar este derecho.

Medidas económ icas Al decir de las fuentes, Pisistrato habría com binado la prom oción de los dere­ chos políticos de la capa m ás baja de la sociedad con unas m edidas econó­ micas que les perm itieran superar su pobreza. Se ha supuesto m oderna­ m ente que la confiscación de los bie­ nes de los exiliados perm itió a Pisis­ trato conceder tierras a algunos de sus partidarios carentes de hacienda, aun-

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que no existe docum entación que res­ palde esta hipótesis. Tam bién se ha pensado en una posible adjudicación de tierras públicas. Por otra parte, la inicitiva de recuperar la antigua colo­ nia de Sigeo y la de llevar a cabo la ocupación del Q uersoneso tracio con­ tribuyeron sin d uda a aliviar el pro­ blem a de los faltos de recursos. La Athenaion Politeia (16.2) indica que Pisistrato hizo préstam os a los pobres para que p u d ieran salir ade­ lante con el cultivo de sus tierras; se trata sin duda de los pequeños agri­ cultores, que, a consecuencia de la regulación de los préstam os estable­ cida por Solón, no po dían conseguir­ los en el ám bito privado por falta de garantías y se enco ntraban en una situación sin salida. A éstos se sum a­ rían los posibles beneficiarios de nue­ vas asignaciones en el Atica. C abe señalar que por estas vías se podía lograr el ingreso en la Ekklesia de m uchos c iu d a d a n o s sin necesidad de otras medidas. La financiación de los préstam os pudo salir del im puesto sobre la p ro ­ ducción agrícola, que atribuyen los A ntiguos a Pisistrato. La Athenaion Politeia (16.4) lo fija en el diezm o, pero según Tucídides (6.54.5) habría sido del 5 ñor 100. Com o explicación de esta diferencia, se ha adelantado la hipótesis de que los dos porcentajes respondan a m om entos diferentes de la T iranía: o bien el im puesto fue in i­ cialm ente m ás gravoso, debido a una m ayor necesidad inicial de recursos públicos, y luego se aligeró, o bien H ipias duplicó el tributo establecido p or su padre. Es de suponer que el im puesto fuera autorizado por la Ekklesia. Debió de afectar a la totalidad de la propiedad fondiaria, y no sólo a ésta, si, como creemos, los patrim onios estaban ya homologados. En cualquier caso, cons­ tituía una innovación m uy im por­ tante en el aspecto fiscal. H ay que recordar que en el m undo grecorro­ m ano la propiedad de la tierra era por

principio inm une, hasta el punto de que en el ám bito rom ano los fundos itálicos no fueron sometidos a im pues­ to regular hasta la época de Diocleciano; es m uy im probable, por tanto, que la iniciativa de Pisistrato se debie­ ra a una concepción m ás «m oderna» de la financiación del gasto público. Se trataba sin duda de una m edida puntual y esencialm ente pragm ática, desprovista de consideraciones teóri­ cas. El estado necesitaba recursos para estim ular la recuperación económ ica de la capa m ás baja, y no cabía reca­ barlos a través de cotizaciones extra­ ordinarias. La posición de la tiranía se reforzaba contando con unas entra­ das anuales fijas. A dem ás, un im pues­ to proporcional a la renta era muy fácil de cobrar, si, com o es probable, se tom aban com o bases im ponibles los m ínim os de las clases solonianas. El im puesto era «popular» en el sentido de que incidía sobre los ciuda­ danos en proporción a su riqueza, y es posible, por otra parte, que Pisistrato haya concedido inm u n id ad fiscal a las tierras de m enor rendim iento. De acuerdo con el testim onio de A ristóte­ les (Athen. Polit. 16.6), existía en el H im eto un choríon áteles, es decir un «terreno in m u n e» , cuya co n d ició n explica el autor por recurso a una anécdota curiosa y sugerente. En un recorrido de incógnito por el Atica, P isistrato h ab ría enco n trad o en el Him eto a un cam pesino que trab a­ jab a un pedregal; preguntándole qué se criaba allí, el lugareño le habría res­ pondido, sin saber quién era su inter­ locutor, que sólo males y dolores, de los que aún encim a Pisistrato cobraba el diezm o. Entonces el tirano habría concedido la in m u n id ad a sus tierras.

Los jueces de dem o O tra innovación que atribuye a Pisis­ trato la Athenaion Politeia (16.5) es la de la creación de unos jueces que adm i­ nistraban justicia por los dem os en forma itinerante(dikastúikatá démous).

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A ka l Historia del M undo Antiguo

Kouros de la Acrópolis

de Atenas (Siglo VI a.C.) M useo Nacional de Atenas

A unque Aristóteles p u n tu aliza que la finalidad de tal procedim iento era evi­ tar que los agricultores descuidaran sus trabajos al tener que acudir a la ciudad, no hay duda de que ésta es u na extrapolación del autor. Los his­ toriadores m odernos h an sospechado que estaba destinado a r.estar poder a los señores locales, que sin duda seguían dirim iento la inm ensa m ayoría de las diferencias surgidas entre los cam pe­ sinos. El estado h a b ía in iciad o ya

m ucho tiem po atrás la transferencia de las atribuciones judiciales de los aristócratas a las instituciones p úbli­ cas, pero es im probable que esta vía fuera la utilizada por el com ún de las gentes, especialm ente en los m edios rurales. La pervivenda del arbitraje privado a lo largo de toda la historia ateniense, con independencia de cuál haya sido su origen y carácter, sugiere que el grado de receptividad de los A tenienses respecto de la ju stic ia pública era lim itado. Y, en cualquier caso, las instituciones judiciales públi­ cas de la etapa postsoloniana no esta­ b an lo suficientem ente desarrolladas com o para poder d ar cabida a los asuntos m enudos. N o hay duda, pues, de que los jueces de Pisistrato, si de verdad existieron, elim inaban el m ono­ polio de los poderosos en este sentido, y de que su actividad fue esencial­ m ente p opular con respecto a los liti­ gios entre los señores y los hum ildes. Algunos historiadores modernos han cuestionado, sin em bargo, la atribu­ ción a Pisistrato de la creación de los jueces katá démous, alegando el pro­ blem a de autenticidad que plantea en general la inform ación de los A nti­ guos sobre la época arcaica del estado ateniense, y sobre todo el hecho de que en la propia Athenaion Politeia (26.3) se dice que fueron reintroducidos en el 453 a.C. C om o no se encuen­ tra u n a coyuntura ni un motivo razo­ nable para su supresión, se postula que la noticia relativa a Pisistrato es falsa, y que los jueces de dem o fueron creados p o r prim era vez a m ediados del s. V. a.C. A hora bien, la prim era objeción no es de suyo probatoria y la segunda se presta a discusión. El fin de la T iranía pudo conllevar de m odo natural el desuso de una institución creada por Pisistrato y que no estaba incluida en las Leyes de Solón, que eran las leyes del estado. Es posible que haya h a b i­ do u n a resistencia tam bién natural a recrearla de inm ediato, y, por otra parte, que, si los A tenienses se h ab ían

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acostumbrado a prescindir de los nobles en ese aspecto, acudieran motu proprio a los órganos judiciales del estado, que tam bién deben de haber tenido una tendencia a am p liar su cobertura. Incluso podría h ab er habido un inte­ rés en la época de Clístenes por esti­ m ular la asistencia a la ciudad de los elem entos rurales. Y puede ser que el volum en de trabajo acum ulado por las instituciones públicas haya hecho aconsejable en el s. V crear una figura sim ilar a la que pergeñara Pisistrato, para el tratam iento de las m aterias m enores, que quedaba incorporada a la constitución y definida en función de las necesidades del m om ento: en el s. IV a.C. los jueces de dem o eran cua­ renta y en tendían sobre cuestiones de un m ontante no superior a diez dracm as. Toda esta a rg u m e n tació n es hipotética, pero no hay que olvidar que, en el caso de Pisistrato, la atribu­ ción de u na m edida dem ocrática no se justifica, com o en el de Solón, p o ru ñ a inercia de la historiografía y es siem ­ pre posible que se deba a una noticia auténtica.

Gestión interna Todas estas m edidas populares, y en general la política seguida por Pisis­ trato, que contribuyó al engrandeci­ m iento de Atenas, aunque estuviera im pregnada de tintes propagandísti­ cos, pueden h aber asegurado al tirano un control prácticam ente perm anente del voto de la Ekklesia, que le habría perm itido colocar a sus partidarios en las m agistraturas y, consecuentem en­ te ir transform ando el Areópago en un C onsejo cada vez m ás fiel a su persona. De todas formas, contando con la Ekklesia, un arconte incondi­ cional cada año podría haberle sido suficiente para desarrollar su propia política. La presencia entre los arcon­ tes principales de la T iranía cuyos nom bres se conservan, de m iem bros de las fam ilias de los A lcm eónidas y los C im ónidas revela de suyo la h ab i­ lidad de Pisistrato, que supo reincor­ porar a su órbita a antiguos proscritos, interesados sin duda en la ocasión que se les b rindaba de colocarse en el esca­ parate político, pero que, aunque fuera Fragmento cerámico ático Representa a Atenea (Fines del siglo VI a.C.) M useo Nacional de Atenas

42 a pesar suyo, no dejaron de respaldar indirectam ente al régimen. C oincide Pisistrato con el com ún de los tiranos griegos en su política de exaltación patriótica, de fom ento de la un id ad nacional frente a los poderes locales ancestrales y de estím ulo de las artes y las letras. Las Panateneas, trans­ form adas ya por H ipoclides en una fiesta nacional, fueron ahora desarro­ lladas, y celebradas con m ayor lujo y solem nidad. C ada cuatro años el festi­ val adquiría proporciones m agnas, denom inándose G randes Panateneas, frente a las Pequeñas Panateneas de los años interm edios. Ignoram os los detalles del m ism o en esa época, pero es seguro que se introdujeron en él las com peticiones de rapsodos que reci­ taban los Poemas Homéricos. Poetas com o A nacreonte de Teos, Sim onides de Ceos o Laso de E sm irna fueron huéspedes de los Pisistrátidas. Y se construyó un tem plo en la A cró­ polis en h o n o r de Atenea.

Política exterior U n rasgo significativo ce la política de Pisistrato es la atención prestada a las relaciones de Atenas con su entorno helénico y a la proyección del estado hacia el exterior, que obedecen sin duda a razones económ icas y com er­ ciales. Los estímulos creados por Solón encontraron u n m arco adecuado en la T iranía, que facilitó la orientación de Atenas hacia u na econom ía cada vez más com ercial. Las exportaciones de cerám ica ática fueron en aum ento a lo largo del s. VI, y no son sino el testim o­ nio conservado de un a circulación de productos por los m ercados del área com ercial helénica. La fragm entación de la H élade en num erosos estados de disím iles características en todos los órdenes y el carácter com plejo de las actividades com erciales por el M edi­ terráneo, en las que se veían im plica­ dos una serie im portante de estados periféricos al m undo griego, estable­ cían elevados niveles de com petencia,

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en los cuales cada estado sólo podía asegurarse la circulación de produc­ tos que le interesaba a través de una delicada red de relaciones personales por parte de sus com erciantes, pero tam bién de relaciones am istosas con los dem ás estados. A su vez, el control directo por vía de presencia colonial de puntos cruciales de las rutas com er­ ciales era esencial en este juego. Ya se dijo anteriorm ente (V supra) que las fundaciones de Sigeo y Elaiuntc estaban relacionadas con el com er­ cio exterior y tam bién que los Ate­ nienses no h abían podido soportar la hostilidad de los M itilenios en ese área. En la época de la T iranía, Atenas recupera Sigeo y establece sus reales en el Q uersoneso tracio, de modo que vuelve a tener la prim era llave del H elesponto. La cerám ica ática de Figuras N egras se encuentra en la costa del M ar N egro desde el año 600 a.C., y cabe p ensar que Atenas ya dependía en el s. VI del trigo proce­ dente del Ponto, que en el s. IV consti­ tuía la m ayor parte del trigo im por­ tado por la ciudad. P isistrato tom ó Sigeo y puso el gobierno en m anos de su hijo Hegcsístrato, pero los M itilenios declararon la guerra, que prosiguió hasta que, al fin, las partes decidieron som eter la cues­ tión al arbitraje del tirano Periandro, resuelto a favor de Atenas. De acuerdo con la tradición reco­ gida por H eródoto (6.34-40), la tribu tracia de los Doloncios, que vivía en el Q uersoneso, invitó al ateniense Milcíades (conocido com o M ilcíades I) a acudir a su territorio, por consejo del O ráculo de Delfos. M ilcíades se esta­ bleció allí con u n grupo de volunta­ rios y construyó una m uralla en el istm o que une la península con el con­ tinente, al objeto de protegerla contra las tribus del interior. Tanto M ilcíades com o su sobrino y sucesor Esteságoras tuvieron que guerrear contra la ciudad de Lám psaco, situada en la otra orilla del H elesponto y uno de cuyos h a b ita n te s logró ase sin a r a

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Esteságoras. Los Pisistrátidas envia­ ron entonces a un herm ano de éste, el llam ad o M ilcíades II, que esta­ bleció u n go b iern o férreo, asistido p or quinientos m ercenarios. M ás tar­ de, H ipias concertó una alianza con H ipoclo de L ám psaco, que acababa de sellar el control ateniense sobre el Helesponto. M ilcíades pertenecía a la fam ilia de los Filaidas, al parecer epónim a de un dem o de igual nom bre situado en Braurón. A pesar de la supuesta ene­ m istad con Pisistrato que esgrimiera posteriorm ente la fam ilia com o causa de la p artid a de M ilcíades al Quersoneso, se considera com o m ás probable que los T iranos hayan enviado allí sucesivam ente a tres hom bres de su confianza, unidos a ellos por viejas relaciones de vecindad. El com ercio ateniense no sólo se veía favorecido bajo la T iranía por el control del H elesponto, sino tam bién posiblem ente por las relaciones esta­ blecidas por Pisistrato con las islas de N axos y Sainos. El naxio Ligdam is se h ab ía unido a Pisistrato con sus pro­ pias fuerzas cuando aquél llevó a cabo su tercer y definitivo intento de hacer­ se con el poder en Atenas. Luego, Pisistrato tom ó N axos y estableció allí com o tirano a Ligdam is, quien, a su vez, ayudó a Polícrates a acceder a la m isma condición en Samos. El desem barco de Pisistrato en el Atica procedente de Eretria indica que tam bién intentó ajustar relacio­ nes con una de las dos ciudades m ás im portantes de la vecina isla de Eubca. Los Tebanos, fronterizos por el Norte, habían ayudado a Pisistrato con recur­ sos económ icos a tom ar el poder; y no hay duda de que estableció una alian ­ za con Tesalia, cuya caballería acudió en apoyo de H ipias cuando se vio am enazado p or Esparta. Por otra p a r­ te, Pisistrato había desposado a una m ujer argiva, lo que, según Aristóteles, fue causa de que Argos le enviara mil hom bres que lucharon a su lado en la batalla de Palene.

El fin de la tiranía H ipias, el hijo m ayor de Pisistrato y su sucesor en el gobierno, parece haber m antenido la política conciliadora de su padre. Tucídides (6.54.5) atribuye a su mandato, en el que era asistido por su herm ano H iparco, virtud y sabidu­ ría; sólo después del asesinato de éste en el 514 se endureció su pulso y eje­ cutó a m uchos ciudadanos (Tucídides 6.59.4), pero probablem ente se tratara de los im plicados en la conjura, que, por otra parte, no parece haber obede­ cido a una oposición generalizada contra los Pisistrátidas. De hecho, el episodio de la muerte de H iparco es enigm ático y presenta en las fuentes que h an llegado hasta nosotros versiones difíciles de conci­ liar. H arm odio y Aristogiton, los Tiranicidas, a quienes la historia posterior exaltó a la condición de héroes nacio­ nales, pertenecían a una familia del dem o de A fidnas, en el Noroeste del Atica, que procedía de Eretria (H eró­ doto 5.57.1); en definitiva, u n área sin conexiones con los A lcm eónidas ni con la aristocracia ateniense tradicio­ nal y que, en cam bio, había consti­ tuido una de las bases de operaciones de Pisistrato. La tradición m enciona una disputa entre los h erm anos e H iparco com o origen de la conjura, y los detalles que aporta al respecto no term inan de casar. Los A lcm eónidas fueron desterrados en esa circunstan­ cia, pero no sabemos si por haber p ar­ ticipado en la intriga o bien p o r la subsiguiente m uerte de los Tiranicidas. Se hicieron fuertes en Leipsidrio, probablem ente en el 513, con la inten­ ción de derrocar a H ipias, pero no e n co n traro n el eco suficiente, y el tirano resolvió la cuestión a su favor con facilidad. De hecho, sólo lograron su objetivo con la ayuda m ilitar de Esparta (H eródoto 5.62-65). H ipias consiguió incluso derrotar a los Espartanos en su prim er intento, apoyado, al parecer, p o r la caballería tesalia, de suerte que hubo de acudir el

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Relieves de la base de la estatua de un Kouros A nverso y reverso (510-505 a.C.) M useo Nacional de Atenas

propio rey C leóm enes al frente de un ejército num eroso, con el que puso sitio a la Acrópolis, consiguiendo que H ipias em igrara a Sigeo, que era una especie de reducto fam iliar de los Pisistrátidas. La intervención espar­ tana fue sacralizada p o r recurso al O ráculo de Delfoe, que, en palabras

del propio Heródoto, había sido sobor­ nado por los A lcm eónidas; lo cierto es que la T iranía no pudo ser derribada desde dentro, de donde cabría deducir que siguió siendo p o pular hasta sus últim os días. Los A lcm eónidas, deste­ rrados y vencidos por H ipias, habían aprovechado hábilm ente las am bicio­ nes espartanas de extender la Liga Peloponesia, a la que hab ría pertene­ cido Atenas, según entienden algunos historiadores, a raíz del affaire.

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III. Las reform as de Clístenes

Iságoras y Clístenes Los acontecim ientos subsiguientes a la p artid a de H ipias, tal y com o los describe H eródoto (5.66.81 y 5.89.94) son com plicados y vuelven a eviden­ ciar la difícil posición de salida de los A lcm eónidas en el tablero político ateniense. El oponente de Clístenes era Iságoras, que podría proceder de B rau ró n , o, com o se h a in ten tad o dem ostrar recientem ente, de Icaria, al sur de M aratón; en cualquier caso, aparece com o el heredero político de Pisistrato. Es posible que participara de u n m odo u otro en la acción que acabó con el poder de Hipias, porque H eródoto dice que C leóm enes fue su huésped cuando estuvo en Atenas en esa ocasión. En tal caso, habría que suponer en él una adhesión a la tira­ nía com o form a de gobierno favorable al pueblo, pero un rechazo de su tran s­ m isión dinástica, o sim plem ente de la persona de H ipias; y es posible tam ­ bién que no existiera en él otra m ade­ ra política que la am bición personal. Lo cierto es que dos años después de la expulsión de H ipias, es decir en el 508 a.C., lograba el arcontado epónimo. Aristóteles (Athen. Polit. 21.1) fecha las reform as de Clístenes en ese año, pero, com o atribuye al 501 el prim er ju ra ­ m ento del nuevo C onsejo (V. infra), se tiende a considerar que la reestructu­

ración de las tribus tuvo lugar en el 503 o en el 502. De haber sido así, el predom inio de Iságoras sobre Clíste­ nes se habría prolongado durante unos años, puesto que H eródoto atribuye la popularidad de este últim o a la refor­ ma tribal. Según el historiador, la lucha entre los dos rivales discurrió como sigue. Viéndose inferior a Clístenes, Iságoras recabó de C leóm enes la exigencia de su exilio y del de otros descendien­ tes de los que antaño h abían dado m uerte a los seguidores de Cilón. Par­ tieron todos ellos, y Cleóm enes acudió a A tenas con u n a peq u eñ a tropa. Expulsó de la ciudad a setecientas familias señaladas por Iságoras e inten­ tó disolver el Consejo, encom endando las m agistraturas a trescientos parti­ darios de Iságoras. Sin em bargo, el C onsejo opuso resistencia, y, enton­ ces, Cleóm enes, Iságoras y sus parti­ darios tomaron la Acrópolis. Los restan­ tes atenienses la sitiaron, y Cleóm enes depuso su actitud a cam bio de u n sal­ voconducto para él y su gente, entre la que se contaba Iságoras. Los exiliados fueron autorizados a regresar de inm e­ diato, y Clístenes, tem iendo razona­ blem ente que, si la Liga Peloponesia se proponía establecer a Iságoras como tirano, p odía conseguirlo, d ad a su superioridad militar, envió al rey Darío una em bajada, que form alizó la entre­ ga de A tenas a Persia por el rito de la

46 tierra y el agua. Poco después C leom e­ nes, em peñado en im poner a Iságoras, em prendía, en efecto, la invasión del Atica por el Oeste, logrando que al m ism o tiem po los Beocios entraran p or el Norte, y los C alcidios de Eubea lo hicieran por el Nordeste; sin em bar­ go, ante la defección de los C orintios, las fuerzas esp a rtan as se retiraron antes de lu ch ar, y los A tenienses derrotaron a los Beocios y a los C alci­ dios. Finalm ente, los Espartanos reu­ nieron la Liga Peloponesia y p ro p u ­ sieron restablecer a H ipias, a lo que se negaron los C orintios y otros m iem ­ bros de la Liga. A partir de ese m om en­ to cesaron las ingerencias espartanas en A tenas,y C lístenes se vio libre de su rival Iságoras. El relato de H eródoto puede tener diversas lecturas, pero, en cualquier caso, todo parece in dicar que fueron los propios errores de Iságoras los que propiciaron su caída. A pesar de la supuesta p o p ularidad de Clístenes, Iságoras lograba su destierro y el de un buen pu ñ ad o de sus seguidores, y sólo parecen hab er em pezado sus p ro ­ blem as cuando C leóm enes hizo vio­ lencia al Consejo. Para entender mejor el asunto, sería necesario saber de qué Consejo se trataba; ahora bien, si como se supone, Solón no había creado el de los C uatrocientos y Clístenes tam po­ co aú n el de los Q uinientos, tiene que tratarse del Areópago, que, en su cali­ dad de «guardián de las leyes», pudo tratar de im pedir que Iságoras esta­ bleciera la tiranía. Lo m ás prudente habría sido sin duda aprovechar la ausencia del rival político para recu­ perar la antigua posición p o r una vía ortodoxa. N o sabem os la causa por la que Iságoras eligió el cam ino m ás corto, pero, en todo caso, la ocupa­ ción de la Acrópolis era u n a jugada irreversible, que no le dejaba otra al­ ternativa de poder que Ia„ tiranía; si fallaba el apoyo de la Liga Peloponcsia, com o en efecto ocurrió, Clístenes, exonerado del exilio, tenía en sus m a­ nos el liderazgo político.

Akal Hisioria del Mundo Antiguo

Las reform as de Clístenes en la tradición H eródoto (5.69.2) proporciona una inform ación breve e incom pleta de las reform as de Clístenes. Dice que creó nuevas tribus, con nuevos nom bres, m ás num erosas que las antiguas y dividió los dem os en diez grupos, asig­ nando uno de esos grupos a cada tribu. La Política de Aristóteles co n ­ tiene dos alusiones a las reform as de Clístenes (1275 b.34-37 y 1319 b.19), de las que se desprende que el núm ero de los ciudadanos fue am pliam ente incre­ m entado. La Athenaion Politeia (21.2-22) es con m ucho el texto que más glosa la obra de Clístenes y, aunque, com o de costum bre, parte de su contenido se revela com o especulación del autor, hay una serie de datos tom ados de otras fuentes, a saber: que sustituyó el C onsejo soloniano de los C uatrocien­ tos por el de los Q uinientos; que el nuevo C onsejo se form aba a razón de cincuenta miembros por tribu; la estruc­ tura de las nuevas tribus; que los demos fueron creados y bautizados por C lís­ tenes, sustituyendo en adelante a las naukrariai; que desde entonces los ciudadanos no llevaban en su deno­ m inación personal el gentilicio sino el nom bre del dem o; y que los gene, fra­ trías y sacerdocios se m antuvieron conform e a la tradición.

La Boulé La adscripción a Clístenes de la crea­ ción del C onsejo de los Q uinientos —la Boulé— es aceptada en general por los historiadores m odernos. El tradicional Consejo del Areópago, que posiblem ente em pezó ahora a llam ar­ se así p a ra d iferen ciarse del n u e ­ vo, siguió existiendo y recibiendo entre sus m iem bros a los arcontes salientes; se ha supuesto que conservó sus fun­ ciones, tal y com o h ab ían sido defini­ das en las Leyes de Solón, y que fue más tarde, a consecuencia de las re-

La form ación de la dem ocracia ateniense. II.

formas radicales de Efialtes, cuando vio drásticam ente reducidas sus com ­ petencias. El nuevo C o n sejo n acía con la m isión específica de ejercer la proboúleusis, es decir el tratam iento previo de las m aterias a som eter a la Ekklesia, que sólo podía p ro nunciarse sobre propuestas transm itidas por la Boulé. En su condición de «guardián de las leyes», el A reópago podía h ab er ejer­ cido una función sim ilar desde la épo­ ca aristocrática, pero todo invita a p ensar que se venían som etiendo pro­ puestas directam ente a la Ekklesia. Tal vez em pezara a hacerlo Solón en las circunstancias extraordinarias en que discurrió su actividad política, y, desde luego, es de su poner que lo hicieran los Tiranos. El hecho es que, después de la T iranía, la Ekklesia era el órgano sistem áticam ente decisorio sobre los asuntos m ás trascendentales del esta­ do, por lo que resultaba m uy conve­ niente filtrar y en cau zar su actividad, en evitación de que p u d ieran llegar directam ente hasta él propuestas tan peligrosas com o la que había llevado al poder inicialm ente a Pisistrato. La com posición real de la Ekklesia en cada sesión era sin duda muy aleato­ ria, y el factor sorpresa podía ser utili­ zado eficazm ente p o r cualquier líder que se asegurara la asistencia de sus partidarios el día en que tuviera la intención de presentar una propuesta. La proboúleusis no sólo perm itía inter­ ceptar algunas iniciativas, sino, lo que es m ás im portante, aseguraba que fue­ ran conocidas de antem ano. C onfiar esta tarea al A reópago habría resul­ tado involucionista y probablem ente inaceptable para la propia Ekklesia. Por lo tanto, la creación de un cuerpo restringido, al que pudieran tener acce­ so directo los m ism os ciudadanos que integraban la Ekklesia debió de pare­ cer el expediente idóneo. El C onsejo de los Q uinientos se com ponía de cincuenta m iem bros de cada tribu, designados por sorteo, que p erm anecían com o consejeros d u ra n ­

47 te un año, no pudiendo ser reelegidos. Esta norm ativa garantizaba al máximo la ad e cu ac ió n en tre la Boulé y la Ekklesia. A m ediados del s. V a.C. cada una de las diez secciones de la Boulé elegidas por las tribus, que se denom i­ naba prytaneia, residía en la ciudad durante una décim a parte de su año de m andato, constituida con carácter perm anente y presidida cada día de ese mes por uno de sus miembros, ele­ gido por sorteo. Tam bién se sorteaba el turno por el que cada tribu ejercía su pritanía a lo largo del año. El presi­ dente de la pritanía en ejercicio lo era tam bién de la totalidad de la Boulé y (desde el 487 a.C.) de la Ekklesia, si lle­ gaban a reunirse. Este recurso constitucional, que fue diseñado del m odo más adecuado para no lim itar los poderes de la Boulé, tenía la ventaja de perm itir un con­ tacto inm ediato entre los m agistrados y este órgano. No se sabe si fue perge­ ñado cuando se creó la Boulé, es decir por el propio Clístenes, y hay una ten­ dencia a incluirlo entre las reformas de Efialtes; sin em bargo, tam bién se ha defendido la prim era posibilidad, que es, cuando m enos, verosímil. R eu­ nir a la totalidad de la Boulé era com ­ plicado, llevaba días y, sin duda, no se podía prodigar; es de suponer que sólo se hiciera cuando existían m ocio­ nes para la Ekklesia. Tal vez el sistema de las pritanías se consideró com o necesario desde un prin cip io para postergar en la práctica al Areópago, que, ante cualquier eventualidad apre­ m iante, habría sido m ucho más fácil de reunir que el de los Q uinientos, dado que estaba com puesto todavía exclusivam ente por m iem bros de la clase alta, y éstos tenían una tendencia a residir en la ciudad. Desde la actual perspectiva histó­ rica, que considera com o falsa la crea­ ción por parte de Solón del C onsejo de los C uatrocientos, según se dijo más arriba, el C onsejo de los Q uinientos, que siguió siendo la institución más representativa del estado ateniense

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Reconstrucción hipotética dei frontón del lado oeste del viejo templo de Atenea Poliada situado al sur del Erecteion, que fue ampliado y decorado en la 1.a mitad del siglo VI a.C.

durante toda su historia, aparece como la pieza m ás im portante dentro de la labor legislativa y constitucional de Clístenes.

(Según S chuchhardt)

Estructuración de los dem os Es seguro que los dem os áticos exis­ tían antes de Clístenes con sus propios nom bres. E ran unidades de población rural y de m uy variada extensión, que no pueden responder sino a un desa­ rrollo n atu ral del p o b lam ien to del territorio. Sin em bargo, Clístenes les confirió un carácter de unidades adm i­ nistrativas que no tenían con anterio­ ridad. Los varones adultos de cada dem o constituían u na asam blea sim i­ lar a la Ekklesia, que se reunía en el dem o y elegía un demarchos, es decir un m agistrado presidente del demo, de m andato anual. El dem o llev ab a u n registro (el lexiarchikón grammateion) de sus miem ­ bros, los cuales se p resentaban para su

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inclusión en el m ism o al cum plir los dieciocho años, debiendo pro b ar por m edio de testigos su edad y su as­ cendencia. E sta inclusión im p lica­ ba el reco n o cim ien to de la co n d i­ ción de ciudadano a todos los efectos, es decir que constituía la prueba de ciudadanía. C om o ya se ha dicho, las fratrías conservaron las funciones que h ab ían tenido antes en este sentido, y la recepción en la fratría podía servir para revocar el eventual rechazo de un candidato en su demo, de m odo que el doble registro tenía un carácter sim ilar al que m odernam ente corres­ ponde a los registros civiles respecto de los bautism ales, pero, tal y como ocurre ahora con los registros civiles, Monumento de los héroes epónimos (Según Traulos)

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.Afidna M. Parnaso • Filé

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Braurón irrino • Prasias

Aixoné GOLFO SARONICO Lamptras • Frearrios M. Laurion • Tórlco Anaflisto CABO SUNIO

El territorio de Atenas (Según Westermann)

los de los demos eran los que surtían efectos legales y políticos, de suerte que, a pesar de dejar a las fratrías sus antiguas funciones, la configuración adm inistrativa de los demos las rele­ gaba a un segundo plano, creando unas nuevas líneas de cohesión entre los miembros del demo, que no esta­ ban ya en función de la estructura gentilicia. Una consecuencia natural del nue­ vo sistema adm inistrativo fue la nom i­ nación personal de los ciudadanos por el nom bre del demo, que prevale­ cía habitualm ente sobre la gentilicia por razones prácticas. Fueron inclui­ dos en cada demo los ciudadanos que residían en él en ese momento, pero para el futuro la pertenencia a un demo tenía un carácter hereditario, aun cuando cam biara el lugar de resi­ dencia del ciudadano; de tal m anera que el demo pasó a constituir un ver­ dadero apellido familiar, análogo al gentilicio, lo que contribuyó todavía más a postergar la primitiva deno­ minación.

Otra iniciativa im portante de Clís­ tenes fue la de dividir la ciudad de Ate­ nas y su entorno rural en una serie de demos. Ello debió de contribuir a difum inar la oposición entre la ciu­ dad y el resto del territorio, fomen­ tando así el sentim iento de unidad del Atica, que tan eficazmente habían es­ timulado los Tiranos. Pero la razón básica y que de suyo justifica la medi­ da, fue probablem ente el organizar al conjunto de los ciudadanos en una estructura administrativa homogénea. Es dudoso que Clístenes suprimiera las naukrariai, como se indica en la Athenaion Politeia (21.5). Clidemo, el más antiguo de los Atidógrafos, afir­ ma que las mantuvo, elevando su nú­ mero de cuarenta y ocho a cincuenta, a fin de que tuvieran un reparto equili­ brado entre las nuevas tribus, como lo habían tenido entre las antiguas. Su supresión debe de corresponder, según se piensa, a la creación de la flota ofi­ cial por parte de Temístocles, y lo más probable es que Clidem o estuviera bien informado sobre el particular.

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Sobre el censo de ciudadanos E n la Athenaion Politeia (21.4) se docu­ m enta un a revisión del censo de ciu­ dadanos llevada a cabo después de la expulsión de H ipias, que habría in h a­ bilitado a algunos de ellos. ¿Cómo se arm oniza esta noticia con la de que Clístenes aum entó el núm ero de los ciu d ad an o s? O b ien se co n sid eran com o incom patibles am bas m edidas, cuestionando la autenticidad de una o de la otra; o bien se adopta una acti­ tud conciliadora, entendiendo que la d epuración se h abía producido en el 510, es d ecir in m e d ia ta m e n te d es­ pués de la caída de la T iranía, por iniciativa co n ju n ta de los A lcm eó­ nidas y los oligarcas, y que Clístenes volvió a adm itir a los excluidos cu a n ­ do era ya un líder popular. A m bas posiciones son hipotéticas y, en defi­ nitiva, dependen de la interpretación que se dé a la prim era am pliación del cuerpo de ciu d adanos, de suyo problem ática.

La reforma tribal El arran q u e de la obra constitucional de Clístenes fue, según se dijo más arriba, la reform a tribal. Las cuatro tribus antiguas en que se dividían ancestral m ente los A tenienses con carácter hereditario siguieron exis­ tiendo y conservando sus rituales reli­ giosos, pero Clístenes reorganizó el cuerpo de ciudadanos en otras diez tribus, cuya estructura no guardaba relación con la de las anteriores, por­ que no era de carácter gentilicio sino territorial. A partir de entonces todos los atenienses siguieron pertenecien­ do a la m ism a tribu antigua que sus ascendientes, pero, a efectos de su potencial designación como miembros de la Boulé o com o m agistrados, y a efectos de reclutam iento y distribu­ ción en regim ientos, estaban inclui­ dos en aquélla de las nuevas tribus que englobara el dem o donde residie­

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ran sus antepasados en el m om ento de la reform a. Las nuevas diez tribus recibieron sendos héroes epónim os señalados por el O ráculo de Delfos a partir de una lista de cien héroes áti­ cos propuestos {Athen. Polit. 21.6), un dato im portante para considerar h as­ ta qué punto intentaba Clístenes am or­ tizar las tribus antiguas rodeando a las nuevas del m ism o carácter reli­ gioso y tradicional. Al m ism o tiempo, la sanción de la reform a por parte de Delfos, que fue un recurso utilizado por otros legisladores, suponía un res­ paldo m uy im portante para la misma. La Athenaion Politeia nos propor­ ciona una inform ación preciosa sobre la estructura de esas tribus. Los demos, unos ciento cuarenta en total, fueron distribuidos en 1res grandes regiones: la C iudad (Asty), la C osta (Paralía) y el Interior (Mesógeios). A su vez, cada una de estas regiones fue dividida en diez partes, denom inadas trittyes, que podían estar integradas por uno o varios de­ mos, según fuera su extensión o, p ro ­ bablem ente, su volum en de p o b la­ ción. U na trittys «urbana», una costera y una del interior form aron en ade­ lante y con carácter definitivo cada una de las diez tribus. Se establece en la Athenaion Politeia que la finalidad perseguida con la creación de las nuevas tribus fue la de «m ezclar a los ciudadanos para que pudiera participar de la politeia un núm ero mayor». Esta afirm ación, que no sabem os si es m eram ente especula­ tiva, resulta en todo caso am bigua, dado que politeia puede significar el «colectivo de los ciudadanos», es decir el derecho de ciudadanía, o el «con­ junto de las instituciones políticas», es decir el gobierno del estado. Queda, por tanto, abierto a la m oderna especu­ lación el problem a de establecer los m otivos de lo que parece un com pli­ cado sistem a tribal. Y es m ucha la tinta que ha corrido al respecto, basán­ dose sobre todo en el supuesto de que Clístenes diseñó esta estructura en función de sus propios intereses, es

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decir para favorecer a los Alcm eónidas y p erjudicar a Iságoras. La cuestión es com pleja, porque no se puede d u d ar de la existencia de esos deseos, pero, en definitiva, el sistema tuvo que ser apro b ad o por la Ekklesia, y la trascendencia del asunto hace suponer que todas las partes interesa­ das h ay an p rocurado la asistencia a la m ism a de sus seguidores, de suerte que la nueva estructura tribal debía de parecer aceptable a la m ayoría del colectivo de los ciudadanos. Conviene no olvidar que el oponente de Clíste­ nes, Iságoras, no era el representante de la aristocracia tradicional, es decir de los oligarcas, sino el heredero polí­ tico de Pisistrato, y que en esos m om en­ tos la T iran ía debía de ser conside­ rada por la m ayor parte de los votantes en su verdadera dim ensión práctica, reconocida en general com o positiva p o r las fuentes, y no tanto bajo el prism a del anatem a teórico que le aplican sistem áticam ente los autores clásicos. Los deseos de Clístenes hubie­ ron de subordinarse sin duda a la ela­ boración de una propuesta popular, porque sin los votos de los seguidores de Iságoras parece difícil que llegara a salir adelante. De hecho, Heródoto afirm a taxativam ente (5.69) que C lís­ tenes « h ab ía sido rechazado en un principio p o r el pueblo, peor que la reform a de las tribus atrajo a éste hacia su persona, haciéndole sobrepa­ sar con m ucho a sus rivales». U na cuestión oscura y, sin em bargo, de sum a im portancia para com pren­ der el problem a, es la de la división de las tribus en trittyes, que se tiende a considerar m odernam ente com o un recurso utilizado por Clístenes en su supuesta m anipulación de la geogra­ fía electoral. C onviene no perder de vista que las tribus antiguas conlleva­ b a n esa división y que, aunque ignora­ mos por com pleto su significado, es in dudable que alguno tenía, y es tam ­ bién posible que la nueva estructura se viera condicionada p o r la antigua, al efecto de presentar el sistem a tribal

51 que se creaba com o u n a continuación del anterior. A su vez, la inclusión de una p o r­ ción del Asty en cada u n a de las tribus, que tam bién se ha querido interpretar, con diversos m atices, com o una ven­ taja personal im puesta por Clístenes al grupo pisistrátida —cuyas áreas de influencia se ubicaban en las zonas alejadas de la costa oriental— podría tener una explicación suficiente de orden adm inistrativo. Ello perm itía, com o en efecto ocurrió, que todas las tribus —con la excepción de la Hippothontís, que al parecer consiguió m an ­ tener su centro en Eleusis— tuvieran su sede en la zona de la ciudad, lo que resultaba m uy práctico y conveniente, dado que sus listas eran la base para la nom inación de los m agistrados y con­ sejeros y para el reclutam iento militar. Por supuesto, el hecho de que las elecciones tuvieran lugar en la ciudad y de que un tercio de los votantes de cada tribu viviera en ella, o m uy cerca de ella, otorgaba una ventaja poten­ cial a los candidatos allí residentes, porque resultaba m ás fácil a sus p arti­ darios acudir a la Ekklesia; y es posi­ ble tam bién que esas circunstancias favorecieran a los A lcm eónidas, pero podían favorecer igualm ente a otros candidatos, y en todo caso insistim os en que la «centralización» de las tri­ bus parece justificable por sí misma. De hecho, en el s. V los A lcm eónidas están docum entados com o m iem bros de tres dem os «urbanos» que pertene­ cían a tres tribus diferentes, de m odo que p o r ese lado tenían una disper­ sión de votos, que, en principio, no parece favorable para asegurarse un arcontado, ya que los nueve arcontes y el secretario se elegían a razón de uno por cada tribu. O bien la fam ilia esta­ ba segura de d o m in ar las tres tribus, lo cual es m uy im probable en ese m om ento, o bien no pudo conseguir que sus dem os quedaran incluidos en la m ism a tribu, lo que significaría que Clístenes había tenido que subordinar sus intereses personales a la racionali-

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La estructura tribal de Clístenes Cada una de las diez tribus tenia una porción (Trittys) costera, una interior y una del término de la ciudad.

1. Erechtheis. 2. Aigets. 3. 4. 5.

Pandionis. Leontls. Akamantfs.

6. Oinels. 7. Kekropís. 8. Hippothoontís. 9. Aiantls. 10. Antiochís.

dad de la propuesta o al consenso de sus rivales políticos. Si la reform a de las tribus estaba destinada a desvirtuar los efectos de la coacción del voto ejercida por la nobleza sobre los elem entos social­ m ente dependientes, es difícil que los Alcm eónidas hayan podido eludir esas consecuencias, de m odo que parece

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más verosímil que C lístenes haya re­ forzado su posición con la propues­ ta de una reform a al gusto de la m a­ yoría, tal y com o da a entender H eró­ doto, que no com o consecuencia de las eventuales ventajas que haya podi­ do otorgarle el nuevo aparato electoral. En sus detalles, el sistem a tribal de Clístenes resulta definitivam ente elu­ sivo, por falta de evidencia. A unque tenem os una idea bastante aproxi­ m ada de la distribución geográfica de las nuevas trittyes, no-podemos evaluar el alcance de la reform a, porque no sabem os prácticam ente nada sobre la distribución de las tribus antiguas. La noticia de la Athenaion Politeia (21.4) en el sentido de que la asignación de las trittyes a las nuevas tribus se hizo por sorteo es considerada por los his­ toriadores m odernos com o falsa: el hecho de que cuatro de las diez tribus registren u n a contigüidad entre sus trittyes costera e interior, y algunos otros detalles, sugieren que la asigna­ ción no se hizo al azar, pero es muy poco m ás lo que se puede deducir con alguna certeza. E n la inm ensa m ayo­ ría de los casos los dem os de cada trittys son contiguos, pero tam poco estam os en condiciones de explicar satisfactoriam ente los casos anómalos. La región llam ad a Asty no sólo incluye la ciudad de Atenas, sino tam ­ bién un a porción de costa y la m ayor parte de la llan u ra central; en con­ junto, aparece com o el núcleo ate­ niense prim itivo y es probable que fuera la zona de im plantación exclu­ siva de la aristocracia m ás tradicional. Las trittyes del Asty son todas ellas dis­ contiguas respecto de las del interior y de las costeras de su m ism a tribu; en el área de Eleusis, igual que en la de Braurón, que eran dos unidades tradi­ cionales, la división de las trittyes cos­ teras asignadas naturalmente a distintas tribus pasa m uy cerca de los respecti­ vos núcleos urbanos, y la Tetrápolis tam poco queda incluida toda ella en u n a m ism a trittys. Todos estos datos, unidos a los casos docum entados en

que un área de culto local ha sido afec­ tada por la división, sugieren que la reestructuración de las tribus estaba destinada a fragm entar las unidades de influencia local y, consecuente­ m ente, a provocar una dispersión de votos desfavorable a quienes ejercían esas influencias. Este ha parecido, en efecto a m uchos historiadores, el ver­ dadero objetivo de la reforma. Por m ucha ventaja que tuvieran los ele­ m entos residentes en el Asty, habrían de ganarse en adelante los votos de otros ciudadanos con los que no tenían ningún vínculo ancestral, de modo que no podrían descuidar sus intere­ ses. La nobleza dirigente se vio obli­ gada sin duda a reconstruir sus clien­ telas, pero el nuevo contexto en que lo hacía daría un sentido distinto a esa dependencia. Desde este punto de vis­ ta, la reform a tribal puede haber sido una auténtica revolución, lo que justi­ ficaría su pervivenda en la etapa de la dem ocracia radical. En sum a, si se deja de lado la consi­ deración de que la reestructuración de las tribus com porta un diseño desti­ nado a beneficiar a su prom otor, no resulta quizá dem asiado difícil consi­ derarla com o el resultado de la nece­ saria adaptación de la división tradi­ cional en tribus a la nueva realidad sociopolítica, e incluso dem ográfica, de un estado que, debido a una con­ junción de factores, operaba a la sazón el tránsito de la aristocracia o la oli­ garquía a la dem ocracia. P robable­ mente, la p alabra demokratía no la había pronunciado todavía nadie, por­ que no había existido ni existía la rea­ lidad que designa. U na canción de bebedores (skolion) que circulaba en la Atenas del s. V a.C. relativa al asesi­ nato de H iparco em pleaba la palabra isonomía («leyes iguales para todos»), y, p o r su parte, H eródoto se refiere a este período de transición con el térm ino isegoría («voz pública para todos»); ésos eran probablem ente los slogans políticos del m om ento, que afloran a las reform as de Clístenes.

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