Adorar a Dios en la liturgia [1ª ed.]
 9788431330453

Table of contents :
Índice

El debate cultural sobre Dios y el hombre. Juan Miguel Ferrer y Grenesche
Parte I. El hombre en busca de Dios
1. La adoración de lo santo como acto fundamental humano, tanto individual como social. Sergio Sánchez-Migallón
2. La narración de lo sagrado en una sociedad secular. José Luis Gutiérrez-Martín
3. Adorare numina et colere deos: la adoración en la cultura romana. Álvaro Sánchez-Ostiz
4. conoclastas e imagineros. La mediación de las imágenes en la adoración cristiana. Javier Viver
Parte II. El fundamento de la adoración
5. Adorar (y dar culto) en el Antiguo Testamento. Carlos Jódar
6. Algunas notas sobre la adoración de la Nueva Alianza: la adoración en Espíritu y Verdad. Andrés Sáez Gutiérrez
7. El culto según los Padres de la Iglesia: el libro X de La Ciudad de Dios de San Agustín. Manuel Aroztegi Esnaola
Parte III. Adorar a Dios en la liturgia
8. La dimensión adorante de la liturgia cristiana, según Joseph Ratzinger. Alfonso Berlanga
9. La epifanía del Misterio en el Oriente cristiano. Manuel Nin, OSB
10. La adoración en Occidente en el primer milenio. Manuel González López-Corps
11. La relación Kyrios-Ekklesía en perspectiva litúrgica. Félix María Arocena
12. Ars celebrandi y adoración. Juan José Silvestre Valor
13. La adoración en la vida monástica. Ignasi M. Fossas 1, OSB
14. La exposición del Santísimo Sacramento: implicaciones celebrativas, teológicas y pastorales. Concepción González, PDDM
15. Adoración y reserva eucarística. Angelo Lameri

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Serie: Religión

ALFONSO BERLANGA (ED.)

ADORAR A DIOS EN LA LITURGIA

EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A. PAMPLONA

Primera edición: Febrero 2015 © 2015. Alfonso Berlanga (ed.) Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA) Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) - España Teléfono: +34 948 25 68 50 - Fax: +34 948 25 68 54 e-mail: [email protected] ISBN: 978-84-313-3045-3 Depósito legal: NA 175-2015

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación, total o parcial, de esta obra sin contar con autorización escrita de los titulares del Copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Artículos 270 y ss. del Código Penal).

Ilustración cubierta: La liturgia de los Ángeles. Detalle de los frescos del Monasterio de Philanthropinon, en la Isla de Giannina (s. XVI). Cristo aparece revestido de pontífice a las puertas del santuario. Tratamiento: 31014 Pamplona

ITOM.

Imprime: GRÁFICAS ALZATE, S.L. Pol. Comarca 2. Esparza de Galar (Navarra) Printed in Spain - Impreso en España

Índice

El debate cultural sobre Dios y el hombre .............................. Juan Miguel Ferrer

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Parte I EL HOMBRE EN BUSCA DE DIOS 1. La

adoración de lo santo como acto fundamental hu-

. ................................................................................... Sergio Sánchez-Migallón. Facultad Eclesiástica de Filosofía. Universidad de Navarra. Pamplona 2. La narración de lo sagrado en una sociedad secular ..... José Luis Gutiérrez-Martín. Istituto di Liturgia. Pontificia Università della Santa Croce. Roma 3. Adorare numina et colere deos : la adoración en la cultura romana ............................................................................ Álvaro Sánchez-Ostiz. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Navarra. Pamplona 4. Iconoclastas e imagineros: la mediación de las imágenes en la adoración cristiana . ................................................. Javier Viver. Artista visual. Madrid-Shanghai mano

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Parte II EL FUNDAMENTO DE LA ADORACIÓN 5. Adorar y dar culto en el Antiguo Testamento ............... 103 Carlos Jódar. Facoltà di Teologia. Pontificia Università della Santa Croce. Roma 6. A lgunas notas sobre la adoración de la Nueva A lianza: la adoración en Espíritu y Verdad .................................... 127 Andrés Sáez. Facultad de Literatura Cristiana y Clásica San Justino. Universidad Eclesiástica San Dámaso. Madrid 7. El culto según los Padres de la Iglesia: el libro X de La Ciudad de Dios de san Agustín ........................................... 151 Manuel Aroztegi. Facultad de Teología. Universidad Eclesiástica San Dámaso. Madrid Parte III ADORAR A DIOS EN LA LITURGIA 8. La dimensión adorante de la liturgia cristiana, según Joseph R atzinger ................................................................. Alfonso Berlanga. Facultad de Teología. Universidad de Navarra. Pamplona 9. La epifanía del Misterio en el Oriente cristiano . ........... Manuel Nin, OSB. Pontificio Istituto Liturgico. Pontificio Ateneo Sant’Anselmo in Urbe. Roma 10. La adoración en Occidente en el primer milenio . ........... Manuel González. Facultad de Teología. Universidad Eclesiástica San Dámaso. Madrid 11. La relación Kyrios-Ekklesía en perspectiva litúrgica ....... Félix María Arocena. Facultad de Teología. Universidad de Navarra. Pamplona 12. Ars celebrandi y adoración ................................................. Juan José Silvestre. Istituto di Liturgia. Pontificia Università della Santa Croce. Roma 13. La adoración en la vida monástica . .................................. Ignasi M. Fossas, OSB. Abadía de Montserrat

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14. La

Santísimo Sacramento: implicaciones ................................ 277 Concepción González, PDDM. Toledo 15. Adoración y reserva eucarística ........................................ 291 Angelo Lameri. Facoltà di Teologia. Pontificia Università Lateranense. Roma exposición del

celebrativas, teológicas y pastorales

El debate cultural sobre Dios y el hombre Juan Miguel Ferrer y Grenesche*

La dignidad y grandeza del hombre nunca se expresa mejor que cuando se arrodilla ante Dios y se abraza al hermano. Dos gestos que pueden devolver la salud a una sociedad que vive un momento agónico, de tránsito. Pienso que el momento presente de la cultura global toca de lleno la cuestión de Dios y el hombre, la cuestión del culto y de la adoración. Me atrevo a afirmar que hoy las grandes cuestiones del debate cultural son Dios y el ser humano, su comprensión y su posible relación, aun cuando se revistan aparentemente de otros argumentos muy diversos. Es la cultura «global» que los medios de comunicación e información actuales han generado y que toca con más fuerza a las jóvenes generaciones y a las capas más instruidas de las diversas sociedades. Es cierto que no faltan brotes reactivos de exaltación de la «culturdiversidad» (neologismo que quiere evocar el muy conocido concepto de biodiversidad), intentando rescatar del magma

*  Doctor en Liturgia, profesor en Toledo, en el Pontificio Instituto Liturgico. Pontificio Ateneo Sant’Anselmo in Urbe (Roma), y en la Universidad Eclesiastica San Dámaso (Madrid). Ha sido subsecretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina del los Sacramentos hasta diciembre de 2014.

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cultural presente algunos minerales con neto valor propio: a nadie se le ocultan las corrientes «nacionalistas», «indigenistas», «étnicas» o «fundamentalistas» que surgen por una u otra parte del mundo, algunas con fuerza. Pero ¿podrán, a medio plazo, subsistir a esta «apisonadora» cultural? Perdonen que comience a reflexionar con este discurso cultural, al presentar un libro que recoge una serie de interesantes y oportunas reflexiones teológicas y pastorales sobre la adoración a Dios. Pero la cultura es la expresión externa de la originalidad del ser humano: libre y capaz de asumir valores, de ser considerado por la realización de la virtud o del vicio, capaz de constituir, partiendo de los valores compartidos socialmente, «instituciones» de todo tipo y creaciones artísticas o científicas, con las que expresa y persigue tales valores, virtudes o vicios. Estoy convencido de que el «hecho cultural» es inseparable de la identidad humana y un buen punto de observación para diagnosticar el estado medio de la salud espiritual del ser humano. Durante siglos la cuestión de Dios, como la del hombre o la de la naturaleza, ha centrado la reflexión del ser humano. Ante estos grandes temas siempre se dieron, junto a los comunes acuerdos (más expresión de la común naturaleza humana que de un elaborado consenso), las posiciones minoritarias discordantes. Así, siempre hubo ateos, pero más como negadores de unas formas religiosas insatisfactorias que como negación de Dios en sí mismo. En Occidente será la grandeza creativa de las artes y, junto a ellas, de la técnica y la maquinaria, las que provoquen, en la antigüedad (Grecia y Roma) y en el renacimiento, los primeros conatos de una presunción, expresada mediante el mito de Ícaro, que «olvidaba» o relegaba la reflexión sobre Dios de los grandes temas del saber y la cultura, reducidos al hombre y la naturaleza. Pero será a partir del racionalismo ilustrado cuando este «olvido» quiera tomar carta de monopolio cultural, negando la idea misma de Dios y con-

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siderando toda expresión religiosa vicio de superstición que atenta contra la paz social y la dignidad del hombre. Esta es la cultura de la revolución, que no dejó de ser la propia de una minoría activista y elitista, pero que se expandirá por todo Occidente gracias al bonapartismo y al liberalismo político del siglo xix. Sus expresiones más dolorosas fueron el régimen de «el terror», en Francia, y las «guerras napoleónicas», en toda Europa. Sus considerados éxitos fueron los primeros pasos de política democrática (el desarrollo del «constitucionalismo» e independencia de los pueblos de América) y la revolución industrial, con la apertura de tantos caminos al bienestar humano. El triunfo de esta «cultura de la revolución», no obstante, genera la gran cuestión social y la feroz competencia entre los pueblos occidentales, que se traduce en las luchas nacionalistas y la carrera colonialista. El pensamiento, por lo general, se hunde más y más en las arenas movedizas del racionalismo, es decir, de una «razón-experimental» que no acepta ninguna otra vía de acceso a la realidad ni a la verdad, hasta justificarse asumiendo el humillante positivismo, o dejarse llevar, sea por la resignación relativista, sea por la cólera irracional de ciertos voluntarismos. Así se llegará al materialismo, al marxismo y a los diversos totalitarismos políticos. Así se llegará a la negación más radical del ser humano en las dictaduras modernas y en las guerras mundiales. Tras los dos grandes conflictos mundiales empezará un tiempo de desolación, absurdo y náusea, que se traduce, en Occidente y en los países más tocados por estos flagelos, bajo la novedad singular de un ateísmo de masas. No es este un ateísmo «ilustrado», que pretende «demostrar que Dios no existe o no puede existir». Es un ateísmo que consiste en no prestar interés a la cuestión de Dios: se prescinde de Él. Nace el agnosticismo o ateísmo práctico de vivir como si Dios no existiese. Y se hace tan fuerte, alentado por las políticas culturales llamadas de «izquierda», que se impone

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poco a poco como una «dictadura cultural» (denunciada por Benedicto XVI, cuando era cardenal). Dictadura cultural inhumana, como mostraría Victor Frankl, por sus consecuencias patológicas, fruto de la represión del instinto religioso del ser humano. La llamada «posmodernidad», posiblemente, intenta ser una reacción de supervivencia a la modernidad, que busca dulcificar sus afirmaciones más hirientes, eludir aparentemente el riesgo de nuevos totalitarismos y salvaguardar sus afirmaciones más esenciales. Así sus expresiones políticas hablan de «rostro humano», sus teorías económicas se renuevan aparentemente dándose el título de «neo», y su «racionalismo» radical abre una puerta paralela al mundo, meramente subjetivo, claro, de la «espiritualidad», hasta reclamar hoy los llamados «nuevos ateos» una «ritualidad» y un «culto». El cristianismo nace de la raíz judía en el contexto del paganismo grecorromano. Durante cinco siglos se desarrolla en medio de persecuciones y debates, luchas y conversiones. Con la caída del Imperio romano de Occidente y el surgimiento de las nuevas naciones en Europa, la Iglesia desempeña un papel excepcional para superar la pérdida del Imperio y de cara al concepto mismo de Europa y a la expansión mundial de su noción de cristiandad (primera manifestación cultural completa del cristianismo). Todo esto se hace posible porque, en medio de sucesivas disputas doctrinales, internas al cristianismo, se evita el riesgo de aceptar una doble verdad o de caer en un integrismo fideísta, que negase todo valor a la razón. Tras la inmediata crisis de la posguerra, con sus resabios nihilistas, surge en los años sesenta una reacción vital y optimista, que creo que hemos de encuadrar en las raíces de la posmodernidad. Por una parte, conserva resabios revolucionarios y la recordamos por los sucesos franceses de «mayo de 1968»; por otra parte, tiene una cara pacifista que ha perdurado en el recuerdo del movimiento hippy, así como en las conquistas americanas y sudafricanas por

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vencer la segregación racial. En este contexto concreto la Iglesia católica afronta el desafío del ateísmo de masas y, con la clara voluntad de encarar el reto de cumplir su misión en el mundo contemporáneo, con una precisa voluntad de conversión misionera y de apertura ecuménica, para brindar al mundo una oportunidad más fuerte de abrazar la fe en Jesucristo salvador, convoca el Concilio Vaticano II. Pero el reto no era fácil, aunque la Iglesia se venía preparando para responder de modo creíble e inteligible al desafío moderno desde los pontificados de León XIII y, particularmente, de san Pío X. El momento en el que se desarrolla la aplicación del concilio resulta particularmente complejo, tanto para la cultura laica, como para la Iglesia, sus instituciones educativas y su pensamiento en las diversas ciencias sagradas. Se plantea de nuevo el reto de superar un integrismo que para defender la verdad cree que hay que absolutizar todas las normas, costumbres y creencias, convencido como está, de que ceder en algo significa perderlo todo. Al mismo tiempo, necesitamos superar el progresismo de quienes vienen sosteniendo que para poder merecer atención en el mundo moderno o posmoderno hemos de aceptar su comprensión reductiva (tecnológica/empírica) de la razón y, por lo tanto, «desmitologizar» el cristianismo: cribarlo en el tamiz de la razón empírica y liberarlo de todo elemento sobrenatural (cuestión que ya san Pío X denunció bajo el epígrafe de «modernismo», y que ha adoptado ya tantas caras). Tras estos debates se esconden las grandes pugnas teológicas de la segunda mitad del siglo xx sobre «natural y sobrenatural», con las aportaciones de grandes teólogos como Henri de Lubac o Karl Rahner. El Magisterio posconciliar ha sido compacto y clarísimo, navegando con maestría entre dos extremos nocivos: el integrismo y el progresismo. Pero la vida de la Iglesia no ha seguido con la esperada adhesión este Magisterio. Y esto pese a la aparición del nuevo Có-

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digo de Derecho Canónico, del Catecismo de la Iglesia católica y de una «segunda generación de libros litúrgicos» posconciliares (cuyo inicio adviene con la publicación del Ceremonial de los Obispos). Cuando hasta la cultura laicista busca superar el racionalismo clásico, muchos teólogos y pastoralistas se apuntan a él como el único lenguaje de comunión con el mundo contemporáneo. Y cuando los mismos ateos reconocen el valor del sentimiento religioso y pretenden crear una «religión sin Dios», muchos clérigos católicos continúan presentándose como «los hombres menos religiosos del mundo». Por eso algunos liturgistas no alcanzan a comprender por qué hay jóvenes católicos que, sin haber vivido las formas litúrgicas preconciliares, se sienten atraídos por ellas. Ante toda tentación de «fundamentalismo religioso» hemos de afirmar la racionabilidad de la fe revelada (discurso de Benedicto XVI en Ratisbona); ante toda amenaza de racionalismo hemos de liberar a la razón de los prejuicios positivistas y de toda tentación rupturista de la «doble verdad»; ante un ritualismo ateo o creyente, puro sentimentalismo o formalismo estético, hemos de proponer la verdadera ritualidad cristiana, llena de realismo sacramental y de verdadero encuentro religioso con Dios y el prójimo. Y aquí es donde mis razonamientos pobres se encuentran con la enseñanza actual y fecunda de este libro dedicado a la cuestión de cómo «adorar a Dios en la liturgia». Muchas veces se presentó el culto católico como el modo más perfecto de cumplir con la virtud de la justicia con relación a Dios. Así, la liturgia era esencialmente un modo externo más perfecto de culto a Dios, encuadrado entre los campos de la virtud de la religión –como forma particular de la justicia– y el derecho –divino y eclesiástico– que regula esa forma externa. Todo esto era cierto, pero insuficiente para comprender la verdad del culto revelado, la verdad de la liturgia. Ya Pío XII en su Encíclica Mediator Dei (20.XI.1947) manifestó la insuficiencia de tal visión. La liturgia, como culto de los cristianos, no es solo

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una forma más perfecta de culto a Dios: es el culto en espíritu y verdad que Dios merecía y que se ha dado mediante la encarnación de su Verbo. La Mediator Dei, en la línea de la Mystici corporis, (29.VI.1943), sin negar el papel de la Iglesia afirma la novedad que aporta Jesucristo, Verbo Encarnado, Esposo y Cabeza de la Iglesia, Sumo y Eterno Sacerdote. Es a partir de este momento cuando el Magisterio puede dar acogida gradual a las iniciativas y propuestas teológicas y pastorales del movimiento litúrgico más sano –y al principio pastoral– ya adelantado por san Pío X en su motu proprio Tra le sollecitudini, de la participación de todos los fieles en la liturgia. Solo creyendo en la liturgia como «Obra de Dios» y como «Don» se puede entender y vivir, en todo su dinamismo místico y apostólico, la «participación litúrgica». La reforma litúrgica de Pío XII fue el exordio, pero el Concilio, con la Constitución litúrgica Sacrosanctum concilium y su ulterior reforma litúrgica, fueron el paso más decidido hacia una renovada comprensión del culto cristiano, que encontrará más tarde su presentación doctrinal más acabada en el Catecismo de la Iglesia católica (parte segunda). También en el abundante pensamiento litúrgico de Joseph Ratzinger como teólogo y ya como Benedicto XVI, especialmente en la Exhortación Sacramentum caritatis. Esta comprensión teológica de la liturgia está profundamente conectada con las verdades de fe expuestas en el Concilio en la Dei Verbum, la noción de Revelación, y con la enseñanza sobre Cristo que ofrece la importantísima declaración de la Congregación de la Fe titulada Dominus Iesus (6.VIII.2000). Del mismo modo, se sitúan en la línea eclesiológica de la Lumen gentium, confirmada en su interpretación auténtica también por el documento de Doctrina de la Fe antes citado Dominus Iesus. El Dios Trinidad que realiza la liturgia, como actualización de su Historia de Salvación para con los seres humanos, es un Dios

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que no pide que le busquemos a ciegas. Es el que «creó por su Palabra» todo (Gn 1) y en todo dejó su deseo de comunicación. Y este Dios es el mismo que creó al ser humano, hombre y mujer, a su imagen y semejanza (Gn 1), capaces de «leer» el mensaje de Dios en la creación (Rm 1, 18ss), capaces de entrar en relación de amor y amistad con este Dios que «plantó la tierra» como quien se hace un jardín en casa para gozar de la compañía de sus familiares y amigos (Gn 2). Sabemos que el pecado perturbó radicalmente este plan de Dios, pero Dios es fiel y Señor. Su proyecto sigue adelante mediante sus intervenciones extraordinarias en la historia, haciendo que el Espíritu Santo suscite, generación tras generación, amigos de Dios y profetas (Sb 7, 27), hasta que, en la culminación de los tiempos, el Verbo, por obra y gracia de este mismo Espíritu y por el sí humilde de la Virgen, se hizo hombre (Lc 1 y Hb 1), eclipsando su condición divina sin perderla (Flp 2). Así, en Cristo, el ser humano vuelve a la amistad y filiación divina y puede servir a Dios según su voluntad, rindiéndole el culto de la vida que Él desea y merece. Así, en la Iglesia, la humanidad entera, más aún, la creación entera se hace gloria para Dios, puesto todo bajo Dios, en armónico concierto que manifiesta sensiblemente la grandeza de Dios, su gloria. La vida entera de Cristo se orienta a esta restauración cósmica, a esta recapitulación, pero lo cumple singularmente su Misterio Pascual (CCE n. 1115, que cita el Sermón 74 de san León Magno), constantemente actualizado en la liturgia, singularmente en el Santo Sacrificio del Altar. La adoración, como se enseña magistralmente en este libro, es la expresión más completa y significativa de la religión y de sus formas de culto. En la adoración el hombre se sitúa en su lugar ante Dios, recuperando la armonía con toda la creación, con los ángeles, la humanidad, la naturaleza y su propio ser. Desde este lugar resplandece su dignidad inalienable y se colma y expresa su necesidad de amar y ser amado. La adoración culmina el culto

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y la caridad, se inserta en el misterio redentor de Cristo, que con su Cruz da la vida como expresión de obediencia amorosa y filial al Padre y como acto supremo de amor al prójimo, incluso a los propios enemigos. La adoración, tanto por su naturaleza como por sus formas externas, manifiesta la más plena y fructuosa participación en el Sacrificio redentor y en la anticipación de su culminación escatológica. Por eso nace necesariamente en la participación en las celebraciones litúrgicas, singularmente en el Sacrificio, en la santa Misa, pero precisa extenderse a otros momentos exclusivos de adoración, breve o prolongada, y tiende a caracterizar religiosa y litúrgicamente la vida entera. En la adoración se encuentran las expresiones externas más elocuentes de la liturgia y de la religiosidad popular. Hoy no podemos descuidar estas solemnidades externas, siempre portadoras de energías inspiradoras para las más altas expresiones de las artes y del ingenio humano al servicio del bien común, pero no nos podemos contentar con esta noble o regia sencillez, llena de solemnidad y recato. Hemos de infundir en ella la vida mediante la verdad, la verdad de la fe, de la presencia de Dios y de la más tierna devoción y piedad, que se relaciona con Él y le ofrece el culto de la vida entera en santidad y justicia, fruto de una constante conversión a su voluntad y de un permanente combate, en cuerpo y alma, contra toda concupiscencia mala. Basta ya de tener miedo a expresar con todo nuestro ser la fe, que decimos llevar en el corazón y que profesan nuestros labios. Basta ya de sentir esa adolescente vergüenza para acoger y corresponder al amor de Dios manifestado para nosotros en Cristo. Retomo la idea con que inicié esta reflexión: la dignidad y grandeza del hombre nunca se expresa mejor que cuando este se arrodilla ante Dios y abraza al hermano. No temamos ni sintamos ya más recelo ante el maremoto de adoración eucarística que en estos años el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia. Hagamos que esto, lejos

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de mermar la centralidad de la celebración de la santa Misa, ayude a vivirla con más verdad, con auténtico sentido sagrado, participando en ella más plenamente. No tengamos recelo, temiendo que el culto y la adoración puedan mermar la dedicación a los pobres o el celo por la evangelización. Esmerémonos, más bien, para que esta adoración, este culto, sean verdaderos y se conviertan en el alma de toda caridad y todo apostolado. No me da miedo ni pudor afirmar que la adoración, en la cima del culto cristiano, se une estrechamente a la plenitud de la caridad y se convierte en prenda de vida eterna y afirmación esencial y discernidora de lo que es eterno. Agradezco de corazón al profesor Alfonso Berlanga, coordinador de esta obra, su invitación a presentarla. Creo sinceramente en la oportunidad y actualidad de su argumento y en la competencia y tino de cuantos en ella han ofrecido sus aportaciones científicas de las que estas líneas mías son solo una pobre presentación, que brota de mis ya más de 25 años de docencia litúrgica y de ministerio sacerdotal, desde mi diócesis de Toledo hasta Roma, y que adopta más la forma de una reflexión o ensayo que la del rigor metodológico de un estudio teológico. Quiero por eso terminar invitando a todos a la adoración en toda celebración litúrgica, particularmente en cada Misa, pero también ante el Sagrario, el Copón o la Custodia, en esos sabrosos momentos señeros de nuestra vida de unión con el Señor, que dan sentido e impulsan toda nuestra existencia cristiana. «Adoremus in aeternum Sanctissimum Sacramentum!» Roma, 8 de diciembre de 2014

Parte I El hombre en busca de Dios

1 La adoración de lo santo como acto fundamental humano, tanto individual como social La adoración de lo santo como acto fundamental humamo

Sergio Sánchez-Migallón 1

Sumario: 1. El papel de lo valioso en la vida humana. 2. El universo de lo valioso. 3. La reverencia como actitud humana adecuada ante lo valioso. 4. La adoración de lo santo; su necesidad individual y social.

1. El papel de lo valioso en la vida humana El abigarrado entramado de experiencias que constituyen la vida humana es tan enormemente variado que los diversos ensayos de descripción son siempre tentativos 2. Sin embargo, parece sensa-

1.  Profesor titular de Ética en la Universidad de Navarra. Se licenció en Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, y se doctoró en la Facultad Eclesiástica de Filosofía y en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra. Actualmente es investigador colaborador del proyecto «Religión y sociedad civil», Instituto Cultura y Sociedad en la misma universidad. Ha publicado libros y artículos, sobre todo, acerca de la filosofía y la ética fenomenológicas de Franz Brentano, Edmund Husserl, Max Scheler y Dietrich von Hildebrand. 2.  Durante el último siglo ha sido la fenomenología la corriente filosófica que más se ha ocupado de este campo. Como se sabe, este modo de atender a la realidad busca describir las experiencias o vivencias con la máxima fidelidad

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to partir de las tradicionales operaciones del conocer y del obrar, pues se trata de actividades fácilmente objetivables e identificables. Continuamente conocemos elementos de lo que llamamos mundo, de otras personas e incluso de nosotros mismos. Y constantemente también realizamos proyectos en el mundo, e igualmente en otros y en nuestra propia persona. Entre el conocer y el obrar se da muchas veces una relación circular: el conocer mueve al obrar para transformar lo conocido, y el obrar impulsa a conocer más aquello en lo que operamos y explorar quizá nuevas formas de mejorarlo. Ahora bien, ese dinamismo no se iniciaría y carecería de fuerza si esa realidad conocida y operable no nos interesara, si no viéramos en ella brillo alguno que nos atrajera. Todo aquello que conocemos y que queremos como fin se nos ha presentado antes como bueno, como valioso. «Me encuentro en un inmenso mundo de objetos sensibles y espirituales que conmueven incesantemente mi corazón y mis pasiones. Sé que tanto los objetos que llego a conocer por la percepción y el pensamiento, como aquellos que quiero, elijo, produzco, con que trato, dependen del juego de ese movimiento de mi corazón» 3. De manera que, correlativamente, todo nuestro conocer y nuestro elegir y hacer se funda en nuestra capacidad para tener contacto con lo valioso. Es evidente que, como decían los clásicos, nada se quiere si no se conoce; pero ni basta conocer para querer, ni se profundiza cognoscitivamente en lo que no nos atrae. Y, desde el otro lado, se llama valioso sencillamente al carácter de bueno o preferible de algo; un algo que puede existir (como cuando lo admiro) o no existir (como cuando busco realizarlo, o sea, encarnar o traer a la realidad ese tipo de bondad o valor). posible antes de interpretarlas según esquemas preconcebidos. Una descripción de este enfoque que seguimos en este capítulo puede verse en: http://www. philosophica.info/voces/fenomenologia/Fenomenologia.html. 3. M. Scheler, Ordo amoris, Caparrós Editores, Madrid 1996, p. 21.

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Sin embargo, no es fácil dar un nombre definido a este entrar y vivir en contacto con lo valioso como tal –o sea, con los valores–, acostumbrados como estamos a un lenguaje que se refiere muy frecuentemente a cosas físicas o a entelequias intelectuales analizables, así como a operaciones adscritas a facultades anímicas distintas. En la propia fenomenología (la escuela filosófica que más se ha ocupado de los valores) tampoco hay unanimidad sobre la naturaleza precisa del tipo de experiencia, o vivencia, en la que la persona se pone en contacto con los valores, así como de qué manera permanece luego viviendo en esa participación. Pero es claro que se trata de una actividad espiritual en la que se combinan la intuición intelectual y el sentir amoroso, la actividad espontánea del interés y la pasividad afectiva de la peculiar sensibilidad 4. Una actividad que enlaza directamente con la contemplación y el amor espirituales clásicos, y con el sentir que capta cualidades (o sea, en la acepción que en algunos idiomas se distingue del sentir puramente sensible). Resulta fácil ver que la plenitud de la vida humana depende mucho del juego equilibrado entre esos actos, y de cómo los llenemos o de qué objetos se nutran: de ello derivará todo conocer, querer y, en definitiva, vivir espiritualmente. Pero yendo entonces a ese lado donde encontramos lo bueno, lo hallamos tan confuso y difuso como el mundo de las vivencias. Desde antaño la filosofía se preocupó de discernir las diferentes clases de bienes, que además se dan en distintos grados de claridad y en diversas relaciones de amalgama. Pero siempre (salvo episodios realmente insostenibles) le pareció que hay bienes o valores más altos que otros, y que la participación en bienes de una altura o de otra nos convierten en personas asimismo de diversa altura moral. Más precisa y profundamente: en función de los valores que ame4.  Las posturas de E. Husserl, M. Scheler y D. v. Hildebrand acentúan diversamente estos elementos.

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mos y elijamos seremos de una u otra manera, pues nuestro amor –nuestro orden del amor 5– define nuestro ser más íntimo y del que surge la entera vida humana. «Quien posee el ordo amoris de un hombre posee al hombre. Posee respecto de este hombre, como sujeto moral, algo como la fórmula cristalina para el cristal. Ha penetrado con su mirada dentro del hombre, allá hasta donde puede penetrar un hombre con su mirada. Ve ante sí, por detrás de toda la diversidad y complicación empírica, las sencillas líneas fundamentales de su ánimo, que, con más razón que el conocimiento y la voluntad, merecen llamarse “núcleo del hombre” como ser espiritual» 6.

Y además, consiguientemente, según amemos unos u otros valores veremos el mundo de una u otra manera, lo conoceremos desde cierta perspectiva y hasta cierta profundidad. Tan diferentes pueden ser los valores del mundo y nuestros modos de vivirlos (amándolos y conociéndolos), que cabe llegar al punto de la oposición, como veremos. Aunque hay que precisar que son diversas las formas de oposición axiológica: no se oponen del mismo modo lo más alto y lo más bajo (lo espiritual y lo vital), un valor y su contravalor (lo noble y lo vulgar), o cierto valor y otro cuyas sendas realizaciones resultan incompatibles (la delicadeza y la majestuosidad, por ejemplo). Por tanto, lo valioso viene a ser crucial en la vida humana, en su mismo ejercicio y en la calidad del logro o plenitud de la misma vida 7. Y como ese vivir en y de lo valioso depende, por un lado, de la clase de valores amados y, por otro, de la actitud amorosa ante 5.  En el pleno sentido agustiniano de la expresión. 6. M. Scheler, Ordo amoris, p. 27. 7.  No alcanza la misma plenitud quien vive de unos valores o de otros, como continuamente nos llama la atención la liturgia, cf. D. v. Hildebrand, Ética, Ediciones Encuentro, Madrid 1983, pp. 80-83.

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ellos, adentrémonos en esos dos campos, en cuya exploración aparecerá la vivencia de la adoración. 2. El universo de lo valioso Que los valores se nos den como más altos o más bajos no es –como tiende a pensar la mentalidad relativista– un resultado del arbitrio de cada individuo. El dársenos así es un darse real. Al tener algo por valioso de cierta altura nos referimos a una cualidad de ese algo, no a nuestro capricho; hablamos de eso valioso, no de nosotros mismos (cuando hacemos esto último no decimos «esto es bueno, o valioso», sino «esto me gusta, me agrada»). Desde luego, ese estimar algo como más o menos valioso es diverso en distintas personas y situaciones, pero esas diferencias valorativas no se explican por diferencias en el objeto sino, más bien, por las diversas condiciones del sujeto que valora. Como veremos después mejor, al amar de cierta manera, ahormo o modelo mi capacidad de ver y de estimar el mundo de esa manera, con y desde cierto tipo de valores. De manera que la diferente altura axiológica, una jerarquía, es una característica esencial de los valores: «un orden peculiar de todo el reino de los valores es que éstos poseen en su mutua relación una “ jerarquía”, en virtud de la cual un valor es “más alto” o “más bajo” (superior o inferior) que otro, respectivamente» 8. Ahora bien, vista aquella «relatividad» fundada en nuestra cambiante capacidad estimativa, podríamos vernos desasistidos al intentar conocer dicha jerarquía axiológica objetiva, que se antoja entonces inalcanzable y poco menos que mística. Ciertamente, la altura de cada valor es simple y originaria, solo susceptible de intuición, pero cabe descubrir ciertas relaciones esenciales entre la superioridad o inferioridad de un valor y otras propiedades esenciales suyas. 8. M. Scheler, Ética, p. 151.

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«Así, los valores parecen ser “más altos” cuanto más duraderos son; igualmente lo parecen cuanto menos participan de la “extensión” y divisibilidad; igualmente cuanto menos “ fundamentados” se hallen en otros valores; también cuanto “más profunda” es la satisfacción ligada con su percepción sentimental; y, finalmente, tanto más altos parecen cuanto menos relativa es su percepción sentimental a la posición de depositarios concretos esenciales para el “percibir sentimental” y el “preferir”» 9.

Y así, la fenomenología axiológica suele distinguir cuatro clases de valores según su diversa altura, con los correspondientes actos que los viven: lo agradable y lo desagradable, con el percibir afectivo sensible; lo noble y lo vulgar en general, con el percibir afectivo vital; los valores espirituales (estéticos, intelectuales y lo justo e injusto), con el percibir afectivo espiritual; y el valor de lo santo (o lo sagrado) y lo profano, con una especie peculiar del percibir también afectivo espiritual. Respecto a esta clasificación, que se debe sobre todo a Scheler, conviene hacer dos precisiones. La primera, que este axiólogo no incluye en ella los valores morales. Pero la razón que para ello alega, y con acierto, es que los valores morales no son objeto directo del obrar o del amar, sino que aparecen «a la espalda» de ese obrar y amar otros valores, mientras que son esos actos mismos lo moralmente bueno o malo 10. La segunda observación es la plausibilidad de la tesis de otro fenomenólogo moral, Dietrich von Hildebrand, según la cual lo agradable y lo desagradable no constituye en realidad una clase de valor, por inferior que sea, sino que es otra categoría de importancia –así dice– muy diferente: la de «lo solo subjetivamente satisfactorio» 11. Es esta un modo de atracción   9.  Ibíd., p. 155. 10.  Cf. ibíd., p. 75. Me permito remitir a mi artículo «El “fariseísmo” en Max Scheler: una aclaración de su tesis», en Acta Philosophica. Rivista Internazionale di Filosofia (Pisa-Roma), 15/1 (2006) 95-108. 11.  Cf. D. v. Hildebrand, Ética, pp. 42-45.

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real por parte del objeto (por eso es una categoría de importancia o motivación), pero que no se funda en nada real del objeto, sino únicamente en la satisfacción que resulta en el sujeto. Es el mismo sentido en que los clásicos hablaban del «bien aparente» para referirse a lo puramente atractivo pero en realidad malo. Toda la aspiración humana, y su tarea moral, consiste en el movimiento hacia los valores más altos, hacia nuestra vida en ellos y hacia su realización en la medida de nuestras posibilidades. Por tanto, estamos llamados a lo santo y, correspondientemente, a amar lo santo y, desde ahí, todos los demás valores en su correcta jerarquía. Y además, como es Dios quien así ama, Scheler dice que el hombre «es el buscador de Dios» 12. Dios aparece a la vez, entonces, como cima de la jerarquía de lo valioso y como modelo de amador correcto de ese orden: «Dios y solo Dios puede ser la cúspide de esta arquitectura gradual y piramidal del reino de lo amable; y al mismo tiempo fuente y fin de todo él» 13; «Dios, con arreglo a su idea, en cuanto que es el amador supremo es también el supremo santo» 14. De esta suerte, lo santo es el culmen de un movimiento natural que experimenta quien vive adecuada y auténticamente los valores. La perfección de cada especie de valor conduce, necesariamente y de suyo, a la especie de valor superior. Y, así, en el orden jerárquico de los valores puede verse como un «dedo índice» apuntando hacia lo santo, hacia Dios: «… un índice que se descompone en muchos índices subordinados, que solo pueden hacerse completamente comprensibles al contemplar conjuntamente su recíproco apuntar al uno divino» 15. Pues en definitiva, «todos los posibles valores se 12. M. Scheler, Ética, p. 402. 13. M. Scheler, Ordo amoris, p. 51. 14. M. Scheler, Ética, p. 750, nota 174; cf. p. 493. 15. M. Scheler, De lo eterno en el hombre, Ediciones Encuentro, Madrid 2007, p. 297.

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“fundan” en el valor de un espíritu personal infinito y de un “universo de valores” que se halla ante él» 16. Con lo que puede decirse también que todo valor es, por esa referencia a la perfección superior, un símbolo más o menos lejano de lo santo, de lo divino, de Dios. Bien entendido que esto solo es posible si se reconoce la esfera genuina de lo santo. Es decir, si se reconoce esa especie de valor como irreductible a cualquier otra. Lo santo es precisamente el valor peculiar que tiene prioridad sobre todo otro valor, que puede exigir el sacrificio de cualquier otro valor. Scheler dice que «este principio es el principio de unión eterno de la religión y la moral. El “sacrificio por lo santo”: esta es la moral de la religión, pero también la religión de la moral misma» 17. Y en este punto elogia las descripciones de lo santo del conocido estudio titulado Lo santo de Rudolf Otto 18. Miremos ahora el correspondiente lado subjetivo de la actitud personal en que se descubre, y con la que se vive, lo valioso en general y lo santo en particular. 3. La reverencia como actitud humana adecuada ante lo valioso

Como se ha visto y es evidente, cada clase de valor requiere un tipo peculiar de acto con el que se capta: «el acto en que captamos originariamente los valores de lo santo es un acto de una determinada clase de amor» 19. Pero antes hemos de reparar en la clase de 16. M. Scheler, Ética, p. 162. 17. M. Scheler, De lo eterno en el hombre, p. 108. 18. R. Otto, Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Alianza Editorial, Madrid 2007. Al mismo tiempo, Scheler rechaza enérgicamente la teoría del conocimiento religioso, de corte kantiano, allí expuesta. 19. M. Scheler, Ética, p. 178.

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actos en general que se requieren, o mejor en la actitud necesaria, para aprehender y estimar los valores. Ya sabemos que se conjugan la intuición intelectual y el amor, y que hay a la vez actividad y pasividad. Y esa aprehensión de los valores supone ya una participación en ellos, una primera apertura y enriquecimiento. Pero lo característico de los valores es que al aprehender su esencia (su cualidad y su altura) captamos a la vez una peculiar exigencia –en cada caso distinta– de respuesta amorosa. Respuesta que podemos dar o no. Cuando la efectuamos, ella nos permite participar de un modo más pleno y auténtico en lo valioso; penetramos más profundamente en los valores y nos llenamos gozosamente de su hondura y valía 20. En cambio, cuando rechazamos ese reclamo, la participación en lo valioso es muy imperfecta, y no llegamos a captar toda su riqueza. Scheler explica la posibilidad de no responder a los valores por la respuesta o elección de otros valores inferiores. Elección esta que supondría el menosprecio de lo superior. Hildebrand, en cambio, es más agudo, y observa que en realidad la motivación que opera en la elección de lo inferior es radicalmente distinta de la respuesta a valores. «Si fuese cierto que, al preferir un valor inferior a uno superior, la elección se fundase en un denominador común, a saber, el punto de vista de su valor, sería imposible explicar por qué se puede escoger el más bajo en vez del más alto. Mientras se trate realmente solo de uno y el mismo punto de vista, no hay razón por la que, desde ese punto de vista, haya de ser preferido el inferior. […] Suponemos que nadie, desde el mismo punto de vista y por la misma escala, podría escoger lo que es menos si no hubiera la posibilidad de tratar esto

20.  Cf. D. v. Hildebrand, «Die drei Grundformen menschlicher Teilhabe an den Werten», en Situationsethik und kleinere Schriften, Gesammente Werke VIII, Josef Habbel, Regensburg 1973, pp. 167-194.

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que es menos desde otro punto de vista o, como también decimos, si otro punto de vista no fuese responsable de que la balanza se incline hacia otro lado» 21.

Ese otro punto de vista es el que ya conocemos de «lo solo subjetivamente satisfactorio». Y la diferencia es, en efecto, radical. Responder genuinamente, adecuadamente, a los valores supone reconocer la objetividad de su cualidad y su altura, del orden interno de la jerarquía axiológica; entregarse y plegarse a ese logos amoroso. Por el contrario, quien se deja motivar según el criterio de lo solo subjetivamente satisfactorio busca aprovecharse de la ventaja que lo agradable o útil puede reportarle. «En el primer caso, nuestra respuesta tiene el carácter de una entrega de nosotros mismos, de un trascender los límites de nuestro egocentrismo, de una cierta sumisión. El interés por lo subjetivamente satisfactorio, por el contrario, revela un encogimiento en nosotros mismos, una dependencia del objeto hacia nosotros, que lo usamos para la satisfacción de nuestro egocentrismo. En este caso, no nos conformamos al bien y a su importancia, como cuando admiramos una acción heroica. El interés en una especulación mercantil –por ejemplo– consiste, más bien, en adaptar el objeto a nosotros» 22.

Saltan a la vista las virtudes que suponen, y a la vez fomentan, esas actitudes contrarias. La entrega a los valores requiere y engendra la humildad y la reverencia; la búsqueda de lo meramente agradable denota y alimenta la concupiscencia y el orgullo (dependiendo de si es un simple dejarse arrastrar por el placer o si se rechaza expresamente un orden objetivo que se ve como impuesto a la 21.  D. v. Hildebrand, Ética, p. 52. 22.  Ibíd., p. 47.

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propia voluntad). Hildebrand llega a decir que esa reverencia es la «madre» de la vida moral 23. La persona reverente o respetuosa tiene los ojos espirituales y el corazón abiertos para lo valioso, deja espacio y mantiene cierta distancia para que ello se despliegue; quiere contemplar, aprender, escuchar en silencio. En cambio, la persona irreverente o irrespetuosa es superficial, no profundiza ni escucha, no deja espacio ni silencio para que lo valioso se despliegue ante él. Por eso, la diferencia entre responder o no a los valores no una simple elección, sino que parte de muy dentro de la persona: «… el auténtico drama moral no está en el respeto al orden jerárquico en nuestra respuesta al valor, sino en la decisión fundamental de plegarnos a lo importante en sí y a los valores moralmente relevantes o a lo solo subjetivamente satisfactorio» 24. Y a la vez, como se anunció y retomando una idea muy clásica, tal decisión tiñe nuestro conocimiento axiológico, nuestro modo de ver el mundo como valioso. Mientras que la respuesta adecuada a los valores abre y enriquece para ellos, el orgullo y la concupiscencia cierran y embotan en el propio placer o dominio. De suerte que ciertamente el mundo aparece diversamente valioso a distintas personas (el argumento tan querido del relativismo), pero precisamente debido a la diferente disposición de la mirada. Es lo que Hildebrand denomina «ceguera moral» (de la que describe extensa y agudamente varios tipos) 25, o 23.  Cf. D. v. Hildebrand, Actitudes morales fundamentales, Ediciones Palabra, Madrid 2003, pp. 21-25; y también, profusamente, en «Rasgos esenciales de la liturgia y actitudes fundamentales de la personalidad», en Liturgia y Personalidad, Ediciones Fax, Madrid 1966, pp. 41-190. 24. D. v. Hildebrand, Ética, p. 371. 25.  Cf. D. v. Hildebrand, Moralidad y conocimiento ético de los valores, Cristiandad, Madrid 2006, pp. 43-102. Esos tipos son cuatro: ceguera de «subsunción» (que, debido a intereses opuestos, dificulta reconocer o subsumir una acción particular bajo su tipo general); ceguera por insensibilidad (que, provocada por el repetido desprecio a lo valioso, ya no se percibe ello como tal);

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lo que expresa Scheler con estas palabras: «Cuanto más vivimos en “nuestro vientre” –como dice el Apóstol–, tanto más pobre en valor se nos torna el mundo y tanto más nos son dados en él los valores limitados exclusivamente a su posible función de signos de los bienes “importantes” vital y sensiblemente. Y en esto, no en los valores mismos, estriba el elemento subjetivo en el ser dado el valor» 26. 4. La adoración de lo santo; su necesidad individual y social Según lo visto, la reverencia a lo valioso es la actitud necesaria para captar los valores y para responder adecuadamente a ellos, o sea, para la vida moral que a todos se exige. Pues bien, la reverencia al género más alto de valores –lo santo– presentará, en principio, al menos la misma necesidad. Pero antes de ver en detalle el papel de tal reverencia conviene hacerse cargo de su índole para calibrar la importancia de semejante tesis. Ya vimos que la naturaleza de los actos que captan y viven los valores varían según la altura de estos. Y si lo santo es la cumbre de la jerarquía axiológica, el género más absoluto de lo valioso (lo santo se muestra «solamente en objetos que son dados en la intención como “objetos absolutos”» 27), la actitud reverente hacia ello se tensará máximamente, hasta el punto de adoptar otro nombre: la adoración. Pero además, como advierte Otto, la adoración no es solo una reverencia extrema, pues lo santo se eleva muy por encima del ceguera para una virtud o un tipo de valores (causada muchas veces por factores culturales o por el rechazo a ciertas exigencias morales de determinados valores); y ceguera «total» (que ya no reconoce valores: bien porque la concupiscencia solo permite estimar lo placentero, bien porque el orgullo rechaza lo valioso por erigirse como superior y exigente). 26. M. Scheler, Ética, p. 273. 27.  Ibíd., p. 178.

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resto de los valores, también de los morales. Lo santo está tan por encima de toda razón que casi va contra toda razón –dice, queriendo rechazar todo racionalismo– 28. Por eso la adoración no es simplemente una actitud que se adopta o una entrega que se ejerce, sino que está habitada de ciertos sentimientos que lo santo provoca y que a la vez dan noticia de que precisamente nos hallamos ante lo santo. Tales sentimientos son fundamentalmente tres: un pavor peculiar, una especie de terror sobrecogedor ante lo tremendo, que mueve al celo y a la ascesis; un sentimiento de criatura o de pequeñez ante la grandeza de lo majestuoso, potente y radicalmente otro; y la fascinación y entusiasmo ante la energía de lo santo, que mueve al amor embriagador y místico 29. Estos sentimientos son, además, etapas de la profundización en la esencia de lo santo. Lo santo que, como lo estéticamente sublime, «abate, humilla y, al tiempo, encumbra y exalta. Restringe y coarta y, a la vez, ensancha y dilata» 30. Y, así como Hildebrand habla de las personas reverente e irreverente como aquellas que pueden o no captar y responder a lo valioso, Otto habla del hombre espiritual y del hombre natural (con un inequívoco sabor paulino) para referirse a lo mismo en relación a lo específicamente sagrado. Una importante función de la expiación consiste en purificar el disvalor de lo natural para poder elevarse hacia la contemplación y el amor de lo santo 31. Volvamos al hilo principal de nuestra reflexión. Si la jerarquía de valores exige y tiene como clave de bóveda lo santo, el ordo amoris que hemos de encarnar requiere la adoración como eje vertebrador. Es más, no solo ese ordo amoris ideal y normativo, sino 28.  Cf. R. Otto, Lo santo, pp. 9-11. 29.  Cf. ibíd., pp. 21-35. 30.  Ibíd., p. 65. 31.  Cf. ibíd., pp. 79-80.

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el descriptivo fáctico, el que de hecho vivimos –o sea, como de hecho amamos–, contiene como columna vertebral de su esqueleto la adoración a lo santo, sea cual sea el objeto en el hayamos descubierto o puesto lo santo como absoluto. En la dirección ascendente, por así decir, todo lo valioso tiende a lo santo como su culmen axiológico, y todo amor apunta a la adoración como su ideal extremo. En la dirección descendente, lo santo se refleja en todo lo valioso: «… con respecto a los valores de lo santo, empero, todos los otros valores son dados como símbolos suyos» 32; y la adoración colorea todos los otros amores (según la ley de que la vivencia de los valores superiores y profundos penetra el sentido de la vivencia de los inferiores o superficiales): «El alma piadosa da continua y quedamente las gracias por el espacio y la luz y el aire y el favor de la existencia de sus brazos, de sus miembros, de su aliento. Todo lo que para otro es “indiferente al valor” está para ella poblado de valores y disvalores. El dicho franciscano: “Omnia habemus nil possidentes” expresa esta dirección en que la percepción del valor se ha liberado de aquellas barreras subjetivas [la interpretación subjetivista y vitalista de los valores]» 33.

Por eso Scheler afirma que todo hombre realiza necesariamente actos religiosos, ya que tales actos pertenecen constitutivamente a toda conciencia finita. Aunque el hombre puede ciertamente engañarse y no dirigir ese acto, o no adorar, al objeto adecuado. Tal engaño convierte en inadecuado ese acto, y en esa medida queda truncado en su esencia, pero se mantiene válida la ley según la cual «todo espíritu finito o bien cree en Dios o bien en un ídolo» 34. También el que a sí mismo se llama agnóstico, pretendiendo no 32. M. Scheler, Ética, p. 178. 33.  Ibíd., p. 375-376. 34. M. Scheler, De lo eterno en el hombre, p. 222.

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ejercer acto de fe alguno, es en realidad un creyente en la nada, movido por el vano amor del mundo y resistiéndose a la búsqueda de lo absoluto y santo 35. Pues bien, lo que vale para la vida individual vale también para la vida social. En primer lugar, como antes, en el plano de la reverencia a lo valioso en general. «La reverencia como actitud básica es el presupuesto del verdadero amor, especialmente del amor al prójimo… La reverencia como actitud hacia los demás es la base para la verdadera vida en comunidad; para tratar de modo adecuado el matrimonio, la familia, la nación, el Estado, la humanidad; para tener respeto a la legítima autoridad; para el cumplimiento de los deberes morales hacia la comunidad en su conjunto y hacia cada uno de sus miembros. La persona irreverente divide y desintegra la comunidad» 36.

Pero no se trata solo de la repercusión de la actitud personal en la vida social, sino que la comunidad misma requiere en sí misma la reverencia como actitud vertebradora. Toda colectividad tiene –como el individuo– un ethos en forma personal; toda sociedad se comporta como una persona colectiva 37. De manera que en cada comunidad rige de hecho un determinado ordo amoris, una jerarquía de valores definida (y persigue un ordo amoris ideal también determinado). Y en la cúspide de esa jerarquía se encuentra siempre lo santo: o Dios o algún ídolo. Lo santo que, como absoluto, da sentido y unifica el entero universo axiológico. La historia demuestra, en efecto, el efecto unificador de lo santo en la sociedad. «Nada, empero, unifica a los hombres tan íntima e inmediatamen35.  Cf. ibíd., pp. 224-225. 36. D. v. Hildebrand, Actitudes morales fundamentales, p. 27. 37.  Es esta una tesis común entre los fenomenólogos; son particularmente conocidos los análisis de Edith Stein y del propio Scheler.

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te como la adoración y la veneración comunes de lo “santo”, que por su misma esencia excluye un depositario “material” –aunque no un símbolo de índole material–. Y, en primer lugar, la adoración de lo “absoluta” e “infinitamente santo”, de la persona infinitamente santa: de lo “divino”» 38. Ciertamente, hoy se halla difundida la idea –supuestamente apoyada precisamente en la historia– de que lo santo o lo religioso divide, en vez de unir. Pero cuando de hecho así ha ocurrido, ha sido porque se ha confundido el valor de lo santo con la encarnación o concreción de ello, llegando incluso a menudo a falsificaciones o inconsecuentes derivaciones. Es realmente lúcida y magistral la descripción de Scheler del proceso histórico (especialmente merced a la Reforma y a la Ilustración) por el que lo santo ha sido destronado 39 y sustituido en Europa por valores inferiores. Un proceso que se gesta tanto en la comunidad social global como en la doméstica. Permítasenos una extensa cita del fenomenólogo: «¿Qué hacen los hombres a los que une en unidad vital un destino histórico común, un territorio, un origen u otra fuerza elemental, si ya no pueden unirse en lo supremo y último respecto a lo cual los hombres son capaces de unirse, a saber, en su fe, en su relación con el fundamento y el sentido de este mundo? Piensen ustedes, por ejemplo, en un matrimonio entre creyentes de diversa fe que contrajeron matrimonio por un profundo amor recíproco, y que tienen la sincera y buena voluntad de estar juntos, de permanecer juntos y de conllevar mutuamente la lucha de la vida. De pronto, se enfrentan violentamente; y ven con el alma dolorosamente consternada que una unión ahí es imposible. Y así una segunda, una tercera, una

38. M. Scheler, Ética, p. 160. 39.  Tomamos la expresión de Hildebrand, cf. «Die Entthronung der Wahrheit», en Idolkult und Gotteskult, Gesammente Werke VII, Josef Habbel, Regensburg 1974, pp. 309-339.

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cuarta vez. Cada vez queda un recuerdo profundamente doloroso en ese dilema entre sus creencias y su voluntad de amarse. Cada vez crece más en ellos una fuerza que les empuja a no tocar ya más este punto máximamente vulnerable y delicado de su relación, a apartarlo de la vista, por así decir. ¿Cuál será la consecuencia? Respondo: La consecuencia será que estas personas, finalmente, llevarán a cabo el acto de renuncia fundamental –al principio doloroso, pero externamente pacificador– a la unión en lo que para ellos debe ser lo supremo. “Quieta non movere”, dirán. Y ¿cuál será la consecuencia de esto? La consecuencia será que trasladarán las regiones y las esferas de valor de su posible unión de un nivel a otro cada vez más y más bajo; es decir, estarán cada vez menos dispuestas a unirse por metas, fines y normas en general, y cada vez más dispuestas, en cambio, solo en relación a lo técnico y lo mecánico en todas las cosas, o sea, por los medios (por ejemplo, los negocios y cosas parecidas). El proceso que ocasiona la renuncia a la unión en la toma de postura respecto al bien supremo no puede, por su naturaleza, detenerse. Avanza cada vez más; primero respecto de los bienes supremos próximos, luego respecto de algo más alejado, y así sucesivamente. Y además, ¿cuál será la situación final de este proceso? Un organismo espiritual comunitario –si son personas competentes, vigorosas y bien dotadas– de condición sumamente extraña: magníficamente organizado en todo lo técnico, extraordinariamente disciplinado en todas las cuestiones del “cómo hago algo cuando quiero hacer algo”; un organismo de fortísima cohesión en estas cosas. Pero las fuerzas más centrales del espíritu humano, las que marcan objetivos y normas, las configuradoras, las fuerzas que tienen que resolver las preguntas por el “qué” (qué debo hacer, qué es lo que constituye mi misión en el mundo); esas fuerzas –puesto que no se usan– retrocederán lentamente como todo órgano que no funciona, incluso caerán, al final, en un proceso de atrofia» 40.

40. M. Scheler, «La idea cristiana del amor y el mundo actual», en Amor y conocimiento y otros escritos, Ediciones Palabra, Madrid 2010, pp. 173-174.

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En conclusión, la adoración no solo es el acto más alto que puede llevar a cabo el ser humano, sino también el que inevitablemente realiza y el más necesario, tanto para su propia vida individual y para toda vida en comunidad; la gran cuestión es qué adora, pues un objeto de adoración equivocado malogra la misma adoración y su vida entera.

2 La narración de lo sagrado en una sociedad secular José Luis Gutiérrez-Martín 1

Sumario: 1. Culto y secularización. 2. La controversia sobre «lo sagrado». 3. La narración cristiana de «lo sagrado». 4. Sagrado y profano.

Durante los últimos años diversas voces autorizadas han reclamado en la Iglesia la necesidad de alcanzar una renovada atención al sentido sagrado de la liturgia 2. Algunos autores han señalado, incluso, que la banalidad de muchas celebraciones de culto o, al menos, la carencia de una adecuada comprensión de su carácter sacro, podrían suponer uno de los aspectos más negativos de la situación eclesial a partir del Concilio Vaticano II. De hecho, no parece que pueda ponerse en tela de juicio que, en amplios ambientes eclesiales, se ha extendido desde mediados del siglo xx una cierta sospecha –teórica y práctica– ante todo aquello que en periodos precedentes era contemplado como «sagrado» en el ejercicio del culto. Un reputado filósofo cristiano observaba, por

1.  Doctor en Sagrada Liturgia. Profesor del Istituto di Liturgia. Pontificia Università della Santa Croce, Roma. 2.  Vid., por ejemplo, Benedicto XVI, Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (22.II.2007), n. 40.

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otra parte, que dicha tendencia se había convertido en un auténtico programa teológico, en un paradigma al que debería tender toda auténtica liturgia eclesial: «… la palabra desacralización hace tiempo que dejó de ser una descripción objetiva de un proceso social […] para convertirse en un objetivo programático que, desde no hace mucho, invoca además en su favor argumentos de carácter teológico […] Se afirma derechamente que “para los cristianos ya no hay ni puede haber nada que sea sagrado”» 3. De aquí que, no sin un cierto punto de dramatismo, el texto presentado para la reflexión de los participantes en la XI Asamblea General del Sínodo de los Obispos concluyera: «… se está alterando el sentido de lo sagrado» 4. No obstante, pese a la unanimidad en el diagnóstico, el problema que subyace tras la denominada «crisis de lo sagrado» en el culto cristiano permanece intacto. Y, a pesar de los periódicos pronunciamientos magisteriales, muchas acciones litúrgicas continúan celebrándose de un modo trivial o insignificante desde el punto de vista teológico. 1. Culto y secularización Frecuentemente, el fenómeno de desacralización de las formas del culto ha sido interpretado como una consecuencia lógica del proceso de secularización de la sociedad. De hecho, el itinerario histórico del mundo occidental ha favorecido sin duda la adopción de una cultura en cuyo horizonte de sentido no se encuentra Dios. Y, 3. J. Pieper, ¿Qué significa sagrado? Un intento de clarificación [Was heiss «sakral»? Klarungsversuche, Schwabenverlag, Stuttgart1988] Rialp, Madrid 1990, p. 15. 4.  Sínodo de los Obispos, XI Asamblea General Ordinaria, La Eucaristía fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia: Instrumentum Laboris, Città del Vaticano 2005, p. 27.

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por lo mismo, una sociedad fundada a partir de tales coordenadas (etsi Deus non daretur), más allá de la simple y, en ocasiones, mal soportada tolerancia, difícilmente puede dar cabida a una religión y un culto abiertos a la trascendencia; sobre todo cuando, como en el caso cristiano, entra en juego la pretensión de la verdad: adorar en el espíritu y la verdad 5. A este respecto, solo cinco meses después de la aprobación de la constitución Sacrosanctum concilium, Romano Guardini observaba en abril de 1964 que, para la aplicación auténtica de la reforma conciliar, «el problema es el mismo acto de culto en sí». Y se preguntaba: «¿No está la acción litúrgica y, con ella, todo lo que se encierra bajo el término de «liturgia» tan íntimamente ligado al contexto histórico –antiguo, medieval o barroco– que sería más honesto dejarla hoy totalmente de lado? ¿No sería mejor admitir sin ambages que el hombre de nuestra era industrial y científica, con su nueva estructura sociológica, no es ya capaz de celebración litúrgica? ¿No sería mejor, en vez de hablar de renovación litúrgica, pensar en celebrar los divinos misterios de un modo tal que el hombre moderno pueda introducirse en ellos con su verdad histórica?» 6.

La respuesta a tales interrogantes nos la ofrece el mismo autor: no se trata de adaptar las formas del culto a las modas del siempre cambiante momento presente, sino de introducir a los fieles en el espíritu mismo de su celebración: «… si las intenciones del Concilio quieren ser llevadas a cabo, es necesaria, sí, una enseñanza adecuada, pero sobre todo se requiere una autentica educación y acceso a la celebración misma. Esta es la tarea actual: la educación litúrgica. 5.  Cf. Jn 4:23. Un estudio sobre este conocido pasaje puede verse en el capítulo 6 de Andrés Sáez. [Nota del Editor]. 6.  Vid. R. Guardini, «Lettera sull’atto di culto e il compito attuale della formazione liturgica», Humanitas 20 (1965) 85-90.

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Si el fiel no es iniciado a la celebración, toda la reforma de ritos y textos quedará en agua de borrajas» 7. Por ello, comentando estas palabras, Charles J. Chaput escribe: «Guardini puso el dedo en la llaga de uno de los problemas capitales para la misión de la Iglesia, en sus tiempos y en los nuestros. [La celebración litúrgica] exige un nuevo tipo de conciencia, una «disponibilidad» hacia Dios, una certeza de la unidad de toda la persona, cuerpo y alma, con el cuerpo espiritual de la Iglesia, presente en el cielo y en la tierra» 8. Como recordaba Benedicto XVI, tal fue el acercamiento de Romano Guardini al misterio del culto: «Guardini buscó […] un nuevo acceso a la liturgia. El redescubrimiento de la liturgia era para él un redescubrimiento de la unidad entre espíritu y cuerpo en la totalidad del único ser humano, ya que el acto litúrgico es siempre al mismo tiempo un acto corporal y espiritual. El “orare” se dilata en el “agire” corporal y comunitario, y así se revela la unidad de toda la realidad. La Liturgia es un “agire” simbólico. El símbolo como quintaesencia de la unidad entre lo espiritual y lo material se pierde donde ambos se separan, donde el mundo se separa en modo dualístico en espíritu y cuerpo, en sujeto y objeto. Guardini estaba completamente convencido de que el hombre es espíritu en cuerpo y cuerpo en espíritu y que, por tanto, la liturgia y el símbolo lo conducen a la esencia de sí mismo, en definitiva, lo portan, a través de la adoración, a la verdad» 9.

Ahora bien, ¿la afirmación de la sociedad secular necesariamente debe llevar consigo un debilitamiento de la percepción de la 7. Ibíd. 8.  C. J. Chaput, «Glorify God by your life: evangelization and the renewal of the liturgy», Hillenbrand Distinguished Lecture, Liturgical Institute of the University of St. Mary of the Lake, Chicago, June 24, 2010. 9.  Benedicto XVI, Audiencia a los participantes del Congreso promovido por la Fundación «Romano Guardini» de Berlín, 29.X.2010.

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trascendencia y, por ende, de lo sagrado en el culto? Más aún, ¿la incapacidad litúrgica de la cultura contemporánea puede ser realmente considerada un síntoma del ocaso de lo sagrado? O por el contrario, ¿no sucede más bien que, así como el viejo paganismo era politeísta, el neopaganismo se ha articulado en nuestra cultura como un auténtico «polihierismo» 10, un esfuerzo creciente por sacralizar realidades no directamente religiosas? ¿Acaso no se muestra sacralizada la actitud habitual ante fenómenos de masas tales como el deporte, la política o los espectáculos? En este sentido, Joseph Ratzinger advertía que «no existen sociedades privadas por completo de culto. Pues también los sistemas más decididamente ateos y materialistas han creado nuevas formas de culto, que, a fin de cuentas, solo pueden ser un artificio y que intentan en vano ocultar, con sus rimbombantes demostraciones de superioridad, su propia insignificancia» 11. Con estas palabras, el autor alude probablemente a su personal experiencia de las rituales «puestas en escena» del régimen nacionalsocialista; pero dicha perversión, como nos dice la experiencia histórica, no es propia solo de los totalitarismos, sino también de toda cultura y sociedad, como la nuestra, donde impere un relativismo de matriz nihilista. Con su habitual sentido del humor, Gilbert K. Chesterton nos presenta esa sacralidad ampulosa, pero vacía, del denominado «hombre moderno»: «… la humanidad se divide en ritualistas conscientes y ritualistas inconscientes. Lo curioso es, en ese ejemplo como en otros, que es el ritualismo consciente el que es relativamente simple, mientras que el ritual inconsciente es realmente pesado y complicado. El ritual

10.  Cf. C. Valenziano, Liturgia e antropologia, EDB, Roma 1997, 81. 11. J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia [Der Geist der Liturgie. Eine Einführung, Freiburg 2000], Obras Completas XI: Teología de la Liturgia, BAC, Madrid, 2012, p. 12.

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que es relativamente tosco y directo es el ritual que la gente llama “ritualista”. Consiste en cosas sencillas como, pan, vino y fuego, y hombres que caen de bruces. Pero el ritual que es realmente complejo, multicolor, elaborado e innecesariamente formal, es el ritual que las personas llevan a cabo sin saberlo. No consiste en cosas sencillas como el vino y el fuego, sino que requiere cosas realmente peculiares y locales, excepcionales e ingeniosas; cosas como felpudos, aldabas, campanas eléctricas, sombreros de seda y corbatas blancas, tarjetas brillantes y papel picado» 12.

Y concluye con una perspicaz paradoja: «… el hombre moderno difícilmente puede apartarse del ritual, a no ser entrando en una iglesia ritualista» 13. La situación expuesta por Gilbert K. Chesterton y Joseph Ratzin­ger no debería resultarnos extraña ya que, en definitiva, tal y como ha sido entendida desde la modernidad, la construcción de la sociedad secular en Occidente, en oposición a una verdadera cultura cristiana, no ha sido sino un sucedáneo de una concepción que, a falta de mejor cualificación, podríamos denominar como «sacralista» 14. Precisamente porque el hombre es un ser ritual, «el homo ritualis pone –o puede poner– por obra ritos no cultuales» 15; pero como el rito posee una condición radicalmente cultual 16, los rituales seculares se impregnan de una «sacralidad» fatua y pomposa. A este respecto, ridiculizando los meticulosos rituales de los antiritualistas, G. K. Chesterton comenta: 12. G. K. Chesterton, Herejes, Acantilado, Barcelona 2007 [Heretics, London 1905], p. 187. 13. Ibíd. 14.  Cf. C. Valenziano, Liturgia e antropologia, p. 81. 15.  Ibíd., p. 30. 16.  Vid. a este respecto J. L. Gutiérrez-Martín, «Rito, culto, cultura. En los márgenes de la Encíclica “Ecclesia de Eucharistia”», Scripta Theologica 36 (2004) 795-820.

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«… las corbatas blancas para la noche son un ritual, y nada más que un ritual. Nadie pretendería que las corbatas blancas por la noche son algo primario y poético. Nadie afirmaría que el instinto humano normal, en cualquier edad o país, tiende a simbolizar la idea de la noche mediante una corbata blanca. Más bien, creo que el instinto humano normal tendería a simbolizar la noche mediante corbatas de alguno de los colores del crepúsculo, corbatas no blancas sino marrones o carmesíes; corbatas púrpura o verde oliva, o en alguno tono de oro viejo. El señor J. A. Kensit, por ejemplo, tiene la impresión de que él no es un ritualista 17. Pero la vida cotidiana del señor J. A. Kensit, como la de cualquier hombre moderno normal, es en realidad un catálogo continuo y comprimido de farfollas y faramallas rituales. Para tomar un ejemplo de un inevitable centenar: me imagino que el señor J. A. Kensit se quita el sombrero ante una dama: ¿y qué puede ser más solemne y absurdo, considerado en abstracto, que simbolizar la existencia del otro sexo quitándose un elemento de la vestimenta y agitándolo en el aire? Esto, repito, no es un símbolo primitivo y natural, como el fuego o el alimento. El hombre lo mismo podría tener que quitarse el chaleco ante una dama; y si por el ritual social de su civilización, un hombre tuviera que quitarse el chaleco ante una dama, todos los hombres caballerosos y sensatos se quitarían el chaleco ante una dama. En suma, el señor Kensit, y los que están de acuerdo con él, pueden pensar, y pensar muy sinceramente, que los hombres dedican demasiado incienso y ceremonia a su veneración del otro mundo. Pero nadie piensa que es posible que dedique demasiado incienso y ceremonia a su veneración de este mundo» 18. De este modo, concluye, «todos los hombres, entonces, son ritualistas, pero hay ritualistas conscientes e inconscientes. Los ritualistas conscientes [quienes reconocen el valor de lo sagrado en el culto] generalmente se satisfacen con unos cuantos signos simples y

17.  J. A. Kensit fue un prolífico escritor de libelos contra el catolicismo romano. 18.  G. K. Chesterton, Herejes, pp. 188-189.

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elementales; los inconscientes [los «antiritualistas», que rechazan el culto en la religión] no se satisfacen con nada menos que toda la vida humana, porque son ritualistas de forma casi demencial» 19.

Llegamos así a un punto de capital importancia para entender el núcleo del problema del culto en el mundo contemporáneo: la pregunta por lo sagrado, de la manera en la que ha sido enunciada, es una cuestión elaborada en el horizonte ideológico de la modernidad; y por ello, desde su mismo punto de partida, tiene generalmente muy poco –o nada– que ver con la concepción cristiana de la acción litúrgica eclesial. En efecto, desde la perspectiva genuinamente cristiana, el acontecimiento de Cristo ha transformado radicalmente los «valores sacros» de la religión, planteando así una profunda dificultad teológica que, en su momento, fue glosada por Joseph Ratzinger: «… ¿pueden existir todavía, en el universo de la fe cristiana, espacios y tiempos particularmente sagrados? El culto cristiano es la liturgia cósmica, que abarca cielo y tierra. La Carta a los Hebreos señala que Cristo padeció «fuera de las murallas» y añade la siguiente exhortación: “¡Salgamos pues en su busca, fuera del campamento, cargados con su oprobio!” (13, 12). ¿No se ha convertido ya entonces todo el mundo en su santuario?¿No se realiza la santificación precisamente en el día a día vivido con rectitud? ¿No consiste acaso nuestro culto divino en vivir la vida diaria en el amor para hacernos así semejantes a Dios, es decir, en acercarnos al verdadero sacrificio? ¿Puede haber otra sacralidad diferente a la del seguimiento de Cristo en la paciencia serena de la vida cotidiana? ¿Existe otro tiempo sagrado diferente al tiempo del amor al prójimo vivido cuando y como lo exijan los designios de nuestra vida? Quien se hace estas preguntas aborda una dimensión decisiva del concepto cristiano de culto y adoración» 20.

19.  Ibíd., p 189. 20. J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, p. 31.

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Tales consideraciones, referidas directamente por el autor a los espacios y tiempos destinados al culto, son legítimamente extensibles a la totalidad de la acción litúrgica. ¿Qué queremos, entonces, decir, cuando afirmamos el sentido sagrado de la liturgia? 2. La controversia sobre «lo sagrado» Para comprender siquiera parcialmente el contexto en el que la teología sintió la necesidad de interrogarse sobre la naturaleza sagrada de su culto resulta necesario aludir a la polémica que, acerca de «lo sagrado», se suscitó a mediados del siglo xx. En efecto, ya en 1939, el sociólogo Roger Caillois constataba que dicho problema manifiesta una complejidad laberíntica 21. Por ello, durante los decenios transcurridos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la finalización del Concilio Vaticano II, el mundo de la teología, de la filosofía y de numerosos círculos intelectuales se vio sacudido por una agitada controversia: la «querella sobre lo sagrado», que terminó por desembocar en la «teología de la muerte de Dios» 22. «En el origen de la discusión –nos recuerda Julien Ries– se encuentra un movimiento teológico que buscaba una parte de su inspiración en los escritos de la cárcel de Dietrich Bonhoeffer, un teólogo luterano alemán discípulo de Karl Barth y gran opositor del nacionalsocialismo de Hitler –lo que le costó la vida. Según Bonhoeffer,

21. R. Caillois, L’homme et le sacré, Gallimard, Paris 1939 (1988) [El hombre y lo sagrado, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México 2009]; cit. en C. Valenziano, Liturgia e antropologia, p. 77. Algunos autores han llegado, por ello, a hablar de polisemia babélica a la hora de calificar los sucesivos intentos de definir «lo sagrado». 22.  Cf. J. Ries, El sentido de lo sagrado en las culturas y en las religiones, Azul Editorial, Barcelona 2008 [Il senso del sacro nelle culture e nelle religioni, Jaca Book, Milano] p. 7.

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la humanidad se está encaminando hacia una época no religiosa. Por esto, la teología debe cesar de fundar su enseñanza sobre un a priori religioso del hombre. La religión y el homo religiosus corresponden a una época de la humanidad que pronto terminará» 23.

Muy pronto, la vía abierta por el autor luterano fue proseguida por la teología de la muerte de Dios, corriente que se esforzó por separar, hasta su contraposición, la fe y la religión: «… la fe es relación con el Dios viviente. La religión está señalada por la impronta de lo sagrado. La teología de la muerte de Dios intenta mostrar que la secularización, fruto de la civilización industrial, representa una chance para el desarrollo de una fe verdaderamente purificada […] Numerosos teólogos cristianos han reaccionado, y en el curso de tres decenios hemos asistido a un debate sobre lo sagrado» 24. Durante el arco de tiempo de la controversia, las sucesivas aproximaciones teológicas a lo sagrado se movieron entre dos polos opuestos. El primero, representado por la teología liberal –siguiendo el camino abierto por la fenomenología de las religiones (É. Durkheim)– pensó encontrar en la categoría de «lo sacro» la clave para comprender la naturaleza última de toda actitud religiosa: la religión se fundamenta sobre lo sagrado; y, a su vez, lo sagrado es la cifra para la correcta interpretación de la religión. Para la segunda corriente –conformada en torno a la teología dialéctica–, «lo sacro» no sería, por el contrario, sino una idea ambigua, una astucia de la razón. Tal categoría, de hecho, no se adecuaría en modo alguno al cristianismo, que fundado sobre la libre iniciativa de Dios no puede aceptar tal esfuerzo de autojustificación, absolutamente opuesto a la gratuidad del don divino de revelación y salvación 25. 23.  Ibíd., pp. 24-25. 24.  Cf. Ibíd. 25.  Cf. C. Valenziano, Liturgia e antropologia, p. 78.

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Estas antagónicas premisas conceptuales, inicialmente surgidas en el seno de las confesiones reformadas, influyeron decisivamente en la aproximación al fenómeno de lo sagrado llevada a cabo por la teología católica. Ante posturas tan contrapuestas, resultó imposible alcanzar una comprensión homogénea del problema. Así, al reseñar una reunión científica desarrollada en 1949 a fin de lograr algunos puntos comunes, una revista especializada comentaba: «… una prolongada discusión tuvo lugar en Vanves, al tratar de encontrar una definición sobre lo sagrado. Pero no se lo ha definido, porque se ha reconocido que, acerca de una realidad en sí misma tan compleja, los puntos de vista posibles son extremadamente diversos» 26. Quizás, como señala acertadamente Crispino Valenziano, el problema estribe en pretender una solución desde una delimitación a priori de la naturaleza de lo sagrado. Tal camino, seguido habitualmente por la teología desde los inicios de la controversia, no ha resultado especialmente satisfactorio 27. Por esta razón, si se quiere abordar el sentido sagrado que califica toda genuina celebración del culto eclesial, quizás sea menester partir no de un hipotético y abstracto substantivado concepto de «lo sacro», sino más bien de lo que podríamos denominar su «narración»: es decir, del modo en el que la conciencia eclesial lo interpreta –o lo que es lo mismo, lo comprende y realiza– en la acción litúrgica a la que atribuye de modo eminente esta cualidad 28.

26.  La Maison-Dieu 17 (1949) 7. 27.  Cf. C. Valenziano, Liturgia e antropologia, pp. 78-106. 28.  «Celebratio liturgica […] actio sacra praecellenter»: Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum concilium, n. 7. Para Cispino Valenziano, esta sería la opción hermenéutica, frente al camino previo u opción apologética: vid. C. Valenziano-A. Grillo, L’uomo della liturgia, Cittadella, Assisi 2007.

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3. La narración cristiana de «lo sagrado» En el sentido apenas esbozado, debe afirmarse que el cristianismo encuentra el carácter sacro de su culto precisamente en la naturaleza sacramental de la liturgia. Quiere ello decir que en la intelección de su culto como manifestación, presencia y comunicación del misterio de Cristo en la mediación del rito 29, se abre la posibilidad misma de alcanzar un fundamento plausible para la legitimidad de la calificación «sagrada» de la experiencia litúrgica. Y de esta consideración sacramental de la celebración litúrgica se deriva todo otro predicado «sacro» del culto eclesial: música sacra, arte sacro, ornamentos sagrados… «Si se da una particular presencia de lo divino en el mundo histórico de los hombres, entonces eso tiene lugar de la manera más intensa en la “acción sagrada” [la celebración]; y solo en razón de su ordenación a dicha acción hablamos de personas, lugares, tiempos e instrumentos “sagrados”» 30. En virtud de la relación teándrica (divino-humana) que constituye al Verbo encarnado en ámbito radical y garantía de posibilidad del encuentro mismo entre la trascendencia absoluta de Dios (santidad) y la contingencia cósmica del hombre (su condición en el mundo), la presencia sacramental del misterio de Cristo en la celebración litúrgica posibilita que, en el rito de culto, tiempo y eternidad, espacio y no-lugar 31, cosmos y «eschaton» –en definitiva, lo absoluto de Dios y lo contingente del hombre– entren en per29.  Acerca de esta comprensión del culto eclesial, vid. José Luis GutiéBelleza y misterio, EUNSA, Pamplona 2006, donde el autor desarrolla su concepción de la liturgia a partir de dichas categorías. 30. J. Pieper, ¿Qué significa sagrado?, p. 24. 31.  Usamos la expresión en el sentido dado por J. Corbon, Liturgia fontal, Palabra, Madrid 2009 [Liturgie de source, Éditions du Cerf, 1980] passim: condición infinita e ilimitada del ámbito de la vida íntima trinitaria. rrez-Martín,

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fecta comunión en la mediación de la acción simbólica –el rito de culto– que los unifica y les da forma. En síntesis: para la narración cristiana, «sagrado» significa el acontecer sacramental de su culto eclesial, como «lugar» del encuentro actual del hombre con el misterio de Cristo 32. Por ello, cuando el Concilio Vaticano II concluye que la acción litúrgica es la «acción sagrada por excelencia», esta afirmación no debe entenderse en el sentido de un incierto carácter «numinoso» de su celebración 33, ni tampoco de una dualista contraposición con la experiencia secular («lo profano»), sino a la luz de su ya citada condición sacramental: «… si en las religiones la reforma del tiempo y del espacio, de las cosas y de los acontecimientos en el tiempo y en el espacio, se realiza sacralizando, en el cristianismo se lleva a cabo sacramentalizando» 34. La índole sagrada de la celebración litúrgica –y de cuanto a ella se ordena– surge, pues, como consecuencia necesaria de su radical condición de sacramento memorial: es la presencia del misterio de Cristo en la mediación simbólica del rito (anámnesis), acaecida por la acción transformadora del Espíritu (epíclesis), la premisa que sustenta el carácter esencialmente sagrado de toda experiencia litúrgica. «En la realización de la acción santa, dicho más en concreto, en la celebración eucarística de los misterios […] acontece algo enteramente excepcional: la presencia real de Dios entre los hombres, los cuales tienen la clara evidencia de que con ello entra 32.  También I. Biffi, Liturgia 2: I Sacramenti, memoria e segni della salvezza, Marietti, Roma 1982, p. 24, encuentra el sentido cristiano de lo sagrado en el hecho, característico y propio de todo sacramento, de ser «lugar» de encuentro espacio-temporal con la presencia de Cristo. 33.  «La liturgia no consiste en llenarse de estremecimientos, sino en situarse frente a la espada cortante de la palabra de Dios»: J. Ratzinger, «Liturgia. Obiezioni e risposte al rinnovamento», Studi Cattolici 69/10 (1966) 46. 34. C. Valenziano, Liturgia e antropologia, p. 92.

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en vigor con particular claridad la frontera que limita el ámbito de lo habitual» 35. De este modo, el carácter sagrado de la liturgia presupone no un a priori conceptual, sino una característica histórico-salvífica: la estructura sacramental de la economía de la salvación. En otras palabras, sostener la condición sagrada de la celebración de culto es responder afirmativamente al misterio del Verbo encarnado y a su consecuencia sacramental: el hecho de que, según la antigua fórmula litúrgica, las realidades que trascienden a este mundo y a esta historia –invisibilia– se alcancen, paradójicamente, en la mediación de aquellas realidades de este mundo y de esta historia que han sido asumidas por Dios: per visibilia. «Porque gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor, para que conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible» 36. De aquí que toda pretensión de desacralizar o, simplemente, secularizar la liturgia sea en última instancia la vía más directa para disgregar el principio mismo sobre el que sustenta el hecho cristiano: la sacramentalidad de la economía de la salvación. Efectivamente, secularizar el culto anularía la posibilidad de un contacto real con el misterio salvador de Cristo en el presente siempre actual del discurrir histórico, negando así en su misma raíz el único lenguaje posible para el encuentro de salvación del hombre con Dios. La desacralización del culto no es por ello solo, ni primariamente, una cuestión de «formas», sino de «significado». La objeción moderna a la condición sagrada del culto se pregunta por su real contenido. «Para decirlo con cautela, [a dicha postura] le resulta dudoso que se pueda dar en [la acción de culto] algo efectivo y real en sentido

35. J. Pieper, ¿Qué significa sagrado?, p. 28. 36.  Misal Romano: Prefacio I de la Natividad del Señor.

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fuerte y drástico; niega que se dé una presencia de lo divino en la acción sagrada; dicho de otro modo, niega su carácter sacramental. Y así queda planteada la cuestión decisiva: […] en todo programa de desacralización –justamente en los que se presentan con fundamentos teológicos–, la última raíz ideológica no es otra que la negación de la sacramentalidad» 37.

Desacralizado o interpretado desde una perspectiva secular, el culto cristiano pierde su radical condición de experiencia gratuita de comunión con Dios, para verse limitado a ser, en el mejor de los casos, una mera expresión sensible de una hipotética y apriorística relación inmediata, acaecida necesariamente de modo implícito y universal en todo hombre (antropología trascendental); circunstancia que, al fin y al cabo, implica la reducción de los ritos de la liturgia eclesial –y también de la fe– a un simple hecho cultural, como tal siempre sujeto al capricho de la moda y al arbitrio de los intereses del momento. La peculiaridad cristiana queda así diluida en un genérico mundo de experiencias religiosas. Negar el principio sacramental del culto o el carácter sagrado que se deriva de su celebración conduce a desdibujar y anular la característica peculiar del misterio cristiano: su «universalismo bíblico, que no se apoya en la condición común y trascendental de todo hombre, sino que quiere llegar al conjunto partiendo de una elección» 38 por medio de la libre acogida del don de la gracia ofrecida en la mediación ritual de los sacramentos eclesiales. Por esa senda –transitada durante el siglo xx por la teología trascendental– la historia de la salvación termina confundiéndose con el puro devenir histórico; y la apertura del hombre a una trascendencia, la divina, que gratuitamente se dona y libremente 37. J. Pieper, ¿Qué significa sagrado?, pp. 25-27. 38. J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, p. 53.

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se acoge, se cierra en una pura inmanencia al mundo que, necesariamente, acaba por exigir la «muerte de Dios» en el horizonte secular 39. 4. Sagrado y profano A partir del principio sacramental enunciado, el culto cristiano emplaza la correspondencia de lo «sagrado» y lo «profano» en un plano hermenéutico alejado de toda concepción dualista, en un horizonte «en continuidad y no en ruptura en el mismo universo “cosmificado” por Dios» 40. De hecho, la relatividad semántica de ambas categorías comporta que su situación no se encuentra en modo alguno en una polaridad en el orden del ser: ya en su mismo origen etimológico pro-fanum indica, al mismo tiempo, lo que está «fuera de» y «junto a», «en vez de» y «conforme a», y no lo «opuesto» o «contrario a», lo sagrado 41. La narración cristiana presenta así el binomio profano-sagrado en una «alteridad de continuos» y no en una «disyuntiva de opuestos». En efecto, en lo más profundo de su estructura fundamental, todo sacramento es, en última instancia, una realidad que, procedente de la naturaleza y a la cultura –lo profano–, por la presencia del misterio pascual de Cristo recibe un nuevo significado y un 39.  A nuestro juicio, tal sería la consecuencia última, probablemente no buscada, del llamado «giro antropológico» que la teología experimentó durante la segunda mitad del siglo pasado. De aquí la necesidad imperiosa de un nuevo «giro», de un nuevo modo de hacer teología, que se funde no en un a priori trascendental, sino en el carácter histórico y concreto del acontecer sacramental del misterio de nuestra salvación. 40. C. Valenziano, Liturgia e antropologia, p. 90. 41.  Cf. ibíd. y J.Pieper, ¿Qué significa sagrado?, p. 16.

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nuevo modo de ser –lo sagrado– que expresa su verdad más radical: aquello que desde el mismo momento de la creación estaba llamado a ser. Así, en la celebración eucarística, en virtud del mandato institucional («este es mi cuerpo»–«esta es mi sangre»), trigo y fruto de la vid –naturaleza, mundo–, pan y vino –historia, cultura–, se convierten, una vez «consagrados», en presencia sacramental del cuerpo entregado y de la sangre derramada por Cristo en la cruz. En palabras de san Josemaría Escrivá: «… ¿qué son los sacramentos –huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos– sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales? ¿Qué es esta Eucaristía –ya inminente– sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo –vino y pan–, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, como el último Concilio Ecuménico ha querido recordar? [Gaudium et Spes 38]» 42.

De este modo, la consistencia cósmica primordial, lo secular y profano, es asumido en el culto para ser constituido –«consagrado»– en sacramento: ámbito para la manifestación, presencia y comunicación de Dios, adquiriendo así nuevo significado y nueva realidad, como anticipo de la transformación universal de este mundo al final de los tiempos. Desde la hora de Cristo, la verdad más profunda que toda genuina actitud religiosa busca expresar mediante el culto alcanza su 42.  Josemaría Escrivá de Balaguer, homilía «Amar al mundo apasionadamente» (8.X.1967), en J. L. Illanes-A. Méndiz (eds.), Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, en Josemaría Escrivá de Balaguer. Obras Completas I/3, Rialp, Madrid 2012, p. 115b.

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auténtico y definitivo cumplimiento. En efecto, en la aceptación libre de su misterio pascual (muerte-resurrección), la acción esencial de todo culto, el sacrificio (el «hacer algo sagrado»), encuentra su verdadero y definitivo significado. Lejos de ser un desprecio de este mundo y un alegato en favor de la nada, en el sacrificio pascual de Cristo –y en su actualización sacramental– la muerte se convierte en «tránsito» («pascua») hacia la definitiva transfiguración escatológica: «… vi un cielo nuevo y una tierra nueva pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron […] Vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo del lado de Dios […] Y oí una fuerte voz procedente del trono que decía: he aquí la morada de Dios con los hombres» 43. Con la Pascua, «el sacrificio adopta naturalmente la forma de la cruz de Cristo, del amor que se entrega a la muerte, pero no para unirse a la destrucción, sino para producir una recreación que devuelve de nuevo la creación a su propio ser» 44. Y así «todo el culto es ahora participación en esta “Pascua” de Cristo, en ese «paso» de lo divino a lo humano, de la muerte a la vida, hacia la unidad entre Dios y el hombre. El culto cristiano es, por tanto, cumplimiento concreto y realización de las palabras que Jesús pronunció el primer día de la gran semana, el Domingo de Ramos, en el templo de Jerusalén: “cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32)» 45. Por eso, celebrar el culto cristiano no solo significa reconocer el dominio de Dios sobre este mundo (que en cuanto llamado al ser por su libre iniciativa le pertenece de manera que también «lo profano» es suyo), sino que supone además confesar su destino a una consumación escatológica, en un cosmos «divinizado», del cual las 43.  Ap 21, 1-3. 44. J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, p. 19. 45.  Ibíd., pp. 19-20.

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realidades sagradas cristianas o sacramentos son figura o anticipo: «… y cuando le hayan sido sometidas todas las cosas, entonces también el mismo Hijo se someterá a quien a él sometió todo, para que Dios sea todo en todas las cosas» 46. La celebración del culto cristiano es así prenda de la dirección última del movimiento cósmico e histórico: anticipa su meta (la plenitud cristológica del tiempo escatológico) y, con ello, al mismo tiempo la impulsa 47. Lo sagrado cristiano no nace, por tanto, de una contraposición dialéctica con lo profano. Más aún, para la narración cristiana, lo profano, el ámbito de lo secular, no solo pertenece a Dios, sino que también está llamado a ser santificado 48. De aquí que sagrado y profano no sean realidades antitéticas, sino que constituyan los dos modos de acontecer del mismo y único universo creado por Dios. Su distinción, real, se da siempre «en el seno de» una totalidad 49. Y, de esta manera, sagrado y profano se muestran como modalidades relativas, pero no contrapuestas. El culto cristiano presenta así una «nueva dialéctica» de un «sacro» que no es apartado de nada ni de nadie y de un «profano» que continuamente se encuentra en ósmosis, en el camino hacia su transformación definitiva 50. La celebración eclesial del culto es, pues, «conciencia crítica» de una comprensión de la «sacralidad» fundada no sobre una a priori conceptual –su polaridad dialéctica con el mundo–, sino inmersa en la estructura misma del diálogo de salvación de Dios con los hombres en la historia: la economía sacramental. 46.  1 Co 15, 28. 47.  Cf. J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, p. 16. 48.  Vid., sobre este punto, Josemaría Escrivá de Balaguer, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, pp. 113-123, donde el autor condensa su predicación sobre la santidad cristiana en la vida ordinaria, y expone el núcleo de cuanto denomina el materialismo cristiano. 49.  Cf. J. Pieper, ¿Qué significa sagrado?, p. 19. 50.  Cf. C. Valenziano, Liturgia e antropologia, p. 88.

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Toda concepción dualista de lo sagrado frente a lo secular acabaría por convertir al culto mismo en un imposible, en un hecho absolutamente contradictorio, al incapacitar la asunción del mundo y de la cultura como mediaciones para la manifestación, presencia y comunicación de Dios al hombre. En efecto, como señala atinadamente Joseph Pieper: «… si fuese verdad, por ejemplo –tal como se afirma sobre la base de una cuestionable interpretación de la visión mítico arcaica del mundo–, que sagrado y profano se encuentran uno frente al otro como dos mundos radicalmente heterogéneos (É. Durkheim), como cosmos y caos, como lo real y lo irreal (o “pseudo-real”), separados entre sí por un abismo (M. Elíade); si no se diese ninguna “solidaridad” entre lo sagrado y lo profano (J.P. Audet); dicho de otra forma, si tampoco el mundo que está ante el portal de lo sagrado puede ser tenido como bueno gracias a la creación, e, incluso, en cierto sentido, como “santo”; si tuviese razón la torpe simplificación según la cual el hecho de la existencia de un lugar sagrado debe significar que se puede hacer “afuera” lo que se quiera, entonces se debería rechazar, en efecto, como algo inaceptable la distinción entre sagrado y profano» 51.

Sagrado y profano participan de un mismo origen: el mundo creado por Dios y hecho cultura por el hombre; y tienden a un mismo fin: su re-creación divina al final de los tiempos. En palabras de Joseph Ratzinger, «la meta del culto y la meta de toda la creación es la misma, a saber, la divinización» 52. Y, en este sentido, desde el punto de vista de su consistencia cósmica, sagrado y profano muestran una admirable continuidad: tan pan de trigo es el «pan nuestro de cada día» como el pan que, destinado a la celebración 51. J. Pieper, ¿Qué significa sagrado?, pp. 19-20. 52. J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, p. 16.

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del sacrificio eucarístico, será ritualmente consagrado. Por eso, al defender los ritos eclesiales frente a quienes los consideraban meras supercherías, G. K. Chesterton escribió: «… en el caso de esas formalidades antiguas y místicas por lo menos podemos decir que el ritual no es mero ritual; que los símbolos utilizados son en la mayoría de los casos símbolos que pertenecen a una primaria poesía humana. Los más feroces oponentes de las ceremonias cristianas deberán admitir que si el catolicismo no hubiera instituido el pan y el vino, probablemente algún otro lo habría hecho. Cualquiera con cierto instinto poético admitirá que para el instinto humano normal el pan simboliza algo que no es muy fácil simbolizar de otra manera; que el vino, para el instinto humano normal, simboliza algo que no es muy fácil simbolizar de otra manera» 53.

Ahora bien, esta ausencia de toda polaridad dialéctica no significa confusión ni disolución mutua entre lo sagrado y lo profano…, pese a que en su continuidad cósmica e histórica se encuentre la razón de la aparente plausibilidad del equívoco «teológico» de un culto secularizado, «se afirma […] que Cristo ha santificado el mundo entero y que, consecuentemente, todo es sagrado. Otros insisten en que ha liberado al mundo y los hombres entregándolos a su verdadera mundanidad y profanidad» 54. No es así: ni todo es sagrado, ni todo es profano. Tan indebido resultaría desacralizar el culto (considerarlo o llevarlo a cabo con una actitud secularizada, por medio de formas mundanas) bajo el pretexto de que todo es sagrado, como sacralizar abusivamente la vida secular ordinaria por considerar que, en su misma consistencia originaria, el mundo es incapaz de Dios. 53.  G. K. Chesterton, Herejes, pp. 187-188. 54. J. Pieper, ¿Qué significa sagrado?, p. 15.

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En definitiva, afirmar una concepción dualista de la santidad divina y del carácter secular del mundo equivaldría, en última instancia, a eliminar del horizonte de lo posible, por ilusorio, el diálogo entre Dios y el hombre que se establece por el misterio de la encarnación y, por ende, se excluiría el fundamento mismo del culto eclesial. Pero, al mismo tiempo, negar la distinción real de lo profano y lo sagrado supone rechazar la verdad misma de la economía sacramental, cimentada a partir del misterio de Cristo: acontecimiento que si bien es esperado por la connaturalidad original de un hombre creado «a imagen y semejanza» de Dios, y de un Dios encarnado a imagen y semejanza del hombre 55, es también inesperado por su condición absolutamente libre y gratuita. En efecto, suprimida la alteridad, ni Jesús de Nazaret se distinguiría de cualquier otro «hombre», ni la liturgia de la Iglesia se diferenciaría esencialmente de cualquier otro «culto», y de esta manera el misterio cristiano quedaría a la postre asimilado a cualquier otro fenómeno más o menos religioso. De hecho, toda reducción mutua de lo sagrado y lo profano termina por confundir el diálogo divino-humano de comunión, característico de la economía cristiana, con un monólogo antropológico que convierte a la relación trascendental gratuita del hombre con Dios en una quimérica autotrascendencia. En toda «profanación» de lo sagrado, el hombre ocupa indebidamente el lugar de Dios en el cosmos y, eliminada del horizonte toda trascendencia ulterior a este mundo y a esta historia, la cultura se «diviniza» 56 : la fe se traduce en ideología, la esperanza en utopía y la caridad en 55.  «El Hijo de Dios pudo hacerse hombre y encarnarse porque el hombre había sido ya proyectado en previsión de él, como imagen de aquél que es, a su vez, la imagen de Dios»: J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, p. 70. Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Gaudium et spes (7.XII.1965), nn. 12 y 22. 56.  «Seréis como dioses»: cf. Gn 3, 4.

La narración de lo sagrado en una sociedad secular

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filantropía. Paralelamente, toda «sacralización» de lo profano anula la «necesidad» misma de un Dios trascendente, por prescindible. Y, de este modo, por ambos caminos se llega a la misma consecuencia: la «muerte» de Dios en este mundo. En efecto, solo desde la mutua alteridad de lo profano y lo sagrado tiene sentido hablar de un «cuerpo», una historia, un mundo, una cultura asumidos, gratuitamente, en una determinación empírica concreta, para ser «consagrados» por la presencia de Dios (sacramentos). En la gratuidad característica de la experiencia del culto eclesial se muestra, así, la auténtica naturaleza de una liturgia (un sagrado) que no está separada del cosmos, y de una secularidad (un profano) que, salida de las manos de Dios, se encuentra siempre abierta a su presencia y tendente a su definitiva transfiguración al final de los tiempos. Celebrar el culto con sentido sagrado es, por ello, celebrar la gloria de Dios junto a un cosmos –un mundo y una historia– que aquí y ahora –en un ámbito espacio-temporal delimitado– es santificado.

3 Adorare numina et colere deos: la adoración en la cultura romana Álvaro Sánchez-Ostiz 1

Sumario: 1. Introducción. 2. Los sentidos de adorare y adoratio en latín. 3. Adoración, numen y cultus deorum. 4. Consideración final.

1. Introducción ¿Adoraban los romanos a sus dioses? Estrictamente no, de acuerdo con el término castellano «adorar»; es decir, no concedían importancia a la sumisión íntima cuando rogaban el favor o la protección de una divinidad. Dicho de otro modo, los romanos piadosos se dirigían a los dioses buscando obtener un beneficio, no reverenciar su majestad 2, mucho menos aún expresarles amor o deferencia. En este sentido, es tradicional destacar que la reli1.  Álvaro Sánchez-Ostiz es profesor titular de Filología Latina en la Universidad de Navarra. Ha impartido cursos y seminarios de Lengua Latina, Civilización Clásica y Literatura de la Antigüedad. Entre sus principales temas de investigación destacan el culto imperial en Roma y la literatura latina de la Antigüedad Tardía. 2.  Cf. DRAE, s. v. «Adorar»: «2. tr. Reverenciar y honrar a Dios con el culto religioso que le es debido» y CCE § 2097: «Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la “nada de la criatura”, que solo existe por Dios».

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gión romana tradicional, sobre todo antes de que se viera influida por la religión y filosofía griegas 3, era esencialmente ritual y no personal. No obstante, tampoco se puede obviar que los romanos utilizaban la expresión adorare deos o el sustantivo adoratio y que los términos castellanos como «adorar» o «adoración» proceden de esos usos. De modo análogo, la palabra «devoción» entendida como «amor, veneración y fervor religiosos» 4 dista esencialmente de la devotio romana, un ritual específico por el que un guerrero ofrecía su vida a los dioses en el campo de batalla a cambio de la derrota del enemigo. Asimismo, los romanos tampoco serían estrictamente piadosos, por más que valoraran en extremo la pietas erga deos atque parentes, puesto que no unían esta idea a una «tierna devoción» 5, a una implicación personal o a la sinceridad de espíritu. El contraste entre adoratio y «adoración», entre devotio y «devoción», o entre pietas y «piedad» son ejemplos particulares de una evolución general que afecta a otros muchos términos del vocabulario religioso latino 6 : así, adoración, devoción y piedad significan en la cultura occidental de tradición cristiana realidades y actitudes en parte similares y en gran parte diferentes de las que reflejaban adoratio, devotio y pietas en la mentalidad religiosa romana. 3.  Esta influencia fue llegando a la cultura romana de modo paulatino y por medio de canales diversos, primero a través de los etruscos, luego directamente de los griegos de la Magna Grecia, más tarde, a partir del siglo ii a. C., como un elemento más de la apropiación de la cultura helénica que sigue a la conquista de Grecia. 4.  DRAE, s. v. «Devoción»: cf. ibíd. 5: «Prontitud con que se está dispuesto a dar culto a Dios y hacer su santa voluntad». 5.  Cf. DRAE, s. v. «Piedad»: «Virtud que inspira, por el amor a Dios, tierna devoción a las cosas santas, y, por el amor al prójimo, actos de amor y compasión». 6.  Piénsese por ejemplo también en términos como «religión», «solemne», «inmolar», «instaurar» o «pontífice».

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Por tanto, en el contexto de este volumen, resulta pertinente dar razón del citado contraste entre la adoración cristiana y la adoratio romana, partiendo en primer lugar de un análisis somero de la evolución semántica que experimentaron los términos adorare y adoratio. En segundo lugar, describiré qué entendían los romanos por culto a los dioses y en qué partes específicas del ritual se enmarcaba la adoratio. Ambos aspectos ayudan a identificar elementos de semejanza que favorecieron que los cristianos reciclaran el vocabulario religioso romano, así como diferencias insalvables que les hicieron cambiar el sentido de estos por completo. Por razones de espacio el análisis del material será selectivo: más que tratar exhaustivamente el tema, me propongo ilustrar cómo nuestro conocimiento de la tradición romana ayuda a entender la novedad que supuso la adoración cristiana para la religiosidad de la Antigüedad grecorromana. 2. Los sentidos de adorare y adoratio en latín Es característico de la religión romana el haber conservado elementos arcaicos incluso en condiciones sociales y culturales completamente diferentes, de modo que el observador actual encuentra en los testimonios escritos una llamativa mezcla de rituales antiquísimos, de reflexión culta y de influencias externas. En el caso de adorare y adoratio, se observa que la etimología y los diferentes usos en época preclásica (siglos iii-ii a. C.) y clásica (siglos i a. C-i d. C.) evidencian un progresivo desplazamiento de significado: en su origen tiene dos sentidos básicos y concretos (hablar a alguien e invocar a alguien superior), pero avanza primero hacia uno no marcado y general (dar culto o venerar), y algo más tarde hacia uno marcado y concreto, la traducción del término griego προσκύνησις (proskynēsis), que aludía principalmente al gesto de la postración ante el superior. Esta evolución propició en su momento

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que los cristianos de habla latina utilizaran adorare y sus derivados para designar el nuevo modo de relación con Dios que suponía la adoración «en espíritu y verdad». Así, adorare significa inicialmente «hablar a alguien», por ser compuesto del prefijo ad y del verbo orare, derivado a su vez de os, «boca» o «rostro», lo que indica que el verbo subrayaba el gesto externo o, si se quiere, la expresión en voz alta 7. De los diferentes contextos en los que aparece con este sentido se deduce además que el término tiene un matiz de especial respeto hacia el destinatario. Así lo explican los comentaristas, glosistas y gramáticos postclásicos que se ven obligados a dar razón de ese antiguo uso 8. Por ejemplo, el comentarista Servio (siglo iv d. C.) apunta que «los antiguos decían que adorar es hablar a alguien» 9, cuando glosa el verso virgiliano Aen. 10.677, en el que Turno se dirige a los vientos diciendo: «Mejor apiadaos, vosotros, oh vientos: llevad mi nave hacia esas rocas, hacia esos peñascos –yo, Turno, os lo pido (adoro) de buen grado– y arrojadme en los crueles bajíos de la Sirte, donde no me sigan los Rútulos ni la fama consciente» 10. Que este sea el significado originario no significa que no se aplique en época posclásica; de hecho se seguirá manteniendo ocasionalmente, como por ejemplo en una disparatada escena de la novela Las metamorfosis de Apuleyo (123 d. C.-?) en la que, en medio del gentío de una pompa fúnebre, un adivino egipcio manda regresar de la muerte al difunto. Este, tras quejarse de haber sido devuelto a los sufrimientos de la vida,  7. Cf. TLL, s.v.  8. Véase Festo (siglo ii d. C.), De significatione verborum 19: Adorare apud antiquos significabat agere; unde et legati oratores dicuntur, quia mandata populi agunt.  9. Turnus adoro id est iuxta veteres, qui «adorare» adloqui dicebant. 10.  Aen. 676-679: «Vos o potius miserescite venti:/ in rupes, in saxa, volens vos Turnus adoro/ ferte ratem saevisque vadis immittite Syrtis,/ quo neque me Rutuli nec conscia fama sequatur».

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«se levanta del ataúd y se dirige (adorat) al pueblo del siguiente modo con un profundo gemido…» 11. No obstante, es mucho más común un segundo uso de adorare como «invocar», restringido al momento ritual en el que un individuo invoca el nombre del dios más adecuado a sus necesidades, usualmente para pedirle algo mediante una plegaria acompañada de un sacrificio. Los ejemplos se podrían multiplicar, pero bastará citar aquí un pasaje del historiador Tito Livio (64 a. C.-12 d. C.) en el que Corvino se dirige al ejército enemigo con las siguientes palabras: «Soldados –dijo–, mientras avanzaba desde la ciudad, invoqué (adoravi) a vuestros dioses y a los míos, y les pedí humildemente el favor de que me otorgaran la gloria de conseguir la reconciliación, no la victoria. Ya ha habido y habrá suficientes guerras en las que se consiga la fama: desde ahora hemos de buscar la paz…» 12. Los diferentes contextos en los que se emplea denotan que el particular se dirige a la divinidad, para que ésta se haga presente con su actuación, procurando al interesado un favor o una protección especial. Se aprecian asimismo dos rasgos definitorios: por una parte, el gesto externo –como sabemos por otras fuentes, la oración en voz alta 13, la cabeza cubierta (capite velato), besarse la 11.  Apuleyo, Met. 2.29: Suscipit ille de lectulo et imo cum gemitu populum sic adorat…. De modo similar, Apuleyo utiliza adorat cuando narra cómo un acusador durante un juicio «se dirige al pueblo» (populum sic adorat) en Met. 3.3. 12.  Livio, 7.40.4: «Deos, inquit, immortales, milites, vestros meosque ab urbe proficiscens ita adoravi veniamque supplex poposci ut mihi de vobis concordiae partae gloriam non victoriam darent. satis fuit eritque unde belli decus pariatur: hinc pax petenda est…». 13.  Abundan los testimonios de que la oración silente estaba asociada a la maldición o a una finalidad vergonzosa: cf. Horacio, Epist. 1.16.59; Séneca, Epist. 10.5: «Que sepas que estarás libre de todas las pasiones cuando llegues al punto de no pedir a un dios, sino lo que puedas pedir abiertamente. En efecto, ¡cuán grande es ahora la locura humana! Susurran a los dioses los votos más vergonzosos. Si alguien acerca el oído, se callan y narran al dios lo que

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mano derecha 14, girarse hacia la derecha al terminar la plegaria– y, por otra, la petición de un bien concreto, en otras palabras, una «oración egoísta», «utilitarista» o «cortoplacista». Sin embargo, en numerosos ejemplos a partir de finales del siglo i a. C., desde poetas como Virgilio (70-19 a. C.) u Ovidio (43 a. C.-17 d. C.), hasta prosistas como Livio 15, no es perceptible con claridad si adorare sigue significando específicamente «invocar» o está equiparado de modo general a venerari «venerar» o colere «dar no quieren que sepan los hombres» (Tunc scito esse te omnibus cupiditatibus solutum cum eo perveneris ut nihil deum roges nisi quod rogare possis palam. Nunc enim quanta dementia est hominum! Turpissima vota dis insusurrant. Si quis admoverit aurem, conticiscent, et quod scire hominem nolunt deo narrant). El hecho de que la reflexión culta critique esta actitud es una confirmación de que era lo más habitual: cf. Cicerón, Div. 1.129: «Pues, tal como las almas de los dioses sienten en su interior sin ojos, sin oídos, sin lengua qué siente cada uno –por lo que ocurre que los hombres, incluso cuando desean o prometen algo en silencio, no dudan de que los dioses lo escuchan–, así las almas de los hombres» (Ut enim deorum animi sine oculis, sine auribus, sine lingua sentiunt inter se quid quisque sentiat –ex quo fit ut homines, etiam cum taciti optent quid aut voveant, non dubitent quin di illud exaudiant–, sic animi hominum…) y Séneca, Epist. 41.1: «No hace falta elevar las manos al cielo ni pedirle al encargado del templo que nos permita acercarnos al oído de la estatua, como si pudiéramos ser mejor escuchados: Dios está cerca de ti, está contigo, esta dentro de ti» (Non sunt ad caelum elevandae manus nec exorandus aedituus ut nos ad aurem simulacri quasi magis exaudiri possimus, admittat: prope est a te deus, tecum est, intus est.). 14. Con una reinterpretación etimológica de ad-os «hacia la boca»: cf. Plinio, Nat. 28.25: in adorando dextram ad osculum referimus totumque corpus circumagimus, quod in laevum fecisse Galliae religiosius credunt.  15.  Cf. las quejas de Juno en Virgilio, Aen. 1.46-49: «¡En cambio yo, que me presento como reina de los dioses, y hermana y esposa de Júpiter, hago la guerra durante tantos años contra una sola nación! ¿Quién invocará/adorará el numen de Juno a partir de ahora u honrará suplicante sus altares?» (Ast ego, quae divom incedo regina, Iovisque/ et soror et coniunx, una cum gente tot annos/ bella gero! Et quisquam numen Iunonis adoret/ praeterea, aut supplex aris imponet honorem?). Cf. también Ovidio, Met. 1.320; 9.350; 11.247, 392; Livio, 38.43.5.

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culto». Es decir, el término ha perdido por entonces sus contornos más definidos y no aporta la connotación concreta de un gesto externo o de una invocación en voz alta 16. Es importante precisar que, al ser el momento de la adoratio una parte concreta del cultus –como se detallará más adelante–, la asimilación entre ambos es natural, a modo de metonimia de la parte por el todo. En la medida en que un contexto no menciona una petición específica y no se refiere a un gesto por parte del orante, la confusión puede ser completa o, si se quiere, la estricta diferencia entre adoración y culto deja de ser relevante. Este proceso de «desespecificación» afecta no solo a adorare, sino también a otros verbos latinos utilizados indistintamente para dirigirse a la divinidad presente o para invocar a la ausente, como por ejemplo salutare, affari, profari, alloqui, exorare, appellare, compellare o vocare, convertidos en sinónimos contextuales de adorare. Autores cristianos como Tertuliano todavía utilizan adorare con este matiz unido al nombre de Cristo 17: «El nombre de Cristo se extiende por doquier, es creído por doquier, es objeto de culto en todos los pueblos enumerados más arriba, reina por doquier, es invocado (adoratur) por doquier». Por último, se observa en otros contextos que el término latino adorare es utilizado para traducir el término griego προσκύνησις (proskynēsis, derivado del verbo προσκυνέω, compuesto de πρός «hacia» y de κυνέω «besar»), referido a la costumbre helenística de origen oriental de postrarse, prosternarse hasta tocar el suelo con el rostro o hincar la rodilla ante las estatuas de los dioses, el soberano o el representante de este para mostrar sumisión. Por tanto, 16. Una fusión que se ve también en autores cristianos desde el siglo d. C.: cf. Tertuliano, Apol. 15; Cipriano, Epist. 61.2.2; Lactancio, Inst. 1.5.26; Arnobio, Nat. 3.2. 17.  Tertuliano, Iud. 7.63: Christi autem nomen ubique porrigitur, ubique creditur, ab omnibus gentibus supra enumeratis colitur, ubique regnat, ubique adoratur. ii

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no se trata solo de dirigirse a una divinidad o a un hombre, sino de presentarse ante él con un gesto externo de especial veneración. En un principio los griegos la consideraban humillante y de hecho Alejandro Magno intentó introducirla en su corte sin éxito 18. En la Roma no cristiana, no se dio más que aisladamente, pero era sin duda conocida ya desde finales del siglo i a. C. 19; fue asociada al genius Augusti en un primer momento por los municipios de Italia como muy tarde en el año 12 a. C., para extenderse más tarde por todo Occidente. De hecho, tal como se lee en la conocida carta que Plinio envía a Trajano, el negarse públicamente a este tipo de adoratio fue señal de pertenencia a la Iglesia y podía llevar a la pena de muerte por lesa majestad 20. Más adelante, la adoratio/proskynēsis del emperador será fijada con detalle e introducida en el ceremonial de la corte por Diocleciano 21 a finales del siglo iii d. C. En la audiencia imperial, los 18. Cf. Plutarco, Alex. 54. 19.  Este es el sentido de adorare por ejemplo en Suetonio, Aug. 94, así como en Plinio, Nat. 8.3 y Marcial, 17.1, referidos a los elefantes que doblan la rodilla ante el rey o el emperador. 20.  Si bien Plinio no utiliza adorare sino venerari: Plinio, Ep. 10.96 (esp. 5 y 6) y 97. 21.  Antes del año 289 a. C.: véase Lactancio, Mort. 21, así como Eutropio, 9, 26: «(Diocleciano) … fue el primero que introdujo en el imperio romano una ceremonia más propia de la costumbre monárquica que de la libertad romana y dio orden de que se le adorase, mientras que todos los emperadores antes que él tan solo eran saludados. Añadió adornos de piedras preciosas en su vestido y su calzado. Pues la insignia imperial previamente había sido únicamente el manto de púrpura, y el resto común a los demás» ([Diocletianus]… diligentissimus tamen et sollertissimus princeps et qui imperio Romano primus regiae consuetudinis formam magis quam Romanae libertatis invexerit adorarique se iussit, cum ante eum cuncti salutarentur. ornamenta gemmarum vestibus calciamentisque indidit. nam prius imperii insigne in chlamyde purpurea tantum erat, reliqua communia) y Amiano, 15.5.18. Asimismo, este sentido pasó al latín de los cristianos para referirse al momento del ceremonial después de la elección

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asistentes se presentaban por turno de acuerdo con su rango y antigüedad en el cargo, se postraban ante el emperador, tomaban la orla del manto imperial y se lo llevaban a los labios 22. Es importante subrayar que en sí este término designa solo un gesto externo de respeto que no tiene por qué estar acompañado de sinceridad de corazón. Todo ello explica que a finales del siglo iv d. C. la Vulgata utilice de manera sistemática adorare para traducir προσκύνησις y προσκύνεω del original griego del Nuevo Testameno, entre otros muchos pasajes por ejemplo en Lc 4, 8: «Adorarás (adorabis; προσκυνήσεις) al Señor tu Dios y solo a él darás culto» 23, o en Mt 2, 11: «Y entrando en la casa encontraron al niño con María su madre y postrándose lo adoraron (adoraverunt; προσεκύνησαν) y, tras abrir sus tesoros, le ofrecieron regalos, oro, incienso y mirra» 24. En todos estos casos se puede deducir que el gesto está acompañado de implicación íntima, pero ello no se deriva del propio término, sino del significado añadido que aporta el contexto cristiano. En cualquier caso, otros ejemplos ilustran también que este sentido pasa a convertirse en el más habitual durante la Antigüedad Tardía, como una carta de san Agustín que precisa un interesante detalle, puesto que pone de relieve que se seguía percibiendo el origen etimológico de adorare, a pesar de que se hubiera impuesto el nuevo del Papa, en el que los cardenales se postran ante el recién elegido, para reconocerlo como legítimo sucesor de san Pedro. 22.  Por eso a este acto se le llama adorare purpuram: cf. Amiano, 21.9.8. 23.  Dominum Deum tuum adorabis et illi soli servies; Κύριον τὸν θεόν σου προσκυνήσεις καὶ αὐτῷ μόνῳ λατρεύσεις. 24.  Et intrantes domum invenerunt puerum cum Maria matre eius et procidentes adoraverunt eum et apertis thesauris suis obtulerunt ei munera aurum tus et murram; καὶ ἐλθόντες εἰς τὴν οἰκίαν εἶδον τὸ παιδίον μετὰ Μαρίας τῆς μητρὸς αὐτοῦ, καὶ πεσόντες προσεκύνησαν αὐτῷ, καὶ ἀνοίξαντες τοὺς θησαυροὺς αὐτῶν προσήνεγκαν αὐτῷ δῶρα, χρυσὸν καὶ λίβανον καὶ σμύρναν.

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sentido: «Por eso, como dije más arriba, algunos considerando con menos ilustración este origen de la palabra, tradujeron προσευχήν, no por oratio sino por adoratio, que más bien se dice προσκύνησις; pero, puesto que oratio se dice εὐχή, se pensó que adoratio era προσευχή» 25. A modo de síntesis de este panorama, se aprecia que en determinados pasajes adorare está usado de manera muy específica, mientras que en otros muchos testimonios el término da cabida a la vez a matices variados: oración, ruego, salutación, reverencia o sumisión. Es decir, adorare y su sustantivo adoratio tuvieron un primer significado inteligible específicamente en la práctica cultual de la Roma arcaica, que subrayaba la petición y el gesto; este sentido se fue transformando paulatinamente a causa de influjos internos y externos hasta acabar denotando el presentarse ante la divinidad o sus representantes con reverencia o veneración y, por último, sencillamente venerar a Dios, al Dios de los cristianos, con una implicación personal, afectiva e íntima, no egoísta y absolutamente ajena a la mentalidad ritual romana. Esta merece a su vez una atención particular en el siguiente apartado. 3. Adoración, numen y cultus deorum Antes de que la cultura helénica ejerciera su poderoso influjo en la cultura romana sobre todo a partir de finales del siglo iii a. C., los 25.  Agustín de Hipona, Ep. 149.44.2: unde hanc uerbi originem, sicut superius dixi, nonnulli minus erudite intuentes προσευχήν non orationem sed adorationem dicere uoluerunt, quae potius προσκύνησις dicitur; sed quia oratio interdum uocatur εὐχή, adoratio putata est προσευχή. Cf. Asimismo el caso de la traducción de la Vetus Latina para Mc 11, 17: domus mea domus adorationis (πϱοσευχῆς) vocabitur, en contraste con la Vulgata: domus mea domus orationis vocabitur.

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romanos no se preocupaban de saber dónde habitaban sus dioses, no los imaginaban en las alturas montañosas del Olimpo o en las profundidades del Hades 26 y no los hacían protagonistas de grandes relatos. En contraste con la griega, rica en historias que estimularon de manera inagotable la imaginación poética, la romana es una religión de mucho rito y poco mito: la tribu de Eneas solicitaba la ayuda de sus dioses a través de la plegaria y el sacrificio, por lo común combinados, principalmente para que aquellos se hicieran presentes en el momento en que los necesitaba. Este rasgo revela una mentalidad particular, reflejada sobre todo en el concepto de numen con el que los romanos se referían a sus divinidades. Se trata de un sustantivo neutro en –men que denota acción, derivado de una raíz verbal *nu– y que significa «asentir haciendo un gesto con la cabeza» 27. Este sentido primordial era percibido todavía por los romanos, aunque no lo utilicen con este significado, puesto que nutus, otro sustantivo verbal derivado de la misma raíz lo permitía 28. En tanto que asentimiento de una divinidad, numen denota una expresión activa y eficaz de la voluntad de ese dios 29 que decide actuar, bien por propia iniciativa, bien accediendo al ruego de un particular, de modo que se manifiesta en un signo reconocible. Por eso afirma Varrón que «se dice que un numen es una orden» 30. El punto de vista que subyace en esta concepción es esencialmente fenomenológico: destaca un interés primordial en la actuación de los dioses en el ámbito humano, es decir, de divinida26.  Si bien diferenciaban desde época arcaica entre di inferi y di superi. 27.  Un hipotético verbo simple *nuere aún pervive en compuestos como annuere o abnuere. 28.  Festo, De significatione verborum 184 (p. 179 Lindsay): «numen quasi nutus dei ac potestas». 29. Es especialmente significativo que desde los primeros testimonios numen se utilizara unido al nombre de un dios un genitivo. 30.  Varrón, De lingua latina VII 85: «numen dicunt esse imperium».

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des que se hacen inteligibles a través de manifestaciones concretas de su poder, y que en definitiva son esse in actu. Es decir, mientras que los dioses griegos viven aventuras, los romanos trabajan para vivificar procesos. Otras expresiones de esta idea son, por ejemplo, que durante siglos los romanos no imaginaran ni representaran a sus dioses con forma humana, o que multiplicaran los epítetos descriptivos al dirigirse a ellos. En efecto, el nombre del dios suele especificarse según las necesidades del orante o el ámbito de actuación particular en el que era necesaria la intervención de aquel. Era de suma importancia nombrar a los dioses concretos que se preocupaban de los ciclos vitales del mundo agrario y de la familia, puesto que de ellos dependían los procesos que aseguraban el sustento y la continuidad, permanentemente amenazados por los caprichos de la naturaleza. Ahora bien, esos procesos resultaban de la actividad, poder manifestado, de un dios que los activaba, estimulaba o vivificaba. Así, junto a los dioses más conocidos del Panteón, otras divinidades menores se preocupaban de lo más menudo. Por ejemplo, Flora, Pomona y Conso son protectores del crecimiento vegetal y de los frutos, mientras que Robigo defendía del moho y el carbunclo, Trivia amparaba las encrucijadas y otros velaban por el barrido de la casa (Deverra), por la miel (Mellona), por las cerraduras (Fórculo) o por los goznes y bisagras (Cardea) 31. Expresado desde el punto de vista inverso, en una religión en la que la divinidad se ha de hacer presente una y otra vez en la historia, es de vital importancia que esto ocurra en el tiempo preciso y conveniente, para lo que se hace necesario invocar al dios más idóneo en el momento y en el lugar más apropiados. Es más, podían llegar al extremo de decidir que el dios que no prestaba atención y no concedía lo que se le pedía no 31. A este propósito son interesantes las observaciones de san Agustín sobre la deorum turba en Civ. 4.8.

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merecía ser atendido y, por tanto, podía desvanecerse por su falta de utilidad. Todo ello lleva de manera natural a una rígida ritualización del culto, en especial de las plegarias y sacrificios, en los que los relatos de los dioses carecen de utilidad práctica. Interpretar el proceso psicológico implícito en los sacrificios de la religión romana tradicional no es tarea fácil. Contamos con relatos recogidos en obras literarias y, por tanto, mediados por la reflexión culta 32, con abundante material iconográfico y con inscripciones que apuntan sobre todo a una realidad multiforme. Es decir, la realidad social, familiar y personal del sacrificio fue desde sus orígenes heterogénea y no tan unitaria como se creyó 33. No obstante, se detectan algunos rasgos comunes que permiten profundizar en el sentido de la adoración romana. En sí mismo, el sacrificio es una contrapartida religiosa a la donación o regalo en ámbito civil, es decir, uno de los modos básicos de comunicación social. Expresada en el sacrificio y la plegaria, la adoración romana era, de hecho, un quid pro quo o un do ut des, un contrato en que ambas partes regalaban o intercambiaban algo. Quizá fuese su proverbial formalismo jurídico lo que les dictaba a los romanos que, al igual que hacían en el commercium entre los hombres para no restar eficacia legal, en el caso del commercium con los dioses no se apartaran de determinados modos de hacer para no restar eficacia a la ceremonia 34. 32.  Cf. por ejemplo Cicerón, Leg. 19-22. 33.  Por ejemplo, en la dicotomía entre sacrificios privados y públicos. 34.  En ocasiones se ha atribuido esta mentalidad ritualista a los elementos mágicos presentes en las ceremonias, una idea ciertamente atractiva para apoyar la visión animista decimonónica. Esta creía poder constatar un estado animista o «predeísta» de la religión romana en el que numen era tan solo un poder impersonal, análogo al mana de las religiones melanesias. Esta opinión, hoy en día superada por los historiadores de la religión, sigue influyendo en la interpretación de estudiosos de la Antigüedad pertenecientes a otros ámbitos.

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Asimismo, el que formulaba la petición a veces se comprometía (vovere) de antemano a presentar una compensación (votum) en caso de que su petición fuese escuchada, en lo que se denomina «oración votiva», realizada en ocasiones de modo suplicante ante la estatua situada en el interior del templo y acompañada de la dedicación de una tablilla con el contenido del voto. Algunas plegarias arcaicas lo formulan claramente mediante una condición, por ejemplo, la que Tito Livio pone en labios de Apio Claudio en la batalla contra los samnitas: «Se dice que Apio en medio del momento decisivo de la batalla, de modo que se le viera entre los estandartes más adelantados con las manos elevadas hacia el cielo, imploró del siguiente modo: “Belona, si nos concedes hoy la victoria, yo te prometo (voveo) un templo”» 35. Se trata de un proceso circular en el que un favor concedido por la divinidad conduce a que el (ad)orante satisfaga el votum prometido, que a su vez predispone la benevolencia del dios para futuros favores. Este contexto también da razón de que en Roma no haya habitualmente momentos rituales en los que falte la plegaria 36 : no solo todo sacrificio está acompañado de una petición a un dios para que actúe, sino que también la plegaria desligada de un sacrificio cruento estaba acompañada al menos de la quema de incienso o de una libación. En cualquier caso, el acto de adoratio era la invocación de un dios específicamente encargado o protector de la necesidad del particular, que era expresada en dos contextos: bien anticipadamente durante una oración votiva ante la estatua en el interior del 35.  Livio, 10.19.17: dicitur Appius in medio pugnae discrimine, ita ut inter prima signa manibus ad caelum sublatis conspiceretur, ita precatus esse: «Bellona, si hodie nobis victoriam duis, ast ego tibi templum voveo». 36. Cf. Plinio, NH 28.10: «no parece que sacrificar víctimas sin una oración tenga utilidad o que sea propiamente una consulta a los dioses» (quippe victimas caedi sine precatione non videtur referre aut deos rite consuli).

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templo, bien en el marco de un sacrificio y de una oración ritual ante el ara del exterior del templo 37. La mentalidad de do ut des explica asimismo que ciertos elementos del ritual, así como la etimología de los términos técnicos de este, apunten a que los romanos tuvieron en algún momento remoto, al menos implícitamente, la idea de que con el sacrificio de principios vitales –víctimas animales para ocasiones de importancia y ofrendas de alimentos y bebidas como leche, vino, miel, queso o tortas de harina para momentos menores–, aumentaban las fuerzas del dios correspondiente y propiciaban así su acción. En este sentido, es revelador que la expresión colere deos, «dar culto a los dioses», utilice el mismo verbo que se aplica a las realidades agrícolas colere agros para expresar «cultivar los campos» y del que procede también la palabra cultura, «cultivo», explotación del máximo provecho que se puede extraer de la naturaleza mediante un cuidado intenso. Por otra parte además, el verbo mactare, utilizado para expresar el sacrificio de una víctima sangrienta, y del que procede el español «matar», deriva de la raíz *mag-, presente en magis, magnus o maiestas, y significaría estrictamente «hacer más grande», «aumentar» 38. También son ilustrativas las ofrendas a los manes 39 realizadas sobre las aras funerarias, en cuyos laterales se suelen esculpir patelas y jarras. Estas aluden a las libaciones de vino, leche y miel que el pater familias realizaba junto al enterramiento 37.  Por su carácter ritual, la plegaria romana tiene siempre índole performativa: la petición, la promesa o el agradecimiento son causados o llevados a cabo en el propio acto de habla que supone la oración en voz alta, no por el acto interior o por la intención del sujeto. 38.  El verbo macto ha de ser el frecuentativo de *mago, del que se conserva el participio pasivo mactus en el lenguaje ritual: mactus hoc ferto, mactus esto, macte esto; Cf. Catón, Agr. 132.2; 134.2-3; 139; 141.3. 39.  Espíritus de los difuntos o ánimas de los antepasados, considerados benévolos aunque pertenezcan al inframundo.

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en las exequias, los aniversarios y los Parentalia (13-24 de febrero), para que los manes de los antepasados no pasaran hambre y no incomodaran a sus familiares vivos. No obstante, parece que en época histórica este sentido de «dotar de fuerza» no se percibe ya como principal, mientras que la finalidad utilitarista de la ceremonia pasa a primer plano, sobre todo en los sacrificios expiatorios y votivos, realizados respectivamente para purificar a un individuo o a un colectivo y para cumplir con una promesa hecha a un dios a cambio de un beneficio. Los sacrificios eran iniciativa de individuos o de grupos como la familia, un clan (gens), una agrupación profesional (collegium), o sencillamente la autoridad política (Res publica) en el caso de las celebraciones oficiales. En estas últimas la necesidad colectiva, fijada por tradición y calendario a cargo de los pontífices, marcaba claramente los elementos constitutivos de la ceremonia. En ocasiones particulares, en cambio, quien promovía el sacrificio tenía que informarse en primer lugar de cuál era el dios más adecuado para su necesidad. Los pontífices o el encargado del templo (aedituus) disponían de suficiente experiencia y de prontuarios escritos 40 que ayudaban a fijar la fecha más adecuada, el tipo de víctima, cuántos y qué oficiantes serían necesarios, así como de las tarifas del templo que toda la organización del evento traería consigo 41. Si lo más apropiado era un sacrificio cruento, el oferente debía adquirir la víctima eligiendo un ejemplar sin defecto, que era adornado en el día señalado con ínfulas y diferentes cintas en la cabeza y en el lomo, y llevado en procesión hasta el altar situado fuera del 40.  De los que desafortunadamente no conservamos ninguno. 41.  Como ilustra, por ejemplo, una inscripción de la ciudad de Roma, cf. CIL 6.820: D[…] / pro sanguine […] / et corium […] / si holocaustum |(denarii) X[…] / pro sanguine agni et pelle |(denarii) I s(emis) / si Holocaustum |(denarii) II |(semuncia) / pro Gallo Holocausto |(denarii) I |(semuncia) / pro sanguine a(sses) XIII[…] / pro corona a(sses) IIII[…] / pro calidam in hominem a(sses) II[…].

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templo, donde comenzaba propiamente el ritual. Allí se comprobaba que el animal era perfecto y que no había entre el público ningún asistente que pudiera afectar negativamente al sacrificio, por su mera presencia o por la posibilidad de que pronunciaran maldiciones durante la ceremonia, principalmente esclavos, extranjeros o convictos 42. Tras purificarse las manos (lustratio), los oficiantes ordenaban silencio entre los presentes, al tiempo que comenzaba a sonar una flauta con el fin de facilitar la concentración y atenuar los ruidos del ambiente. Procedían entonces a esparcir mola salsa (inmolatio), una mezcla de harina sagrada y sal, sobre los cuernos del animal y en ocasiones a derramar vino sobre su cabeza. Entonces eran retirados los adornos y se pronunciaba la oración, preparada especialmente para la ocasión o tomada de un repertorio, pero en todo caso cuidadosamente ensayada para salvar cualquier error. Como ya he apuntado más arriba, la postura habitual del orante es de pie con las manos extendidas hacia arriba y cubierta la cabeza (capite velato), pero los gestos podían variar para adaptarse a la situación: se volvía el rostro o las manos hacia el cielo o se tocando con las manos el suelo según fuera el lugar en el que habitaba la divinidad invocada, como se ve por ejemplo en un pasaje de los Saturnalia del nostálgico Macrobio (430 d. C.): «Cuando dice “Tierra”, toca la tierra con las manos; cuando dice “Júpiter”, eleva las manos al cielo; cuando dice que acepte la promesa, se toca el pecho con las manos» 43. La forma de la plegaria está dictada, en 42. O también otros colectivos específicos en determinados ritos: véase, por ejemplo la cita que hace Festo para explicar la forma arcaica «exesto»: «… pues así exclamaba el lictor en determinadas ceremonias: «Extranjero, convicto, mujer o doncella, ¡alejaos!». Es decir, se les prohibía asistir» (… sic enim lictor in quibusdam sacris clamitabat: hostis, vinctus, mulier, virgo exesto! scilicet interesse prohibebatur). 43.  Macrobio, Sat. 3.9.12: cum Tellurem dicit, manibus terram tangit: cum Iovem dicit, manus ad caelum tollit: cum votum recipere dicit, manibus pectus

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primer término, por la invocación al dios mencionando el nombre más apropiado y las prerrogativas concretas en forma de epítetos, a lo que añaden en ocasiones fórmulas de precaución del tipo «seas dios o diosa» (sive deus, sive dea) o «con el nombre con el que sea legítimo llamarte» (sive vos quo alio nonime fas est nominare). A continuación se formulaba la petición propiamente dicha. Esta estructura se percibe con más o menos claridad en los ejemplos más antiguos que conocemos, como la plegaria que recomienda Catón (234-149 a. C.) en su De agricultura para desacralizar una parcela de un bosquecillo sagrado (lucus) y destinarlo al cultivo agrícola: «Para deforestar una parcela de terreno dentro de un bosque sagrado hay que proceder del siguiente modo de acuerdo con la costumbre romana: haz el sacrificio de un cerdo en expiación y usa la fórmula siguiente: “Seas quien seas, dios o diosa, a quien está consagrado este lugar, tal como es justo que se te sacrifique un cerdo en expiación por razón de la mengua de este lugar sagrado y por razón de estas circunstancias, tanto yo como quien lo haga por mandato mío, que sea realizado rectamente, por esta razón con este cerdo que va a ser inmolado como expiación buenos ruegos te ruego, de modo que seas benévolo y propicio para con mi casa y para con mi familia y para con mis hijos: por todo ello, sé honrado con este cerdo que va a ser inmolado como expiación”» 44.

tangit. Bajo el epígrafe «Fórmulas para hacer que los dioses tutelares abandonen una ciudad y para consagrar ciudades y ejércitos». 44.  Catón, Agr. 139: Lucum conlucare Romano more sic oportet: porco piaculo facito, sic uerba concipito: «si deus, si dea es, quoium illud sacrum est, uti tibi ius est porco piaculo facere illiusce sacri coercendi ergo harumque rerum ergo, siue ego siue quis iussu meo fecerit, uti id recte factum siet, eius rei ergo te hoc porco piaculo immolando bonas preces precor, uti sies uolens propitius mihi domo familiaeque meae liberisque meis: harumce rerum macte hoc porco piaculo immolando esto». Puede ser interesante la comparación con las fórmulas más escuetas recogidas también por Catón párrafos antes en Agr. 134.

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Tras la plegaria, se llegaba al momento culminante, dramática y emocionalmente marcado, en el que el oficiante denominado popa pedía permiso con la expresión agone?, «¿lo hago?» o «¿procedo?». Si la respuesta del oficiante principal era afirmativa, el popa golpeaba la cabeza de la víctima con un mazo, con la intención de que esta cayera desplomada. Era entonces el turno del victimarius, que degollaba al animal procurando que derramara abundante sangre y muriera rápidamente. Un error en esta fase –que el animal agonizara más de lo debido o que escapara herido– era un signo nefasto de que el sacrificio había fallado y no había sido aceptado. El mismo ritualismo propiciaba, sin embargo, que habitualmente el sacrificio se llevara a cabo de manera eficaz hasta este punto. Otros oficiantes se encargaban de descuartizar y separar las distintas partes y las entrañas. Los llamados exta (pulmones, corazón, hígado, vesícula y omento) eran objeto de un cuidadoso examen (litatio) por parte de los arúspices para certificar que también el interior de la víctima no tenía defecto y había sido idónea. Estas vísceras eran entonces juntadas con parte de la carne en pequeños trozos y depositadas en el fuego del altar para consumo del dios correspondiente 45. La más pequeña negligencia o equivocación obligaba a repetir el sacrificio desde el principio (instauratio), añadiendo además una ofrenda como expiación por el intento fallido (piaculum) 46. En cada detalle mencionado, y en otros menores que aquí se omiten, se aprecia que la implicación personal o subjetiva, la sinceridad o la devoción, no se consideraban esenciales para conseguir la atención de la divinidad.

45.  Parte de la carne sobrante era consumida por los asistentes, mientras que otra parte llegaba a los carniceros para ser vendida, costumbre a la que hace referencia san Pablo en 1Cor 8. 46. También era posible realizar sacrificio previo (praecidanea) para expiar por anticipado los errores no deliberados.

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Esta mentalidad ritualista tuvo importantes implicaciones en el culto al emperador, completamente incompatibles con la realidad cristiana. En sí, la expresión «culto imperial» designa costumbres y prescripciones, muy variadas según las distintas épocas y las zonas del Imperio, que tienen como denominador común honrar al gobernante en tanto que elegido por los dioses y elevado por encima del resto de los ciudadanos para guiar a la comunidad política. La veneración de un emperador difunto no contradecía la mentalidad religiosa tradicional vigente desde siglos atrás, por ser tan solo una expansión del culto a los antepasados al ámbito público. Por contraste, la veneración de un emperador en vida, común en el Oriente del Imperio, resultaba extraña y se fue introduciendo en Roma y en las provincias occidentales de manera muy paulatina y con ciertas vacilaciones iniciales; de hecho, no se generalizó en el Occidente hasta época de Claudio y de Vespasiano. Por ejemplo, Octaviano 47 rechazó públicamente los honores divinos en la ciudad de Roma, pero al mismo tiempo el título de Augusto adoptado en el año 27 a. C. sugería de hecho que se hallaba a la altura de los dioses. Asimismo, en el año 29 a. C. concede permiso a las provincias de Asia y del Ponto-Bitinia para establecer recintos sagrados, que sirven de modelo para otras provincias orientales. En Occidente, parece que este tipo de cultos son primero iniciativa de gobernadores en zonas recién conquistadas. Así, las tres provincias galas conquistadas por César erigen de modo unitario en el 12 a. C. un altar a Roma y a Augusto y, de modo similar se erige poco después un altar en Germania, el Ara Ubiorum, cerca de Colonia. Estas prácticas sirven de precedente para otros territorios conquistados o reorganizados por emperadores posteriores. Otras provincias occidentales romanizadas tiempo atrás siguen directamente el modelo de Roma tras la 47.  Aparte algunas excepciones aisladas, solo toleró el culto a su persona asociada con la Dea Roma.

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deificación de Augusto: este es el caso de la Hispania Tarraconense, que erige el año 15 d. C. en la colonia de Tarraco un tempo al divus Augustus que servirá de ejemplo a otras provincias 48. Paralelamente los ciudadanos romanos de las provincias comienzan entonces a organizarse en asociaciones de culto al emperador, para mostrar así su lealtad y devoción al gobernante. En esta misma línea de inicios vacilantes y progresivos, hemos de situar también la introducción en algunas ciudades de altares y cultos al numen del emperador en vida, a sus Lares 49 o al genius Augusti, adoptado por las ciudades de Italia primero y generalizado más tarde 50. Las noticias y testimonios más bien dispersos permiten vislumbrar que en la difusión del culto imperial existió una corriente de iniciativa provincial unida a decisiones llegadas desde la ciudad de Roma, que va concretándose y decantándose a lo largo del siglo i d. C. En cualquier caso, en las distintas formas de este culto al soberano no resultaba necesaria la implicación personal, puesto que se trataba de invocar a poder divino, a un numen, manifestado a través del emperador. Por eso mismo se entiende que a un romano no cristiano no le importase que su conciudadano cristiano no pusiera alma y sentimiento en el preceptivo culto al emperador y que le bastase que este se limitara a un gesto externo para cumplir la ley prescrita 51. Pero a la vez y por la misma razón, ese romano entiende 48.  Tácito, Ann. 1.78: Templum ut in colonia Tarraconensi strueretur Augusto petentibus Hispanis permissum, datumque in omnis provincias exemplum. 49.  Dioses domésticos protectores del hogar y de la familia. 50. El genius es la fuerza divina ínsita en la fuerza del varón, surgida en el momento del nacimiento –de ahí su parentesco etimológico con gigno y genus– y protectora a lo largo de su vida. Dentro de una familia el genius del pater familias tenía una especial importancia, por lo que resultaba natural que el genius del pater patriae recibiera la veneración cuasi divina de todo el pueblo romano. 51.  Al cristiano, en cambio, no le resulta concebible este modo de actuar, pues entiende que el culto a Dios es exclusivo.

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que si el cristiano omite los ritos preestablecidos, está dificultando conseguir la benevolencia de la divinidad y por ello su negativa afecta a toda la sociedad. No obstante, es preciso subrayar que sobre estas consideraciones generales existieron algunas excepciones. Rezar de rodillas o postrado en el suelo 52 eran consideradas costumbres orientales o extranjeras 53, pero algunas fuentes atestiguan que los romanos también lo hacían en momentos de gran emoción, en combinación con el adjetivo supplex, abrazando las rodillas de la estatua o tocando el altar 54. Asimismo, en el otro extremo del espectro, la reflexión filosófica sobre la religión tradicional critica con frecuencia la irracionalidad del ritualismo y rompe una lanza por la sinceridad de corazón y por la petición de bienes más altos que los simples favores materiales. Por tanto, para hacer completa justicia al conjunto de la religiosidad romana, hay que admitir que, junto a la mentalidad ritualista, existían también otras actitudes más o menos presentes que muestran por parte de quien oficia el culto o participa en él una implicación personal e íntima, emociones sinceras y ruegos no estrictamente egoístas, que van más allá de un principio de do ut des.

4. Consideración final El panorama descrito en páginas anteriores simplifica muchos matices y transmite una visión de la adoración romana tradicional 52.  E incluso sentado, en algunos ritos a Tellus, la Madre Tierra, o bailando. 53.  No obstante, el gesto habitual en una supplicatio, ofrenda de vino e incienso ante las estatuas de los dioses con fin expiatorio o de acción de gracias, era la postración de rodillas. 54. Cf. Lactancio, Inst. 2.2.13.

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más uniforme de lo que fue en realidad. Inevitablemente se ha dejado fuera de consideración numerosos detalles sobre la variedad de los cultos, pero también realidades como la magia y la superstición, muy extendidas como formas de religiosidad popular y que en ocasiones revelan sinceridad de espíritu, ciertamente peculiar y centrífuga respecto a los cultos más conocidos. Asimismo, las religiones mistéricas de origen oriental, conocidas en Roma desde unos siglos antes de Cristo y en boga en siglos posteriores, muestran también una apertura de la mentalidad tradicional a corrientes que implicaban la intimidad de sus devotos 55. A pesar de estas limitaciones, los ejemplos comentados en estas páginas ponen de manifiesto que adorare no fue un término estático, sino que se vio sometido a influencias externas y a tensiones internas. Por una parte, adorare generalizó su significado para denotar dar culto en general o lo especificó para designar el gesto de la proskynēsis griega. Por otra parte, la práctica del culto tradicional se mantuvo en el tiempo gracias al ritualismo conservador, mientras que la reflexión culta y la religiosidad cotidiana iban conduciendo hacia una actitud más personal. Todo ello ayuda a entender que los cristianos de habla latina se encontraron cómodos usando adorare y adoratio para expresar un nuevo modo de honrar a la divinidad, al único Dios, combinando gestos externos tradicionales con la sinceridad, intimidad o devoción personales, ajenas a la mentalidad romana: «Dios es 55.  Estas eran «religiones personales», en la medida en que exigían una sumisión absoluta del devoto. Sin embargo, y a pesar su amplia difusión ya desde antes de la difusión del cristianismo, es difícil establecer si influyeron en la evolución semántica de adorare, puesto que escasean las fuentes literarias latinas. Tan solo contamos con el libro 11 de Las metamorfosis de Apuleyo (cf. Apuleyo, Met. 11.6 y 23, que subrayan el gesto más que la intención) y con el tratado hermético Asclepius, datable entre el siglo iii y el 410 d. C. (cf. Asclep. 8 y 9 «invocación»; 13 y 41 en cambio, «veneración»).

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espíritu y conviene que los que Lo adoran Lo adoren en espíritu y verdad» 56. Esta novedosa implicación interior no ha de hacer olvidar la importancia que mantuvo el gesto en la adoración. Ambos, expresión externa y actitud interior, cuerpo y alma, de la adoratio/proskynēsis cristiana aparecen unidos desde los primeros testimonios. Ambos elementos se comprometen mutuamente: si bien es cierto que sin espíritu y verdad no hay verdadero culto, del mismo modo la expresión externa mediante la voz, la postura y los signos es necesaria para completar una promesa, una acción de gracias o un acto de veneración. Por eso mismo, observamos que los romanos cristianos no transigieron al otorgar una particular importancia al gesto externo de confesar la fe o de negarla, aunque ello les llevara a enfrentarse con la autoridad, o aun a costa de su propia vida. Bibliografía fundamental Como introducción a la religiosidad de los romanos se pueden consultar J. Scheid, La religión en Roma, Ediciones Clásicas, Madrid, 1991 y R.M. Ogilvie, Los romanos y sus dioses, Alianza Editorial, Madrid, 1995. También resultarán de utilidad para hacerse una idea del tema los capítulos correspondientes de J. M. Blázquez, J. M. Pinna y S. Montero, Historia de las religiones antiguas, Cátedra, Madrid, 1993 y M. Guerra Gómez, Historia de las religiones, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1999.

56.  Jn 4, 24: Spiritus est Deus et eos qui adorant eum in spiritu et veritate oportet adorare (πνεῦμα ὁ θεός, καὶ τοὺς προσκυνοῦντας αὐτὸν ἐν πνεύματι καὶ ἀληθείᾳ δεῖ προσκυνεῖν).

4 Iconoclastas e imagineros La mediación de las imágenes en la adoración cristiana

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Sumario: 1. Algunos presupuestos. 2. La imagen acheiropoietos y el nacimiento del icono. 3. La tradición iconográfica en Occidente. 4. La imagen foto y cinematográfica en la adoración de Cristo.

1. Algunos presupuestos Asumamos como punto de partida este audaz presupuesto: el acontecimiento cultural más relevante en la historia de Occidente fue el instante en el que el Verbo Divino, la Sabiduría de Dios, el Logos se encarnó. Uno de la Trinidad quiso ser uno de nosotros y adquirir un rostro histórico. Este acontecimiento hizo posible una nueva relación con Dios por mediación de la imagen: ante el mandato de la antigua alianza: «Pero no podrás ver mi rostro» (Ex 33, 20), Jesús dice: «El que me

1.  Artista visual y doctor en Bellas Artes por la Universidad Complutense de Madrid, ha centrado su investigación y práctica artística en el concepto de imaginería e iconoclastia. Actualmente desarrolla un proyecto conceptual de imaginería expandida a nuevos medios y técnicas derivadas del automatismo cinematográfico. Su obra ha sido mostrada y forma parte de importantes museos y colecciones como el Museo Nacional Reina Sofía, el Queens Museum of Art o Location One en Nueva York.

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ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Por eso San Juan afirma: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el unigénito Dios, que está en el seno del Padre, Él le ha dado a conocer» (Jn 1, 18). Frente a las restantes tradiciones monoteístas de corte iconoclasta –el judaísmo 2 y el islam–, Oriente y Occidente aprendieron a adorar a un Dios personal, representado en sus iconos. Frente a la cultura clásica, en la que los dioses ya habían tomado un rostro humano fuera de la historia (imagen 1), en un relato y tiempo mítico, la cristiandad adoró a Jesús de Nazaret, el hijo de María, la Madre de Dios, nacido en tiempos de Poncio Pilato 3. El antiguo mandato de Dios: «No te harás imagen, ni ninguna semejanza de cosa que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra» (Ex 20, 4-14), quedó superado por el icono de Cristo, imagen sacramental 4 del Dios invisible. Solo de esta forma podemos acceder a una mejor comprensión del sentido y desarrollo de la imagen y su relación con lo sagrado. Algunos fenómenos como el desarrollo del retrato y la figura humana en Occidente o la invención de la fotografía y la cinematografía (imagen revelada de la luz invisible), estarían derivados de estos «fondos de creencia» 5 en la Encarnación.

2. Entendemos esta iconoclastia en sentido estricto aplicado a Dios. En este sentido el pueblo judío asume a Dios como el absolutamente otro, innombrable e irrepresentable. 3.  Cf. capítulo 6 de Andrés Sáez: «Algunas notas sobre la adoración de la Nueva Alianza». [Nota del Editor]. 4.  En esta línea, la doctrina primitiva del Concilio de Calcedonia (451) define la coexistencia de dos naturalezas, humana y divina, en la persona de Cristo. De aquí se deriva la estructura sacramental de la Iglesia y los sacramentos: visible e invisible. Y por el mismo principio cristológico la estructura dual del icono y su carácter pontífice, mediador. 5. Según L. Cencillo, Mito, semántica y realidad, BAC, Madrid 1970, p. 12, estos «fondos de creencia […] se convierten en tópico imantado de afec-

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2. La imagen acheiropoietos y el nacimiento del icono Hagamos un rápido recorrido a través de la imagen de Cristo como icono de adoración de la divinidad. La historia del icono en la cristiandad tiene su origen en la imagen acheiropoietos, es decir, no hecha por la mano del hombre. Con ese término se designan algunas representaciones de Cristo obtenidas por contacto directo del rostro sobre un tejido (imagen 2 y 3). Es el caso de la tradición de la Verónica, aquella joven mujer descrita en los evangelios apócrifos, que limpió con su velo el rostro de Cristo de camino al Calvario. Allí dejó grabada su santa faz. Así se formó la Verónica o verdadero icono (del griego vera-eicon), en la medida en que era huella del rostro de Dios, impresa de forma automática, sin la intervención de la mano del artista. Existen otras representaciones de la acheiropoietos en la tradición denominada Mandylion o Lienzo de Edesa (imagen 4 y 5) que, al parecer, habría sido traída desde Edesa de Siria hasta Constantinopla en 994. Este lienzo, también fue llamado Tetradiplon (que significa en griego doblado cuatro veces), por lo que se interpreta que pudo haber sido originariamente lo que conocemos hoy como la Síndone de Turín (imagen 6), aparecida posteriormente en 1357 en Francia. Una imagen enigmática, ya que se trata del negativo de un hombre crucificado, producido como consecuencia de una reacción térmica del cuerpo en contacto con la superficie del paño que lo cubría. Una reacción semejante a la que produce la luz reflejada sobre la película fotosensible 6 (imagen 7). tividad, desde la cual las colectividades viven, actuan, se sacrifican, cobran ánimo para realizar diversas tareas». 6.  Sobre este asunto afirma André Bazin: «Señalamos tan solo que el Santo Sudario de Turín realiza la síntesis de la reliquia y de la fotografía» (A. Bazin, ¿Qué es el cine?, Rialp, Madrid 2006, p. 28). También Roland Barthes: «Tal vez sea esa extrañeza, esa obstinación, se sumerge en la sustancia religiosa en que

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Es fácil suponer la enorme fascinación que suscitó la imagen acheiropoietos en la Antigüedad. La «pintura sin manos» suponía el único medio de contemplar y adorar el verdadero rostro del Señor a través de su huella o reliquia. De hecho, en toda la Iglesia comenzó una nueva tradición iconográfica inspirada en la imagen acheiropoietos, un nuevo canon para los pintores. Se produjeron muchísimas copias imitando esas huellas del rostro de Cristo. Pero pronto se abandonó la pretensión de mostrar el rostro documental o histórico en favor de una teología sacramental del icono. Si Cristo era la imagen de Dios invisible, el icono ofrecía este salto, un puente «sacramental» que, de forma análoga, hacía posible la encarnación de lo sobrenatural en la imagen. De esta forma al adorar una imagen de Cristo se adoraba al mismo Cristo en su representación material. Al mismo tiempo, se ponía de manifiesto el peligro de «una falsa sacramentalización de la imagen que parecía ir más allá del sacramento y de su carácter oculto, para llegar a la inmediatez de una presencia divina visible» 7. Esto motivó el desarrollo de unos recursos de distanciamiento. Frente a la tradición clásica, basada en la mímesis, la nueva pintura de iconos recelaba del naturalismo hasta introducir lo que Pável Florenskij (1882-1937) 8 denominó, en pleno siglo xx, la «perspectiva invertida» 9, como la manifestación he sido modelado; no hay nada que hacer: la Fotografía tiene algo que ver con la Resurrección: ¿no podemos acaso decir de ella lo mismo que los bizantinos decían de la imagen de Cristo impresa en el Sudario de Turín, que no estaba hecha por la mano del hombre, acheiropoietos?» (R. Barthes, La cámara lúcida, Paidós, Barcelona 1989, p. 145). 7. J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia. Una introducción, Cristiandad, Madrid 2005, p. 142. 8.  Pável Aleksándrovich Florenskij (1882-1937) fue un filósofo, matemático y religioso ruso. Su compleja figura intelectual y sus aportaciones a la literatura, la teología y la filosofía contemporáneas se han difundido en las últimas décadas. 9.  El objetivo de las críticas de Florenskij era demostrar que la perspectiva de tradición renacentista no era más que una forma simbólica, tan legítima

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más elocuente del espacio eterno. Esta perspectiva concibe el icono como una ventana, donde el punto de vista no parte del espectador sino del cuadro. Es el icono el que le mira a uno y no a la inversa. Por eso las líneas de fuga se dirigen hacia nosotros, como podemos apreciar en el féretro de Cristo en este icono del siglo xvi (imagen 8). En otras ocasiones también coexisten distintas perspectivas en el mismo cuadro para romper la lógica de control unidireccional, propia de la visión humana, a favor de un orden de visión poliédrico, que permite un conocimiento más completo y real. El artista inspirado en la tradición de la pintura sin manos debía desarrollar el «ayuno de los ojos» para entrar en otra lógica diversa de la mundana e inmediata y, así, disponerse a recibir el don de la presencia sobrenatural en el icono. Ante el icono uno tan solo podía arrodillarse y adorar. Con todo, el cambio de paradigma motivó la reacción iconoclasta, incapaz de admitir la mediación de la imagen. La controversia motivó la declaración del II Concilio de Nicea (787) 10 a favor del icono como manifestación de la fe en la Encarnación, aceptada tanto por Oriente como por Occidente. Si Cristo se había encarnado, era posible la imagen con esa doble dimensión sacramental: visible e invisible. 3. La tradición iconográfica en Occidente Mientras Oriente siguió fiel a esta tradición del icono hasta nuestros días –la llamada «maniera greca»–, Occidente comenzó, como la perspectiva invertida de los iconos rusos que él defendía. Cf. P. A. Florenskij, La perspectiva invertida, Siruela, Madrid 2005, pp. 92-96. Más tarde, Erwin Panofsky volvería sobre estos argumentos en 1924: La perspectiva como forma simbólica, Tusquets, Barcelona 1999. 10.  Cf. N. Tanner, Los concilios de la Iglesia, BAC, Madrid 2003.

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un proceso de acercamiento al naturalismo a partir del siglo xiii. El espacio pictórico comenzó a reproducir la ilusión de la perspectiva monofocal, como un intento de emular el sistema de visión humano, al tiempo que –motivado por el mismo cambio de paradigma– se desarrolló la cámara oscura, que es el antecedente de la cámara fotográfica, basada en los mismos principios de visión monofocal (imagen 9) 11. El cuadro abandonaba la eternidad del fondo dorado para representar el paisaje o la ciudad de los hombres. Por otro lado, la cercanía de estas representaciones quiso retratar a Cristo en su anatomía, como hombre prefecto, o al modo de los príncipes contemporáneos, asumiendo los usos y vestidos de la época (imagen 10). Occidente abría así una vía de adoración de Dios en su humanidad, que no llegaría a su plenitud visual hasta el desarrollo de la fotografía y la cinematografía, una vez que los procesos químicos permitieron embalsamar las imágenes proyectadas en las existentes cámaras oscuras. La nueva vía llevó hasta el extremo la doctrina encarnacionista del II Concilio de Nicea: si Cristo había asumido la naturaleza humana, todo lo humano era susceptible de convertirse en escenario de lo divino. Así, lo que en Oriente se consideró como una intromisión intolerable del naturalismo pagano, en Occidente se entendió como la asunción cristiana de todo lo humano. Dios se hacía visible y adorable en el gesto del hombre, a través de su anatomía dolida y mediante la representación de los sistemas de visión humana, basados en los estudios de la perspectiva (imagen 11). Esto hizo necesaria la utilización de nuevos recursos de abstracción y distanciamiento entre la imagen sagrada y la realidad contingente, de modo que le fuese posible trascender hacia lo invisible 11.  Esta imagen corresponde a unos grabados de 1544 para visualizar un eclipse de sol con una cámara oscura y los estudios de perspectiva de Durero de 1525.

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sin quedarse en la realidad contingente. Fra Angélico (1390–1455) por ejemplo tamizó de luz y piedad ese naturalismo demostrando la validez del nuevo planteamiento. Así puede apreciarse en la siguiente imagen, titulada No me toques: la presencia de Cristo resucitado cerca del sepulcro y que se aparece a la Magdalena (imagen 12). Es significativo comprobar cómo unas rocas, tremendamente abstractas, nos sitúan en el ámbito ideal de la representación mediante el tratamiento escenográfico del paisaje. Otro momento decisivo en esta trayectoria fue el desarrollo de la nueva imaginería del siglo de oro español, inspirada en los dictados de la reforma del Concilio de Trento. El Barroco ofreció una solución admirable de encuentro entre el realismo y lo sobrenatural. En el Barroco conviven el efecto naturalista con la abstracción, provocada por la teatralización de las composiciones, el claroscuro y la abstracción del vestuario. De esta manera se logra a la vez una cercanía y un distanciamiento anteriormente inimaginables. La mística española era imaginera a diferencia de la protestante, y realista en comparación con la ortodoxa. Lo sobrenatural se encarnó mediante la visión revelada. Dios asumía la imagen natural y, en palabras de santa Teresa, se hacía presente «entre los pucheros» del bodegón barroco 12. Las imágenenes de Zurbarán o el Greco expresan el nuevo realismo alcanzado por la imagen acheiropoietos (imagen 13). Continuadora de esta tradición es la escultura realista que ensayó Gaudí (1852–1926) en la Sagrada Familia, realizada a partir de vaciados del natural y, por tanto, de un proceso de reproducción por contacto (imagen 14). La técnica se remonta a Lisístrato, en el siglo iv a. C., que fue el inventor del vaciado del natural, como recoge Plinio el Viejo 13. Gaudí planteó un reto importante ya que 12.  Teresa de Jesús, Fundaciones, 5, 8. 13.  Plinio el Viejo, Naturalis Historia, lib. XXXV, 153.

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a través de una correcta dirección de actores –tal como se hace en una película–, el modelo debía tratar de convertirse, mediante una acción vicaria –no propia–, en el mismo icono de Cristo, la Virgen o los santos y así hacer efectiva la presencia de lo representado en el mismo proceso performativo. El intento de Gaudí estaba precedido del registro fotográfico del modelo mediante un sistema periscópico de espejos en el que, desde un único punto de vista, se accedía a los distintos ángulos de visión, superando así las limitaciones del sistema humano. Con ello planteaba un escenario de múltiples perspectivas en el mismo cuadro fotográfico, algo que, desde el realismo de la fotografía documental, nos remontaba a las mismas estrategias que usaron los pintores de iconos bizantinos para representar la visión sobrenatural, tal como antes hemos señalado (imagen 15). 4. La imagen foto y cinematográfica en la adoración de Cristo El final de este recorrido, tal como he anunciado, llega con la aparición de la imagen fotográfica. Esta supuso la realización literal de la antigua pretensión acheiropoietos: una imagen creada sin la intervención de la mano del hombre, como consecuencia de un proceso automático de desvelamiento de la luz invisible. Imágenes como la del Crucero de Roncesvalles (imagen 16), de José Ortiz Echagüe (1886-1980), suponían verdaderos iconos de Cristo encarnado en las celebraciones populares de España. Aplicado el invento al cinematógrafo se hacía posible la adoración de Cristo en el medio más secular: la realidad temporal captada por el cinematógrafo. Películas como Ordet (imagen 17) de Dreyer (1889-1968), por mencionar solo un ejemplo, constituyen personificaciones icónicas de Cristo realizadas de forma vicaria en

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la interpretación de su actor. El cine añadió un elemento decisivo y susceptible de ser sacralizado: la representación del tiempo. El acontecer cotidiano podía ser capturado mediante la sucesión lumínica de los fotogramas en la película fotosensible. Y al ser capturado, el tiempo podía ser representado iconográficamente mediante una secuencia, editado, acelerado y ralentizado, visto infinidad de veces en el mismo instante irrepetible: podía escapar así de lo fugaz, para ser contemplado, en un eterno presente, que nos hacía recordar el modo de la visión divina, liberada del tiempo 14. El hecho hacía recordar –a la vez– el mismo origen de la liturgia orientada hacia la luz del sol naciente, imagen de Cristo resucitado. También la expresión de la vidriera gótica, como encarnación de la luz –imagen del Dios invisible– por medio de las formas y colores, se hacía tremendamente actual en la proyección cinematográfica. El caso de Bill Viola (1951) resulta especialmente interesante a este respecto. En su obra Emergence (imagen 18), inspirada en la pintura Cristo in pietà del pintor italiano Masolino da Panicale (1383-1440) plantea una reflexión sobre el bautismo como nacimiento a la vida de la gracia, que Cristo nos ganó mediante su Resurrección 15. En esta obra Viola vuelve a encontrarse la constante dialéctica entre la inmediatez que ofrece la imagen fotográfica y la necesaria distancia que permita la manifestación de lo sobrenatural. Porque la fotografía y el cine juegan con el condicionante de mostrar el rostro de alguien concreto, muy cercano a nosotros, que debe desaparecer si queremos que aparezca el icono en su dimensión sagrada.

14.  A este respecto son importantes las reflexiones de A. Tarkovski, Esculpir en el tiempo. Reflexiones sobre el cine, Rialp, Madrid 1991. 15.  Sin romper nunca la unidad de los misterios de la vida de Cristo (CCE, n. 1085), especialmente de su Misterio Pascual, es decir, su Pasión, Muerte y Glorificación. [Nota del Editor].

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Para trascender la escena y sus personajes Viola utiliza varios recursos. En algunos casos se inspira en el Quattrocento italiano: entonces utiliza el maquillaje, la caracterización de los personajes y el tratamiento escenográfico de forma deliberadamente abstracta. En otros, se acerca más al tenebrismo barroco, sobre todo mediante la dramatización de la luz. Además desarrolla una teatralización explícita de las poses, haciendo depender la tensión de la obra de la interpretación de sus actores. Esta sobreactuación nos presenta un escenario irreal, donde el espectador encuentra espacio para completar emocionalmente la actitud piadosa del actor. Pero el factor más importante –a mi modo de ver– es la ralentización de las imágenes. Aunque Emergence está filmada a mil doscientos fotogramas por segundo, se proyecta –como suele ocurrir en el cine convencional– a veinticinco fotogramas por segundo. De esta forma, lo que ha sido registrado en pocos segundos se puede extender en el tiempo durante unos minutos, en cámara lenta. Esto enfatiza la contemplación de los gestos y pasiones de los actores, que quedan casi detenidos. Además produce una forma de sacralización del tiempo, ya que nos saca fuera del tiempo convencional, de nuestro acontecer diario, para contemplar la realidad desde otra dimensión, a otro ritmo de contemplación casi detenido, tal como sucede en la pintura clásica. Para poner fin a estas líneas, quisiera señalar una serie de coincidencias significativas en relación con este progresivo entendimiento de la imagen cotidiana como medio de adoración de Dios. Lo hago sin ánimo conclusivo, como apuntes de intuiciones iconosóficas en el orden de la creación, que ayuden a suscitar nuevas formas y discursos para una cultura visual contemporánea, derivados de la inagotable novedad del Evangelio. Cabría señalar, en primer lugar, cómo la aparición de la secuencia temporal que registra el cinematógrafo, en pleno siglo xix, encuentra su resonancia histórica en un fenómeno pastoral y teológico

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global de valorización de las realidades temporales y de lo secular, desarrollado tanto en el protestantismo como en el catolicismo. Este hecho, todavía no analizado suficientemente, podría aportar nuevos matices en el desarrollo de fenómenos actuales como el cine devocional 16, utilizando la expresión de Nathaniel Dorsky (Nueva York, 1943), como contraposición a un «arte despiadado», 17 que pareció prevalecer en la segunda mitad del siglo xx, según el análisis de Paul Virilio (París, 1932). En este sentido resulta muy sugerente el desarrollo de una nueva iconografía de lo cotidiano en la fotográfica y el cine, como medio de canonización del mundo 18. Aquello que Val del Omar (1903-1982) llamaba lo extraordinario en la entraña de lo cotidiano. También resulta paradógico el paralelismo entre acontecimientos como el auge del álbum fotográfico familiar o la avalancha de retratos fotográficos en las redes sociales, o los iconos de los «amigos» (alojados en «la nube» como iconostasios seculares mediante los que recordamos a los seres queridos) y el fenómeno de la comunión de los santos en el contexto de la llamada universal a la santidad. Desde mi punto de vista estos signos ofrecen nuevas vías de comunión hasta ahora imposibles de imaginar. Otro aspecto importante es el estudio, la experimentación e integración del vídeo-arte en el espacio sacro; de las nuevas tecnologías interactivas de participación, tan propias de la tradición barroca; de la integración de técnicas cinematográficas y efectos especiales a la imaginería tradicional; o la incorporación de los nuevos desarrollos sensoriales, lumínicos, sonoros y olfativos a las

16.  Cf. N. Dorsky, Devotional Cinema, Tuumba Press, Berkeley 2005. 17.  Sobre este aspecto: cf. P. Virilio, El procedimiento silencio, Paidós, Buenos Aires 2001. 18.  Una cuestión que el Concilio Vaticano II ha recordado: cf. Gaudium et spes, nn. 33ss.

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tradicionales artes del fuego y la cera, de las campanas y carrillones y del incienso en la liturgia; o qué decir del redescubrimiento del valor poético-simbólico de los materiales y ritos, en la sociedad del simulacro, en la que estos elementos se revalorizan como expresiones diferenciadoras, dotadas de una nueva dignidad. Desde mi punto de vista, estos son solo algunos de los aspectos en los que se incultura la fe de un pueblo en su momento histórico, una tarea especialmente luminosa a la que no podemos renunciar en el comienzo de la época de la imagen.

Parte II El fundamento de la adoración

5 Adorar (y dar culto) en el Antiguo Testamento Carlos Jódar 1

Sumario: 1. Adorar (hištah.awâ) y dar culto (‘abad). 2. Adorar (hištah.awâ), 2.1. Desarrollo del movimiento, 2.2. Orientación del gesto, 2.3. El objeto indirecto, 2.4. Usos absolutos. 3. Dar culto (‘abad). 4. Propuesta de interpretación.

Si pensamos en los elementos que definen el concepto de adoración en el Antiguo Testamento, puede acudir a la memoria una conocida frase de la Escritura: «Al Señor tu Dios adorarás y solamente a Él darás culto» 2.

Esta expresión parece ser un buen resumen de la religión de Israel: lo que tiene que hacer un miembro fiel del pueblo elegido es 1.  Doctor en Teología, licenciado en Filología Semítica, Teología, Estudios Bíblicos y Estudios de Oriente Antiguo. Profesor de Sagrada Escritura en la Facoltà di Teologia de la Pontificia Università della Santa Croce (Roma). Sus áreas de docencia e investigación comprenden la hermenéutica bíblica, la introducción al Antiguo Testamento, hebreo bíblico, siríaco y la aplicación de los instrumentos de la lingüística a la exégesis. 2.  Seguimos la traducción de la Biblia de Navarra con ajustes puntuales para acercar la traducción al texto hebreo o griego que comentamos.

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dirigir hacia Yhwh (el Señor) y solo a Él toda su acción religiosa. Y eso se expresa con dos verbos, «adorar» y «dar culto», como una especie de hendíadis 3. Sin embargo, si uno busca en la Biblia esos dos verbos coordinados, se lleva una sorpresa. En todo el Antiguo Testamento no se dice jamás que haya que «adorar y dar culto» a Yhwh. De hecho, la frase con la que abrimos estas páginas no está tomada del Antiguo Testamento, sino del Nuevo y es, en cierta medida, única en su lugar. Se trata de la respuesta de Jesús a una de las tentaciones del desierto (Mt 4, 10 y Lc 4, 8 paralelos entre sí). Aunque la afirmación se introduce con la fórmula de cita «está escrito» (gégraptai), lo que se encuentra en Dt 6, 13 –que sería el texto citado– es ligeramente diferente: «A Yhwh tu Dios temerás y a Él darás culto».

Más aún, siempre que en el Antiguo Testamento aparece la coordinación «adorar y dar culto», el texto tiene un tenor negativo: se habla de aquello que no hay que hacer. Tal situación bien merece una explicación por nuestra parte. Para ello, en primer lugar, tenemos que describir la evidencia con más precisión, ya que lo que el texto bíblico presenta es más complejo de lo que se podría pensar por lo dicho hasta aquí. Una vez hecho eso, podremos estar en condiciones de proponer una interpretación.

3.  Figura retórica por la cual se expresa un solo concepto con dos nombres coordinados. En sentido propio, los verbos que estudiamos no están en hendíadis, sino en paralelo. No obstante, creemos que la identidad del objeto justifica la alusión a esa figura.

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1. Adorar (hištah.awâ) y dar culto (‘abad) Habitualmente «adorar» y «dar culto» traducen dos verbos hebreos que tienen un significado primario más amplio del que se emplea en contexto religioso o litúrgico. El primero es hištah.awâ «postrarse», que designa un movimiento físico que, como se puede suponer, tiene un potencial simbólico notable. El segundo verbo, ‘abad , sería «servir», o sea, hacer el trabajo específico de un esclavo (‘ebed ). Uno y otro se usan también genéricamente para designar situaciones de subordinación. Las acciones enunciadas por ambos verbos pueden estar dirigidas hacia un objeto. El primero, intransitivo, se sirve del objeto indirecto: «postrarse “para”» (en hebreo lǝ-). El segundo, transitivo, usa objeto directo: «servir a alguien» (en hebreo ’et, cuando procede). Los dos verbos en cuestión aparecen juntos en 31 versículos de la Biblia Hebrea. Nos interesan 28 de ellos, que son los casos con objeto divino, en donde cabe la traducción «adorar y dar culto» 4. En todos ellos, ambos verbos están coordinados (en hebreo wǝ-) y en la mayoría existe un objeto común a los dos, constituyendo esa hendíadis a la que aludíamos.

4.  En dos de las exclusiones (Gn 27, 29; Sal 72, 11), el objeto de las acciones es humano y obviamente la traducción pertinente en esos casos no es «adorar y dar culto», sino «postrarse y servir». Por cierto, esas dos son las únicas ocasiones en las que se encuentra el tándem en contexto positivo. El tercer caso es peculiar y requiere una breve explicación. Se trata de Sal 97, 7: «Queden avergonzados los que dan culto a efigies, | los que se glorían en sus vanos ídolos: | ante Él [Yhwh, vid. v. 5] se postran todos los dioses». Paradójicamente, dado que en la tercera mitad del verso no solo el objeto (Yhwh), sino también el sujeto (todos los dioses) son de carácter divino, el sentido de la expresión no es de tipo religioso, sino metafórico respecto a las situaciones de dominio de un pueblo o un gobernante sobre otro. Por eso no encaja la traducción «adorar» y hay que usar «postrarse».

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Los casos con objeto común son: Otros dioses (’elohîm ’ah.erîm)

Dt 8, 19; 11, 16; 29, 25; 30, 17; Jos 23, 16; Jc 2, 19; 1R 9, 6.‌9 ; 2R 17, 35; Jr 13, 10; 16, 11; 22, 9; 25, 6; 2Cro 7, 19.‌22

Todo ejército del cielo (kol .sǝba’ haššamayim)

Dt 4, 19; 2R 21, 3; Jr 8, 2; 2Cro 33, 3

Sus dioses

Ex 23, 24; Jos 23, 7

Baal (habba‘al)

1R 16, 31; 22, 54

Esculturas e imágenes (pesel [wǝ]kol-tǝmûnâ)

Ex 20, 5; Dt 5, 9

Ídolos (haggillulîm)

2R 21, 21

Los casos en los que cada verbo tiene su objeto son solo dos: Otros dioses (’elohîm ’ah.erîm) / todo ejército del cielo (kol .sǝba’ haššamayim)

Dt 17, 3

Todo ejército del cielo (kol .sǝba’ haššamayim) / Baal (habba‘al)

2R 17, 16

Hemos incluido la transcripción hebrea para hacer notar que no estamos solo ante confluencias de sentido, sino que existen contactos verbales. Estos dos verbos combinados aparecen solamente con un número limitado de objetos, lo cual da a esta expresión carácter de fórmula en la Biblia Hebrea. Incluso los dos casos en los que cada verbo tiene su objeto propio se vinculan a ese carácter formular por medio de las expresiones «otros dioses» y «todo ejército del cielo», esto es, uno u otro de los dos objetos únicos más frecuentes. Más aún, encontramos los dos sintagmas en paralelo en Dt 17, 3, reforzando la sensación de unidad de este conjunto de casos.

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Los objetos distintos de «otros dioses» y «todo ejército del cielo» pueden ser clasificados en dos grupos. Por un lado, está la idolatría como objeto en Ex 20, 5; Dt 5, 9 (paralelos del Decálogo) y 2R 21, 21. Por otro, los restantes pueden ser leídos como explicitación del concepto «otros dioses» de acuerdo con el desarrollo narrativo. Esto es lo que sucede con «sus dioses», es decir, aquellos de los pueblos de los que se está hablando en Ex 23, 24 y Jos 23, 7; y Baal como divinidad «problemática» típica en 1R 16, 31; 22, 54. Otro aspecto notorio es que la mayoría de las ocurrencias pertenecen a textos de carácter deuteronomístico 5. Encontramos: –  2 casos en Ex; –  7 en Dt; –  11 en la Historia Deuteronomística; –  5 en Jr (único entre los libros proféticos) 6 ; –  3 en 2Cro 7. 5.  El libro del Deuteronomio es punto de referencia de una red conceptual que implica un buen número de libros del Antiguo Testamento. Sobre todo tenemos la llamada Historia Deuteronomística, que es el relato continuado ofrecido por Josué, 1-2 Samuel y 1-2 Reyes. Se considera que el Deuteronomio hace de introducción a ese conjunto, en cuanto que los grandes conceptos de ese libro sirven para juzgar las acciones y los eventos relatados a continuación. Algunos de esos conceptos son la elección-alianza, la tierra, la centralidad del culto en Jerusalén o la relación exclusiva de Israel con Yhwh (rechazo de otros dioses). Esa perspectiva de la historia de Israel sería complementaria a la ofrecida por el Pentateuco (el Deuteronomio sería un libro-bisagra entre este y lo que sigue) y a la contenida en la historiografía posterior (1-2 Crónicas, Esdras y Nehemías). 6.  El libro de Jeremías es con diferencia el libro profético más cercano al Deuteronomio en conceptos y expresiones. En la exégesis de tipo historicista esto se ha traducido en la formulación de la hipótesis de una «redacción deuteronomista» de Jeremías. 7.  En nota anterior se decía que la Historia Deuteronomística es complementaria a la del cronista. No obstante, el vocabulario deuteronomístico se introduce en 1-2Cro a través de los paralelos con la historiografía precedente (compárese 2Cro 7, 19.22; 33, 3 con 1R 9, 6.9; 2R 21, 3 respectivamente).

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El carácter deuteronomístico de la expresión parece claro y, si nos detenemos en la fraseología que contiene, no hacemos más que confirmar dicho carácter. Más de la mitad de las ocurrencias de la expresión ’elohîm ’ah.erîm en la Biblia Hebrea (36 de 63) se encuentran equitativamente repartidas entre Dt y Jr (18 apariciones en cada libro). Fuera de esos casos y los de la Historia Deuteronomística solo existen otros cuatro en 2Cro, dos en Ex y uno en Os. Entre los casos que estudiamos figuran seis de las 14 veces en las que la expresión «todo ejército del cielo» (kol .sǝba’ haššamayim) aparece en la Biblia Hebrea y el predominio deuteronomístico es claro 8. Incluso la alusión prácticamente marginal a la idolatría entra dentro de las categorías deuteronomísticas a través de los términos pesel (escultura) y tǝmûnâ (imagen), que aparecen juntos solo en cinco versículos de la Biblia Hebrea, de los cuales cuatro están concentrados en un estrecho rango del Dt (4, 16.23.25; 5, 8) y el quinto es el Decálogo paralelo en Ex 20, 4. En suma, «adorar y dar culto» coordinados aparecen como fórmula en escritos de carácter deuteronomístico de la Biblia Hebrea y para indicar aquello que no se debe hacer en relación a divinidades distintas de Yhwh. No obstante, esto está lejos de ser todo. 8.  La mayoría de los veces la expresión está en un contexto polémico contra el culto a otros dioses, para los que se construyen lugares de culto (2R 21, 5; 23, 4; 2Cro 33, 5) o se quema incienso (2R 23, 5; Jr 19, 13). De todos modos, las otras tres ocurrencias muestran que no es el único uso posible: «Miqueas intervino: – Escuchad, por tanto, la palabra del Señor. He visto al Señor sentado en su trono, y a todo el ejército celestial formado junto a Él, a su derecha y a su izquierda» (1R 22, 19; vid. 2Cro 18, 18); «Todos los ejércitos de los cielos se descompondrán, se enrollarán como un volumen; todo su ejército se marchitará como la hojarasca de la viña, como las hojas secas de la higuera» (Is 34, 4).

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Concluir a la ligera que las acciones «adorar» o «dar culto» están tipificadas en el Antiguo Testamento como algo que hay que evitar no es cierto. Aquí y allí, como veremos a continuación, se dice que hay que adorar a Yhwh y que hay que dar culto a Yhwh. Lo que sucede es que se dice poco y nunca a la vez. Creemos que vale la pena preguntarse por la extensión y la posible causa de tal reluctancia.

2. Adorar (hištah.awâ) El verbo hištah.awâ aparece 170 veces en 164 versículos de la Biblia Hebrea. Su sentido es relativamente fácil de determinar atendiendo a los complementos con los que aparece. Es un verbo de movimiento, y por tanto intransitivo, cuyo desarrollo se explicita frecuentemente; y tiene carácter simbólico, dando lugar a un gesto cuya orientación y cuyo objeto son especificados un buen número de veces. 2.1.  Desarrollo del movimiento La acción del verbo hištah.awâ consiste en acercar el rostro hacia el suelo, como se expresa de modo explícito en varios lugares mediante complementos circunstanciales 9: – ’appayim ’ars.â «rostro hacia la tierra» (o sea, «postrarse rostro en tierra»): Gn 19, 1; 42, 6; 1S 25, 41; 2S 24, 20; Ne 8, 6; 1Cro 21, 21; Is 49, 23*; o también «sobre [su] rostro en tierra» ‘al ’py… ’ars.â: 2S 14, 33; 1R 1, 23. 9.  Los asteriscos señalan los casos en los que el sufijo de dirección –â está omitido. Independientemente de que se trate de una cuestión gramatical o de crítica textual (’eres. por ’ars.â), el sentido de dirección es claro.

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– ’ars.â «hacia la tierra» (o sea, «postrarse en tierra»): Gn 18, 2; 24, 52; 33, 3; 37, 10; 43, 26; 48, 12; Rt 2, 10; 1S 25, 23*; 2S 18, 28; 2R 2, 15; 4, 37. A estos casos se puede añadir también Lv 26, 1 10. Estas combinaciones tienen cariz prácticamente idiomático en hebreo bíblico, ya que en la Biblia solo se encuentran tres complementos distintos de estos para marcar la dirección del movimiento de hištah.awâ 11. En línea con lo dicho, nuestro verbo aparece con cierta frecuencia como el último de un proceso de movimiento descendente. Los verbos que lo preceden son solo dos: qdd «inclinarse» y npl «caer» 12. Todas las veces que qdd aparece en la Biblia Hebrea (quince), antecede a hištah.awâ. Por otro lado, es de notar que cuando npl precede

10.  «No pongáis piedra esculpida en vuestra tierra para postraros sobre ella». En hebreo, el pronombre final es femenino en concordancia con «tierra». También «piedra» es femenino en hebreo, pero uno no se postra sobre (‘al) el ídolo, sino sobre la tierra. Además, hay que conceder la precedencia a «tierra» como antecedente, porque es el sustantivo femenino más cercano al pro­nombre. 11.  Uno es Is 60, 14 en donde la postración es «sobre las plantas de tus pies». El tenor simbólico es evidente porque, aparte de la dificultad de postrarse sobre las plantas de los pies de alguien, esos pies son los de la ciudad de Jerusalén. Los otros dos (Gn 47, 31; 1R 1, 47) son muy parecidos: se trata del movimiento de un anciano enfermo sobre la cama. Se podría pensar que, en esta ocasión, hištah.awâ no querría decir «postrarse», sino «desplomarse» (acción sin carga simbólica). No está claro que sea así. 12.  Hay un único caso en el que hištah.awâ no cierra el proceso, sino que lo abre: «Venid, adoremos [ništah.a˘wê] y postrémonos [nikra‘â], pongámonos de hinojos [nibrǝkâ] ante el Señor, nuestro Hacedor» (Sal 95, 6). La singularidad se ve también en que es la única vez que hištah.awâ se combina con esos dos verbos. Por otro lado, también aparece haciendo pareja con el aramaísmo sgd, que significa igualmente «postrarse», en Is 44, 15.17; 46, 6. No nos vamos a detener en esto, ya que, como se observa, se trata de peculiaridades aisladas.

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a hištah.awâ, siempre se indica la dirección del movimiento («caer en tierra» o «caer sobre el rostro») 13. npl «caer»

qdd «inclinarse»

2Cro 20, 18 __[vid. infra] ’ars.â «en tierra»

Jos 5, 14; 1S 20, 41; 2S 1, 2; 14, 22; Job 1, 20

‘al pny… «sobre [su] rostro»

Rt 2, 10; 1S 25, 23; 2S 9, 6

‘al pny… ’ars.â «sobre [su] rostro en tierra»

2S 14, 4

‘al rgly… «a [sus] pies»

2R 4, 37

Gn 24, 26.48; 43, 28; Ex 4, 31; 12, 27; Nm 22, 31; 1R 1, 16; 1Cro 29, 20; 2Cro 29, 30; Ne 8, 6 ’appayim ’ars. â «rostro en tierra»

1S 24, 9; 28, 14; 1R 1, 31*; 2Cro 20, 18 [vid. infra et supra]

’ars.â «en tierra»

Ex 34, 8

’appayim ’ars.â + npl «rostro en tierra + caer»

2Cro 20, 18 __[vid. supra]

Dado que siempre cierra el proceso, todo apunta a que lo que hištah.awâ añade a los otros dos es, precisamente, el matiz simbólico mencionado. Debemos hacer notar que son muy pocos los pasajes enumerados en este apartado que tienen como objeto Yhwh (Gn 24, 26.48.52; 1Cro 29, 20 [Yhwh y el rey]; 2Cro 20, 18; Ne 8, 6). Los que tienen por objeto otra divinidad son prácticamente inexisten-

13.  2Cro 20, 18 podría aducirse como excepción a esta constante, pero justo antes se encuentra qdd coordinado con ’appayim ’ars.â «rostro hacia en tierra» como complemento.

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tes 14. Es decir, cuando la Biblia Hebrea explicita la acción física de postrarse, no se está refiriendo normalmente a un gesto de tipo religioso, o sea, pocas veces cabe la traducción «adorar». 2.2.  Orientación del gesto Además de la dirección física, la postración incluye también la posibilidad –más bien la necesidad– de dirigir la carga simbólica. La dirección física es un descenso del cuerpo y la dirección simbólica queda determinada por la orientación del mismo. Por medio de prefijos, las traducciones griega (pros-kunéo) y latina (ad-orare) ponen en primer plano, precisamente, la orientación 15. El modo más común de marcar esta circunstancia en la Biblia Hebrea es mediante las locuciones preposicionales lpny… y l’py… «ante» (literalmente: «hacia el rostro de…»). Estos son los casos 16 : lpny… «ante»

El altar: 2R 18, 22; 2Cro 32, 12; Is 36, 7 Yhwh: Dt 26, 10; 1S 1, 19; Sal 22, 28.30; 86, 9; 95, 6; 2Cro 20, 18*; Is 66, 23; Ez 46, 3 Ser humano: Gn 23, 12 (la gente del país); 2S 14, 33 (el rey) Dioses: 2Cro 25, 14

l’py… «ante»

Nm 22, 31 (ángel del Señor); Gn 48, 12 ([José ante] Jacob); 1S 20, 41* ([David ante] Jonatán); 25, 23* (David); 2S 18, 28 (el rey)

14.  Lv 26, 1 es una frase rebuscada que tiene como objeto implícito los ídolos. 15.  Cf. el capítulo 3 de Álvaro Sánchez-Ostiz. 16.  Aquí el asterisco señala aquellos lugares en los que el complemento no está ligado directamente a hištah.awâ sino al verbo npl que lo precede.

Adorar (y dar culto) en el Antiguo Testamento

113

Los otros marcadores de orientación que hemos localizado son: – ’el «hacia»: Sal 5, 8; 138, 2 (el Templo); Is 45, 14 (Ciro o Israel); – ’el ’py… «ante»: Jos 5, 14* (Jefe de los ejércitos de Yhwh); – ’el pny… «ante»: 2S 14, 22* (David); – qedmâ «hacia Oriente»: Ez 8, 16 (adoración del sol). En suma, la orientación del gesto por referencia a un lugar (el altar, el templo, Oriente…), aparece en la Biblia Hebrea, pero tiene escaso protagonismo. La orientación predominante es «ante Yhwh». En un primer momento, esto podría parecer algo descontado. En realidad, resulta algo intrigante: ¿cómo orientarse hacia un Dios invisible al que, además, está prohibido representar? 2.3.  El objeto indirecto Es muy frecuente que el verbo hištah.awâ aparezca dotado de objeto indirecto (es así en 125 de los 164 versículos en los que aparece). Es evidente, por tanto, que este verbo designa una acción que se hace para alguien o, esporádicamente, para algo que representa a alguien. En el cuadro siguiente se contienen los objetos indirectos que se encuentran con el verbo hištah.awâ en la Biblia Hebrea 17:

17.  Hemos puesto entre llaves los lugares en los que a nuestro parecer existe un objeto implícito. Obviamente, puede haber casos discutibles entre los incluidos y los excluidos. Nota bene: si se suman los totales se obtiene 126, en vez de 125, porque en 1Cro 29, 20 se encuentran dos objetos (Yhwh y el rey).

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EL DIOS DE ISRAEL Yhwh

Gn 24, 26.48.52; {Ex 34, 8}; 1S 1, 3.28; 15, 25.30.31; 2S 15, 32 [Dios]; 2R 17, 36; 1Cro 16, 29; 29, 20 [Yhwh y el rey: vid. infra]; 2Cro 20, 18; Ne 8, 6; 9, 3; 9, 6; Sal 29, 2; 66, 4 [Dios]; 96, 9; Is 27, 13; Jr 7, 2; So 2, 11; 14, 16; Za 14, 17

25

Asimilables

Columna de nube: {Ex 33, 10} / Jefe del ejército de Yhwh {Jos 5, 14}/ El estrado de Yhwh: Sal 99, 5; 132, 7 / Su monte santo: Sal 99, 9

5

TOTAL

30

Dioses

Ex 23, 24; 34, 14; Nm 25, 2; Dt 8, 19; 11, 16; 17, 3; 29, 25; 30, 17; Jos 23, 7; 23, 16; Jc 2, 12.17.19; 1R 9, 6.9; 11, 33; 16, 31; 22, 54; 2R 17, 35; 2Cro 7, 19.22; Sal 81, 10; Jr 13, 10; 16, 11; 22, 9; 25, 6

26

Astros

Dt 4, 19; 2R 17, 16; 21, 3; 2Cro 33, 3; Jr 8, 2; Ez 8, 16; So 1, 5

7

Ídolos

Ex 20, 5; 32, 8; {Lv 26, 1}; Dt 5, 9; 2R 21, 21; Sal 106, 19; Is 2, 8{.20; 44, 15.17; 46, 6}; Jr 1, 16; Mi 5, 12

13

TOTAL

46

{1S 24, 9; 25, 23.41}; 2S {1, 2; 9, 6.8; 14, 4.22}; 14, 33; 15, 5; {16, 4}; 18, 28; 24, 20; 1R 1, 16.23.31.53; 1Cro 21, 21; 29, 20 [Yhwh y el rey: vid. supra]; 2Cro 24, 17; Sal 45, 12; 72, 11; 97, 7 [enunciado metafórico: Yhwh como rey al que se someten los otros dioses]

23

OTROS DIOSES

HUMANOS Rey

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Adorar (y dar culto) en el Antiguo Testamento

Otros

AMBIGUOS

La gente del país: Gn 23, 7 / Jacob: Gn 27, 29 / Esaú: {Gn 33, 3.6.7} / José: Gn 37, 9.10; 37, 7; 42, 6; 43, 26{.28} / Judá: Gn 49, 8

12

Jetró: {Ex 18, 7} | Moisés: Ex 11, 8

2

Un sacerdote fiel: 1S 2, 36 / Joab: 2S 18, 21 / Betsabé: 1R 2, 19 / Eliseo: 2R 2, 15; {4, 37}

5

Booz: {Rt 2, 10} / Amán: Est 3, 2.5

3

El siervo: Is 49, {7.}23 / Jerusalén personificada: {Is 60, 14}

3

TOTAL

48

Teofanía de Mambré – Tres hombres: {Gn 18, 2} / Dos mensajeros: {Gn 19, 1}

2

He aquí algunos elementos que emergen de esta tabla: –  El objeto indirecto de hištah.awâ es prácticamente siempre una persona o cosa personificada. Las únicas excepciones se dan cuando un objeto (nube, estrado o monte) sirve de indicador de la presencia de Yhwh. Esto puede contribuir a explicar la frecuencia relativa del uso del expresión «postrarse ante (lpny…) Yhwh», vista en el apartado anterior: la reluctancia a usar este verbo con Yhwh, parece reducirse cuando se explicita que la postración se dirige hacia una manifestación (el «rostro») de Dios y no directamente hacia Él. En efecto, el objeto indirecto está relacionado con la orientación, especialmente con el uso de la locución preposicional «ante». Conviene distinguir los dos tipos de complementos, ya que pueden aparecer en la misma frase (postrarse ante David y «para» él: 2S 14, 33; 18, 28) y, a la vez, en otros lugares parecen ser intercambiables (Abrahán se postra «para» [lǝ-] la gente del país en Gn 23, 7 y ante [lpny…] ellos en Gn 23, 12). Un modo de explicar la relación entre

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ambos es concebirlos en oposición funcional, con el objeto indirecto como término no marcado, es decir, el objeto con lǝ– indicaría una orientación general de la acción, con la posibilidad de incluir también la orientación física del gesto, la cual, en todo caso, tiene una importancia marginal en el Antiguo Testamento, en pro de una orientación de tipo simbólico 18. –  Los objetos indirectos de tipo religioso son mayoritarios (96/125). No sería lícito deducir de esto que el sentido primario de hištah.awâ es de tipo religioso. Lo que es religioso es el texto (la Biblia). –  Las veces en que se habla de la adoración del Dios de Israel son minoría, tanto en relación al total (30/125), como en comparación con la adoración de otros dioses (30 casos contra 46). –  La referencias típicas a la adoración a Yhwh son de tipo narrativo o descriptivo: se dice lo que sucedió de hecho (textos narrativos) o lo que sucederá en cualquier caso (textos oraculares). La expresión no se encuentra en enunciados de tipo legal y, salvo por las exhortaciones poéticas de Sal 29, 2; 96, 9; 1Cro 16, 29, en ningún otro lugar se dice que haya que adorar a Yhwh. La amonestación recurrente en la Biblia Hebrea es la de no adorar a otros dioses, astros o ídolos. En definitiva, los usos del verbo hištah.awâ muestran que existe renuencia a hablar de la adoración al Dios de Israel en el Antiguo Testamento. No obstante, contrariamente a lo visto en la combinación con ‘abad, no es algo absoluto y radical: esa adoración se menciona con cierta frecuencia e, incluso, aunque sea algo raro, se exhorta a llevarla a cabo.

18.  Solo en Ez 8, 16 hemos encontrado una distinción clara entre la orientación física y el objeto de la adoración, y es en un contexto polémico (adoración del sol mirando hacia el Este).

Adorar (y dar culto) en el Antiguo Testamento

117

2.4.  Usos absolutos Finalmente, pasemos revista a aquellos casos en los que el verbo se usa sin que se indique el movimiento, la orientación o el objeto. Tales usos comprenden tres sentidos 19: (a) Movimiento ritual (Ex 24, 1; Ez 46, 2; 2Cro 29, 28.29.30). (b) Reacción ante lo divino o sobrenatural (Ex 4, 31; 12, 27; Jc 7, 15; 1S 28, 14; 2Cro 7, 3). (c) Aquello que se hace en un lugar sagrado (Gn 22, 5; 2S 12, 20; 2R 5, 18; 19, 37; Is 37, 38; Jr 26, 2; Ez 46, 9). En los dos primeros sentidos se entiende que se realiza la postración física. La falta de mención del objeto o de la orientación desplaza la atención a aquello que la acción del sujeto significa en sí misma. Lo que emerge no es el poder o la dignidad de alguien a quien se mira, sino la actitud de sumisión requerida (a) o espontánea (b) del que actúa. En el caso del movimiento ritual, el contexto es siempre el culto de Israel y la falta de determinación encaja bien con el hecho de que Dios no es representado (aniconismo). Es como si se diera a entender que Dios siempre está delante de uno, sin que importe la orientación. La postración como reacción sirve también para indicar que el agente reconoce un suceso como sobrenatural, sin que tal carácter sea de por sí evidente 20. Por más que estas ocurrencias no sean muchas, el énfasis en el sujeto que ponen en evidencia es importante. El hecho de postrarse revela más del sujeto que del objeto en todo caso, no solo en estos. Aplicado al campo religioso: Dios no gana nada con la adoración, 19.  Gn 47, 31; 1S 20, 41; 1R 1, 47; Jb 1, 20 son casos ambiguos que no podemos usar para entender mejor el vocablo. Por el contrario, los rasgos encontrados en otros lugares podrían servir para entender mejor esos pasajes. 20.  Un ejemplo claro lo tenemos en Jc 7, 15: «Cuando Gedeón escuchó la narración de ese sueño y su interpretación, se postró».

118

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pero el adorador se juega mucho cuando elige por qué y ante quién se postra. El tercer sentido es constituido por casos en los que se constata una acción –o sea, no se juzga ni se exhorta–, llevada a cabo en un templo pagano (2R 5, 18; 19, 37; Is 37, 38) o en el templo de Jerusalén (2S 12, 20; Jr 26, 2; Ez 46, 9). El verbo en estos casos es usado quizá como metonimia (la postración designa un proceso cultual que la incluye) o, más probablemente, como metáfora (designa el culto en general sin que exija la acción física de postrarse). Aquí encontramos, por tanto, aquello que entendemos por «adorar» en las lenguas modernas. Este mismo sentido se puede aplicar a la mayoría de los usos de hištah.awâ en contexto religioso: recuérdese que son pocas las ocasiones en las que, en contexto religioso, se habla sin duda de una postración física, indicada mediante complementos circunstanciales o con una cadena de acciones. O sea, «postrarse ante/para Yhwh» puede entenderse como «adorar a Yhwh» sin forzar el texto y sin suponer que se realiza la proskínesis, la cual, como es notorio, no es normal en las liturgias hebrea o cristiana 21. 3. Dar culto (‘abad) Antes de pasar a la propuesta de interpretación, es necesario ver sumariamente las acepciones de ‘abad para tratar de entender 21.  En efecto, son pocos los momentos en que la liturgia romana prevé un gesto de postración: al inicio de la celebración del Viernes Santo, en las ordenaciones de obispos, presbíteros y diáconos, en la consagración de abades y abadesas, y en otros ritos monásticos (admisión al noviciodo, profesión temporal y solemne). No son muchas ocasiones, aunque sí muy significativas. [Nota del Editor].

Adorar (y dar culto) en el Antiguo Testamento

119

cómo contribuye este término a definir el concepto «adorar» veterotestamentario. El verbo ‘abad aparece 289 veces en la Biblia Hebrea y, como ya ha sido dicho, su significado básico es «servir», es decir, hacer el trabajo de un esclavo (‘ebed). Este sentido aparece manifiesto en los usos absolutos del verbo en los pasajes legales que regulan la servidumbre (Ex 21, 2.6; Lv 25, 39.40.46; Dt 15, 12.18). Hay que aclarar que la relación de servidumbre en el Antiguo Testamento puede aludir a un trabajo de tipo servil pero temporal y remunerado, como el trabajo de Jacob para Labán (Gn 29, 15.18.20.25.27.30; 30, 26.29; 31, 6.41). El tipo de actividad designada con ‘abad es la que se prohíbe hacer en sábado (Ex 20, 9; 34, 21; Dt 5, 13). A partir de ese sentido básico, encontramos derivados por especificación y por generalización. Derivados por especificación mediante un complemento directo son: – El trabajo agrícola (y solo este): preferentemente con ’adamâ «servir la tierra» (Gn 2, 5.15; 3, 23; 4, 2.12 22). – La acción cultual: con ‘abodâ «servir el servicio [de la Tienda de la Reunión]» (de este tipo son las 21 ocurrencias del vocablo en Nm). Por generalización, se usa ‘abad para designar una relación de sumisión, tanto de tipo político o social (a un pueblo, a un rey…), como de tipo religioso (a una divinidad). Esta última modalidad es traducida frecuentemente por «dar culto», con el aval de la acepción cultual específica vista más arriba. De por sí, no existe en hebreo bíblico una distinción entre los verbos «estar sometido» y «dar culto». La distinción está en el objeto. Teniendo presente esto, véase cómo sería una lectura del libro del Éxodo, usando las 31 ocurrencias de ‘abad como hilo conductor:

22.  Estos son todos los usos del término en el inicio de la Biblia.

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Ocurrencias de ‘abad en Ex

Objeto

Notas

Egipcios

Ex 1, 13.14

Yhwh

Ex 3, 12; 4, 23

Egipcios

Ex 5, 18; 6, 5

Yhwh

Ex 7, 16.26; 8, 16; 9, 1.13; 10, 3.7.8.11.24.26(x2).12.31

‘abodâ «servicio»

Ex 13, 5

Sentido cultual (vid. Nm)

Egipcios

14, 5

El Faraón se arrepiente

14, 12 (x2)

Los israelitas se arrepienten

Ídolos

Ex 20, 5: Prohibición

Decálogo (vid. Dt)



Ex 20, 9

Ley del sábado (vid. Dt)



Ex 21, 2.6

Ley de la esclavitud (vid. Lv)

Otros dioses

Ex 23, 24: Prohibición

Quién es tu Dios (vid. Dt)

Yhwh

Ex 23, 25: Exhortación

Otros Dioses

Ex 23, 33: Prohibición



Ex 34, 21

Ley del sábado (vid. Dt)

Como se observa, la primera sección (narrativa) del libro va oscilando entre la servidumbre que los egipcios imponen y la relación, también de servidumbre, que Yhwh propone: «Y le dijo Dios: – Yo estaré contigo, y ésta será la señal de que yo te envío: cuando saques al pueblo de Egipto, serviréis [traducción común: daréis culto] a Dios en este mismo monte» (Ex 3, 12).

No se dice qué tipo de servicio pide Yhwh a Israel. Sin embargo, el uso de la acepción cultual en Ex 13, 5 –prescripción de

Adorar (y dar culto) en el Antiguo Testamento

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la celebración anual del rito de los ácimos– y, sobre todo, el uso exclusivo de ‘abad en Nm, respaldan una lectura también cultual de ese servicio requerido. En cualquier caso, Israel opta al final por servir a Yhwh y no al Faraón. En la parte legislativa (de Ex 20 en adelante), la cuestión se reabre, al aparecer unos nuevos candidatos a patrones de Israel: los otros dioses. El libro acaba aquí, pero no la historia: ¿permanecerá Israel al servicio de Yhwh o servirá a otros dioses? Tal pregunta es muy importante en el Dt. El verbo ‘abad aparece 35 veces en ese libro y se usa predominantemente para referirse al culto a otros dioses –o ídolos o astros– (20 casos 23) o a Yhwh (6 casos) 24. De nuevo, la precedencia se da a la prohibición de dar culto a otros dioses, pero, en contra de lo visto para «postrarse», en este caso todas las referencias a Yhwh tienen carácter exhortativo: Dt 6, 13: «Temerás al Señor, tu Dios, le darás culto, y en su nombre harás tus juramentos». Dt 10, 12: «Ahora, pues, Israel, ¿qué es lo que el Señor, tu Dios, te pide sino que temas al Señor, tu Dios, y marches por todos sus caminos, amando y dando culto al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma […]?». Dt 10, 20: «Al Señor, tu Dios, temerás y darás culto, a Él te adherirás y en su nombre harás tus juramentos». Dt 11, 13: «Si observáis con esmero mis mandamientos, que hoy os ordeno, amando y dando culto al Señor, vuestro Dios, con todo vuestro corazón y toda vuestra alma, / [sigue una amenaza]».

23.  Dt 4, 19.28; 5, 9; 7, 4.16; 8, 19; 11, 16; 12, 2.30; 13, 3.7.14; 17, 3; 28, 14.36.64; 29, 17.25; 30, 17; 31, 20. 24.  Fuera de ese uso encontramos el verbo con los siguientes sentidos: lo que no hay que hacer en sábado (Dt 5, 13); leyes de la servidumbre (Dt 15, 12.18); trabajo agrícola (Dt 15, 19; 21, 3.4; 28, 39) y sumisión a un pueblo (Dt 20, 11; 28, 48).

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Dt 13, 5: «Seguiréis al Señor, vuestro Dios, le temeréis, obedeceréis sus preceptos, escucharéis su voz, le rendiréis culto y viviréis unidos a Él». Dt 28, 47: «En caso de que no des culto al Señor, tu Dios, con alegría y buen ánimo cuando abundes en todo, / [sigue una amenaza]».

Es interesante señalar que en cuatro exhortaciones aparece el temor y en las otras dos sigue una amenaza en la eventualidad de que no se cumpla lo mandado. 4. Propuesta de interpretación Hasta aquí el resumen de lo que los textos contienen. Ahora ofreceremos algunas propuestas de interpretación de lo encontrado, sin ninguna pretensión de ser exhaustivos. Adorar en el Antiguo Testamento es postrarse (y, similarmente, dar culto es trabajar como siervo). Aunque hay indicios de que históricamente el término evoluciona semánticamente desde la postración física hasta la adoración conceptual, la primera aparece abiertamente en el Antiguo Testamento y convive con el concepto abstracto y religioso de adoración (el pueblo se postra ante Yhwh y ante el rey en 1Cro 29, 20). El presupuesto básico de la postración es el miedo. Postrarse es la respuesta a la percepción de un poder divino o humano capaz de exterminar al sujeto 25. Es rendición incondicional; es reconocer que cualquier acción es inútil; es esperar que, presentándose como presa fácil, se consiga salvar la vida negando al depredador la emoción de la caza. Esta idea da sentido a la sustitución de «temer» por 25.  Como curiosidad, la representación más antigua de un rey de Israel –con todas las dudas que la identificaciones arqueológicas llevan consigo– muestra a Jehú postrado delante de Salmanasar III.

Adorar (y dar culto) en el Antiguo Testamento

123

«adorar» en Mt 4, 10 y Lc 4, 8 26, y la combinación de la idea de temor con la de culto a Yhwh en Dt. Sin embargo, el Antiguo Testamento no promueve el miedo ni la postración, sino que los administra. Se sobreentiende que el temor es compañero de camino de todo ser humano, porque siempre se encontrará con alguien más potente que él (en última instancia con la divinidad). Por ende, el hombre tiende naturalmente a postrarse por tierra, es decir, a adorar, o sea, a ser religioso. La religiosidad natural es un presupuesto tan radicado en el Antiguo Testamento que apenas se le presta atención en sus páginas. El único que no es religioso es el necio (Sal 14, 1; 53, 2), cuya prioridad no es curarse del ateísmo, sino de la necedad. Por decirlo de un modo un poco provocativo: Dios en su automanifestación no trae consigo la adoración, sino que se la encuentra. Al fin y al cabo, Dios no gana nada con la adoración de los humanos, como se lee en el libro de Isaías: «¿Qué me importa la multitud de vuestros sacrificios? […] Mi alma aborrece vuestros novilunios y solemnidades, me resultan una carga, estoy cansado de soportarlos» (Is 1, 11.14).

No se trata solo de que el culto no agrade a Dios porque lo realizan sujetos indignos («vuestras manos están llenas de sangre»: Is 1, 15); es que, de suyo, esas acciones no le aportan nada. Faltaría más. El que se juega todo es el hombre, por eso es él quien tiene que «aprender a hacer el bien» (Is 1, 17). Lo que encontramos en el Antiguo Testamento es un conjunto de pistas para que el ser humano aprenda a ordenar su temor natural y, con él, su religiosidad. Tal conjunto constituye un verdadero proceso de liberación. Es verdadero porque no consiste en la nega26.  «Al Señor tu Dios adorarás y solamente a Él darás culto».

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ción vana de una realidad ineluctable: decir al hombre que no hay nada que temer no es una ayuda, es una estafa 27. Por el contrario, en el Antiguo Testamento se invita al lector a reconocer la realidad tal cual es y a obrar en consecuencia: tiene que dejar de temer aquello que no tendría que dar miedo. Lo que de modo más evidente no tendría que provocar temor es otro ser humano («En Dios confío, no temo: ¿qué podrá hacerme un hombre?»: Sal 56, 12; vid. 118, 6). El Antiguo Testamento no se detiene en polemizar con la postración-adoración ante los potentes de la tierra, como dando por supuesto que es algo que caerá por su propio peso (y así acaba siendo). En cambio, lo que se toma decididamente en serio es la adoración de otras divinidades. Si hay que resumir la idea fundamental del Antiguo Testamento sobre la adoración, esta sería «no adorarás a otros dioses». Esta afirmación, aun en contextos henoteísticos, tiene fuertes implicaciones monoteísticas 28. Si no hay que postrarse ante otros dioses, es porque esos tales no están en condiciones de producir el miedo que hace que uno acabe por el suelo: no son nada 29. Si fueran algo con potencia

27.  En línea con esto, en Ex, Yhwh no ofrece a Israel el espejismo de una autonomía absoluta, sino cambiar de patrón. Implícitamente se da a entender que hay una «esclavitud» que es condición natural del ser humano: o uno sirve a Yhwh, o sirve al primer faraón que se le ponga por delante. Paradójicamente, la pérdida de la libertad respecto a Dios es el único modo de conseguir ser libre. Esto está en línea con la paradoja evangélica «Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda por mí su vida, la encontrará» (Mt 10, 39; vid. 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; 17, 33; Jn 12, 25). Sobre la adoración como condición natural del ser humano: cf. capítulo 1 de Sergio Sánchez-Migallón: «La adoración de lo santo». [Nota del Editor]. 28.  Como recordatorio: henoteísmo es la adoración de una divinidad sin excluir que haya otras; monoteísmo es la confesión de la existencia de un solo Dios. 29.  Se comprende por qué la Epístola de Jeremías (Ba 6), que consiste básicamente en una polémica contra la idolatría, tiene como estribillo «no temáis» (Ba 6, 22.28.64.68).

Adorar (y dar culto) en el Antiguo Testamento

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divina, convendría postrarse ante ellos –adorarlos–, aunque solo fuera para salvar la piel como los filisteos aterrorizados ante Yhwh en 1S 5-6. Ahora bien, si no hay que adorar o servir a otros dioses, ¿es lícito adorar a Dios? Es más, ¿es posible adorar a un Dios que no se ve? Y ¿qué servicio se puede prestar a un Dios que no precisa ninguno? La respuesta del Antiguo Testamento es que se debe adorar a Dios y se le debe dar culto. Pero se dice con parsimonia. Da la impresión de que Dios acepta la adoración y el culto, como acepta al rey cuando se lo piden (1S 8). Pero, aunque parece que consiente a regañadientes, cuando acepta, hace la cosa totalmente suya (ahí está el sacerdocio real de Cristo). Así, Dios mismo contribuye a la posibilidad de un culto material con manifestaciones hacia las que postrarse y con un templo en el que servir, superando así las estrecheces del aniconismo radical, en espera de las nuevas condiciones establecidas por la Encarnación y la Resurrección de Cristo. Pero sin olvidar que lo primero no es la postración, sino el temor que lleva a la adoración. Se trata de ese temor de Dios que es definido recurrentemente por el Antiguo Testamento como inicio de la sabiduría (Is 33, 6; Sal 111, 10; Jb 28, 28; Pr 1, 7; 9, 10; 15, 33). De algún modo, todo el Antiguo Testamento empuja a preguntarse qué significa temer a un Dios que amenaza como los tiranos orientales (lenguaje reconocible en su contexto) y que después parece que nunca acaba de cumplir sus amenazas, dando continuas oportunidades a su pueblo. El volver una y otra vez sobre esa pregunta parece ser una óptima introducción a un Dios que finalmente se revelará no solo como paterno, sino como verdadero Padre.

6 Algunas notas sobre la adoración de la Nueva Alianza: la adoración en Espíritu y Verdad Andrés Sáez Gutiérrez 1

Algunas notas sobre la adoración de la Nueva Alianza

Sumario: 1. Introducción. 2. La vida de Jesucristo, plenitud de la adoración a Dios. 3. La participación de los discípulos en la adoración de Jesús. 4. Consideraciones finales.

1. Introducción Cuando se trata de relacionar el tema de la adoración con el Nuevo Testamento, no es difícil pensar de inmediato en unos versículos del precioso episodio de la samaritana de Jn 4, en los que el cuarto evangelio explicita la cuestión de la adoración verdadera: (Le dice la mujer): «Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar». Jesús le dice: «Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora, ya ha llegado, en que los ado-

1.  Profesor adjunto a cátedra en la Facultad de Literatura Cristiana y Clásica San Justino y profesor asociado en la Facultad de Teología de la Universidad Eclesiástica San Dámaso (Madrid).

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radores verdaderos adorarán al Padre en Espíritu y Verdad, porque así quiere el Padre que sean los que lo adoren. Dios es Espíritu y los que adoran deben adorar en Espíritu y Verdad». Le dice la mujer: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo explicará todo». Jesús le dice: «Yo soy, el que te está hablando» (Jn 4, 20-26).

Nos proponemos en las siguientes páginas ofrecer sintéticamente algunas claves para entender a qué se refiere Jesús con esta adoración en «Espíritu y Verdad» que caracteriza el culto de la Nueva Alianza. Antes de entrar en materia, es necesario realizar algunas observaciones metodológicas que ayuden al lector a seguir el desarrollo del capítulo. En primer lugar, es fundamental comprender que la adoración cristiana tiene su raíz indiscutible en la vida de Jesús de Nazaret. Como señala la samaritana: «Cuando venga (el Mesías), nos lo explicará todo» (Jn 4, 25). Solo Jesús nos puede revelar en plenitud qué significa adorar. Explicación que, en su caso, no se realiza meramente por medio de sus palabras, sino de su vida entera, «con toda su presencia y manifestación personal» 2. Merece la pena insistir en esta idea por su tremenda importancia 3. Si Cristo, el nuevo Adán, a la vez que revela el misterio del Padre, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» 4, resulta evidente que solo en el misterio de la vida de Jesús se abre diáfanamente qué significa adorar a Dios. En esta misma perspectiva nos sitúan dos autores, uno antiguo y uno moderno. Ireneo de Lyon, al resumir cuál es la novedad de la Nueva Alianza, afirma que Jesucristo ha traído toda 2. Cf. Dei Verbum, n. 4. 3. Sin este principio cristológico, es inevitable caer en una visión reductiva de la adoración, ya sea ética, ritualista, espiritualista o de cualquier otro tipo. 4.  Gaudium et spes, n. 22.

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novedad trayéndose a sí mismo 5. Y Benedicto XVI, en su primera encíclica Deus caritas est, señala que «la verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas (sobre Jesús), sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito» (n. 12). Así pues, la vida del Hijo de Dios en la carne es y será siempre el punto de referencia primero de la adoración. Según esta perspectiva hemos concebido el objetivo y el desarrollo del capítulo. Así, desarrollaremos este elemento esencial en el segundo apartado, que hemos titulado «La vida de Jesucristo, plenitud de la adoración a Dios». Como corolario hablaremos en la tercera parte –«La participación de los discípulos en la adoración de Jesús»– de cómo la vida de Jesús se derrama por medio de su Espíritu en cuantos creen en Él, participando así en su modo de relacionarse con Dios, es decir, de adorarlo. Terminaremos con algunas consideraciones que iluminen el significado de la adoración «en Espíritu y Verdad». En segundo lugar, un apunte sobre las fuentes utilizadas. Conviene no olvidar que los escritos del Nuevo Testamento no fueron compuestos todos a la vez: han nacido en tiempos, lugares y en medio de circunstancias diversas, con propósitos precisos, en función de la comunidad o comunidades en las que surgieron. Sus autores los han compuesto según su propia sensibilidad y empleando géneros literarios diversos. Por ello, no nos ha de extrañar que dichos escritos nos hayan transmitido diversas lecturas, complementarias,

5. Cf. Contra las herejías IV, 34, 1 (SCh 100**, 846). Cf. A. Orbe, Teología de san Ireneo IV, BAC Maior 53, Madrid 1996, p. 471. Cf. también J. Ratzinger, Jesus von Nazareth, I, Herder, Freiburg–Basel–Wien 2006, p. 136: un maestro judío pregunta a uno de sus discípulos que había escuchado el Sermón de la Montaña qué novedad había en el discurso de Jesús. El discípulo le responde: no ha quitado nada antiguo y como novedad se ha añadido «él mismo».

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de la vida de Jesús y de lo que significa la adoración 6. Después, fundamentalmente a lo largo de los dos primeros siglos, la Iglesia ha realizado un proceso de discernimiento que ha conducido a coleccionar los libros de nuestro actual Nuevo Testamento, considerándolos universalmente normativos y vinculantes, es decir, canónicos. De esta observación resulta un doble modo de proceder que alternaremos sin solución de continuidad a lo largo del capítulo. En ocasiones, nos centraremos en la enseñanza en torno a la adoración de un autor o de un escrito particular. En otros casos, en tanto que testimonios diversos cohesionados por un mismo Espíritu, dejaremos que los perfiles de unos escritos iluminen los de otros. Una última aclaración: por su misma naturaleza, los escritos del Nuevo Testamento no son tratados sobre de la adoración 7; sería un error buscar en ellos una doctrina sistemática. Además, sería igualmente reductivo atender solamente a la terminología relativa a la «adoración». Al contrario, nuestra temática está íntimamente vinculada con otras como el amor a Dios y al prójimo, la glorificación, la bendición, la acción de gracias, la alabanza, el sacerdocio, el sacrificio, el culto, la víctima, el templo. Desde esta perpectiva amplia, sin pretender agotar la cuestión, queremos vislumbrar la riqueza de la adoración cristiana.

6.  Igual que si diversas personas o grupos transmitieran a posteriori, cada uno desde su propia perspectiva, noticias acerca de un mismo acontecimiento. 7. Veremos que la Carta a los Hebreos constituye en cierto modo una excepción.

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2. La vida de Jesucristo, plenitud de la adoración a Dios 2.1.  La perspectiva de la Carta a los Hebreos Entre los escritos del Nuevo Testamento, la Carta a los Hebreos ha reflexionado de intento sobre la vida de Jesucristo en relación con las categorías de sacerdote, sacrificio, culto, ofrenda, santuario. De hecho, aunque lo conocemos como una carta transmitida dentro del epistolario paulino, tiene la estructura y el carácter de un discurso. Tanto por la perspectiva amplia con la que se acerca al tema de la adoración como por su estilo ordenado, comenzaremos nuestra exposición por él 8. Entre los siglos i-ii, los cristianos se interrogaron por la relación que existía entre lo antiguo y lo nuevo, entre la creación, la historia de Israel con sus instituciones y la vida de Jesús. Las respuestas fueron diversas: desde una marcada continuidad sin novedad alguna hasta una ruptura sin contemplaciones, pasando por todas las posiciones intermedias. Pues bien, los antiguos sacrificios no fueron una excepción. A pesar de las diferencias externas tan significativas –en un caso se trataba de sacrificios de animales y del incienso, en el otro de la vida de un hombre crucificado–, elementos tan centrales como la sangre de Cristo debieron de urgir la reflexión en torno a la relación entre aquellos y la vida de Jesús, precisamente en cuanto sacrificio 9.

8.  Nos apoyamos en la monografía de A. Vanhoye, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1984. Cf. también C. A. Franco, Jesucristo, su persona y su obra en la Carta a los hebreos, Ediciones Encuentro – Fundación San Justino, Madrid 2010. 9.  Dicha reflexión se deja ver ya en Rm 3, 24-25, donde Pablo afirma que Dios exhibió a Jesús como lugar de la expiación por medio de su propia sangre.

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La empresa tenía sus riesgos. Por ejemplo, si a un sacrificio antiguo le estaba siempre asociado un sacerdote, ¿quién era el sacerdote en el caso del sacrificio de Cristo? ¿Acaso el mismo Jesús? Ahora bien, el autor de la Carta a los Hebreos no podía ignorar que los sumos sacerdotes judíos ejercían el poder político desde un punto de vista teocrático. Además, como miembros del sanedrín, se habían pronunciado en contra de Jesús y lo habían entregado a Pilato. Por otro lado, Jesús no se había presentado vinculado por estirpe al linaje sacerdotal ni había vinculado su vida a un edificio sagrado concreto ni había tenido que ver con sacrificios de animales o ritos similares. En síntesis, desde el punto de vista de la institución veterotestamentaria, Jesús no podía ser comprendido como sacerdote. Aun así, el autor de la Carta a los Hebreos, en lugar de rechazar los términos sacrificio, sacerdote, culto, santuario, los transformó profundamente y con éxito a partir de la vida de Jesús, del conjunto de la historia sagrada y de su experiencia de la vida cristiana. En el horizonte de la reflexión en torno a los sacrificios aparece en general la cuestión de la mediación, tema capital también de la Carta a los Hebreos y por lo demás de todo sistema religioso y filosófico de la época 10. ¿Cómo se unen Dios o el mundo divino con el hombre y el cosmos? ¿Cómo puede el hombre alcanzar a Dios? ¿Cómo puede Dios comunicarse al hombre? Para el autor de Hb, los sacrificios veterotestamentarios eran ritos que pretendían precisamente unir al hombre con Dios y purificarlo de sus pecados. Sin embargo, aunque subjetiva y pedagógicamente pudieran tener su sentido, objetivamente resultaban ineficaces para otorgar lo que significaban a los hombres de carne y sangre (cf. Hb 2, 14). Ahora 10.  En particular, se advierte un fuerte tono religioso tanto en la corriente medioplatónica a partir del siglo i a. C. como en el estoicismo imperial del siglo ii. Cf. al respecto G. Reale, Storia della filosofía greca e romana, Bompiani, Milano 2004, VI, p. 254 y VII, pp. 100-101.

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bien, lo que pretendían en vano los sacerdotes y sumos sacerdotes antiguos entrando en el santuario para ofrecer dichos sacrificios –y esta la tesis principal del autor de la carta–, Jesús lo ha realizado mediante su vida de modo eficaz y una vez para siempre (cf. Hb 7, 18-19.26-28). En ella se realiza la unión del hombre con Dios y el hombre alcanza el perdón de los pecados, es liberado de la esclavitud del miedo a morir y de aquel que lo esclavizaba, el diablo (cf. Hb 2, 14). Por ello Jesucristo es el único Mediador de la Nueva Alianza, Sumo Sacerdote de los bienes definitivos, y su vida el sacrificio, la ofrenda, la víctima agradable a Dios por excelencia (cf. Hb 5, 10; 9, 11). De esta fructífera reflexión nos gustaría subrayar y precisar algunos elementos esenciales. En primer lugar, la Carta a los Hebreos insiste en que el lugar en el que se realiza la ofrenda verdadera es el cuerpo de Jesús. Así en Hb 10, 5 leemos: «Al entrar en el mundo dice: “No has querido sacrificio y ofrenda, pero me has formado un cuerpo” (Sal 40, 7)». Es decir, Dios no ha querido sacrificios ni ofrendas antiguas, sino que ha constituido el cuerpo de Jesús en el lugar de la ofrenda y del sacrificio nuevos, en el lugar de la entrega y del don definitivos (cf. Hb 8, 3). El autor de la carta insiste en que Jesús se asemejó en todo a sus hermanos excepto en el pecado, participando de su carne y de su sangre, a fin de poder ser Sumo Sacerdote compasivo y fiel, capaz de compadecerse de nuestras flaquezas (cf. Hb 2, 17; 4, 15). Esto no significa negar en modo alguno la preexistencia del Hijo de Dios; al contrario, Jesús es el Hijo preexistente, «por quien ha creado los mundos…, destello esplendoroso de su gloria e impronta de su sustancia» (Hb 1, 2-3), el cual en la consumación de los tiempos ha entrado en este mundo asumiendo un cuerpo de hombre. Será en este cuerpo de Jesús donde el amor de Dios se revelará y se traducirá en amor humano. En segundo lugar, este culto, esta liturgia, que se realiza en la carne de Jesús, consiste fundamentalmente en su obediencia hu-

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mana, consciente y libre, a la voluntad de Dios 11. Afirma Hb 10, 6-7.10: «“Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo –pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí– para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad” (Sal 40, 7-9)… En virtud de esa voluntad quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo de una vez para siempre». Ahora bien, la voluntad de Dios está expresada claramente en Hb 2, 10: conducir a muchos hijos a la gloria 12. Esto quiere decir que la obediencia de Jesús a la voluntad de Dios es, por un lado, expresión de su amor a Dios; y por otro, de su amor al linaje humano. Además, hemos de notar el lugar esencial que ocupa el Espíritu en la obediencia de Jesús a la voluntad de Dios, según afirma Hb 9, 14: «Cristo, en virtud del Espíritu eterno, se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios». Es decir, la ofrenda obediente de Jesús es fruto de una acción humana movida y sostenida por el Espíritu de Dios 13, el cual lo erige en ministro del santuario y del tabernáculo verdaderos (cf. Hb 8, 2; 9, 11; 9, 24). Este elemento obediencial se pone también de manifiesto cuando la Carta a los Hebreos afirma que Cristo, en continuidad con la práctica antigua, no se arrogó el nombre de Sacerdote, sino que fue designado y constituido Sacerdote por Dios (cf. Hb 5, 4-6) 14, designio al que el Hijo se adhirió plena y amorosamente. En este sentido, hay que señalar que el carácter santo, inocente, incontaminado, separado de los pecadores que convenía al Sacerdote (cf. Hb 7, 26; 9, 14) no solo hace referencia 11.  Cf. A. Vanhoye, Sacerdotes antiguos…, p. 224. 12.  Otras afirmaciones de la Carta a los hebreos indican que se trata no de una improvisación, sino de un de un plan, del cual Cristo es el centro. Cf. Hb 2, 5-10. 13.  El sujeto de la acción es siempre la persona del Hijo, según un dinamismo humano (en su carne) – divino (por el Espíritu que sostiene el dinamismo humano). 14.  Cf. el comentario en A. Vanhoye, Sacerdotes antiguos…, pp. 129-136.

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a Jesús como Hijo de Dios y al hecho de que no se haya asemejado a nosotros en el pecado de origen, sino también a su obediencia humana sin fisuras a impulsos del Espíritu 15. Tercero, la obediencia de Jesús a la voluntad de Dios siguiendo el impulso del Espíritu se consuma en su pasión y muerte. En ellas se realiza históricamente la perfección de la obediencia amorosa y salvífica a la que nos hemos referido. Según Hb 5, 7-9 16, la oración de Jesús, otras veces de alabanza, bendición y acción de gracias 17 se llena entonces, en medio de gritos y lágrimas, de plegarias y súplicas a Dios, el cual podía salvarlo de la muerte. Sobresale aquí su piedad, es decir, su obediencia filial hasta el final, su abandono filial en el Padre, en virtud de la cual fue escuchado… en su resurrección de entre los muertos. Por medio de estos misterios, Cristo ha obrado la purificación de los pecados, ha gustado la muerte en bien de todos, ha destruido al diablo y ha librado al hombre del miedo a morir (cf. Hb 1, 3; 2, 9.14-15). Llegamos así al cuarto y último elemento necesario para que la vida de Jesucristo se constituya en ofrenda perfecta y permanente: su resurrección y glorificación a la derecha del Padre. Por un lado, la Carta a los Hebreos afirma, interpretando el salmo 8, que Jesús, el cual había sido hecho inferior a los ángeles por asumir un cuer15.  Adoración y obediencia aparecen muy relacionados en el pasaje sinóptico de las tentaciones de Jesús, en concreto en Mt 4, 8-11 y Lc 4, 5-8, donde se cita Dt 6, 13: «Al Señor tu Dios adorarás y solo a Él darás culto». Jesús es llevado al desierto por el Espíritu, a quien obedece. No obedece, sin embargo, las órdenes del diablo; ni tampoco lo adora, porque solo Dios es objeto de adoración y de obediencia plena. 16.  «Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna». 17.  Cf. por ejemplo Mt 11, 25-27; Lc 10, 21-22.

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po 18, es coronado de gloria y honor, se entiende, en dicha humanidad, superando a los ángeles no solo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre (cf. Hb 2, 5-9). Por otro, el autor insiste en que Jesús se ha sentado a la diestra del Padre, ha penetrado los cielos, ha entrado en el santuario o en el cielo y ha sido encumbrado por encima de los cielos (cf. Hb 1, 3; 8, 1; 10, 12; 4, 14; 7, 26), lo cual quiere decir asimismo que la humanidad de Cristo ha sido glorificada, consumada. Esta es la ofrenda perfecta, el don perfecto que el Hijo presenta al Padre de una vez para siempre. En razón de este momento, señala Hb 1, 2 que el Hijo fue constituido heredero de todo, pues en su cuerpo las primicias de toda la realidad creada han entrado definitivamente en el ámbito propio de Dios. En suma: el centro de la adoración en la vida de Jesús reside en su obediencia filial a Dios, en virtud del Espíritu, perfecta hasta la muerte, amorosa y salvífica, la cual es confirmada para siempre en la humanidad gloriosa de Cristo. En este sentido, la vida de Jesús se puede comprender como el culto o la liturgia perfectos. En un sentido similar, la Carta a los Efesios se referirá a Jesús como «hombre perfecto» (Ef 4, 13) y poco después Ignacio de Antioquía lo llamará «hombre nuevo» 19 y «hombre perfecto» 20. En esta perfección o consumación hemos visto que hay que distinguir dos dinamismos. El primero es un dinamismo de destrucción. En efecto, en el sacrificio de Jesús, en particular en sus padecimientos, es destruido el poder del diablo. Asimismo son soportados y expiados los pecados de los hombres, es decir, su desobediencia a la voluntad de Dios. Por fin, en su muerte y resurrección el hombre es librado del miedo 18. Es decir, una sustancia material, más vulnerable que la inmaterial angélica. 19.  Carta a los Efesios 20, 1 (Fuentes Patrísticas 1), Ciudad Nueva, Madrid 1991, p. 124. 20.  Carta a los Esmirniotas 4, 2 (Fuentes Patrísticas 1), Ciudad Nueva, Madrid 1991, p. 174.

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a morir. En segundo lugar, la perfección implica llevar a plenitud el deseo de comunión con Dios que este había inscrito en el hombre. En este sentido, es notable el desarrollo de Hb 11-12, donde el autor presenta los ejemplos de fe de Abel, Enoc, Abraham, etc. En concreto, afirma que Abel ofreció a Dios un sacrificio, ofrendas de las que Dios dio un testimonio favorable y que le merecieron ser considerado justo. Por su parte, Enoc fue arrebatado por Dios para que no viese la muerte, precisamente por haber sido grato a Dios. Noé, inspirado por una reverencia filial, construyó un arca para salvación de su casa. Por su parte, Abraham obedeció a Dios saliendo hacia el lugar que había de recibir en herencia, porque aguardaba aquella ciudad asentada sobre los fundamentos cuyo artífice y constructor es Dios. Además, puesto a prueba, ofreció a Isaac, su unigénito, pensando que Dios es poderoso para resucitar a los muertos. Pues bien, todos estos dones, ofrendas y sacrificios, realizados en nombre de la fe desde el principio, fueron llevados a plenitud por Jesús en la ofrenda y en el don de su cuerpo. Por eso, una vez que el autor termina la enumeración de los personajes veterotestamentarios, llama a Jesús «iniciador y consumador de nuestra fe». Es decir, Cristo ha recapitulado, esto es, ha reunido en él y ha llevado a su perfección, el culto verdadero de todos los hombres, de todos sus antepasados. A la vez, se ha convertido en fuente y origen del culto, de la liturgia, de la ofrenda, del sacrificio perfectos. 2.2.  Perspectivas complementarias y convergentes en otros escritos del Nuevo Testamento Las perspectivas que nos ofrece la Carta a los Hebreos en torno a la vida de Jesús en clave litúrgica –en sentido fuerte, existencial– nos han conducido a exponer con relativa amplitud y sistematicidad su pensamiento. Los perfiles del mismo están atestiguados también, aun más implícita y dispersamente, en otros escritos del

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Nuevo Testamento. Por razón de brevedad, renunciamos a subrayar las diferencias de contexto y de matiz que puedan existir entre unos escritos y otros. Tampoco podremos ocuparnos de los problemas textuales y de interpretación que presentan muchos de los pasajes a los que aludiremos. Nos limitaremos, pues, a apuntar la concepción unitaria y sinfónica que presenta el Nuevo Testamento de la vida de Cristo como liturgia perfecta. Encontramos un procedimiento análogo al de la Carta a los Hebreos cuando Pablo y el evangelio de Juan identifican a Jesús con el verdadero Cordero Pascual (cf. 1Co 5, 7; Jn 1, 29; 19, 34.36) 21. La identificación implica que la ofrenda de Cristo se realiza en su humanidad, realidad creada igual que el cordero, en la que es llevado a plenitud el sacrificio que tenía lugar el día de la Pascua. En esta línea, Pablo señala en Rm 8, 3 que Dios envió a su Hijo en semejanza de carne de pecado, esto es, lo envió en una carne como la nuestra, sometida a las consecuencias del pecado; pero sin pecado en cuanto tal. Asimismo la afirmación de Jn 1, 14 «el Verbo se hizo carne» indica el lugar en el que va a tener lugar el verdadero culto. Por otra parte, el cuarto evangelio presenta la obediencia como un rasgo esencial de la existencia de Jesús. La breve afirmación de Jn 4, 34 es contundente: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado» 22. Cuando los discípulos insisten a Jesús para que coma, este les contesta que Él tiene un alimento que ellos no conocen: la obediencia a su Padre. Que dicha obediencia sea su alimento quiere decir, por un lado, que no puede vivir sin ella; por otro, que 21. En realidad, también los evangelios sinópticos identifican a Jesús con el Cordero Pascual, aunque de modo indirecto. En la Última Cena, Jesús identifica el pan con su cuerpo que se entrega y la copa con su sangre que se derrama, lo que anticipa lo que va a suceder después en su pasión y muerte. 22.  Nótese que la afirmación se encuentra todavía junto al pozo de Jacob justo después del diálogo de Jesús con la samaritana, en el que se encuentra la fórmula de la adoración «en Espíritu y Verdad».

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la obediencia lo nutre y lo hace crecer. Merece la pena subrayar que se trata de una presentación manifiestamente positiva de la obediencia, considerada no como una carga, sino como fuente de vida 23. En otras ocasiones, este elemento no aparece tan explícito, bien porque las narraciones se ciñen a los hechos, bien porque la obediencia de Jesús se realiza en medio del sufrimiento 24. Es el caso de los evangelios sinópticos, en los que en cualquier caso se refleja el carácter irrenunciable de la obediencia de Jesús a la voluntad de Dios en sus propias palabras en el huerto de Getsemaní: «Abba Padre, todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Mc 14, 36; cf. Mt 26, 39; Lc 22, 42) 25. Esta obediencia, entendida como amor a Dios y adhesión a su designio de salvación, y por tanto, como amor al linaje humano, es la clave que explica la entrega de Cristo por nosotros hasta el final (cf. 1P 2, 21), explicitada a lo largo y ancho del Nuevo Testamento de muchos modos. Valgan como ejemplo Ef 5, 2: «Cristo os amó 23.  R. Schnackenburg señala en su comentario a este versículo la afinidad teológica del mismo con Hb 10, 5-9, pasaje al que nos hemos referido. Cf. El evangelio según san Juan, I, Herder, Barcelona 1980, p. 516. 24.  Esto no quiere decir que el elemento no esté en absoluto o que no que subyazca a la concepción de dichos escritos. Simplemente lo han dado por supuesto. 25.  Otro modo de recalcar el carácter irrenunciable de la obediencia de Jesús es la fórmula «es necesario», en griego deî, empleada por ejemplo en los anuncios de la pasión de Jesús. Cf. Mc 8, 31: «Y comenzó a enseñarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho y fuera reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, fuera matado y resucitara a los tres días». Cf. también Mt 16, 21; Lc 9, 22. La importancia de la obediencia en general aparece también en Mt 7, 21: «No todo el que me dice “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los cielos, sino que el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos». Su carácter positivo también en general, pero vinculado a Jesús por vía de parentesco aparece con mayor claridad en Mt 12, 50: «Porque quien hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos, éste es mi hermano y hermana y madre».

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y se entregó asimismo por nosotros como ofrenda y víctima a Dios en fragancia de suavidad»; y Jn 13, 1: «Jesús…, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». Igualmente el carácter redentor y expiatorio de su pasión es repetidamente afirmado. Así, Pablo señala en Rm 8, 3 que Dios condenó el pecado en la carne de su Hijo; y en una de las expresiones más llamativas del NT, llega a decir en 2Co 5, 21 que a quien no cometió pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él 26. Por su parte, 1P 1, 19 señala que hemos sido rescatados por la preciosa sangre del cordero sin mancha. Y muy significativa a este respecto es la recepción que muchos escritos del Nuevo Testamento hacen del cuarto cántico del Siervo de Yavé (cf. Is 52, 13-53, 12), identificando a Jesús con la oveja o el cordero llevados al matadero, manso, obediente, contado entre los malhechores, desfigurado por nuestros crímenes, por cuyas heridas hemos sido curados 27. Por fin, el santuario en el que Dios habita definitivamente es la carne resucitada y glorificada de Jesús (cf. 1P 1, 21). En este punto 26.  Cf. también a este respecto Rm 3, 23-26; Mc 10, 45; Mt 1, 21. 27.  Cf. Mc 15, 28: «Fue contado entre los malhechores (Is 53, 12)», versículo presente solo en algunos testigos del texto de Mc; Mt 8, 17: «Tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades (Is 53, 4)»; Lc 22, 37: «Fue contado entre los malhechores (Is 53, 12)»; Hch 8, 32-33: «Fue llevado como oveja al matadero; y como cordero, mudo delante del que lo trasquila, así él no abre la boca. En su humillación le fue negada la justicia; ¿quién podrá contar su descendencia? Porque su vida fue arrancada de la tierra (Is 53, 7-8)»; 1P 2, 22-25: «El que no cometió pecado “y en cuya boca no se halló engaño” (Is 53, 9); el que al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de Aquél que juzga con justicia; “el mismo que”, sobre el madero, “llevó nuestros pecados” en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; “con cuyas heridas habéis sido curados” (Is 53, 12.5-6). Erais “como ovejas descarriadas”, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas».

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resulta muy elocuente un pasaje del cuarto evangelio, Jn 2, 13-22 28. Jesús, cerca de la fiesta de la Pascua de los judíos, sube a Jerusalén. Entra en el templo y arroja fuera a los vendedores. Con ello, muestra que estos y en general los judíos responsables del mismo lo han profanado, como corroboran sus palabras: «No hagáis de la casa de mi Padre una casa de mercado» (Jn 2, 16; cf. Za 14, 21). Jesús, el cual llama al templo la casa de su Padre, reconoce que este había sido constituido por Dios como lugar de su presencia, lo cual, sin embargo, no ha sido ni cultivado ni custodiado ni respetado. Pero además, aun valorando su importancia pedagógica, Jesús considera el templo de Jerusalén transitorio y por ello, como otras veces en el evangelio de Juan, sus palabras pasan de una realidad secundaria a otra principal. Cuando los vigilantes del templo le piden cuentas acerca de su modo de proceder con los cambistas, responde: «Destruid este santuario y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19). Del santuario templo de Jerusalén pasa a hablar del santuario que es su cuerpo, el cual viene a ser por medio de toda su vida, de su ministerio público, de su pasión, muerte, resurrección y glorificación, el verdadero santuario, donde se da el verdadero culto a Dios. 3. La participación de los discípulos en la adoración de Jesús En el apartado anterior hemos hecho notar en varias ocasiones el carácter soteriológico de la vida de Jesús y, por tanto, de su ofrenda al Padre. Resumiendo esta idea se puede afirmar que Dios salva a los hombres en la carne de Jesús. Y aplicándola más en concreto a nuestro tema se puede decir que Dios nos hace adoradores en Jesús, verdadero adorador del Padre. 28.  Cf. R. Schnackenburg, El evangelio según Juan, I, Herder, Barcelona 1980, pp. 397-409.

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En efecto, la vida y la salvación que la humanidad de Jesús han alcanzado para todos se derraman en sus discípulos no solo de modo pasivo, sino de modo que hace de ellos ofrendas igualmente perfectas para Dios. La Carta a los Hebreos lo dice con sencillez en Hb 3, 14: «Hemos sido hechos partícipes de Cristo». En este sentido, Jesús, llevado a la consumación, «se ha convertido en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Hb 5, 9). Los hermanos de Cristo, con quien comparten carne y sangre, son purificados en su conciencia de las obras muertas por la sangre de Cristo para que rindan culto al Dios viviente (cf. Hb 9, 14), de modo que también ellos puedan entrar, al igual que Jesús, el precursor, en el santuario del cielo (cf. Hb 6, 20). Así pues, es claro que el culto a Dios de los cristianos ha de estar necesariamente mediado por la vida de Jesús, es decir, es necesariamente cristológico. Ahora bien, dado que la vida de Cristo se derrama en la Iglesia y en los cristianos por medio de su Espíritu, esto implica afirmar que el culto cristiano es también necesariamente pneumatológico, esto es, en el Espíritu. De hecho, leemos en Hb 6, 4 una afirmación paralela a la anterior: los cristianos han sido hechos partícipes del Espíritu Santo, que no es sino el Espíritu que Cristo ha derramado en la Iglesia. Esta dimensión de la vida cristiana y del culto que ella es se refleja también de modo diáfano por medio de la imagen del cristiano como templo, en continuidad con el nuevo templo que es el cuerpo de Cristo. Así Pablo afirma que los cristianos –en concreto, su cuerpo– son templo santo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ellos, razón última para glorificar a Dios en su cuerpo (cf. 1Co 3, 16-17; 6, 19). Sin salir de la imagen del templo o del edificio santo, encontramos subrayada en ocasiones la dimensión social o eclesial de la adoración. Así Ef 2, 19 afirma que los miembros de la familia de Dios construyen un templo santo en el Señor, del que Cristo Jesús es la piedra angular, elemento recogido también por 1P 2, 4-5, pa-

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saje en el que además estos elementos se vinculan con el lenguaje propiamente sacrificial: «Vosotros, llegándoos a él, piedra viviente desechada por los hombres, mas escogida, preciosa a los ojos de Dios, ofreceos de vuestra parte como piedras vivas con las que sea edificada una casa espiritual para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por mediación de Jesucristo». A continuación el autor de la carta se refiere a los cristianos como nación santa y sacerdocio real, pueblo de Dios. Con estos presupuestos el contenido del culto y de la liturgia de los cristianos no puede ser otro que el de la vida de Jesús. En este sentido, el hecho de que sus discípulos sean templo santo por el Espíritu no conduce de ningún modo a un espiritualismo o a un ritualismo de interior sin conexión con la realidad concreta. Muy al contrario, su existencia, transformada por el Espíritu en toda su realidad, cuerpo y alma, es insertada en la entrega y en la obediencia amorosa a Dios y a los hermanos propias de Jesús. Entre los innumerables pasajes que se podrían citar, es capital Rm 12, 1: «Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, agradable a Dios. Este es vuestro culto espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto». En efecto, además de aludir a la existencia concreta en el cuerpo como el lugar en el que se realiza el verdadero sacrificio, este es conectado con el discernimiento de la voluntad de Dios, evidentemente para cumplirla, de modo que se puede concluir que sin la obediencia a la misma es imposible que exista una vida agradable al Creador. Esto quiere decir que la adoración del cristiano no está limitada a un lugar, a un momento o a una actividad concretos, sino que se extiende a todo espacio, tiempo y circunstancias, siempre que el alimento del cristiano sea hacer la voluntad del Padre, apropiándose

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por gracia de la obediencia de Cristo. Sin querer ser exhaustivos, el verdadero culto se refleja según los escritos neotestamentarios en la oración, en la alabanza, en la acción de gracias a Dios, en la custodia del querer de Dios y de sus mandamientos, en el servicio al Dios vivo y verdadero, en el testimonio del evangelio, en la santidad irreprochable, en el rechazo total de la idolatría, en el amor al prójimo con la caridad propia de Jesús. En concreto, muchos pasajes insisten en este último aspecto. Así St 1, 26-27 afirma con rotundidad lo que significa ser verdaderamente religioso: «Si alguno se cree religioso, pero no pone freno a su lengua, sino que engaña a su corazón, su religión es vana. La religión pura e inmaculada a los ojos de Dios Padre es esta: asistir a los huérfanos y viudas en su tribulación y conservarse a sí mismo incontaminado del mundo». Y en la misma línea leemos en Hb 13, 15: «Por medio de él, ofrezcamos a Dios perennemente sacrificios de alabanza, esto es, fruto de labios que bendicen su nombre. De hacer el bien y de la comunión no os olvidéis, porque en semejantes sacrificios se complace Dios» 29. Como sucedía en la vida de Jesús, el amor a Dios y al prójimo que constituye el centro de la adoración de la Nueva Alianza es puesto a prueba en los padecimientos y llegará a su culminación en la futura glorificación de los cristianos. Así 1P 2, 21 pone delante de los ojos de sus destinatarios la pasión de Cristo, modelo para que estos sigan sus huellas. Y 1P 4, 1-2, líneas que insisten de nuevo en la relación entre la obediencia a la voluntad de Dios y los padecimientos, afirma: «ya que Cristo padeció en la carne, armaos también vosotros de este mismo pensamiento: quien padece en la carne, ha roto con el pecado, para vivir ya el tiempo que le quede en la carne no según las pasiones humanas, sino según la voluntad de Dios». Por eso, no extraña que el martirio sea considerado el modo más perfecto de adorar a Dios, siguiendo los pasos del propio Jesús. 29.  Cf. también 1P 4, 8-11.

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Esta dimensión martirial de la adoración está particularmente desarrollada en el libro del Apocalipsis 30, composición original dentro del Nuevo Testamento, al cual vamos a dedicar las últimas líneas de este apartado. La adoración, el culto, la liturgia, realidades que ocupan un lugar preponderante a lo largo del escrito, reflejan, por una parte, la trascendencia de Dios y, por tanto, su distinción de las criaturas; y por otra, sus obras grandes y maravillosas (cf. Ap 15, 3) como Creador y Salvador, Dios omnipotente que conduce la historia, aun en medio de un combate no exento de dificultades, a un final victorioso. De dichas realidades nos interesa subrayar tres características. En primer lugar, los mártires son presentados como aquellos que han realizado el culto perfecto, a imagen del Cordero degollado (Ap 7, 13-17; 12, 10-12; 20, 4). De hecho, la adoración en el Apocalipsis se configura de modo polémico, pues el libro identifica la raíz de todo mal con la adoración de una potencia meramente humana, trazando una línea de separación estricta entre los adoradores de Dios y los adoradores de la bestia, reafirmando el monoteísmo cristiano frente al politeísmo pagano (cf. Ap 9, 20; 13). Segundo, los mártires y quienes han adorado a Dios a lo largo de la historia son incorporados a participar en la plenitud del culto en la creación renovada y en la vida eterna (cf. Ap 20-21). Esta dimensión celeste o escatológica de la existencia entendida como liturgia es esencial. El culto perfecto tendrá lugar al final de la historia, cuando Dios lleve toda la creación a su perfección y sus discípulos participen de su misma gloria. Por otro lado, la adoración de los cristianos, constituidos en reino de sacerdotes que reinan sobre la tierra, no guardará ya ninguna relación con el sufrimiento, con la muerte, con el mal (cf. Ap 21, 4). Además, si en el tiempo 30.  Cf. también Flp 2, 17: «Y aunque mi sangre se derrame como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe, me alegro…»; 2Tm 4, 6.

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de la Iglesia el paradigma del templo es la vida de Jesús y por participación la de los cristianos y los templos de piedra han de ser comprendidos a partir de dicho modelo, en la Jerusalén celestial no habrá templos construidos por mano de hombre, pues en ella «el Señor Dios omnipotente es su templo y el Cordero» (Ap 22, 22). En tercer lugar, el Apocalipsis declara nítidamente que la adoración a Dios 31 es además de adoración al Padre, adoración al mismo Cristo 32, rasgo que aparece también con mucha frecuencia en los evangelios. Así el Apocalipsis atestigua, por un lado, la perspectiva que hemos visto reflejada hasta ahora en otros escritos del Nuevo Testamento: Cristo nos ha constituido en un reino de sacerdotes para Dios, su Padre (cf. Ap 1, 5-6) 33. En este caso, es Cristo Mediador quien introduce a los cristianos en el culto definitivo al Padre. Por otro, la adoración se dirige también al Cordero degollado y victorioso (cf. Ap 5), es decir, al Hijo, encarnado, muerto y glorificado 34. Por último y por lo que respecta al Apocalipsis, encontramos también pasajes en los que la adoración tiene como objeto a Cristo y al Padre a la vez (cf. Ap 5, 13; 7, 9-12), mostrando que el Cordero ha sido incorporado, ya no solo en cuanto Dios, sino en su realidad global, en el ámbito del Padre, es decir, del único Dios (cf. Ap 11, 15; 12, 10; 20, 6; 22, 22-23).

31.  Un mero hombre no puede recibir adoración: cf. Ap 19, 10; 22, 8-9. 32.  Cf. R. Bauckham, La teologia dell’Apocalisse, Paideia, Brescia 1994, pp. 77-82. 33.  Cf. también Ap 4; 15, 3; 19. 34.  En esta línea, aun refiriéndose a distintos momentos de la vida de Jesús, podemos recordar el episodio de la adoración de los Magos (cf. Mt 2, 2.11), numerosos pasajes en los que distintos personajes se acercan y se postran delante de Jesús o el relato del evangelio lucano en el que los discípulos adoran al Resucitado antes de la Ascensión (cf. Lc 24, 52).

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4. Consideraciones finales Nos habíamos propuesto en la introducción del capítulo explicar qué quiere decir Jesús cuando habla en Jn 4, 20-26 de «adorar en Espíritu y Verdad 35». Intentamos ahora dar una respuesta recogiendo los puntos de fuerza de la argumentación que hemos desarrollado hasta aquí. En el pasaje joánico la cuestión que estamos estudiando se introduce en los siguientes términos: ¿cuál es el lugar de la verdadera adoración? ¿Es el monte Garizín en el que adoran a Yavé los samaritanos o es Jerusalén? La respuesta de Jesús y principalmente la expresión «llega la hora, ya ha llegado» 36 apuntan a la adoración plena que se revela en su propia existencia, en consonancia con el tema central que se desarrolla en la Carta a los Hebreos. De ahí que Jesús considere fundamentalmente irrelevante la discusión en torno al lugar geográfico de la adoración. En concreto, dado que el Verbo se ha hecho carne, la revelación del culto perfecto al Padre tiene lugar también para Juan en la vida concreta, en la humanidad asumida por el Hijo; y consiste como ya hemos mostrado a lo largo del capítulo en obedecer amorosamente a la voluntad de Aquel que le ha enviado (cf. Jn 4, 34); una obediencia que no supone una carga, sino su alimento. Así pues, el culto perfecto al Padre fue rea35.  Muchos estudiosos consideran que Verdad es aquí una realidad muy cercana a Espíritu, si no un modo de hablar de la misma realidad (por medio de una endíadis, es decir, de una figura que consiste en expresar un concepto por medio de dos términos). Cf. R. Schnackenburg, El evangelio según Juan, p. 506. La cercanía de ambos conceptos se pone de manifiesto por ejemplo en la expresión de Jn 14, 17 «el Espíritu de la Verdad», interpretada por algunos estudiosos como un genitivo epexegético («el Espíritu, esto es, la Verdad). No podemos realizar un estudio detallado de esta cuestión. Tomamos la parte por el todo y explicaremos fundamentalmente qué es «adorar en Espíritu». 36.  Cf. también para este giro Jn 5, 25.28; 16, 2.25.32.

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lizándose allí donde estuvo Jesús de Nazaret desde el comienzo de su vida terrena. Estas consideraciones nos permiten rechazar frontalmente y a priori una interpretación espiritualista de la expresión «adorar en Espíritu y Verdad». Es decir, el culto en lugares geográficos o en edificios concretos, es decir, el culto externo y ritual, no es sustituido por un culto meramente interior, privado, individualista. Ahora bien, es evidente, por otro lado, que la carne por sí misma no puede nada, como deja ver el evangelista en muchas ocasiones, pues el Espíritu de Dios es el que vivifica, el que da acceso al Reino de Dios 37. En este sentido, el cuarto evangelio confirma otra de las líneas que hemos desarrollado a lo largo del capítulo: la adoración, el culto, la ofrenda, el sacrificio son acciones humanas movidas por el Espíritu Santo. Por ello acuña la expresión «adorar en Espíritu». En el caso singular de Jesús, su obediencia es una acción del Hijo Unigénito, según un dinamismo humano movido igualmente por el Espíritu. De hecho, el evangelista ha explicitado en el primer capítulo de su evangelio el momento en el que Jesús recibe la plenitud de dicho Espíritu (cf. Jn 1, 32), lo que hará posible que la obediencia, el culto, su ofrenda al Padre (cf. Jn 10, 17-18), vengan a ser en Él sin medida, hasta el extremo (cf. Jn 3, 34; 13, 1). Esto es lo que quiere decir Jesús cuando le dice a la samaritana que «Dios es Espíritu», de modo que los quieran adorarlo deben hacerlo en «Espíritu y Verdad». Es decir, resulta imposible alcanzar a Dios sin Dios, por lo que si el Espíritu no actúa en el hombre, este no puede adorar según Dios, no puede ser en plenitud ofrenda agradable a Él. Este Espíritu conduce paulatinamente a Jesús a dar la vida por sus amigos, a cargar y destruir el pecado del mundo (cf. Jn 15, 13;

37.  Cf. Jn 3, 5: «El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios»; Jn 6, 63: «El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve para nada».

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1, 29) para abrir a todos la resurrección y dar vida a toda carne (cf. Jn 17, 2). Una vez que el Padre glorifica a Jesús en su cuerpo con la gloria que tenía como Unigénito antes de la creación del mundo (cf. Jn 17, 5), Jesús envía a sus discípulos el Espíritu que le ha impulsado a obedecer a lo largo de su vida (cf. Jn 7, 37-39), el agua-Espíritu que ofrece a la samaritana. Jesús, ofrenda permanente delante del Padre, es desde su Ascensión, fuente del Espíritu que puede hacer de aquellos que lo reciben verdaderos adoradores, adoradores «en Espíritu y Verdad»  38. Bibliografía fundamental R. Bauckham, La teologia dell’Apocalisse, Paideia, Brescia 1994. R. Schnackenburg, El evangelio según Juan, I, Herder, Barcelona 1980. A. Vanhoye, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1984.

38.  El prólogo del evangelio no explicita la efusión del Espíritu, pero señala de modo semejante que Cristo glorificado está lleno de Gracia y de Verdad, de modo que de él los cristianos han recibido la Gracia y la Verdad: cf. Jn 1, 14.17.

7 El culto según los Padres de la Iglesia: el libro X de La Ciudad de Dios de san Agustín Manuel Aroztegi Esnaola 1 El culto según los Padres de la Iglesia

Sumario: 1. El culto según el platonismo. 1.1. Los dioses. 1.2. Los hombres. 1.3. Los demonios mediadores. 2. Crítica de Agustín a la doctrina platónica del culto. 2.1. La mediación de los demonios no salva. 2.2. La meta del culto es Dios, no los dioses. 3. Doctrina de Agustín sobre el culto. 3.1. El sacrificio. 3.2. El verdadero mediador. 3.3. La asunción de la humanidad. 3.4. Los sacramentos. 3.5. Culto y vida. 4. Conclusión.

En esta contribución intentamos introducir al lector a la concepción del culto que tenían los Padres. Salta a la vista la dificultad de la tarea: por una parte, el período abarcado es amplísimo; por otra, en los Padres coexisten, dentro de una misma fe, teologías distintas y en no pocos puntos encontradas. La opción por la que me he decantado ha sido centrarme en uno de los Padres más influyentes, Agustín; además, en este punto el obispo de Hipona representa bien a la tradición precedente. Ahora bien, con este autor sucede –a otra escala– lo mismo que con los Padres en general: su producción literaria es vastísima y no 1.  Nacido en Ordizia (Guipúzcoa) el 14 de julio de 1969, realizó sus estudios teológicos en Toledo, Pamplona, Madrid, Munich y Roma. Sacerdote de la diócesis de Alcalá de Henares, enseña Teología Sacramentaria en la Universidad Eclesiástica San Dámaso (Madrid).

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está del todo exenta de tensiones. Nosotros nos centraremos sobre todo en el libro X de La Ciudad de Dios: en él no se recoge, ni mucho menos, toda la teología agustiniana del culto, pero sí algunas de sus ideas fundamentales. 1. El culto según el platonismo Agustín empieza el libro afirmando que todos los hombres desean ser felices; ahora bien, a la hora de definir en qué consiste la felicidad y de determinar el camino para alcanzarla, se da una enorme diversidad de opiniones. En otro lugar de la obra (XIX 1) afirma que el filósofo romano Varrón, al tratar la cuestión de la felicidad, distinguió hasta doscientas ochenta y ocho escuelas distintas. En X 1 Agustín dice que no tiene intención de examinarlas una a una: «Sacarlas a la palestra y discutirlas es tarea larga e innecesaria». Tan solo va a dialogar con la escuela que, a su juicio, más se ha acercado a la verdad, a saber, la platónica: «Elegimos entonces a los platónicos, justamente considerados los más ilustres de todos los filósofos. Precisamente porque llegaron a conocer que, aunque inmortal y racional o intelectual, no puede el alma del hombre ser feliz sino por la participación de la luz del Dios por quien ella y el mundo han sido hechos; así como niegan también que pueda uno conseguir lo que todos los hombres apetecen, la vida eterna, si no es uniéndose con limpieza de casto corazón al único Dios altísimo, que es inconmutable».

Los platónicos cifraban con razón la felicidad en la comunión con Dios. Sin embargo, a la hora de determinar cuál era el camino para lograr esa comunión, se equivocaron: Como dice el Apóstol, «obnubilándose en su insensata mente» (Rm 1, 21), pensaron, o quisieron que se pensara, que había que dar culto a muchos dioses, hasta el punto de que algunos de ellos fueron

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del parecer que se rindieran a los demonios los honores divinos de las ceremonias o sacrificios.

Lo mismo había dicho Agustín poco antes, en VIII 12. De entre los seguidores de Platón, Agustín va a ocuparse sobre todo de Apuleyo y Porfirio; en esta contribución nos vamos a limitar a lo que dice sobre Apuleyo. Este autor nació hacia el año 125 en Madaura (a unos treinta kilómetros de Tagaste, ciudad natal de Agustín). La obra que cita el obispo de Hipona es Sobre el dios de Sócrates: según los diálogos platónicos, quien guiaba a Sócrates en su vida –incluso en las cosas de menor importancia– era una divinidad misteriosa que le amonestaba para que desistiera de determinadas obras y, en cambio, le permitía realizar otras; pues bien, en su libro Apuleyo investiga la naturaleza de esta enigmática divinidad. 1.1.  Los dioses Según Apuleyo, «Platón dividió en tres partes toda la naturaleza en lo que se refiere a los seres vivos principales» (115); existe además una cuarta realidad, a saber, el Dios supremo y creador, pero es tan sumamente trascendente que Apuleyo no se atreve a hablar de él (cf. 124). Por debajo de este Dios supremo hay, como acabamos de decir, tres clases de seres vivos principales, que habitan los tres grandes espacios en que se divide el universo: la tierra, el aire (el espacio comprendido entre la tierra y la luna; cf. 139-140) y el cielo o éter (el espacio que está más allá de la luna). En el cielo habitan los dioses inmortales. Algunos de ellos los percibimos por medio de la vista, como el sol y la luna (acerca de los cuales «ningún griego ni bárbaro tendrá la menor duda de que son dioses»; 119), los planetas y los demás astros. Otros dioses son invisibles (cf. 121-122). Apuleyo describe así la existencia de todos estos dioses (123):

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«Platón considera a estos dioses como seres incorpóreos, dotados de vida, sin principio ni fin, pero eternos en el futuro y en el pasado, sin contacto con los cuerpos por su propia naturaleza, dotados de una índole perfecta para la felicidad suprema, sin participación en ningún bien exterior sino buenos por sí mismos también para todas las cosas que les son adecuadas de un modo fácil, simple, libre y sin impedimento».

Son además impasibles e inmutables (146): «Todos los dioses del cielo disfrutan de un estado espiritual siempre idéntico y de eterna imperturbabilidad». 1.2.  Los hombres Si en la región superior o celeste habitan los dioses, en la inferior o terrestre viven los hombres. A diferencia de los dioses, su existencia es miserable y mortal (125-127): «Tocaré retirada y haré bajar finalmente mi discurso del cielo a la tierra. En ella, el ser superior somos los hombres, aunque la mayoría por indiferencia hacia la verdadera doctrina se han pervertido con toda clase de errores y sacrilegios, han cometido crímenes y se han vuelto unas auténticas fieras tras acabar casi con la mansedumbre de su propia especie, de forma que no es posible ver en la tierra a ningún animal peor que el hombre. Pero ahora es momento de hablar no de nuestros errores, sino de la estructura de la naturaleza. Por consiguiente, los hombres, que gozan de la razón, que son poderosos por el lenguaje, con almas inmortales, con miembros mortales, con espíritus ligeros e inquietos, con cuerpos pesados y sometidos a todos los males, de costumbres diferentes, de errores semejantes, con una osadía obstinada, con una esperanza que no conoce el desaliento, cuyo esfuerzo es vano y su fortuna perecedera, mortales a nivel individual, pero colectivamente inmortales en la especie en su conjunto, mudables a su vez por el reemplazo de la pro-

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le, víctimas también del tiempo fugaz, la sabiduría lenta, la muerte veloz y una vida lamentable, son habitantes de la tierra».

Así pues, mientras que la existencia de los dioses es inmortal, perfecta y feliz, la nuestra está sometida a las mayores desgracias. Para alcanzar la salvación, los hombres deberían entrar en comunión con los dioses y participar así de su existencia. El problema es que entre dioses y hombres media tal distancia que la comunicación entre ellos resulta imposible (127.128-130), «… pues, como dice el mismo Platón, ningún dios se mezcla con los hombres, y la prueba principal de su excelencia es que no se mancha con ningún contacto con nosotros. […] Alguno podría objetarme: “Orador, después de esta teoría tuya celeste, sin duda, pero casi inhumana, ¿qué salida me queda, si los hombres son apartados por completo de los dioses inmortales y relegados a estos infiernos terrestres, de manera que se impida cualquier relación de aquellos con los dioses celestiales? […] Ningún dios, dices, interviene en los asuntos humanos; por lo tanto, ¿a quién dirigiré mis súplicas? ¿A quién haré mis votos? ¿A quién ofreceré sacrificios? ¿A quién invocaré durante toda mi vida como ayuda para los desdichados, como protector de los buenos y como oponente de los malvados?”».

1.3.  Los demonios mediadores El modo en que resuelve el platonismo esta dificultad es el siguiente (132): «No hasta ese punto –respondería Platón en defensa de su teoría con mi voz–, no sostengo yo que los dioses se encuentran separados y alejados de nosotros hasta el punto de creer que ni siquiera nuestros votos llegan hasta ellos. Pues no los he apartado del cuidado de los asuntos humanos, sino tan solo de su gestión directa».

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No debe pensarse que los dioses hayan abandonado el ejercicio de la providencia sobre los hombres. Lo que sucede es que no se ocupan de ellos directamente, sino a través de unos intermediarios llamados demonios (cf. 132-134). Estos seres intermedios o demonios habitan en la región del aire: la tierra está llena de hombres, y el cielo, de dioses; ¿no resultaría muy extraño que la región intermedia del aire estuviera vacía? (cf. 138). Alguno podría pensar que, en realidad, este espacio ya está habitado por las aves. Apuleyo considera que esta explicación es insuficiente (cf. 138-140): el aire abarca todo el espacio comprendido entre la tierra y la órbita de la luna; ahora bien, ninguna de las aves se eleva por encima de los diez estadios (unos 1775 metros); ¿qué pasa entonces con esa inmensa masa de aire que se extiende desde la zona habitada por los pájaros hasta la órbita lunar?, ¿estará acaso desprovista de habitantes? Sería absurdo pensar tal cosa. Los seres vivos que, sin duda, pueblan el aire deberán tener un cuerpo semejante al de las nubes, es decir, más ligero que la tierra (pues en caso contrario, caerían por su peso) y más pesado que el éter (pues de no ser así, se elevarían hasta las regiones superiores) (cf. 140-141); Apuleyo denomina «áereos» a estos cuerpos (cf. 148). Prosigue la descripción de los demonios en los siguientes términos (147-148): «Todas estas cosas y las demás de este tipo concuerdan bien con la situación intermedia de los demonios. En efecto, se encuentran situados entre nosotros y los dioses, tanto por el lugar que ocupan como por la naturaleza de su espíritu, teniendo en común con los dioses la inmortalidad y con los seres inferiores las afecciones del alma. Pues, como nosotros, pueden sufrir todos los apaciguamientos y estímulos del alma: así la ira los enardece, la compasión los doblega, las ofrendas los atraen, los ruegos los apaciguan, las injusticias los exasperan, los honores los halagan y todo lo demás los hace cambiar como a nosotros. En fin, para resumirlo todo en una definición, los

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demonios por su género son seres vivos, racionales por su naturaleza, susceptibles de pasiones en su ánimo, aéreos de cuerpo, eternos en cuanto al tiempo. De las cinco cualidades que he mencionado, las tres primeras las tienen en común con nosotros [los hombres], la cuarta les es propia y la última la poseen en común con los dioses inmortales, pero se diferencian de estos por su capacidad para padecer. Los he denominado susceptibles de pasiones, según creo, con razon, porque están sometidos a las mismas perturbaciones del alma que nosotros».

Los demonios, a diferencia de los dioses, tienen pasiones, al igual que los hombres. En cambio, son inmortales, lo cual les asemeja a los dioses y les diferencia de nosotros. En definitiva, todo en ellos es intermedio entre los dioses y los hombres: la ubicación en el espacio y también la propia naturaleza. Por eso es a los demonios a quienes, según Apuleyo, debe dirigirse el culto (148): «Por ello, se debe tener confianza también en los diversos preceptos religiosos y en los variados tipos de sacrificios»; mediante estos actos de culto entramos en comunión con los demonios, los cuales, por una parte, hacen llegar a los dioses nuestras súplicas y, por otra, nos transmiten los dones divinos. Los demonios que habitan las regiones aéreas que están encima de las distintas regiones de la tierra son muy diversos, tienen gustos muy diferentes los unos de los otros. Para ganarse a los que habitan el aire que está encima de Grecia, hay que hacer cosas diferentes de las precisas para agradar a los que pueblan el aire de Egipto. Se explica así el gran pluralismo religioso que se observa en el mundo (cf. 148-149). Es importante conocer bien los gustos de los demonios de cada lugar, pues estos se indignan (149-150) «si se descuida algo en el culto por indolencia o por exceso de confianza. Ejemplos de este tipo dispongo en gran cantidad, pero son tan conocidos y numerosos, que nadie se pondría a recordarlos que no olvidara muchos más de los que citara».

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2. Crítica de Agustín a la doctrina platónica del culto 2.1.  La mediación de los demonios no salva Veamos la crítica que hace Agustín a Apuleyo. Se fija en el hecho de que los demonios están sujetos a pasiones (cf. VIII 16); ahora bien, quien vive zarandeado por las pasiones no es feliz, sino miserable. Esto asemeja a los demonios a los hombres (a quienes la miseria de la existencia hace vivir agitados por mil y un perturbaciones) y, en cambio, les distingue de los dioses (que gozan de una felicidad inmutable y ajena a toda turbación de ánimo) (cf. VIII 17). Agustín lo repite en el libro IX (12-13 1): «Por consiguiente, [Apuleyo] propone tres propiedades de los dioses: lugar sublime, eternidad, felicidad; y las tres opuestas de los hombres: lugar ínfimo, mortalidad, miseria. En estas propiedades de los dioses y de los hombres, como colocó en medio a los demonios, no se suscita controversia alguna sobre el lugar: entre el sublime y el ínfimo existe y se habla con toda propiedad de un lugar medio».

Según Apuleyo, los demonios están en un lugar intermedio entre el cielo de los dioses y la tierra de los hombres, es decir, en el aire; Agustín está de acuerdo con esta afirmación. Dice que, en cambio, lo referido a las dos otras propiedades (felicidad/miseria, mortalidad/inmortalidad) requiere una consideración más ­detenida. Veamos, en primer lugar, lo referente a la felicidad. Quizá alguien podría decir que los demonios no son ni felices ni miserables, sino algo intermedio entre lo uno y lo otro. Pensemos, por ejemplo, en las plantas y en los animales, de los cuales no se puede predicar ni la felicidad ni la miseria; ¿no sucederá algo semejante con los demonios? Agustín responde (cf. IX 13 1) que no, pues en los seres dotados de razón, no cabe algo intermedio entre la felicidad y la miseria.

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En segundo lugar, explica Agustín que tampoco existe nada intermedio entre la mortalidad y la eternidad: «Tampoco podemos decir que los demonios no son mortales ni eternos, ya que todos los seres vivientes o viven para siempre o terminan su vida con la muerte». El obispo de Hipona prosigue su razonamiento y explica que los demonios no pueden ser felices e inmortales, pues en ese caso no tendrían nada en común con nosotros y no podrían mediar (cf. IX 14). Por lo mismo, tampoco pueden ser miserables y mortales, pues en tal caso no tendrían nada en común con los dioses. De modo que al final tan solo quedan dos opciones: «Así, pues, al buscar un intermedio entre los felices inmortales y los míseros mortales, nos encontramos o que siendo mortal es feliz, o siendo inmortal es miserable». Ahora bien, según dice Apuleyo, los demonios son inmortales (cf. Sobre el dios de Sócrates 148); por tanto, son también miserables (IX 13 2): «Así, pues, según los platónicos, es propio de los dioses sublimes la eternidad feliz o la felicidad eterna; de los hombres ínfimos, la miseria mortal o la mortalidad miserable, y de los demonios intermedios, la eternidad miserable o la eterna miseria».

Con lo cual, en el fondo, la situación del hombre es preferible a la de los demonios, pues aunque también nosotros estamos sujetos a la miseria, por lo menos la muerte nos libera de ella. Es algo que ya había comprendido Plotino, el principal filósofo platónico (cf. IX 10). Siendo así las cosas, ¿qué sentido tiene buscar la comunión con los demonios? No pueden comunicarnos una felicidad que ellos mismos no poseen. Lo único que pueden transmitirnos es una miseria eterna y sin remedio: a eso, y no a otra cosa, es a lo que conduce el culto demoniaco. Además, si admitimos –como hacen los platónicos– que la providencia de Dios gobierna el mundo con justicia, sabiduría y bon-

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dad, entonces tendremos que concluir que si los demonios han sido condenados a una miseria eterna, es porque su malicia es enorme e irreparable (cf. IX 13 2 y VIII 22). En resumen, no hay nada tan absurdo como el culto pagano a los demonios (VIII 17 2): «¿Qué necedad, pues, o mejor qué demencia puede someternos por algún motivo religioso a los demonios?». 2.2.  La meta del culto es Dios, no los dioses Esto, por lo que respecta a la mediación de los demonios. Pero los platónicos yerran también en lo referente al fin último al que se ordena esa mediación, a saber, la comunión con los dioses. Agustín admite que tienen razón cuando afirman que los dioses habitan en el cielo y son eternamente felices. A estos seres los cristianos preferimos llamarles ángeles, pero tampoco hay que hacer demasiado problema de las palabras (cf. IX 23). Ahora bien, el africano hace ver que los dioses o ángeles no tienen la felicidad eterna por sí mismos, sino que la reciben del Dios supremo y creador. Se trata de algo que ya habían comprendido algunos platónicos (aunque no Apuleyo; X 2): «No tenemos conflicto alguno con estos eminentes filósofos en esta cuestión. Vieron y consignaron de muchos modos y copiosamente en sus escritos que la felicidad de estos seres, lo mismo que la nuestra, procede de un objeto inteligible por la luz, lo que es Dios para ellos y diferente de ellos, por el cual quedan tan iluminados que pueden resplandecer y permanecer con su participación perfectos y felices».

Pues bien, es ahí también donde se encuentra la felicidad del hombre: en ese Dios supremo y creador de quien Apuleyo no se atreve a hablar. Los ángeles, dado que nos aman y desean nuestra felicidad, quieren ayudarnos a entrar en comunión con quien es la

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fuente de nuestra bienaventuranza. Por eso, cuando algún hombre, fascinado por la belleza angélica, cree que es a ella hacia la que deben dirigirse sus afanes, el ángel es el primero en sacarle de ese error. En X 19 explica Agustín que cuando, acertadamente, dirigimos nuestro culto al Dios supremo y creador, «… entonces nos ayudan y se alegran con nosotros toda suerte de ángeles y Virtudes superiores y más poderosas por la misma bondad y piedad. Y si quisiéramos ofrecérselos [los sacrificios] a ellos, no los aceptan de buen grado, y cuando son enviados a los hombres de suerte que se note su presencia, se niegan en redondo a recibirlos».

3. Doctrina de Agustín sobre el culto 3.1.  El sacrificio Demos un paso más. Para alcanzar esa comunión con Dios, le ofrecemos sacrificios 2. En X 6 Agustín los define así: «El verdadero sacrificio es toda obra hecha para unirnos a Dios en santa alianza, es decir, [toda obra] referida a la meta de aquel bien que puede hacernos de verdad felices». Ahora bien, por lo general nuestras obras son mundanas y egoístas, están referidas tan solo a nosotros mismos; por eso, carecen de carácter sacrificial y no nos unen a Dios. La conversión consiste en que, en adelante, nuestras acciones pasan a estar referidas a Dios, no a nuestro propio yo; de ese modo, nos convertimos en sacrificio y entramos en comunión con el Señor: «… el mismo hombre, consagrado en nombre de Dios y ofrecido a Dios, en cuanto muere para el mundo a fin de vivir para Dios, es sacrificio». 2.  Sobre el sacrificio que el hombre ofrece a Dios: cf. capítulo 8 de Alfonso Berlanga. [Nota del Editor].

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Para explicar esta idea Agustín recurre a Rm 12, 1-2: «… por tanto, os suplico, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios, como vuestro obsequio razonable». Sacrificamos nuestro cuerpo cuando somos templados, es decir, cuando no utilizamos nuestros miembros para satisfacer nuestras pasiones, sino para servir a Dios. La segunda parte del pasaje paulino habla del sacrificio del alma: «… y no os conforméis a este mundo: sino reformaos en la novedad de vuestra mente, para que discernáis cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno y [su] beneplácito y lo perfecto». Para Agustín la categoría clave de este texto es la de «forma» («conforméis», «reformaos»). El sacrificio consiste en que nuestra mente deja de estar configurada por la «forma de la concupiscencia mundana» (que en todo se busca a sí misma) y pasa a estar configurada por la «forma inconmutable», es decir, por la forma divina. Como puede verse, para Agustín el sacrificio viene a coincidir con la conversión de vida, que tiene que realizarse tanto en el cuerpo como en el alma; uno y otra tienen que pasar de «mundiformes» a «deiformes». Ahora bien, según el hiponense, tenemos que ofrecernos en sacrificio no solo a nosotros mismos, sino también a nuestros prójimos. Ofrecemos en sacrificio al prójimo cuando somos misericordiosos con él, es decir, cuando nos compadecemos de su miseria e intentamos que sea feliz (por supuesto, procurando que entre en comunión con Dios): «Los verdaderos sacrificios, pues, son las obras de misericordia, sea para nosotros mismos, sea para el prójimo; obras de misericordia que no tienen otro fin que liberarnos de la miseria y así ser felices; lo cual no se consigue sino con aquel bien del cual está escrito: “Para mí lo bueno es estar junto a Dios” (Sal 72, 28)».

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Por tanto, el sacrificio tiene una dimensión personal y otra comunitaria, en virtud de la cual nos ayudamos unos a otros a unirnos a Dios. De este modo el sacrificio restaura la unidad perdida: el pecado difundió una mentalidad mundana y egoísta en la que cada uno iba por su lado; el sacrificio, por el contrario, hace que todos caminemos hacia la misma meta (la comunión con Dios) y nos ayudemos unos a otros en esa tarea. Así, la Iglesia no es sino la comunidad de quienes (ángeles y hombres) ofrecen sacrificios a Dios para entrar en comunión con él: «… de aquí ciertamente se sigue que toda la ciudad redimida, o sea, la congregación y sociedad de los santos [es decir, la Iglesia], se ofrece a Dios como un sacrificio universal». Por supuesto, Dios no pide este sacrificio de la Iglesia como si tuviera necesidad de él. Los únicos que tenemos necesidad de ofrecerlo somos nosotros (X 5): «Por lo demás, ¿quién puede ser tan necio que crea necesarias para Dios las cosas que se ofrecen en los sacrificios? Tenemos testimonios en muchos lugares de la divina Escritura; para no extendernos mucho, bastará recordar aquello del salmo: “Yo digo al Señor: Tú eres mi bien, pues no necesitas de mis bienes” (Sal 15, 2). Por consiguiente, hemos de estar convencidos de que Dios no necesita no solo del ganado ni de cualquier otra cosa corruptible o terrena, sino ni siquiera de la misma justicia del hombre; y todo aquello con que se da culto a Dios cede en provecho del hombre, no de Dios. Como nadie pensará que favorece a la fuente, cuando bebe, o a la luz, cuando ve».

3.2.  El verdadero mediador Ahora bien, ¿cómo puede el hombre –un ser encerrado en sus limitaciones, miserias y pecados– ofrecer sacrificios que le hagan entrar en comunión con Dios? Siendo como es esclavo de su egoís-

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mo, ¿cómo podrá pasar de mundiforme a deiforme? «Siendo carnales, débiles, sometidos a los pecados y envueltos en las tinieblas de la ignorancia» (X 24), ¿cómo podrán unirse a Dios? ¿Cómo podrán llegar a él, que «por su inmortalidad está tan lejos de los mortales, de los mudables por su inmortalidad, de los impíos por su justicia, de los miserables por su felicidad» (X 29 2)? Vuelve a plantearse con toda radicalidad la necesidad de un mediador (IX 17): «… para superar esto se hace preciso un mediador, ya que los seres mortales e inmundos de aquí abajo [es decir, los hombres] no pueden reunirse con la inmortal pureza de arriba». Ya hemos visto que, a pesar de lo que pensaban los platónicos, la mediación de los demonios es falaz. Tampoco los ángeles pueden mediar (cf. IX 15 1), ya que al ser felices e inmortales, no tienen nada en común con los hombres, miserables y mortales. El único mediador válido entre Dios y los hombres es Jesucristo, el Verbo encarnado: por una parte, es Dios perfecto y sumamente feliz; por otra, ha asumido una mortalidad como la nuestra. Al ser feliz (en cuanto Dios) y mortal (en cuanto hombre), puede mediar entre el Dios feliz e inmortal y el hombre miserable y mortal. Ahora bien, ¿puede un hombre –en este caso Jesús– ser al mismo tiempo feliz y mortal? Agustín dice que se trata de una cuestión muy discutida (IX 14): «Existe entre los hombres esta gran cuestión: ¿puede el hombre ser feliz y mortal? Algunos […] negaron al hombre la capacidad de ser feliz mientras vive sujeto a la mortalidad; otros […] se atrevieron a afirmar que si poseen la sabiduría, pueden los hombres ser felices».

Agustín se inclina por la primera alternativa (IX 15 1): «Todos los hombres, como es mucho más verosímil y probable, mientras son mortales son necesariamente desdichados». Pero entonces estamos ante un callejón sin salida: por una parte, Jesús tenía que ser mortal, pues en caso contrario no podría mediar con nosotros;

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pero por otra, tenía que ser inmortal, pues de no serlo, tan solo nos podría proporcionar una felicidad mortal que, como acabamos de ver, en el fondo no es auténtica. Esta aporía fue superada mediante el misterio de la resurrección de la carne: durante treinta y tres años Jesús fue mortal y, de hecho, murió; pero a los tres días su cuerpo resucitó y desde entonces es inmortal. Dado que Jesús ha pasado por la mortalidad y, más aún, por la propia muerte, puede mediar con nosotros los mortales; y dado que tras la resurrección su cuerpo es inmortal, nos puede proporcionar una felicidad eterna y auténtica. De ese modo, nos hace pasar de una existencia mortal y miserable a otra inmortal y eternamente feliz (cf. X 15 1-2). 3.3.  La asunción de la humanidad En fin, Jesús es el único capaz de ofrecer el auténtico sacrificio, el que en verdad realiza la comunión con Dios. Ahora la pregunta es: ¿cómo puede incorporarse el hombre al sacrificio de Cristo? En realidad, en virtud de la encarnación todo hombre se ha incorporado ya, en cierto modo, a este sacrificio. Tocamos aquí una de las ideas más importantes no solo de Agustín, sino de la tradición patrística; digamos dos palabras sobre la misma. Según muchos Padres, el Hijo al encarnarse se ha unido no solo a su humanidad individual, singular, sino a todos los hombres, pues la humanidad individual de Jesús concentra en sí las primicias de todo el género humano. Esta idea se puede encontrar en autores muy diferentes entre sí. Hilario dice que «en él [=el Hijo de Dios], en virtud de la naturaleza del cuerpo que ha asumido, se contiene una cierta congregación de la totalidad del género humano» (Comentario a Mateo 4, 12); «por la asunción de un solo cuerpo habita en él toda carne» (La Trinidad II 25); «en virtud de la asunción de la carne [de Jesús] tiene en sí la naturaleza de todo el género huma-

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no» (ibíd. XI 16); «estamos en Cristo por la conjunción de la carne que ha asumido» (Tratado sobre los salmos 91, 9). En un magnífico texto dice Cirilo de Alejandría (Comentario al Evangelio según san Juan I 9) que «el Verbo habita en cierto modo en todos, en el único templo tomado por nosotros y de nosotros, para que conteniéndo[nos] a todos en él, [nos] reconciliara a todos en un solo cuerpo con el Padre (cf. Co 1, 20)». Esta tradición la encontramos también en Agustín. Dice Rat­ zinger: «En compañía de los teólogos de la tradición griega, Agustín ve ya dado el primer paso hacia esa unificación mediante la encarnación. También Agustín ve en ella una “susceptio hominis”, en el sentido de que Cristo en cierto modo ya nos llevaba a nosotros en sí mismo y así ya nos ofrecía en aquel primer sacrificio. “En la cruz estábamos también nosotros” (Comentarios a los salmos XXXIV 2 5). A las palabras “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” añade este comentario, que nos recuerda la exégesis de Atanasio: “¿Por qué estas palabras? Sí, porque allí estábamos nosotros; sí, porque el cuerpo de Cristo es la Iglesia” (ibíd. XXI 2 3). “Hablaba, en cualquier caso, de mí, de ti, de aquél, pues él lleva su cuerpo, es decir, la Iglesia” (ibíd. XXI 2 4)».

Podríamos añadir otros muchos textos, como por ejemplo Comentarios a los salmos LXIV 6: «Asumió de nosotros lo que había de ofrecer al Señor, estas dijimos [que son] las primicias santas de la carne [tomadas] del útero de la Virgen. Este fue el holocausto que ofreció a Dios». 3.4.  Los sacramentos Mediante la encarnación, la asunción de la Iglesia en el cuerpo de Jesús se ha realizado de forma primicial, incoativamente. Ahora falta que se vaya haciendo efectiva en cada uno de los miembros.

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Esa realización tiene lugar mediante los sacramentos del bautismo y la eucaristía. También esta idea tiene fuerte arraigo en la tradición patrística. En La Trinidad VIII 15 Hilario comenta Jn 14, 20: «Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros». Según este texto, las relaciones entre Jesús y sus discípulos son análogas a las que le unen a él con el Padre (en Jn 14, 10 el Señor acaba de decir: «¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?»). Pues bien, dice Hilario que: «Nosotros estamos en él gracias a su nacimiento corporal [es decir, porque al encarnarse Jesús ha asumido a toda la humanidad], mientras que él, a su vez, está en nosotros por el misterio de los sacramentos». Ya mediante la encarnación nos incorporamos a Cristo; los sacramentos, por su parte, suponen la aplicación a nuestro presente de la asunción acontecida entonces. Como decíamos, también aquí sigue Agustín a la tradición. Expone bellamente esta idea en las homilías que dirige en Pascua a los neófitos, es decir, a quienes acaban de recibir el bautismo y la eucaristía. Dice así en su Sermón 228 B 2-3: «Así, pues, Cristo nuestro Señor, que en su pasión ofreció por nosotros lo que había tomado de nosotros en su nacimiento, constituido príncipe de los sacerdotes para siempre, ordenó que se ofreciera el sacrificio que estáis viendo, el de su cuerpo y sangre. En efecto, de su cuerpo, herido por la lanza, brotó agua y sangre, mediante la cual borró los pecados del mundo. Recordando esta gracia, al hacer realidad la liberación de vuestros pecados, puesto que es Dios quien la realiza en vosotros, acercaos con temor y temblor a participar de este altar. Reconoced en el pan lo que colgó del madero, y en el cáliz lo que manó del costado 3».

3. Texto de cuya autenticidad se dudó durante una época, aunque en mi opinión sin demasiado fundamento.

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Recibid, pues, y comed el cuerpo de Cristo, transformados ya vosotros mismos en miembros de Cristo, en el cuerpo de Cristo. Luego en virtud de la encarnación y de los sacramentos nos incorporamos a Cristo y a su sacrificio. En La Ciudad de Dios X 20 dice el hiponense: «Por eso el verdadero mediador, que al tomar la forma de esclavo fue hecho mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, bajo la forma de Dios acepta el sacrificio con el Padre, con el cual es un solo Dios, pero bajo la forma de esclavo prefirió ser sacrificio a aceptarlo, a fin de que nadie tomara ocasión de esto para sacrificar a cualquier criatura. Por eso él es el sacerdote, él es quien ofrece y es también la oblación. De esta realidad [es decir, del sacrificio de Cristo] quiso que fuera sacramento cotidiano el sacrificio de la Iglesia [es decir, la eucaristía], que, siendo cuerpo de la misma cabeza, aprendió a ofrecerse a sí misma por medio de él».

De hecho, como ya apuntábamos, para Agustín la Iglesia no es sino la comunión de quienes en la eucaristía se incorporan al sacrificio de Jesús y, de ese modo, recuperan la unidad destruida por el pecado. Lo explica en X 6 al interpretar Rm 12: «Por eso nos exhortó el Apóstol a ofrecer nuestros propios cuerpos como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como nuestro culto auténtico, y a no amoldarnos a este mundo, sino a irnos transformando con la nueva mentalidad (cf. Rm 12, 1-2); y para demostrarnos cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, conveniente y agradable, ya que el sacrificio total somos nosotros mismos, dice (Rm 12, 5-6): […] “Nosotros, con ser muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, y respecto de los demás, cada uno es miembro, pero con dones diferentes, según el don que Dios nos haya hecho”. Este, pues es el sacrificio de los cristianos: “muchos [somos] un solo cuerpo en Cristo”. Lo cual también celebra asiduamente la Iglesia en

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el sacramento del altar –[bien] conocido por los fieles–, donde se le demuestra que en lo que ofrece, ella misma es ofrecida».

3.5.  Culto y vida Como puede comprobarse, en Agustín la eucaristía ocupa un puesto central. Ahora bien, no es un ritualista. La eucaristía, a pesar de su enorme importancia, se ordena a algo que está más allá de sí misma. Agustín enuncia en X 5 el siguiente principio: «… el sacrificio visible, pues, es sacramento, esto es, signo sagrado, del sacrificio invisible». Esta frase (cuya interpretación ha sido bastante discutida) significa, en mi opinión, lo siguiente: el sacrificio sacramental es signo del sacrificio espiritual, el cual se identifica con una existencia que, informada por la fe y el amor, tiende a la comunión con Dios y con el prójimo 4. Poco más adelante, al final de este mismo capítulo, dice Agustín: «Lo que todos llaman sacrificio es el signo del verdadero sacrificio. Ahora bien, el verdadero sacrificio es la misericordia». Esta primacía del sacrificio espiritual no supone una devaluación de la eucaristía ritual. Para Agustín es fundamental el principio de que para ser ungido con el Espíritu de Cristo (es decir, con el Espíritu Santo, que es el amor en virtud del cual Jesús se ofrece en sacrificio) debo entrar en comunión con el cuerpo de Cristo. El Espíritu Santo no se da sino en el cuerpo de Cristo. En Tratados sobre el Evangelio de san Juan XXVI 13 dice: «Sean hechos cuerpo de Cristo si quieren vivir del Espíritu de Cristo. Del Espíritu de Cristo no vive sino el cuerpo de Cristo. Entended, hermanos, qué he dicho […] ¿Y tú, pues, quieres vivir del Espíritu de Cristo? Manténte en el cuerpo de Cristo».

4.  Cuestión tratada en el capítulo 15 de Angelo Lameri. [Nota del Editor].

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4. Conclusión Concluimos esta contribución con un texto bellísimo (La Ciudad de Dios X 3 2) que describe así la articulación entre el sacrificio ritual, el sacrificio espiritual (o, si se le quiere llamar así, existencial) y la comunión con Dios: «Cuando nuestro corazón se levanta a él, se hace su altar: le aplacamos con el sacerdocio de su primogénito; le ofrecemos víctimas cruentas cuando por su verdad luchamos hasta la sangre; le ofrecemos suavísimo incienso cuando en su presencia estamos abrasados en religioso y santo amor; le ofrendamos y devolvemos sus dones en nosotros y a nosotros mismos en ellos; en las fiestas solemnes y determinados días le dedicamos y consagramos la memoria de sus beneficios a fin de que con el paso del tiempo no se nos vaya introduciendo solapadamente el olvido; con el fuego ardiente de caridad le sacrificamos la hostia de humildad y alabanza en el ara de nuestro cuerpo. Para llegar a verle como él puede ser visto, y para unirnos a él, nos purificamos de toda mancha de pecado y malos deseos, y nos consagramos en su nombre. Él es la fuente de nuestra felicidad, es meta de nuestro apetito. Eligiéndole a él, o mejor reeligiéndole, pues le habíamos perdido por negligencia; reeligiéndole a él, de donde procede el nombre de “religión”, tendemos a él por amor para descansar cuando lleguemos; y de este modo somos felices, porque en aquella alcanzamos la perfección. Nuestro bien, sobre cuya meta tal debate hay entre los filósofos, no es otro que unirnos a él: su abrazo incorpóreo, si se puede hablar así, fecunda el alma inmortal y la llena con verdaderas virtudes. Se nos manda amar este bien con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. A este bien debemos llevar a los que amamos y ser llevados por los que nos aman. Así se cumplen los dos mandamientos en que consiste la Ley y los Profetas: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda su mente”, y

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“amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Para que el hombre supiese amarse se le puso delante la meta, a donde tenía que dirigir todo lo que hacía para ser feliz. Y esta meta es unirse a Dios. Ahora bien, cuando se manda a uno, que sabe amarse a sí mismo, que ame al prójimo como a sí mismo, ¿qué otra cosa se le manda sino que le recomiende, cuando puede, que ame a Dios? Este es el culto de Dios; esta, la verdadera religión; esta, la piedad perfecta; esta, la servidumbre debida solo a Dios».

Bibliografía Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios, V. Capánaga, M. Fuertes, S. Santamarta (eds.), BAC Normal, Madrid 1958, 62007, pp. 171-172. A puleyo, Obra filosófica; C. Macías (ed.), Biblioteca Clásica Gredos 397, Madrid, 2011. N. Cipriani, Muchos y uno solo en Cristo. La espiritualidad de Agustín, Agustiniana, Guadarrama 2013. J. R atzinger, Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia, Encuentro, Madrid 2012.

Parte III Adorar a Dios en la liturgia

8 La dimensión adorante de la liturgia cristiana, según Joseph Ratzinger Alfonso Berlanga 1

Sumario: 1. Una aclaración previa de los términos. 2. «Un nuevo y definitivo sacrificio». 3. «Unirnos a él y que, con él y en él, nos hagamos adoradores». 4. Una participación adorante que cae de rodillas. 5. Consideraciones finales.

Hablar de la liturgia en el pensamiento de Joseph Ratzinger es una empresa tan ardua como estimulante. Es situarnos en un cruce de caminos donde confluyen su visión de Dios, del hombre y su destino, de la historia y de la creación; pero es una encrucijada no tanto de conceptos muertos, como de realidades vivas y operantes. La mirada del papa emérito Benedicto XVI es contemplativa e intelectual, con la fe de los sencillos y la sensibilidad del artista, mirada de pastor y de teólogo. Sus escritos van a lo esencial: abren caminos por los que el hombre contemporáneo puede transitar y volver a Dios. La dificultad está en que ha sido un escritor prolífico, y se hace necesaria la selección. Dos libros nos sirven a este

1.  Profesor adjunto de Liturgia y Teología Sacramentaria en la Universidad de Navarra. Realizó sus estudios de teología en la Università della Santa Croce (Roma). Sus principales temas de investigación son el pensamiento litúrgico de J. Ratzinger y de A. M. Triacca, la ciencia litúrgica, la participación y la dimensión escatológica de la liturgia.

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propósito como ejes de coordenadas para nuestro tema: Introducción al cristianismo (1968) y su Introducción al espíritu de la liturgia (2000). Son introducciones que ayudan a comprender la fe recibida y a expresar correctamente su esencia en la liturgia de la Iglesia. De esos dos escritos extraemos dos textos significativos: «El culto cristiano consiste en lo absoluto del amor que solo podía ofrecer aquel en quien el amor de Dios se ha hecho amor humano; consiste en una nueva forma de representación innata al amor, en que él sufrió por nosotros y en que nosotros nos dejemos tomar por él. Hemos de dejar a un lado nuestros intentos de justificación […]. Adán quiso justificarse, excusándose, echando la culpa a otro, en último término, acusando a Dios: “La mujer que me diste por compañera me dio del fruto del árbol” (Gn 3, 12). Dios nos pide que en lugar de la autojustificación que nos separa de los demás, aceptemos el don del amor de Cristo hacia nosotros, que aceptemos unirnos a él y que, con él y en él, nos hagamos adoradores» 2. «El culto cristiano considera la destrucción del templo de Jerusalén como definitiva y teológicamente necesaria. En su lugar ha aparecido el templo universal de Cristo resucitado, cuyos brazos abiertos en la cruz están extendidos hacia el mundo, para introducir a todos en el abrazo del amor eterno. Ya hay un nuevo templo y también un nuevo y definitivo sacrificio: la humanidad de Cristo que se ha abierto en la cruz y en la resurrección; la oración del hombre Jesús está ahora fundida con el diálogo intratrinitario del amor eterno. En esta oración introduce Cristo a los hombres a través de la Eucaristía, que de este modo es la puerta siempre abierta de la adoración y el sacrificio verdadero, el sacrificio de la nueva alianza, el “culto divino adecuado al Logos”» 3.

2. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 1969, pp. 250-251. 3. J. Ratzinger, Introducción al espíritu de la liturgia, en Obras completas. Teología de la liturgia, vol. XI, BAC, Madrid 2012, p. 28.

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Son afirmaciones de enorme densidad. Nos hemos permitido subrayar algunas expresiones del texto para guiar al lector en este trabajo. Debajo de cada término hay siempre unas raíces bíblicas, patrísticas y antropológicas profundas, citas comunes en todos sus escritos, siempre en diálogo con Israel y con las religiones naturales. Dejamos a otros el análisis de esas fuentes 4, para ir derechos al planteamiento de Ratzinger. 1. Una aclaración previa de los términos Una lectura de sus obras sobre liturgia permite extraer algunas consideraciones. El culto emerge como una noción fundamental en torno a la cual se arremolinan los demás términos: «adoración», «alabanza», «veneración», «gloria-glorificación», «liturgia». Entre esos sustantivos la «adoración» ocupa el puesto principal, y así lo demuestra su uso. Otra constante de su vocabulario son los adjetivos que los acompañan. Ratzinger juega con el contraste 5: la adoración o el culto «verdadero», «nuevo», «auténtico», y «correcto» se sitúan frente a lo «falso» o «insuficiente» de lo que ya ha sido «superado». Es este un modo clásico de leer la Revelación, empleado por los Padres de la Iglesia cuando distinguían varios niveles: la sombra, la imagen y la realidad. Así, el Antiguo Testamento –con sus episodios, alianzas e instituciones– era sombra de aquellos acontecimientos salvíficos de la vida de Cristo –la imagen–, a la espera del cumplimiento definitivo de la realidad, es decir, de su venida gloriosa al final de los tiempos, cuando Dios sea todo en todos y 4.  Nos referimos a algunos de los temas desarrollados en los capítulos 1, 3 y 6 de en este libro. [Nota del Editor]. 5.  En el original alemán sucede lo mismo. Los dos sustantivos más frecuentes son Anbetung (adoración) y Verehrung (veneración), que en ocasiones entra en composición con el sustantivo Gott (Dios).

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sean inaugurados los cielos nuevos y la tierra nueva. Finalmente, el uso de los dos principales términos «culto» y «adoración» es casi indistinto, algo así como sinónimos, puesto uno a continuación del otro. Al final de este trabajo comprobaremos que hay ligerísimas diferencias y que ambos se articulan a través de otro término afín, el «sacrificio». Como explicación de partida baste decir que el culto nos habla siempre de la relación con Dios 6. Todas las religiones consideran que la finalidad del culto es «unir lo de arriba con lo de abajo», para superar una caída primigenia a través de la expiación, reconduciendo así tanto el mundo como la propia vida del hombre al orden verdadero. En las religiones naturales esta relación con los dioses se concreta en un dar-recibir. A los israelitas Dios les enseña cómo deben dar culto: entienden que este es un servicio a Dios mediante la obediencia a las leyes sobre el sacrificio, y a través de una vida recta, conforme a su voluntad. En ambos casos hay elementos de verdad que no podemos ignorar: de las religiones naturales aprendemos que el hombre existe para Dios y de este modo sirve al conjunto; con el pueblo elegido, queda patente que la iniciativa es divina: busca la alianza con el hombre para que éste libremente le corresponda y devuelva la creación a la comunión con Dios. A medida que madura la conciencia religiosa de los pueblos, el hombre percibe su impotencia para alcanzar esta reconciliación universal. El culto, para ser «verdadero», debe ser instituido por Dios mismo, permitiendo así el «ascenso hacia Él» y el «encuentro con el Dios vivo»: hay alguien que está ante mí y es capaz de orientar mi vida. Como veremos más adelante, la madurez del culto consistirá en una percepción gradual de que no basta cualquier sacrificio, sino que la ofrenda adecuada a Dios es la propia existencia 6.  Cf. J. Ratzinger, Introducción al espíritu de la liturgia, caps. 1-3.

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del hombre. Por el contrario, el culto fabricado por los hombres es una adoración «falsa», tal como refleja el episodio del becerro de oro (Ex 32, 1-35): ya no es un ascenso, sino un sometimiento de Dios a los propios límites de espacio y tiempo, una sujeción a los intereses del pueblo. Quisieron crear un mundo alternativo –prosigue Ratzinger– donde autoafirmar el propio poder y satisfacción, «una idolatría respecto al Dios vivo que se camufla bajo una cobertura sacra» 7. 2. «Un nuevo y definitivo sacrificio» El sacrificio es el elemento central de casi todas las religiones. Pero «sacrificio» es «un término cubierto por una verdadera montaña de escombros de equívocos» 8. Para retirar algunos de estos escombros es necesario dialogar con Israel y con una línea de pensamiento que recorre el Antiguo Testamento y que percibe la insuficiencia de los sacrificios de la Ley y del Templo. La destrucción de realidades valiosas para el hombre y su ofrecimiento parece un estadio primitivo del culto, incapaces de satisfacer a Dios. En este sentido son reveladoras las expresiones tajantes que la literatura sapiencial y los profetas ponen en boca de Dios: «Mío es el orbe y cuanto lo llena» (Sal 50, 12); «porque quiero amor y no sacrificios, y conocimiento de Dios más que holocaustos» (Os 6, 6); «si me ofrecéis holocaustos y oblaciones, no me complazco en ellos» (Am 5, 22). Como es sabido, durante el exilio en Babilonia no hubo formas públicas de culto como los sacrificios de expiación y de alabanza que antes se hacían en el Templo: Israel se encuentra ante Dios con las manos vacías. 7.  Ibíd., p. 13. 8.  Ibíd., p. 15.

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Antes del destierro, con la predicación del profeta Jeremías sobre la infidelidad a la Ley como causa del destierro, y ya en Babilonia con la crítica de Ezequiel al culto falso y externo, el pueblo comprende paulatinamente que su sufrimiento y el silencio de Dios son su ofrenda, el equivalente interior de los sacrificios y del incienso: «El sacrificio grato a Dios es un espíritu contrito» (Sal 51, 19); «obedecer es más que un sacrificio» (1 S 15, 22). De algún modo, aprenden una forma de sacrificio nueva y más profunda que procede del interior y que conduce al hombre a darse a sí mismo: el martirio. Trescientos años después del destierro, el profeta Daniel expresa la misma idea: «En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso […]. Pero sea aceptado nuestro corazón contrito y humillado» (Dn 3, 38-39). Dos episodios sirven a nuestro autor para continuar con los equívocos de los sacrificios antiguos. En ambos textos se pone en duda la idea de que los sacrificios exteriores puedan realmente sustituir al hombre que los ofrece. El primer relato es el del sacrificio que Dios pide a Abrahán para que le ofrezca a su primogénito. Entregar a Isaac significaba darlo todo: la descendencia, la tierra, la promesa… Solo el ángel de Dios detiene a tiempo la mano de Abraham y en su lugar aparece un cordero, una víctima pacífica que sustituye a su hijo cuando ya en su corazón lo había entregado. Es un sacrificio de representación instituido por Dios mismo: Él da el cordero para que Abraham se lo pueda devolver, después de un proceso interior de fe y esperanza. Es un texto –concluye Ratzinger– que deja «una cierta desazón, una espera del verdadero cordero que viene de Dios y que, precisamente por ello, no es para nosotros sustitución, sino verdadera representación, en la que nosotros mismos somos llevados hasta Dios» 9. 9.  Ibíd., p. 22.

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El segundo relato pertenece al capítulo 12 del Éxodo, donde el sacrificio del cordero ocupa desde entonces el centro del año litúrgico de Israel. Su sangre en las puertas de las casas hace que pase de largo el ángel exterminador de la última plaga en Egipto. El cordero es el rescate por el que son librados de la muerte los primogénitos de los israelitas. Pero es un sacrificio que va más allá de sí mismo, en la medida en que Dios reivindica desde entonces su derecho sobre los futuros primogénitos: «Todo primer parto entre los hijos de Israel, sea de hombre o de ganado, es mío» (Ex 13, 2). Estas sombras apuntan a la imagen: Cristo, «primogénito» (Lc 2, 7) que pertenece del todo a Dios y «primogénito de toda la creación» –de animales y de hombres– (Col 1, 15), nos representa realmente. La lectura que el Nuevo Testamento hace de todo esto tiene un texto de referencia. Es el discurso de Esteban, el primer mártir, cuando se defiende de sus detractores (Hch 7, 1ss.), y que entronca con aquella línea profética de la que hablábamos. El argumento central de la acusación coincide con el del proceso a Jesús –el carácter provisional del Templo– y remite a sus acciones durante la vida pública. Detengámonos en este punto. Los evangelios recogen aquella purificación del Templo como un episodio que fue algo más que un momento de cólera: expulsar a quienes comerciaban, echar por tierra la moneda de cambio legal en el Templo… fue leído como un ataque directo al culto que en él tenía lugar 10. Los fariseos exigieron entonces a Jesús una «justificación» de su comportamiento. Juan lo presenta como un «signo» no evidente aún para sus oyentes, el signo de su resurrección que Jesús les propone con el lenguaje sutil de la metáfora de la destrucción del Templo. 10.  Así lo entiende Ratzinger interpretando el texto de Jn 2, 14-22. Los evangelios sinópticos (Mt 21, 12-17; Mc 11, 15-19; Lc 19, 45-48) presentan el hecho como signo mesiánico –preconizado por Malaquías 3, 1-5– que provoca la ira de sus oponentes y la confabulación para darle muerte.

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La profecía que Jesús hace sobre su destrucción y su restauración (Mc 14, 58) se refiere a lo que los judíos harán al destruir el cuerpo terrenal de Cristo 11. Es una profecía sobre la cruz y la resurrección que Juan presenta como una comprensión posterior por parte de los discípulos: «Pero él se refería al Templo de su cuerpo. Cuando resucitó de entre los muertos, recordaron sus discípulos que él había dicho esto» (Jn 2, 21-22). Asimismo es teológicamente significativo uno de los fenómenos portentosos que tuvo lugar en el Sancta Sanctorum del Templo, mientras Jesús muere en la cruz: los sinópticos hablan del velo rasgado de arriba abajo 12. Se está declarando simbólicamente que aquel ya no es el lugar de la presencia de Dios. Ratzinger así lo justifica: «El culto de la sustitución se acaba en el momento en que se celebra el verdadero culto, la entrega del Hijo, que se ha hecho hombre y se ha convertido en “cordero”, en “primogénito” que ahora reúne y asume en sí toda la adoración a Dios, que deja atrás las sombras y las imágenes para introducir la realidad de la unión del hombre con el Dios vivo» 13. Se ha cumplido el gesto profético de la purificación del Templo y de la renovación del culto en su forma verdadera. Comprender la muerte de Cristo como un acto de culto en representación de todos los hombres resulta chocante para nuestra mentalidad: somos demasiado individualistas. Necesitamos enlazar bien varios conceptos que Ratzinger utiliza en sus escritos y que constituyen una verdadera teología de la cruz. Nos referimos a los anuncios que el mismo Jesús hace de su muerte como cumplimiento de la entrega del Siervo de Yahvé (Is 42, 1ss.); a la Última Cena como acontecimiento de entrega y de amor que anticipa la Cruz; 11.  Cf. J. Ratzinger, Introducción al espíritu de la liturgia, pp. 24-25. 12.  Cf. Mt 27, 51; Mc 15, 38; Lc 23, 45. 13. J. Ratzinger, Introducción al espíritu de la liturgia, p. 25.

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a la contemplación joánica de los brazos del Crucificado; al atrevimiento de san Pablo de llamar al Crucificado «propiciatorio» (Rm 3, 25); por último, a la consideración del cuerpo del Resucitado como el nuevo Templo. El Siervo de Yahvé es una figura misteriosa del Deutero-Isaías. Los poemas a él dedicados anuncian el dolor de su sacrificio y la justificación universal que éste alcanza. Leídas desde el Nuevo Testamento, son un anticipo de las atrocidades de la Pasión y, al mismo tiempo, una clave de lectura que explica la libertad amorosa con que Cristo, Mesías expiatorio, se entrega. Los relatos de la Cena del Señor no dejan dudas sobre el contexto pascual-sacrificial y su nuevo contenido: el sacrificio que inaugura la alianza definitiva en el Cuerpo entregado y la Sangre derramada. Los sentimientos del corazón de Cristo se desbordan en la oración que recoge Juan: llegada «su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos» (Jn 13, 1), una vez proclamado el «mandamiento nuevo» (13, 34), intercede ante el Padre por la unidad y perseverancia de los suyos (17, 1-26). «Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Este versículo posee un contenido denso que no puede desligarse de otras palabras de Cristo en el mismo evangelio: aquella conversación con Nicodemo, cuando pone en relación su cruz con la serpiente de bronce que construyó Moisés en el desierto para salvar a los que eran mordidos por las serpientes (Nm 21, 4-9): «Así debe ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna» (Jn 3, 14-15). Cristo se sabe enviado por el amor del Padre a los hombres y anuncia que esta obediencia exigirá una entrega en sacrificio. Solo quien alce su mirada y le reconozca con fe será salvado y tendrá vida eterna. Ratzinger, al contemplar a Cristo clavado en la cruz, descubre su entrega libre a la voluntad del Padre en una unidad perfecta, que es «la forma radical de la adoración» y, a la vez, entiende el gesto del Crucificado como «el

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gran abrazo con que Cristo quiere atraernos hacia sí». Y termina diciendo: «Confluyen en este gesto la adoración a Dios y el amor al prójimo, contenido del mandamiento principal en que se resumen la Ley y los Profetas» 14. San Pablo es audaz en su declaración: el «propiciatorio» era el punto más sagrado del Templo, la superficie sobre el Arca de la Alianza, el espacio sobre el que Yahvé se aparecía en la nube. En los usos del Templo este propiciatorio era rociado con la sangre para expiar los pecados 15, buscando la mayor cercanía posible con Dios. Aplicar a Cristo ese apelativo es incidir de nuevo en la superación del Templo en el Cuerpo del Resucitado: «Cristo es ese centro del templo perdido desde el exilio […], el lugar verdadero de la expiación». Aquella purificación de los pecados que no alcanzaban ni los sacrificios de animales (sombras), ni quienes condenaron y crucificaron materialmente a Cristo, la obtiene Él, Verbo encarnado, «entregándose él mismo e introduciendo al ser humano en el propio ser de Dios» 16. Apoyado en una sólida tradición de interpretación de la Escritura, Ratzinger retoma el tema de la carne de Jesús en san Juan como signo de la Palabra: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). El verbo castellano «habitar» no expresa del todo la vivacidad de los correspondientes verbos: ni del griego 17 –que equivaldría a «plantar la tienda»– ni de la raíz hebrea škn, de donde procede la palabra shekinah, el lugar de la presencia de Dios que acompañó al pueblo durante el éxodo de Egipto y que luego 14.  Ibíd., p. 117. 15.  Era la fiesta judía del Yom Kippur. 16. J. Ratzinger, Eucaristía y misión, en Obras completas, Teología de la liturgia, vol. XI, BAC, Madrid 2012, pp. 298-299. 17. Además de su significado, el verbo σκηνόω guarda un paralelismo fonético singular con el hebreo škn: los mismos sonidos en las consonantes tienen una gran fuerza evocadora.

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moraba en el Templo. Por eso puede afirmar que «la carne de Jesús es el templo, la tienda, la Shekinah. La carne de Jesús es para Juan la Verdad y el Espíritu que ocupan el lugar de los antiguos templos» 18. De este modo queda al descubierto la meta del sacrificio verdadero y definitivo y quién nos ha representado. Era necesario salir de la aparente autonomía del hombre que pretende vivir para sí y unirle con Dios, para que Dios sea todo en todos. Ese proceso ha tenido un momento de sanación y de transformación amorosa de nuestra libertad gracias al sacrificio de Cristo. Ahí ha aparecido la figura del Salvador, del Pastor que lleva a casa sobre sus hombros a la oveja perdida, es decir, la figura del Hijo que asume la naturaleza humana y la introduce de nuevo en el seno de la Trinidad. El sacrificio de Cristo no es para destruir, sino que es un amor libre que se entrega hasta la muerte para devolver a la creación a su verdadero fin. Por tanto, todo culto, para ser verdadero, debe participar en la Pascua de Cristo 19. 3. «Unirnos a él y que, con él y en él, nos hagamos adoradores» En los primeros siglos proliferó un género literario peculiar, los Acta martyrum, narraciones del proceso y de la muerte ejemplar de algunos cristianos por fidelidad a Cristo. Hasta el siglo iv las persecuciones estaban a la orden del día: convertirse al cristianismo era estar dispuesto a derramar la sangre por la fe, como ya habían hecho los apóstoles. No deja de sorprender que Ratzinger recoja un detalle del martirio de san Policarpo: en medio de las llamas, su 18. J. Ratzinger, «Construida con piedras vivas». La casa de Dios y el modo cristiano de adorar a Dios, en Obras completas, vol. XI, pp. 339-340. 19.  Cf. J. Ratzinger, Introducción al espíritu de la liturgia, pp. 16-19.

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carne desprendió un olor «como de incienso y aromas exquisitos» 20. Para la comprensión del sacrificio en toda la Escritura esta circunstancia milagrosa es un signo preclaro del sacrificio aceptado y de una vida purificada. Su vida, como la de Cristo, se ha convertido en ofrenda agradable a Dios. Unido al sacrificio de Cristo, el mártir vive y da vida 21, precisamente por su muerte. El mártir encarna en sí un ideal que puede parecer obsoleto para nuestra cultura contemporánea. Sin embargo, la Iglesia sigue sufriendo persecución en algunos de sus miembros o instituciones. Para ellos es válido este ideal, pero también para nosotros por muchas razones. Para el caso que nos interesa, este ideal deja de ser utópico cuando percibimos el fundamento cultual de la vida cristiana. Ya san Pablo exhortaba a los cristianos: ofreced «vuestros cuerpos como ofrenda viva, santa, agradable a Dios: éste es vuestro culto espiritual» (Rm 12, 1). Este texto Ratzinger lo pone habitualmente en relación con el diálogo de Jesús y la samaritana: «… los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). Un sacrificio y una adoración en discontinuidad superadora con Israel: en cuanto que el sacrificio no está circunscrito a un lugar –el templo de Jerusalén– ni se expresa con unas prácticas rituales fijas –las leyes cultuales– para ofrecer víctimas de sustitución. Más bien se produce una espiritualización del culto, intuida por algunas corrientes durante el exilio como señalábamos, y reforzada por el contacto del cristianismo con la mística griega y su crítica al culto judaico: era necesario unirse al logos, al sentido de las cosas, pero, afirma nuestro autor, a Cristo, el Logos encarnado. La respuesta a estas dos corrientes es el «culto espiritual» (logiké latreia). Ratzinger, aunque reconoce las carencias de las lenguas

20. J. Ratzinger, Eucaristía y misión, p. 310. 21.  «La sangre de los mártires es semilla de cristianos», afirmaba Tertuliano (Apologeticum, L, 13; CCL 1, 171), y la historia así lo ha demostrado.

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vernáculas para traducir esta expresión griega 22, prefiere hablar de «culto presidido por el espíritu», «culto de la palabra» , «culto marcado por la palabra». Aquí la «palabra» es comprendida en todo su alcance: es vehículo para expresar la interioridad del hombre, «es la oración que sale del hombre y lleva en su interior toda la existencia del hombre» 23 que, en la liturgia cristiana, quiere unir su cuerpo –su existencia corporal terrena– al Logos, viviendo una contemporaneidad real con la entrega de Cristo por la salvación de los hombres 24. Esto es posible en la Eucaristía que, como proponen los Padres, es sacrificio que se realiza en la palabra, «puerta siempre abierta de la adoración y el sacrificio verdadero, el de la nueva alianza, el culto divino adecuado al logos». El culto espiritual, la logiké latreia, es «la fórmula más apropiada para expresar la forma esencial de la liturgia cristiana»  25; la Eucaristía, una realización tan esencial como sintética de la misma realidad. Una vida cristiana así concebida se convierte en una adhesión continua al Señor, en una unión existencial de cuerpo y espíritu y un «llegar a ser conforme a los deseos de Dios» 26, que supera la mera comunión en el pensar, el querer o el hacer 27. Es una vida originada, vivificada y sostenida por los sacramentos, en los que se da la unión más intensa con Cristo que es posible alcanzar en esta tierra.

22. J. Ratzinger, Introducción al espíritu de la liturgia, p. 31. 23.  Ibíd., p. 26. 24.  Cf. ibíd., pp. 33-34. 25.  Ibíd., p. 29. 26. J. Ratzinger, Fe, verdad, tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Sígueme, Salamanca 2005, p. 132. 27.  Cf. J. Ratzinger, Eucaristía y misión, p. 313.

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4. Una participación adorante que cae de rodillas La frase de Orígenes en una de sus homilías es desconcertante para un lector actual: el primer progreso del cristiano es saber apartarse del «ajetreo» de la vida terrena 28. Nos sorprende que esto se diga en el siglo iv: parece que los hombres no hemos cambiado tanto y, ahora como entonces, tenemos la impresión de que nuestra sociedad va «demasiado deprisa». El materialismo contemporáneo del que somos herederos encierra graves simplificaciones: no pretende afirmar que toda la realidad sea solo materia, sino que la reduce a simple material para el trabajo humano. De este modo, el hombre sería un «ser para el trabajo» que, atrapado en un entorno a veces hostil, podría aspirar como mucho a que las generaciones futuras disfruten de mejores condiciones laborales. Este es un consuelo pobre para una existencia miserablemente estrecha, donde –señala Ratzinger– no es posible ni el simbolismo ni la capacidad humana de contemplar lo eterno 29. Todo es plano y funcional. Es, sin duda, un análisis duro de una sociedad acelerada y sedienta que, si quisiera, podría encontrar en la liturgia de la Iglesia un oasis de libertad, una preparación para la vida cotidiana, un encuentro con Dios y la creación que anticipan la vida futura y auténtica… Pero ¡cuántas veces las celebraciones litúrgicas son también ajetreadas, donde nos vemos ajenos a lo que pasa! Como es bien sabido, uno de los conceptos clave del Concilio Vaticano II en materia litúrgica es el de la participación activa de los fieles. Ha sido una intuición buena, pero «empequeñecida, presentada de forma unilateral y desenfocada por un estrechamiento de 28. Cf. Orígenes, Homilía XXVII, 9.1, en Homilías sobre el Libro de los Números, Ciudad Nueva, Madrid 2011, pp. 466-467. 29.  Cf. J. Ratzinger, La fundamentación sacramental de la existencia cristiana, en Obras completas, vol. XI, p. 151.

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miras» 30. La participación se ha contagiado de un funcionalismo pragmático y se ha concebido en muchos ambientes eclesiales como un hacer cosas o convertirse en actores. Nuestro autor propone una revisión de este concepto. La terminología que utiliza va en otra dirección, para subrayar el primado de la acción de Dios y situar la nuestra en su justo equilibrio: la participación ha de ser «viva», «con una actitud creyente y orante», una participación «en Dios» o «de Dios», del «mundo de Dios». Eso supone tomar conciencia de que, conforme al planteamiento del Concilio y del Catecismo después, nuestras celebraciones participan ya de la liturgia celeste y se encaminan, en comunión con los ángeles y los santos, hacia la alabanza. «Solo se daría una correcta participación en la liturgia si comenzáramos a sentir el cielo abierto»  31, llega a afirmar Ratzinger. Si al leer las líneas que siguen tenemos en mente todo lo que hemos hablado sobre el sacrificio de la Palabra y la adoración, calaremos en la profundidad de su propuesta 32. Preguntarse por la participación remite a «la acción principal en la que todos deben tomar parte». Al estudiar la historia de la liturgia en sus fuentes, observamos un dato sorprendente, pues esa acción (actio) corresponde a la plegaria eucarística, «una gran plegaria, que constituye el núcleo de la celebración». Una acción que es una oración (oratio): en cuanto a su forma es una oración que el sacerdote dirige a Dios –prestando su voz, sus manos, sus facultades espirituales– y, en cuanto a su contenido, una acción divina que transforma los dones creados del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo: «Dios mismo es que el actúa y el que hace lo esencial». 30. J. Ratzinger, Liturgia, ¿mutable o inmutable? Preguntas a Joseph Ratzinger, en Obras completas, vol. XI, pp. 469-470. 31. J. Ratzinger, Cuarenta años de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia. Retrospectiva y prospectiva, en Obras completas, vol. XI, p. 522. Sobre el cielo en la tierra, en la liturgia: cf. SC, n. 8 y CCE, n. 1090. 32.  Cf. J. Ratzinger, Introducción al espíritu de la liturgia, pp. 97-101.

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¿Cómo harán los fieles para tomar parte en esa acción? Y responde: superando la distinción entre la actio divina y la nuestra; acercándonos orando a la participación, para que el sacrificio de Cristo se transforme en «nuestro sacrificio». Los distintos momentos de la celebración nos conducen a unir nuestras vidas a Él y, a través de Él, ser transformados «en el verdadero cuerpo de Cristo». En la participación así entendida, «el hacer queda en segundo plano» y debe subordinarse, de modo que se haga «visible que la oratio es lo esencial, y que su importancia reside en el hecho de dar paso a la acción de Dios». Desde esta prioridad de la acción divina a la que nos asociamos, la participación de los sacerdotes y de los laicos es idéntica, ya que todos somos introducidos en Cristo y en su actuar divino. Todas las demás acciones son secundarias, comparadas con esta. El modo de desenvolverse la celebración debe expresar que lo esencial es la irrupción de Dios: nosotros, por nuestra parte, salimos a su encuentro de forma humana, es decir, bajo la forma de la comunidad humana, de la corporeidad y de la historicidad 33. Por tanto, se subraya el primado de la acción principal y una sinergia orante con la acción de Dios, manifestada necesariamente en la forma litúrgica. Con estas premisas ciertos dilemas carecen de sentido; no hay separaciones excluyentes ni dialécticas: la participación externa (cantos, gestos, palabras) debe estar animada por la interna (adhesión a Dios Padre, unidos a Cristo), y ambas llamadas a la participación perfecta de íntima unión con la Trinidad: la recepción efectiva de la gracia o, en el caso de la Eucaristía, del mismo Autor de la gracia. La participación no busca protagonismos innecesarios. Esto implica una conversión externa de los que participan, mediante el recogimiento, el silencio y una «disciplina del cuerpo». Al mismo tiempo e inseparable de aque33.  Cf. J. Ratzinger, La fundamentación sacramental de la existencia cristiana, p. 151.

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lla, necesitamos una conversión interna mediante un examen de la propia vida y, «cuando sea necesario, la confesión sacramental», ya que solo «un corazón reconciliado con Dios permite la verdadera participación» 34. Sobre esa «disciplina del cuerpo» queremos ahora detenernos para colocar la corporalidad en su posición justa. La participación del cuerpo es algo más que «llevar o traer cosas» durante la celebración. Al implicar el cuerpo, implicamos nuestra vida cotidiana, lo entrenamos para vivir conforme a la voluntad de Dios y permanecer orientados a Cristo Resucitado. Estas afirmaciones requieren una explicación, que ganará en claridad si partimos de un ejemplo concreto: de uno de los gestos corporales en peligro de extinción en nuestras celebraciones litúrgicas: permanecer de rodillas 35. Demos una breve mirada a su historia. Aunque se trataba de una postura corporal inaceptable para Grecia y Roma 36 –indigna del hombre libre–, fue adoptada por el Antiguo Testamento y la cultura cristiana como fruto de una experiencia de Dios y de Cristo más profunda. Queremos fijarnos, tal como hace Ratzinger, en lo esencial de esta postura que vivimos en la Iglesia, es decir, en cuanto gesto cristiano y cristológico. Es un gesto que practicaban los cristianos porque se lo habían visto a Cristo, a Esteban en su martirio, a Pedro y Pablo 37. Les tuvo que llamar a la atención porque durante la vida pública presenciaron cómo algunos personajes 34. Benedicto XVI, Exh. apost. Sacramentum caritatis, 22.II.2007, n. 55. 35.  Cf. J. Ratzinger, Introducción al espíritu de la liturgia, en Obras completas, vol. XI, pp. 106-111; El problema de la estructura de la celebración litúrgica, en ibíd., pp. 293-294. 36.  Sobre la religión romana, cf. cap. 3 de A. Sánchez-Ostiz. [Nota del Editor]. 37.  Así lo presenta Lc 22, 41. Los demás evangelistas presentan la Oración en el huerto como una postración rostro en tierra. Para el resto de ref., respectivamente: Hch 7, 60; 9, 40; 20, 36.

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caían de rodillas ante Cristo y sus milagros 38. Una de las curaciones descritas con más detalle es aquella del ciego de nacimiento que narra san Juan (Jn 9, 1-38). El texto, siempre más teológico que los demás evangelios, enriquece nuestra reflexión, pues al milagro le sigue un camino progresivo hacia la fe en Jesús, primero considerado como un profeta (v. 17), después como un enviado de Dios (v. 33), y finalmente como Mesías tras su autorrevelación como «Hijo del hombre» 39: el ciego confiesa su fe con palabras y postrándose (v. 38). Algunas traducciones dicen «lo adoró» y otras «se postró», pero el verbo griego es siempre el mismo, proskynein, que está en la base del estar de rodillas. Hay reconocimiento y gesto, ya que no es posible separar el gesto corporal del significado espiritual: adoración y arrodillarse se funden en la misma palabra. Si los separásemos –nos previene Ratzinger– el gesto sería solo exterior y acabaría por perder el sentido. Si la actitud interior no se expresara corporalmente, se desvanecería, «porque la pura espiritualidad no responde al ser del hombre». Pero estar de rodillas es también un gesto cristológico, es decir, explica quién es Cristo y cuál es su obra. Para Ratzinger el texto más representativo de la teología del arrodillarse es el himno de la Carta a los Filipenses (2, 5-11) 40. Entre las Epístolas de la Cauti38. Como sucedió cuando Jesús caminó sobre las aguas (Mt 14, 33). Aquí el verbo griego es proskynein. En el caso de la curación del leproso (Mc 1, 40; 10, 17; Mt 17, 14; 27, 29) se usa el verbo gonypetein, que expresa más bien «una ferviente expresión corporal de la petición» y una gran confianza, pero no una adoración en sentido estricto. 39.  Es un título mesiánico propio del profeta Daniel y de la apocalíptica judía, con el que subraya su trascendencia divina: vendrá desde arriba, «desde las nubes del cielo». 40.  Así dice el himno: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los

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vidad, san Pablo se dirige a los fieles de Filipos en un tono íntimo y personal para exhortarles a la unidad y a la fidelidad, en medio de las persecuciones que sufren por parte de los paganos. El modelo para su conducta ha de ser Cristo humilde, del que el himno canta su obediencia y, entroncando con el Antiguo Testamento en perfecta unidad, expresa la oración de la Iglesia apostólica. A diferencia de Adán, que quiso ser como Dios, Cristo se despoja de su condición divina y se somete obedeciendo a una muerte de cruz: «Precisamente esta humildad, que proviene del amor, es lo verdaderamente divino y le otorga “el nombre sobre todo nombre”, “de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo […]”» 41. También resuena aquí el anuncio de Isaías 45, 23: «Lo juré por mí mismo […] ante mí se doblará toda rodilla». Asimismo, el texto está en continuidad con cuanto se afirma sobre el Siervo de Yahvé: será exaltado y enaltecido (Is 52, 13), porque previamente ha sufrido (Is 53, 1-11), y por ello será causa de asombro para las naciones (Is 52, 15) y víctima de propiciación e intercesor (Is 53, 11b-12). La Iglesia apostólica ha reconocido a Cristo en la cruz como el único Dios verdadero ante el que hay que doblar la rodilla, el único digno de recibir una adoración cósmica y universal 42. Podemos complementar el texto anterior con el relato de la oración en el huerto de los olivos, donde san Lucas dice que «[Jesús] demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: “¡Jesucristo es el Señor!”, para gloria de Dios Padre». La Iglesia, consciente de la importancia de esta confesión de fe, eleva su voz al Esposo crucificado y que retornará glorioso, en la Liturgia de las Horas, cuando celebra su oración vespertina. 41. J. Ratzinger, Introducción al espíritu de la liturgia, p. 110. 42.  Repetido por san Pablo en otros escritos: cf. Col 1, 19-20; Rm 14, 9.

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de rodillas, oraba» (Lc 22, 41). Nos encontramos en un momento de oración «ejemplar tanto en su gesto como en su contenido» que sigue introduciendo a Cristo en su Pasión. El gesto de rodillas junto a sus palabras es elocuente –asume la caída del hombre– y expresivo de la voluntad humana de Cristo que quiere unirse a la voluntad del Padre, realizando así el núcleo de nuestra redención. La fractura de Adán queda sanada por esta unificación de voluntades que es comunión con Dios. El amor a su Padre nos ayuda a entender que la «voluntad de Dios no es opuesta a la nuestra». El tono familiar con que le invoca –Abbà–, la unión de su voluntad que acepta el sacrificio inminente y el gesto: una imagen plástica de cómo somos redimidos y de cómo podemos convertirnos también nosotros, unidos a Cristo, en verdaderos adoradores del Padre. 5. Consideraciones finales En la Eucaristía, donde se hace presente el único sacrificio de nuestra redención, podemos hacernos contemporáneos de la entrega de Cristo al Padre. Esta participación adorante incluye nuestro corazón y nuestros gestos para unirnos a su entrega amorosa. Al final de estas líneas advertimos cómo culto, adoración y sacrificio están estrechamente relacionados, sin separación. Incidir en la adoración en la liturgia significa dar prioridad al fin de todo culto y de todo sacrificio: la íntima unión con Dios Uno y Trino. Los presupuestos de esta meta son claros y están bien fundados en la obra de Ratzinger. Nosotros hemos glosado su pensamiento quedándonos con lo esencial, con una doble finalidad. Primero, para aclarar los conceptos y establecer un puente entre la segunda y la tercera parte de este libro y, además, para iluminar la práctica, es decir, entender qué se espera de nosotros en ese encuentro de libertades que la celebración litúrgica hace posible: la libertad de Cristo,

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el Primogénito que hace presente su sí fiel al Padre, y la libertad del hombre, llamado a unirse a Cristo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Aquí está el alma de la participación activa y del culto espiritual. Esta toma de conciencia vivifica algunos gestos: no son automatismos rituales prescritos por los libros litúrgicos, sino manifestaciones de la interioridad del hombre que pone en acto su fe, su esperanza y su caridad. Las reverencias del sacerdote ante el altar –símbolo de Cristo– o cuando pronuncia el nombre de Jesús; la asamblea arrodillada y las genuflexiones pausadas del celebrante ante la Víctima presente en el altar; las miradas de todos a la Cruz o a las ostensiones del Cuerpo y la Sangre de Cristo 43…traducen la fe en acciones. A esta celebración adorante se les aplican con justicia las palabras del Concilio Vaticano II: las celebraciones sacramentales «no solo suponen la fe, también la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones; por eso se llaman sacramentos de la fe» 44. Bibliografía fundamental J. R atzinger, Introducción al espíritu de la liturgia, en Obras completas. Teología de la liturgia, vol. XI, BAC, Madrid 2012, pp. 3-166.

43.  Las ostensiones previstas son: en la Doxología («Por Cristo, con Él y en Él…»), después del Rito de la paz («Este es el Cordero de Dios…») o antes de recibir la Comunión («El Cuerpo de Cristo…»). 44. Cf. SC, n. 59a, texto conciliar recogido íntegramente en el CCE, n. 1123.

9 La epifanía del Misterio en el Oriente cristiano Manuel Nin, OSB 1

Sumario: 1. Introducción. 2. Vida sacramental y vida eclesial en el Oriente cristiano. 3. La liturgia en Oriente, como fuente de vida en el Espíritu Santo. 4. La Carta Orientale lumen (1995). 4.1. La liturgia y la confesión de la fe. 4.2. Palabra de Dios y Eucaristía. 4.3. El cristiano y la liturgia de la Iglesia. 5. Conclusión.

1. Introducción «Haznos hombres vivos, danos el Espíritu de Luz, para que conozcamos que Tú eres la Verdad, y Aquel a quien Tú has enviado, Jesucristo. Danos el Espíritu Santo para que podamos contar y exponer tus misterios inefables. Que hablen en nosotros y a través de nosotros el Señor Jesús y el Espíritu Santo…» 2.

1.  Manuel Nin es monje benedictino de la Abadía de Montserrat. Realizó estudios de liturgia, lengua latina, griega y siríaca en la escuela teológica de la abadía. Profesor en varias universidades y centros de Roma (Pontificio Istituto Liturgico Sant’Anselmo in Urbe, Pontificio Istituto Orientale y en la Università della Santa Croce), consultor de la Congregación para las Iglesias Orientales (desde 1994) y de la Oficina para las Celebraciones Litúrgicas del Romano Pontífice (desde 2013), actualmente es rector del Pontificio Colegio Griego de Roma. 2.  Anáfora de Serapión, cf. Hänggi-Pahl, Prex Eucharistica, Textus e variis liturgiis antiquioribus selecti, Éditions Universitaires, Fribourg 1968, p. 128.

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Este fragmento de la anáfora de Serapión de Alejandría, tomado de la oración antes del «sanctus» centra de alguna manera el argumento de estas páginas. El texto pide al Señor que nos haga «hombres vivos» por medio del Espíritu: ¿de qué forma o con qué medio el Señor nos hace hombres vivos? ¿Cómo puede el Espíritu hablar y alabar a través de nosotros? Para las Iglesias orientales, este don de vida, este convertirse en «hombres vivos o vivientes» tiene lugar a través de los sacramentos, y de modo especial en su celebración litúrgica. La liturgia es la fuente, el alma, el corazón de toda la vida de fe de una Iglesia, de toda su vida como comunidad reunida por el Espíritu en camino hacia el Señor. Es pues desde este punto de vista sacramental, litúrgico y sobre todo teológico, que propongo ver el tema «la epifanía del misterio en el Oriente Cristiano». Con este fin nos detendremos en algunas consideraciones sobre el lugar central que ocupa la vida litúrgica en las diversas tradiciones del Oriente cristiano 3. 2. Vida sacramental y vida eclesial en el Oriente cristiano El teólogo bizantino Nicolás Cabásilas (s. xiv) estructura su tratado La vida en Cristo a partir de la mistagogia sobre los sacramentos de la iniciación cristiana, añadiendo la consagración del 3.  Este argumento, considerándolo desde el lugar que ocupa el año litúrgico o la iconografía o la himnografía en diversas tradiciones cristianas orientales, lo hemos tratado también en otras publicaciones, cf. M. Nin, Tempo di Dio, tempo della Chiesa. L’anno liturgico bizantino, Marietti 1820, Milano 2011; Id., «Le liturgie orientali in Occidente», en Cristiani orientali e pastori latini, a cura di P. Gefaell, Giuffrè Ed., Milano 2012, pp. 379-405; Id., Il soffio dell’Oriente siriaco. L’anno liturgico siro occidentale, Libreria Editrice Vaticana, Vaticano 2013; Id., La voce dell’icona. Immagine teologica e poesia nell’oriente cristiano, Libreria Editrice Vaticana 2014.

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altar. La tradi­ción litúrgica de las Iglesias orientales ha designado con esta expre­sión, «sacramentos de la iniciación cristiana», a los tres sacramentos del bautismo, la crismación y la Eucaristía, recibidos por quien, a través de ellos, es configurado plenamente a Cristo e inserido en la vida de la gracia de la Iglesia 4. Los dos primeros sacramentos son con­feridos una única vez, porque constituyen el ser y el obrar cristianos; el tercero, administrado la primera vez como culmen de los otros dos, y a la vez como su fuente, es repetido como sacramento de vida para cada cristiano y para la misma Iglesia. Los tres sacramentos son conferidos tradicionalmente siguiendo este orden: el sacramento que da el ser cristiano (bautismo), el que concede la gracia para el obrar cristiano (confirmación), y finalmente el sacramento de la inserción plena en la Nueva Alianza mediante la acción de gracias (Eucaristía). Estos tres sacramentos están tan vinculados entre sí que no sería posible hacer una catequesis de uno sin tratar de los otros dos. Los rituales del bautismo han conservado por entero las diferentes partes de la celebración de los sacramentos de la iniciación: la administración del bautismo, el don del Espíritu Santo, y la comunión con los santos misterios del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, prerrogativa de los hijos de Dios. Estos tres sacramentos manifiestan y actúan un único acontecimiento de salvación; por medio de ellos, el ser humano, lavado y librado del pecado, renace como hijo de Dios, configurado a Cristo y lleno del Espíritu Santo. El bautismo incorpora sacramentalmente al cristiano a la muerte y resurreccion de Cristo, y a través de esta unión vital con Cristo mismo, el ser humano se dispone a la gracia de Dios para configurarse a Él, para vivir plenamente la vida que viene de Él. El culmen de este camino es la participación en la Eucaristía, en los santos dones 4.  M. Nin, «Los sacramentos de la iniciación cristiana en Oriente», Liturgia y Espiritualidad 41 (2010) 527-530.

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por los cuales el ser humano se asimila misteriosamente a Cristo mismo. Entre el bautismo y la Eucaristía, el cristiano recibe la crismación, la unción del Espíritu Santo. Los sacramentos de la iniciación cristiana son vistos y aceptados en Oriente como don de la gracia divina; el catecúmeno, recibién­dolos, a su vez y en primer lugar, es recibido por Cristo mismo en su vida divina. El bautismo es el sacramento con el que cada fiel, por la triple inmersión en el agua santificada y por la invocación de la Santa Trinidad, es regenerado y transformado en una nueva criatura en Cristo, hecho miembro de su cuerpo que es la comunidad cris­tiana, la Iglesia. Triple y total inmersión para simbolizar la muerte y sepultura total del bautizando en Cristo, el Señor. En el bautismo, imitamos la sepultura del Señor en el sepulcro, en el agua que recibe al hombre antiguo para que salga el nuevo hombre. El bautismo como puerta de la vida sacramental, «a la vida en Cristo», viene subrayado por el mismo hecho de la conjunción –unidad estre­cha– entre bautismo, crismación y Eucaristía. Cirilo de Alejandría, en su comentario al Evangelio de Juan, afirma que los catecúmenos no participan de la mesa eucarística porque el Espíritu Santo aún no habita en ellos, aunque como catecúmenos ya hayan confesado la divinidad de Cristo; después de haber recibido el Espíritu Santo, podrán tocar al Señor. La crismación, la unción, realizada con el myron –el óleo consa­grado, en la tradición oriental– justo después del bautismo, significa la fuerza del Espíritu Santo sobre el nuevo bautizado. La crismación quiere significar la fuerza del Espíritu para la vida cristiana del neófito; don del Espíritu, coraza para el combate de la vida cristiana. Vinculada al bautismo desde el inicio, administrada después de él, para completar y confirmar los dones del Espíritu Santo sobre los fieles. Renacidos en Cristo, confirmados por la fuerza del Espíritu Santo, acogidos en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, con naturalidad, los nuevos bautizados se acercan o son llevados a la mesa de vida en la comunión con los santos dones del

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Cuerpo y la Sangre de Cristo, de los cuales la Iglesia es dispensadora en la celebración de la Divina Liturgia. Hoy, en continuidad con la gran tradición, la iniciación cris­tiana en la tradición de las Iglesias orientales se realiza a través de la unidad indisoluble de los tres sacramentos: bautismo, crismación y Eucaristía, independientemiente de la edad del catecúmeno, neonato o adulto. Se recibe esta iniciación cristiana después de una catequesis, una preparación que supone un conocimiento de los misterios de la fe cristiana y una disposición a la conversión en el bautismo de adul­tos. En el caso de los niños recién nacidos o que aún no tienen uso de razón, esta exigencia recae en sus padres y padrinos, y también sobre la Iglesia misma, que participa plenamente en el camino cristiano de los neófitos, alimentados, por medio de la comunión con los santos dones, en su vida en Cristo. Sumergiendo a los recién nacidos en la vida de Cristo, ungiéndolos con el sello del Espíritu Santo, admitién­dolos a la mesa de los santos dones, es la Iglesia misma quien participa en el camino cristiano de los neófitos. Esta dimensión eclesial y eclesiológica de los sacramentos y de su liturgia tiene en las Iglesias orientales un carácter vinculante entre la comunidad eclesial y cada uno de los bautizados. En el año 1977, uno de los mejores conocedores del Oriente cristiano, Jean Corbon (1924-2001) publicaba en francés su libro L’Église des arabes 5, en el que formulaba una pregunta acuciante: ¿cuál es la mejor manera de conocer y de vivir una Iglesia y en una Iglesia? Y daba tres respuestas. En primer lugar, conocer «la humanidad de Cristo» que toda Iglesia es, aquí y ahora, desde el punto de vista geográfico, sociológico y hasta lingüístico. En segundo lugar, familiarizarse con la historia particular de cada Iglesia; aquellas situaciones que la han configurado y moldeado a lo largo de los siglos. Por último,

5.  J. Corbon, L’Église des arabes, Cerf, Paris 20072.

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conocer la fe de esa Iglesia, es decir, de la Iglesia vista y vivida como misterio de fe, misterio de fe que integra a todos los fieles. 3. La liturgia en Oriente, como fuente de vida en el Espíritu Santo «A la Iglesia fue confiado el don de Dios, como el aliento de la criatura formada, de modo que todos los miembros, participando de él, sean vivificados; y en ella se colocó la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, prenda de la incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe, y la escala de nuestra ascensión hacia Dios. Porque donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia» 6. ¿Qué puede significar, para cualquier Iglesia cristiana, sea de tradición oriental u occidental, para hablar de un acercamiento litúrgico a la teología? Haría falta hablar de la estrecha relación, de la unidad que tiene lugar en cualquier Iglesia cristiana, entre la teología, la liturgia y la espiritualidad. Es en la liturgia donde la vida de la Iglesia se convierte plenamente en vida en Cristo, como señalaba Cabásilas. El Espíritu de Dios está presente en la comunidad que celebra su fe; san Ireneo lo indica claramente en el texto anterior. La celebración litúrgica es un momento esencialmente eclesial, el Espíritu Santo da vida a los hombres, haciéndoles el Cuerpo de Cristo; sin la celebración de la liturgia, la Palabra de Dios se convertiría en un simple recuerdo edificante y crear lazos de comunión y de caridad entre los bautizados sería un ideal inaccesible; le faltaría la epíclesis del Espíritu, que crea el verdadero acontecimiento salvífico en la comunidad de los creyentes. En la celebración litúrgica, 6.  Ireneo de Lyon, Contra las herejías, III,24, 1; cf. Sources Chrétiennes 211, Paris 1974, pp. 471-473.

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toda Iglesia cristiana vive la fe, la esperanza y la caridad; se convierte plenamente en el Cuerpo de Cristo. El misterio de Cristo no puede tomar cuerpo en cada uno de nosotros si no en su Cuerpo que es la Iglesia; donde la Iglesia celebra la liturgia, está el Espíritu del Cuerpo de Cristo 7. Para las Iglesias de Oriente, la liturgia es la fuente, el alma, el centro de toda su vida de fe, toda su vida a la comunidad reunida por el Espíritu, en camino al Señor; en la liturgia estas comunidades son penetradas por el Espíritu y a partir de su vida litúrgica tratan de dar respuesta a esta acción del Espíritu. Para conocer a fondo la vida espiritual de cualquier Iglesia se debe profundizar en su vida litúrgica: es a través de las fórmulas litúrgicas donde se manifiesta cual es la la confesión de fe de la Iglesia. Es en la liturgia donde se refleja la vida de comunión interna y externa de una Iglesia; en la liturgia la vida del creyente se coloca en la tradición de la Iglesia y en comunión con otras Iglesias; en la liturgia el creyente experimenta su pertenencia a un misterio de vida, que es un don. Aunque la diversidad de las tradiciones orientales es grande, tienen algo en común por encima de todo: la celebración de la liturgia eucarística y de la liturgia de las horas es el puerto en el que la vida de fe de esa Iglesia se celebra, se canta, se proclama, se vive. La liturgia de las diversas Iglesias cristianas nos confronta con el descubrimiento de la unidad entre la liturgia y la vida; unidad que se nos ofrece en la celebración, pero también debe ser descubierta y vivida; si la unidad no se descubre, se debe probablemente a la confusión entre la liturgia y su celebración: aunque la comunidad dirija sus esfuerzos hacia la celebración –sus formas, sus gestos, textos, canciones, la participación de todos– no puede olvidar que el misterio es lo central 8. 7. Cf. J. Corbon, Liturgia alla sorgente, Paoline, Roma 1983, pp. 104-105. 8.  Cf. íbid., pp. 20-21.

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4. La Carta apostólica Orientale lumen (1995) Desde Oriente y su sensibilidad hacia al misterio podemos aprender mucho. San Juan Pablo II supo reconocer esta riqueza en un documento que cumple ahora un aniversario: la Carta apostólica Orientale lumen (OL) de 1995. Su lectura y nuestro comentario, sobre todo los números 5 a 16, pueden ayudar al lector a entrar en esta sintonía. Consideraremos tres puntos: 1. Liturgia como lugar de la confesión y la celebración de la fe. 2. Relación entre Palabra y Eucaristía. 3. Los cristianos y la liturgia de la Iglesia. 4.1.  La liturgia y la confesión de la fe Cada tradición cristiana tiene su propia manera de acoger y vivir (celebrar) la fe en Jesucristo. La OL indica claramente esta diversidad en la vida y en la confesión de fe de las diferentes Iglesias, en tanto que han investigado la misma verdad revelada, el mismo misterio a partir de métodos y perspectivas diferentes. Todas las tradiciones cristianas se complementan en esta búsqueda: «La tradición oriental cristiana implica un modo de acoger, comprender y vivir la fe en el Señor Jesús. En este sentido, está muy cerca de la tradición cristiana de Occidente que nace y se alimenta de la misma fe. Con todo, se diferencia también de ella, legítima y admirablemente, puesto que el cristiano oriental tiene un modo propio de sentir y de comprender, y, por tanto, también un modo original de vivir su relación con el Salvador. Quiero aquí acercarme con respeto y reverencia al acto de adoración que expresan esas Iglesias, sin tratar de detenerme en algún punto teológico específico, surgido a lo largo de los siglos en oposición polémica durante el debate entre Occidentales y Orientales» 9.

9.  OL 5.

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Las tradiciones orientales cristianas destacan la participación de los cristianos en la naturaleza divina a través de la comunión con el misterio de la Santísima Trinidad, una comunión que se logra por medio de la liturgia 10. Esta comunión, de la que la liturgia es el lugar de su epifanía, se centra en el papel del Espíritu Santo en ella, que es el que santifica a la comunidad de los bautizados para convertirse en hogar de la Trinidad: «La participación en la vida trinitaria se realiza a través de la liturgia y, de modo especial, la Eucaristía, misterio de comunión con el cuerpo glorificado de Cristo, semilla de inmortalidad. En la divinización y sobre todo en los sacramentos la teología oriental atribuye un papel muy particular al Espíritu Santo: por el poder del Espíritu que habita en el hombre la deificación comienza ya en la tierra, la criatura es transfigurada y se inaugura el Reino de Dios» 11.

Esta deificación que comienza ya en la tierra, sobre todo a través de la acción del Espíritu en la liturgia, lleva a la comunidad a la santificación, es decir, el bautizado participa ya de la santidad del único Santo, Jesucristo; en este proceso de deificación, OL presenta el modelo de los mártires, de los santos y de la Madre de Dios, icono de la Iglesia y de la humanidad: «En este camino de divinización nos preceden aquellos a quienes la gracia y el esfuerzo por la senda del bien hizo “muy semejantes” a Cristo: los mártires y los santos. Y entre estos ocupa un lugar muy particular la Virgen María, de la que brotó el Vástago de Jesé (cfr. Is11, 1). Su figura no es solo la Madre que nos espera sino también la Purísima que –como realización de tantas prefiguraciones veterotestamentarias– es icono de la Iglesia, símbolo y anticipación de la

10.  Cf. OL 6. 11. Ibíd.

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humanidad transfigurada por la gracia, modelo y esperanza segura para cuantos avanzan hacia la Jerusalén del cielo» 12.

La liturgia es también el lugar donde se celebra el misterio del Dios celado, escondido, el misterio de la trascendencia divina. Como si las tradiciones orientales quisieran acentuar el realismo trinitario y su implicación en la vida sacramental, su fe en la unidad de la naturaleza divina, junto con la incognoscibilidad de la esencia de Dios. Los Padres orientales afirman siempre que es imposible saber lo que es Dios; solo se puede saber que Él existe y que se ha revelado en la historia de la salvación como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Así pues, en la celebración de la liturgia, todos los fieles del Oriente cristiano perciben de modo profundo el sentido del misterio 13. A menudo, los Padres de la Iglesia presentan la vida de un cristiano como marcada por una elección entre dos caminos: uno que conduce a la vida, y otro que conduce a la muerte. En el cristiano que eligió el camino que lleva a la vida, el Espíritu lleva a cumplimiento la economía de la salvación obrada por Cristo para la santificación de los fieles. En las Iglesias de Oriente el lugar de esta economía es la liturgia. En las diversas anáforas orientales, por ejemplo, encontramos siempre la alabanza de la Trinidad: al Padre que nos ha creado; al Hijo que nos redimió con su cruz, sepultura, resurrección, ascensión, el Reino a la derecha del Padre; al Espíritu Santo, que es invocado en la epíclesis sobre las ofrendas y también sobre los fieles para su santificación. En las liturgias cristianas se lleva a término todo el misterio de Cristo, desde su presencia eterna en el seno del Padre, y por medio de su encarnación, pasión, muerte, resurrección y ascensión al Padre, hasta la santificación de los fieles por medio 12. Ibíd. 13.  Cfr. OL 6-7.

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del Espíritu Santo. El Oriente cristiano, en sus liturgias, es rico en simbolismo y toda celebración litúrgica es un símbolo de toda la economía de Cristo 14. 4.2.  Palabra de Dios y Eucaristía Para los cristianos que han profesado la fe en Jesucristo, Él es el punto central de toda la creación; en los diversos escritos del Nuevo Testamento nos encontramos con esta centralidad de Cristo en el plan de Dios: Él es el Alfa y el Omega, el primero y el último, el primogénito de toda criatura 15. San Pablo insiste en esta centralidad sobre todo en relación con Dios Padre 16. Cada cristiano y toda la Iglesia como comunidad de fe y de alabanza a Dios, por lo tanto, encuentra en la Sagrada Escritura la fuente de donde obtener el alimento para su fe y su vida en el mundo. La tradición cristiana, especialmente la monástica, ha subrayado el vínculo indisoluble entre la Palabra de Dios y la vida cristiana. La Palabra de Dios ha sido y es leída por cada creyente y la comunidad reunida para la liturgia como la plena revelación de Dios, revelación de su gloria y la revelación de sus mandamientos 17. La Palabra de Dios, pues, es vista por la tradición cristiana como alimento para la fe y la vida de la Iglesia. Orígenes en sus homilías sugiere una estrecha relación entre la Palabra de Dios y la Eucaristía: para el gran Padre alejandrino, estas son dos encarnaciones del Verbo de Dios y, por lo tan14. Cf. M. Nin, «La dottrina dell’Eucaristia nei Padri Cappadoci», en L’Eucaristia nei Padri della Chiesa, Dizionario di spiritualità biblico‑patristica 20, a cura di S. A. Panimolle, Borla, Roma 1998, pp. 20-206. 15.  Cf. Ap 1, 8; 1, 17; Col 1, 15. 16.  Cf. 1Cor 15, 28. Cf. G. Brasó, Liturgia y espiritualidad, Montserrat, Barcelona 1956. 17. Cf. T. Spidlik, La spiritualité de l’Orient chrétien. Manuel systémati­que, Pontificium Institutum Orientalium Studiorum, Roma 1978, pp. 5 ss.

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to, la meditación de la Sagrada Escritura debe hacernos descubrir al Verbo de Dios, Jesucristo mismo, oculto en ella. Para vivir esta actitud de fe, casi eucarística, hacia la Sagrada Escritura, los Padres –sobre todo Orígenes– insisten en la vida de oración que el cristiano debe llevar a cabo antes y después de leer la Escritura. Orígenes insiste a menudo en que es el Espíritu quien guía esa lectura y, por lo tanto, la comprensión de la misma. También OL menciona esta lectura litúrgica de la Palabra: «Incluso cuando [el monje] canta con sus hermanos la oración que santifica el tiempo, continúa su asimilación de la Palabra. La riquísima iconografía litúrgica, de la que con razón se enorgullecen todas las Iglesias del Oriente cristiano, no es más que la continuación de la Palabra, leída, comprendida, asimilada y, por último, cantada: esos himnos son, en gran parte, sublimes paráfrasis del texto bíblico, filtradas y personalizadas mediante la experiencia de la persona y de la comunidad» 18.

La experiencia del encuentro con Cristo a través de la Palabra culmina en el encuentro sacramental en la eucaristía: «En el culmen de esta experiencia orante está la Eucaristía, la otra cumbre indisolublemente vinculada a la Palabra, en cuanto lugar en el que la Palabra se hace Carne y Sangre, experiencia celestial donde se hace nuevamente evento» 19. La eucaristía como el lugar donde la Palabra se encarna, lugar de la plena configuración con Cristo; la participación en sus santos Misterios nos hace consanguíneos suyos, lugar escatológico en cuanto anticipa la pertenencia a la Jerusalén celeste. En este contexto, la liturgia, ya para los Padres de los siglos iv-v, y para las diversas Iglesias orientales, se convierte en el lugar por excelencia de la mistagogía, es decir, del camino de introducción al 18.  OL 10. 19. Ibíd.

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misterio del amor de Dios manifestado en Cristo. La mistagogía y las homilías y tratados de los Padres son textos que surgen en torno a los sacramentos y a la liturgia; la liturgia es el lugar donde los Padres en su catequesis enseñan a los cristianos, les explican su fe –el símbolo, el credo–, les enseñan a orar con la oración del Señor –el Padrenuestro–. La catequesis de los Padres, por lo tanto, está estrechamente unida a la celebración litúrgica de los sacramentos 20. 4.3.  El cristiano y la liturgia de la Iglesia Toda la liturgia tiene lugar por medio de acciones simbólicas; toda la celebración de la liturgia, a través de la acción del Espíritu se convierte en una transfiguración del Cuerpo de Cristo, y el hombre entero, cuerpo y alma, debe sentirse integrado en él. Toda la liturgia se convierte en una unidad de fe, de intercesión, de doxología, en la armonía y la unidad de todo el hombre, de toda la Iglesia 21. OL destaca especialmente la participación activa en la liturgia de todo el hombre y de todo el cosmos, del cual Cristo es la luz y el Señor; la liturgia se presenta como lugar de plena deificación del hombre y la creación: «En la experiencia litúrgica, Cristo Señor es la luz que ilumina el camino y revela la transparencia del cosmos, precisamente como en la Escritura. Los acontecimientos del pasado encuentran en Cristo significado y plenitud, y la creación se revela como lo que es: un conjunto de rasgos que únicamente en la liturgia encuentran su

20.  Cf. las Catequesis mistagógicas de Cirilo de Jerusalén; las Homilías mistagógicas de Teodoro de Mopsuestia; las Homilías catequéticas de Juan Crisóstomo; las Homilías de Ambrosio de Milán y de Agustín, entre otros muchos. Cf. M. Jourjon, «Catéchèse et liturgie chez les Pères», La Maison-Dieu 140 (1979) 41-49. 21. Cf. J. Corbon, Liturgia alla sorgente, Roma, Paoline 1983, p. 108.

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plenitud, su destino completo. Por eso, la liturgia es el cielo en la tierra y en ella el Verbo que asumió la carne penetra la materia con una potencialidad salvífica que se manifiesta de forma plena en los sacramentos: allí la creación comunica a cada uno la potencia que le ha otorgado Cristo» 22.

En la liturgia, por tanto, la creación encuentra su sentido pleno, la creación se ve permeada por Cristo, y de ello fluye la naturaleza sacramental de la Iglesia. En este punto, OL introduce un aspecto esencial de la liturgia de las Iglesias de Oriente: la estética y la belleza de la liturgia: «En este marco la oración litúrgica en Oriente muestra gran capacidad para implicar a la persona humana en su totalidad: el Misterio es cantado en la sublimidad de su contenido, pero también en el calor de los sentimientos que suscita en el corazón de la humanidad salvada. En la acción sagrada también la corporeidad está convocada a la alabanza, y la belleza, que en Oriente es uno de los nombres con que más frecuentemente se suele expresar la divina armonía y el modelo de la humanidad transfigurada, se muestra por doquier: en las formas del templo, en los sonidos, en los colores, en las luces y en los perfumes. La larga duración de las celebraciones, las continuas invocaciones, todo expresa un progresivo ensimismarse en el misterio celebrado con toda la persona. Y así la plegaria de la Iglesia se transforma ya en participación en la liturgia celeste, anticipo de la bienaventuranza final» 23.

5. Conclusión Al inicio de este estudio, hemos hablado de teología litúrgica, de la unidad entre la teología y la liturgia. Hemos tratado de pre22.  OL 11. 23. Ibíd.

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sentar la liturgia como un marco, como un lugar donde la Palabra de Dios es proclamada, donde se profesa la fe de la Iglesia, donde los Padres han situado su cátedra mistagógica. La Iglesia expresa su fe por medio de la celebración y de los textos litúrgicos, de una manera especial la anáfora; a través de la liturgia, la Iglesia, anuncia el misterio de la fe que ella misma ha recibido. Esta realidad ha sido conservada y desarrollada en las Iglesias orientales a través de los textos y los rituales de sus liturgias 24. La liturgia en Oriente como fuente de vida espiritual, como manifestación del Misterio. Porque la liturgia es el lugar central donde se confiesa la fe, a partir de la proclamación de la Palabra y la invocación del Espíritu. Porque es el lugar en el que esta Palabra proclamada y esta fe confesada se meditan, se ora y se convierte en una unidad en la vida de la Iglesia y de cada creyente. Porque es el lugar en el que esta Palabra meditada, orada, esta fe confesada, se convierte en alabanza a Dios por parte de la Iglesia, por parte de todos los cristianos.

24. Cf. I.-H. Dalmais, «Quelques grands thèmes théologiques des anaphores orientales», en AA.VV., Eucharisties d’Orient et d’Occident, Cerf, París 1970, pp. 179-195.

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Sumario: 1. Culto en los cuatro primeros siglos. 2. Ámbito romano. 3. Culto en el ámbito gótico: galicano e hispano. 4. Gestualidad latréutico-eucarística. 5. Las controversias eucarísticas.

El culto eucarístico –al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo– ha sido siempre el centro de la vida de la Iglesia. Es el reconocimiento y la acogida del don de Dios; don que se hace permanente para la vida del mundo. Es la misma entrega de Cristo, su oblación, la que la Iglesia actualiza como memorial por la fuerza del Espíritu, en obediencia al mandato del Maestro, dando gracias al Padre. Si en el primer milenio la celebración de la eucaristía ha sido el centro, a partir del segundo encontraremos el desarrollo de un culto a la Eucaristía a partir de la misma actio litúrgica. Por ser el sacramento del mismo Señor, mysterium fidei, la Iglesia lo adora

1. Doctor en Sagrada Liturgia en el Pontificio Istituto Liturgico Sant’Anselmo in Urbe. Coordinador del Bienio de Liturgia en la Facultad de Teología de la Universidad Eclesiástica San Dámaso (Madrid). Canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Santa María la Real de la Almudena (Madrid). Entre sus temas de investigación destaca el estudio sobre el rito Gotho-Hispano.

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con culto de latría, ya que es la misma adorable presencia del Señor Jesús, el Santo de los santos. Ahora bien, este culto que se irá concretando en distintas manifestaciones –con la reserva, visitas, traslados, gestualidad– ya lo podemos encontrar incoado desde antiguo. No son muchas las fuentes para Occidente, pero de los pocos datos que la historia nos aporta, podemos ofrecer un sencillo panorama donde la presencia del Señor en las especies eucarísticas ha sido reconocida y cuidada 2. En síntesis, todo apunta en este breve recorrido a un culto relacionado con la comunión. Se hace patente cómo el sacramento fue instituido por el mismo Señor como alimento para la vida del mundo 3. I. Culto en los cuatro primeros siglos Cuando hablamos de culto, lo hacemos en sentido amplio: como reconocimiento y profesión de fe en la presencia de Cristo en la celebración de los sagrados misterios y fuera de ella. Como acabamos de indicar, en el primer milenio occidental tendríamos que hablar de «culto eucarístico», o lo que es lo mismo, de la actio celebrativa y de la reserva con vistas a la comunión de los ausentes o para el viático. Si el centro del culto es la celebración, su ápice es la anáfora eucarística 4. Será el segundo milenio, en Occidente, donde se desarrollará lo que llamamos actualmente el «culto a la Eucaristía» 5. 2.  Sobre el cuidado y la reserva de las especies eucarísticas: cf. capítulo 15 de A. Lameri, Adoración y reserva eucarística. [Nota del Editor]. 3.  Cf. Jn 6, 51. 4.  Cf. L. Maldonado, La plegaria eucarística. Estudio de teología bíblica y litúrgica sobre la misa, BAC, Madrid 1967. 5.  Cf. C. González, La adoración eucarística. Apuntes para una teología litúrgica, Ed. Paulinas, Madrid 1992.

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Basten unas breves indicaciones sobre esta primera época donde el culto de los cristianos trazará unas líneas fundamentales para el futuro. En Occidente, el culto eucarístico –en somera pero exquisita descripción– está testimoniado por Justino en su Apologia (67, 3.7). El domingo, como día eucarístico, la proclamación de la Palabra, el gesto de la paz, la aclamación Amén como corolario de la Plegaria anafórica de acción de gracias del ministro, y la comunión a los ausentes por parte de los diáconos aparecen como los grandes rasgos de la celebración eucarística que marcarán su futuro. Mediado el s. III –durante la persecución imperial– la comunidad romana está ya organizada para el culto eucarístico con una veintena de edificios donde celebra los sagrados misterios, diseminados en siete regiones con sus siete diáconos y una cuarentena de presbíteros y una cifra semejante de acólitos 6. El culto al Señor Jesús recibirá un acento interesante en el s. IV con la organización y difusión del culto a los mártires 7. Será entonces cuando –con la libertad imperial de cultos 8– comenzará a desarrollarse el culto cristiano, tanto en las grandes basílicas, como en los tituli o pequeñas iglesias de las diversas zonas populares de la Urbe. Esto dará origen al bien conocido culto estacional presidido por el Papa junto a la comunidad de los fieles del lugar. Nos han llegado algunas prácticas del culto eucarístico fuera de la celebración: la custodia del sacramento en los propios hogares para poder comulgar durante la semana cuando no había o no se podía asistir a la synaxis eucarística; el traslado de alguna partícula 6. Cf. Patrologia Latina (= PL), 3 765ss; Liber Pontificalis (= LP) I, 148,3. 7.  Nos referimos a la Depositio episcoporum, Depositio martyrum y al Martirologio jeronimiano. 8.  Hay interesantes consideraciones sobre esta época tras el Edicto de Milán (313) desde el punto de vista litúrgico en: A. Cattaneo, Storia del culto cristiano in Occidente. Note storiche, CLV-Edizioni liturgiche, Roma 1992, pp. 72ss. [Nota del Editor].

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del Pan consagrado durante los viajes; y, deposición en el ataúd o, incluso, en la misma boca del difunto 9. II. Ámbito romano a)  El «fermentum»: una expresión de fe en la presencia eucarística En la Roma del s. III, por poner solo el ejemplo de la Urbe aunque la situación era parecida en otras Iglesias, era materialmente imposible que toda la comunidad se reuniese en torno a su Obispo. La gran dispersión territorial requería signos concretos de unidad eclesial; ahí aparece la práctica del fermentum: el envío del Pan consagrado (sancta) desde la misa papal a las iglesias titulares donde los presbíteros presiden porciones de la comunidad de los fieles. Este término (fermentum) aparece como sinónimo de sacramentum para designar a la eucaristía. El Liber Pontificalis hablará –en el mismo sentido– de oblationes consecratas y los Ordines Romani (=OR) de sancta: siempre con un sentido de comunión eclesial y unidad del sacerdocio, por ser comunión con el Cuerpo del Señor. Este envío del Cuerpo del Señor supone la certeza de su presencia que, por medio de la comunión, realiza la unidad de la Iglesia. El testimonio del papa san Inocencio I en su carta a Decencio, obispo de Gubbio a comienzos del s.V es la mejor descripción que poseemos: Sobre el fermento que enviamos los domingos a los títulos, has querido consultarnos superfluamente, ya que todas nuestras iglesias están constituidas dentro de la ciudad. Los presbíteros de ellas, al no poder acudir a nuestra celebración por razón del pueblo a 9.  Cf. A. Olivar, El desarrollo del culto eucarístico fuera de la misa, Phase 135 (1983) 187-203.

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ellos confiado, reciben por eso a través de los acólitos el fermento consagrado por nosotros, para que no se crean separados de nuestra comunión precisamente en ese día. Lo cual creo que no hay que hacerlo en las iglesias fuera de la ciudad, porque los sacramentos no hay que llevarlos lejos (…)» 10. Cuando las partículas de pan consagrado por el obispo eran llevadas a las parroquias, los presbíteros signaban el cáliz, introducían estos fragmentos en la copa con vino (immixtio et consecratio) y así distribuían la comunión a los fieles 11. Esta costumbre de enviar hostias consagradas por el Obispo, con el tiempo y las diversas circunstancias, sobrepasará el domingo y hará prever nuevas costumbres (p.e. custodiar el pan consagrado hasta su consumo en la celebración presbiteral). Relacionado con esto existe otro testimonio en la misma celebración pontificia: cuando el Papa no podía presidir la misa estacional y debía ser reemplazado por otro Obispo, el subdiácono, antes de la comunión, llevaba al altar un trocito del fermentum que el Papa había consagrado en su misa anterior. Entonces el celebrante lo introducía en el cáliz haciendo tres veces la señal de la cruz (OR II, 6). En el marco de estas celebraciones del Sumo Pontífice, es posible conjeturar que existía en la basílica Lateranense un lugar donde se reservaba el Sacramento. Así lo expresa el Ordo Romanus I 10.  «De fermento quod die dominica per titulos mittimus, superflue nos consulere voluisti cum omnes ecclesias nostras intra civitatem sint constitutae, quarum presbyteri quia die ipsa propter plebem sibi creditum nobiscum convenire non possunt, idcirco fermentum a nobis confectum per acolythos accipiunt ut se a nostra communione maxime illa die non iudicent separatos. Quod per parrochias fieri debere non puto; quia nec longe portanda sunt sacramenta (. . .) «: Inocencio I, Carta a Decencio, obispo de Gubbio, V, 8, en Aa.Vv., Los santos Padres, maestros de la liturgia, Cuadernos Phase 48, Centre de Pastoral Litúrgica, Barcelona 1993, p. 10. 11. Esta inmixtio sigue presente en la celebración actual. Así lo explica la Ordenación General del Misal Romano, n. 83. [Nota del Editor].

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cuando indica que el Papa 12, al comienzo de la celebración, salutat Sancta 13. Por su parte el OR XVII, 5 especifica el objeto de ese saludo (el verbo salutat) con una expresión aún más neta: Ad altare primo adorat Sancta (n.4). Esta misma expresión (adorat) la aplicará Amalario de Metz (s. IX) al Obispo cuando describe la misa episcopal. Ambos Ordines Romani y el liturgista carolingio coinciden en la descripción: al inicio de la celebración se lleva ante el pontífice –mientras éste se dirige al altar– una capsa (caja) con la reserva eucarística. El subdiácono ostendit Sancta y el celebrante adora, antes de comenzar la misa, la misma partícula que luego introducirá en el cáliz cuando comulgue después. La reserva eucarística precedente –sumida en la misa celebrada– expresa la unidad y la continuidad del sacrificio en el tiempo. Este envío del fermentum suponía todo un desarrollo ritual (lex orandi) que expresa bien la fe eucarística (lex credendi): los panes consagrados en la misa papal eran llevados a las iglesias titulares por unos ministros especiales (mansionarios, acólitos o subdiáconos) 14, 12. Los Ordines Romani son libros litúrgicos que contienen las indicaciones de cómo se debía celebrar la liturgia, pero no los textos que han de decirse (que se encontraban en los Sacramentarios). Andrieu ha publicado una colección de cincuenta Ordines romanos que son anteriores al año mil. El Ordo Romanus I es una fuente antigua (s. VII) que contiene la descripción de la misa papal festiva, cuyos textos pueden servir para explicar la misa actual: cfr. A. G. Martimort, La iglesia en oración. Introducción a la liturgia, Herder, Barcelona 1967, pp. 329ss. [Nota del Editor]. 13.  «Et tunc duo acolyti tenentes capsas cum Sancta apertas, et subdiaconus sequens cum ipsis tenens manum suam in ore capsæ, ostendit Sancta Pontifici, vel Diacono qui præcesserit. Tunc inclinato capite Pontifex, vel Diaconus salutat Sancta, et contemplatur, ut si fuerit superabundans, præcipiat ut ponatur in conditorio» (OR I, 48). 14.  El papa san Dámaso en sus epigrammata describe al niño Tarsicio – acólito y mártir– con esta bella expresión: sanctum [Tarsicium] Christi Sacramenta gerentem.

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en unos recipientes específicos (corporales) o saquitos de tela (sacculos). Esta costumbre aparecida cuando los tituli se multiplican en Roma, que se hacía cada domingo en el s. V, irá paulatinamente disminuyendo y se reducirá a la fiesta de Pascua hasta desaparecer tras la época carolingia (s. VIII). Señalamos por último otro detalle significativo durante el rito de las ordenaciones. El Papa entregaba a los nuevos ordenados una serie de fracciones del Pan santísimo (sancta) para que comulgasen con el sacramento consagrado por él durante ocho o cuarenta días 15. Este rito –que mostraba la unidad de origen del sacerdocio de los nuevos ordenados con el ordenante– expresaba también la unidad en el sacramento de la presencia de Cristo Sacerdote. No tenemos noticias ni del lugar ni de la manera de su conservación, pero son testimonio de la fe. b)  Culto estacional Desde el siglo VI encontramos en la Urbe una liturgia estacional con sus consiguientes procesiones. Estas tenían lugar con gran solemnidad y concurso de pueblo –como describe el Liber Pontificalis­– con sus cánticos e himnos durante el trayecto, con asistencia de monjes y de clero, y presididas por el Papa tenens evangelia et crucem Domini. Gregorio Magno presidió alguna con un marcado carácter penitencial, a las que se denominó «letanías septiformes». De aquí viene la costumbre de la procesión o Letanía Mayor del 25 de abril; otras procesiones fijas correspondían las del 2 de febrero, al miércoles de ceniza, al Domingo de Ramos, al 25 de marzo, al 15 de agosto, al 8 de septiembre y, finalmente, al 1 de noviembre. En la del 15 de agosto, que fue la más tardía en Roma, 15.  Cf. OR XXXIV, 44; XXXVI,23; XXXIX, 25.

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el Papa –rodeado de clero y acompañado del pueblo– era precedido por los santos iconos (cf. LP II, 110). Tendremos que esperar a la mitad del s. X para encontrarnos en esta fiesta una procesión nocturna donde –además del icono de la Virgen– se llevaba el icono de Cristo sobre unas angarillas o palanquín. Aquí encontramos un elemento nuevo y muy significativo: la genuflexión de los fieles ante el icono del Señor (acheropita), con el canto del Kyrie eleison y Christe eleison trescientas veces. El gesto de la genuflexión, anteriormente de corte penitencial, se introduce en la liturgia como expresión latreútica o de adoración al Señor. Será el gesto que prevalecerá en el siguiente milenio. De estas procesiones penitenciales –en las que se participaba descalzo– y otras festivas, todas ellas al compás del canto de los salmos, poseemos detalladas descripciones: las siete cruces estacionales con candelas encendidas; las cruces que preceden a cada grupo que participaba en el trayecto (scholae) y, la que precede al Papa y que portaba un subdiácono, junto a dos o siete cirios encendidos y al incienso (cf. OR I, 46). Estos elementos que acompañan a la persona del Obispo de Roma eran restos del ceremonial de la corte imperial; es interesante cómo, con el andar del tiempo, estos signos de veneración se dedican primero al Evangelio y después al sacramento de la Eucaristía. Pero no adelantemos acontecimientos: en estas procesiones de las que venimos hablando nunca se menciona el traslado procesional del Santísimo Sacramento. Sí se difunde en el siglo IX la traslación de las reliquias de los santos: sanctorum reliquiis (cf. OR VIII, 20). Estamos en el comienzo de lo que posteriormente será la procesión con la Reserva eucarística.

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III. Culto en el ámbito gótico: galicano e hispano Un simbolismo particular se desarrollará en la liturgia galicana : se trata de las «torres eucarísticas». Con este nombre y esta forma nos referimos al cofre para trasladar el pan de la Eucaristía al altar (prolepsis), o el Pan ya eucaristizado «por ser considerada la torre el lugar de conservación de los mejores tesoros» 17. En ámbito hispano encontramos el interesante testimonio que ofrece el XVI Concilio de Toledo (693): prevé en su canon sexto que el Pan restante de la celebración pueda ser guardado fácilmente en un lugar pequeño (modico loculo) ya destinado para la reserva. Para ello existían en muchas iglesias visigóticas un pequeño tabernáculo de fábrica integrado en el testero donde se custodiaba el sacramento del Cuerpo del Señor en ricas arquetas (p.e. la de las Ágatas de Oviedo). Asimismo, la liturgia de Gotho-hispana, al consagrar nuevos altares introducía –además de las reliquias de los santos y de algunos granos de incienso– una partícula de la hostia en una oquedad horadada en la parte superior del pie del altar, que era cubierta con la piedra de la mensa. El mundo visigodo español, que perdurará entre los cristianos posteriores (mozárabes), nos ofrece así un doble ejemplo de culto al sacramento en cuyo estudio convendrá profundizar en otra ocasión. Y aquí una coincidencia: aquel gesto en la liturgia papal en Roma al inicio de la celebración lo describen ahora tanto el opús 16

16.  La liturgia galicana corresponde a un conjunto de tradiciones de culto surgidas durante el periodo en que la Galia era una provincia romana (s. VI-VIII), con claras influencias de Oriente y de Italia. Tenemos testimonios indirectos en las obras de Cesáreo de Arlés (+542) y de Martín de Tours (+594). Con el reinado de Carlomagno y la extensión de la liturgia romana estos usos galicanos tendieron a desaparecer. [Nota del Editor]. 17.  L. E. Díez Valladares, Acoger la Presencia. El culto eucarístico fuera de la Misa tras la reforma litúrgica del Vaticano II, Secretariado Trinitario, Salamanca 1998, 43.

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culo atribuido a san Germán de París en la Expositio Missae 18, como el historiador de la Galia, san Gregorio de Tours, en su De Gloria Martyrum (c. 85). En un contexto eucarístico encontramos una expresión que nos hará adentrarnos en la gestualidad: incurvati adorent Dominum. IV.  Gestualidad latreútico-eucarística Desde muy antiguo el reconocimiento de la presencia de Cristo en su Palabra era acogida con una postura particular: estar en pie. Se atribuye al papa Anastasio II (496-498) tal costumbre que expresa adoración a la presencia del Señor: venerabiliter curvi in conspectu evangelii stantes dominica verba intente audiant et fideliter adorent 19. La postura «de pie» con el cuerpo inclinado era, prácticamente, la que se observaba durante todo el desarrollo del culto en la iglesia. De hecho, estar en torno al altar se denominaba con la palabra circumstantes. Esta postura está bien testificada en las Consuetudines monasticae (=CM). Sin embargo, a finales del milenio encontramos que esta postura no es ya absoluta; también se contempla un gesto que hasta el momento era penitencial o epiclético: la genuflexión. El monasterio de Farfa (Italia) transcribe las costumbres cluniacenses introduciendo para la misa «privada» este gesto: ad canonem genua flectat vel stans oret (CM II, c. 22). Durante el canon anafórico se difundió – al menos en el 800– la prescripción de la inclinación: Incipit sacerdos canonem… presby­ teri et diaconi vel subdiaconi permanent inclinati 20. En efecto, algu-

18.  PL, LXXII, 92, 3. 19. Cf. Decretales Pseudo-Isidorianae: PL 161, 198. 20.  Cf. P. Browe, L’atteggiamento del corpo durante la messa, Ephemerides Liturgicae 50 (1936) 404.

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nos observaban la proskyneis durante la anáfora eucarística como una postración de todo el cuerpo en tierra. Amalario en su tratado De ecclesticis Officiis establece que tras el canto del Sanctus, por respeto a la majestad divina y a la presencia del Señor, todos se inclinen venerando scilicet maiestatem divinam et incarnationem Domini quae introducta sunt per cantum angelorum et turbarum, y así permanezcan hasta el Padrenuestro (De eccles. Offic., III, 22.23). El hecho de adorar con una inclinación fue preferida anteriormente por la tradición desde el canon XX del concilio de Nicea y su prohibición de realizar gestos penitenciales en los domingos, o durante el tiempo de Pascua. La genuflexión era considerada como un acto penitencial contrario al júbilo con que debe celebrarse el día de la resurrección del Señor. La alegría orante de los redimidos se expresaba con la postura en pie (stantes Deo orationes persolvere). Por lo tanto, cuando se va introduciendo paulatinamente la postura genibus flexis stare, no se hace tanto como expresión de reverencia y adoración, cuanto como gesto de humildad ante el misterio, ante el que nos vemos indignos a causa de nuestros pecados. Por esta razón en el Capitulare Monasticum del año 817 encontramos: Ut ad Missam «Sanctus» stantes et «Pater noster» genua flectentes dicant. Los autores que se adentran en el estudio de las anáforas eucarísticas piensan que tal inclinación estaba en relación con la epíclesis del Espíritu Santo y con el recogimiento con el que se recibía la presencia del solemne misterio que, ante el asombro de los ángeles, se actualiza en el altar 21. Como gesto, sin embargo, de auténtica veneración ante la reserva eucarística debemos señalar el empleo del incienso unido a la genuflexión. Encontramos un testimonio a comienzos del segundo milenio pero que, seguramente, recoge los usos de finales del mi21.  J. M. Sánchez Caro, – M. Pindado, La Gran Oración Eucarística. Textos de ayer y de hoy, La Muralla, Madrid 1969.

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lenio anterior. Los monjes de Canterbury –en cuyas constituciones había intervenido Lanfranco– reproducen cada Viernes santo, ante el sacramento, el mismo gesto que habían realizado al adorar el madero de la cruz en los Oficios de la Pasión del Señor. Tras la incensación del santísimo sacramento en la capilla donde había sido reservado el Jueves Santo, el diácono lo traslada al altar. A su paso los monjes deben adorarlo de rodillas. El mismo gesto de adoración encontraremos en la procesión del Viático: omnes flectant genua contra Dominicum corpus (Consuetudines farfenses II, 54). Probablemente nos encontramos ante las primeras reacciones por las controversias eucarísticas. V. Las controversias eucarísticas En la historia de la Iglesia ha sido una constante: también las herejías han arrojado una gran luz sobre los temas discutidos y han favorecido la ortodoxia. Parece que la Eucaristía no ha sido una excepción. En la Edad Media la reflexión sobre este sacramento se centró, entre otras cuestiones, en la índole de la presencia real de Cristo y en la relación entre el cuerpo histórico de Jesús, su cuerpo celeste y su cuerpo eucarístico. La primera gran controversia eucarística de la historia es del siglo IX y surge en la abadía benedictina de Corbie, en el nordeste francés, con Pascasio Radberto, abad (+865). Este es el autor del primer tratado completo sobre la Eucaristía: Liber de corpore et sanguine Domini. La cuestión que se plantea acerca de la identidad de Cristo en la Eucaristía era audaz: ¿se encuentra en el sacramento la «verdadera carne» de Cristo, es decir, «la que nació de María, padeció en la cruz y resucitó»? Su respuesta afirmativa se basa en que la presencia adorable de Cristo tiene lugar en virtud de una mutación interior del pan y del vino, que se convierten (trans-

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feratur) en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. La sustancia del pan y del vino se cambia (commutatur) de forma eficaz interiormente en la carne y la sangre de Cristo, de tal modo que después de la consagración se cree que está presente la verdadera carne y sangre de Cristo 22. Para el teólogo carolingio, en la Eucaristía se encuentra la vera et ipsa caro Christi que nació de María, pero in mysterio, spiritualiter. Sin embargo, este realismo y estas expresiones darán pie a reacciones contrarias, entre ellas, la de su discípulo Ratramno (+875). Para este hay una gran diferencia entre el cuerpo en el que padeció Cristo, y la sangre que derramó colgado de la cruz y este cuerpo, que, como misterio de la pasión de Cristo, es celebrado a diario por los fieles; y asimismo la sangre, que los fieles comulgan como misterio de aquella sangre con la que se redimió el mundo todo. Pues esta comida y esta bebida son el cuerpo y la sangre de Cristo no desde el punto de vista sensible, sino en cuanto espiritualmente suministran la sustancia de la vida 23. Las posturas de Pascasio y Ratramno pueden considerarse legítimas aunque con matices diferentes: aquel subraya la presencia más fisicista y este más espiritualista, aunque ninguno llegue a negar la otra perspectiva. El problema –como es sabido– vendrá cuando Berengario lea a Ratramno más radicalmente 24.

22.  Liber de corpore et sanguine Christi, 8,2: PL 120,1287. 23.  De corpore et sanguine Christi, 71: PL 121,155. 24.  De todos modos, con la obra de Berengario tuvo lugar una feliz coincidencia para la Teología sacramentaria: cuando éste intentaba justificar sus afirmaciones, recurrió a unas sentencias de san Agustín que con el paso del tiempo habían sido olvidadas. Quienes quisieron rebatir a Berengario (con su atenuación de la presencia real de Cristo en la eucaristía y, sobre todo, con la conversión sustancial) releyeron esos textos y retomaron la línea de reflexión de los sacramentos como signos sagrados. (cf. A. Miralles, Los sacramentos cristianos. Curso de Sacramentaria fundamental, Palabra, Madrid 2000, pp. 143ss. Nota del Editor).

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La controversia entre Pascasio y Ratramno se originó, en gran parte, por la falta de una terminología depurada. Ambos confiesan que en la Eucaristía Cristo está presente in mysterio, de forma invisible. Hay en el fondo una concepción diferente de la verdad del sacramento: para Pascasio, veritas es igual a realitas; para Ratramno, veritas es sólo aquello que se percibe con los sentidos. La debilidad de Ratramno reside en la conclusión: el cuerpo de Cristo en la Eucaristía es invisible, luego es otro y no el mismo de Palestina. Más exacta es la conclusión de Pascasio: es el mismo cuerpo, pero dado de forma diferente. Por ello, se le debe adoración. * * * Controversias eucarísticas, expresiones simbólicas hispanogalicanas, el culto estacional romano, el traslado o custodia de las sancta y la costumbre del fermentum: todo ello ha contribuido a profundizar en el Mysterium fidei que supera toda comprensión y que provoca siempre admiración.

11 La relación Kyrios-Ekklesía en perspectiva litúrgica Félix María Arocena 1

Sumario: 1. Introducción. 2. La Pascua en Cristo. 3. La Pascua en nosotros. 4. Los misterios de Cristo celebrados en su humanidad gloriosa. 5. El sagrado Banquete pascual. 6. El Kyrios en su condición de ofrenda eterna. 7. Conclusión abierta.

El tiempo de Pascua, en el marco del año litúrgico de la Iglesia, supone para el cristiano una invitación a explorar esa zona del misterio de Cristo constituida por los acontecimientos sucedidos durante los cuarenta días que precedieron a la Ascensión y que concluyen en la Pentecostés. A raíz de esos acontecimientos percibimos el nuevo modo de relacionarse con Cristo que fueron adquiriendo los Apóstoles y las santas mujeres. En efecto, que Jesús diga a María Magdalena: «No me toques», o que Tomás exclame: «¡Señor mío y Dios mío!», son expresiones que no pueden carecer de significado y nos dejan pensativos 2. 1.  Félix María Arocena es profesor agregado de Teología Litúrgica en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra y profesor visitante en la Facultad de Teología en la Universidad Eclesiástica San Dámaso (Madrid). Académico correspondiente de la Pontificia Academia de Teología (Roma). 2.  Jn 20, 17; Jn 20, 28.

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Tales expresiones sugieren una transformación en la manera de reaccionar ante ese Jesús que había muerto y ahora vive. Esas reacciones insinúan que ante el Señor, ahora resucitado, María Magdalena, Tomás, Pedro y los demás aprecian otra forma de existencia en Él, distinta de la que tenía antes. Sus relaciones con Él se ven necesariamente alteradas, se hacen, en cierto modo, distintas. Ya no es solo el Mesías, el Rabí, el hijo de María, el hijo del carpintero, sino que es, ante todo, «el Señor», el Kyrios. Las primeras comunidades cristianas no tardarán en transferir al Kyrios los atributos divinos de «Yahwéh», y, con el paso del tiempo, las imágenes románicas del Crucificado reflejarán la maiestas Domini. 1. Introducción En estas páginas pretendemos abordar esta cuestión situada en la frontera entre la teología litúrgica y la teología espiritual. No buscamos ser exhaustivos, sino que nos limitamos a dejar apuntadas algunas trazas, a modo de puntos de partida para una eventual monografía. Desde el principio es necesario evitar un posible malentendido. No se trata de establecer un hiato entre la existencia pre– y pospascual de Jesús, ni mucho menos disimular la importancia de sus sufrimientos y de su muerte, «desvirtuando de esta manera la Cruz de Cristo» 3. Contemporáneamente, resulta oportuno recordar que la Cruz no puede entenderse del todo si no es desde la perspectiva de la Resurrección y que el sacrificio de Cristo no se reduce solamente a la Pasión, sino que alcanza su perfección en la Resurrección y exaltación del Mediador. 4 El sacrificio de Cristo no 3.  1 Co 1, 17; Ga 6, 14. 4.  Cf. J. Lécouyer, El sacerdocio en el misterio de Cristo, San Esteban, Salamanca 1959, pp. 19-38; esp. p. 30: descendisti quippe in terram et factus es victima; ascendisti et factus es oblatio magna.

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se perfecciona sino en la Resurrección junto con el acceso a la vida gloriosa, siendo la Pasión su condición previa. Algo similar sucede con la inmolación de la víctima en el Yom Kippur 5: carecía de sentido si no tenía lugar la entrada solemne del pontífice en el Santo de los Santos. Por eso la Pascua del Señor consiste en un solo misterio cuyo inicio se sitúa en el Calvario y su conclusión en el cielo. Afirmado lo anterior, consideramos que el tránsito de Jesús de la muerte a la vida lleva consigo una nueva actitud espiritual para con él. A una nueva forma de presencia del Resucitado en la Iglesia corresponde una nueva forma de trato del bautizado con su Señor. Se trata de analizar los datos de que disponemos en la Escritura para configurar nuestra amistad con el Resucitado. De Él encontramos una descripción, casi podríamos decir fotográfica, en el Apocalipsis: «Un domingo fui arrebatado en espíritu y oí tras de mí una gran voz como de trompeta. Me volví para ver qué voz era la que me hablaba y, al volverme, vi siete candelabros de oro y, en medio de ellos, una figura como de Hijo de hombre, vestido de una túnica talar y ceñido el pecho con una banda de oro. Sus cabellos y su barba eran blancos como la blanca lana o como la nieve, sus ojos eran como llamas de fuego, sus pies parecían de metal precioso acrisolado en el horno y su voz era como el estruendo de muchas aguas. Tenía en su diestra siete estrellas y de su boca salía una aguda espada de dos filos; su semblante era como el sol cuando brilla con toda su fuerza. Así que lo vi, caí como muerto a sus pies» 6.

5.  En el calendario judío, el Yom Kippur (expiación) es la jornada de penitencia por antonomasia. Está fijada para el día 10 del mes tishri (septiembreoctubre). Contiene elementos muy antiguos, pero la fiesta misma parece preexílica. El sumo sacerdote, por medio de una práctica ritual, procura conseguir el perdón de todas las culpas y pecados, liberándose de las condenas anejas a las transgresiones de la Torah. De este modo podrá reemprender el camino de la comunión con Dios (Lv 16, 30). 6.  Ap 1, 10 ss.

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Los términos de esta descripción no resultan fáciles para la imaginación. El estilo propio del lenguaje apocalíptico hace que la imaginación caiga como muerta, al igual que el vidente. Nace de aquí una primera dificultad para incorporar a nuestra vida espiritual un perfil del Resucitado. En este sentido, no es extraño que esa presentación del Kyrios en el Apocalipsis, esa condición resucitada de Jesucristo haya cautivado a los artistas, conscientes del reto que comporta su figuración. Algunos de ellos, dotados de una aguda sensibilidad teológica, se han esforzado en plasmar, de algún modo, el señorío (kyriakè) del Resucitado. Es el caso, aunque no el único, de los mosaicos diseñados en el Centro Aletti bajo la dirección de Marko Iván Rupnik. Esos mosaicos muestran intuiciones que vale la pena destacar, como iremos viendo a lo largo de estas páginas. El mosaico que proponemos a continuación (figura 1 y figura 2) presenta al Kyrios en su condición gloriosa, expresada en el manto blanco entre incrustaciones doradas sobre fondo también intensamente dorado y blanco, con el costado abierto, simbolizado por un fuerte contraste entre un rojo y un oro vivísimos, portando las llagas en sus pies y en sus manos, ceñido el pecho con una «banda de oro» y advirtiendo a María Magdalena el noli me tangere! La escena acontece sobre «el jardín» de la resurrección, como puente que une dos orillas: la del jardín edénico y la del jardín escatológico 7. La elección de formas, símbolos y colores que ha hecho el artista nace en la cuna de su experiencia litúrgica de la Escritura 8. Todo el mosaico se pone al servicio de una expresión del Cristo pascual que resulte provechosa para una maduración en la fe cristológica de quien lo contempla.

7.  Cf. Ap 1, 13; Jn 20, 17; cf. Jn 20, 15. 8.  Este mosaico se encuentra en la iglesia de la Madonna della Via en Caltagirone (Cerdeña-Italia).

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2. La Pascua en Cristo Cristo, por el hecho mismo de ser hijo de Adán, o dicho de otro modo, por aceptar la forma de existencia humana, sin dejar de ser Dios, estaba sujeto a la muerte. A veces se puede olvidar que «la Vida» con mayúscula, o sea, la vida inmortal, la vida para siempre, es algo privativo de Dios. Lo afirma Jesús cuando dice: «Yo soy la Vida» 9. Lo es sobre todo cuando el sepulcro parece estallar al no poder contener tanta Vida: la Vida que le da el Padre por medio del Espíritu. A veces se piensa poco que fue precisamente la participación en esa Vida la que Adán y Eva perdieron con el pecado original: estaban destinados a no morir. En la alborada del domingo de Pascua, el Espíritu Santo, «dador de Vida», como lo designa el Símbolo Niceno-Constantinopolitano, el Pneuma vivificante irrumpe de tal forma en Cristo que le confiere la existencia definitiva, es decir, la vida no sujeta a la muerte, la vida eterna 10. Lo que provoca asombro en «la hora de Jesús» es el triunfo que Él obtiene sobre la carne –nuestra misma carne mortal a consecuencia del pecado–, elevándola a la condición de carne gloriosa y vivificante. 11 Un antiguo himno del tiempo de Pascua los expresa así: Tremunt videntes Angeli versam vicem mortalium; culpat caro, purgat caro, regnat caro Verbum Dei.

Los Ángeles se estremecen al ver en qué modo ha sido trocada la suerte de los mortales; la carne peca, pero también la Carne redime, pues el Verbo de Dios reina hecho Carne12.

  9.  Jn 14, 6. 10.  Misal Romano (1988), Ordinario de la Misa, n. 17. 11.  Cf. Jn 13, 1: «… la víspera de la fiesta de Pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre…».

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Dirijamos nuestra atención a los dos últimos versos que, con la concisión y sonoridad propia de los dímetros yámbicos, constituyen, diríamos, un cierto compendio de cristología en ocho palabras 13: a)  El Verbo de Dios reina hecho carne (regnat caro Verbum Dei): el vencedor del pecado nos ha precedido a lo más alto del cielo con una carne como la nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la esperanza de seguirle y compartir su victoria con Él. La estrofa del poema canta el triunfo de nuestra carne, pues un fragmento del universo –la humanidad gloriosa de Cristo– vive ahora en Dios. La Vida es la que brota de esa existencia inmortal del Kyrios. De ahí que Tertuliano llegue a afirmar: caro cardo salutis 14. b)  La carne redime (purgat caro): aquí, el campo semántico del verbo purgare admite los significados de purificar y curar. Dentro de ese campo, traducir purgat caro por «la carne redime» es un modo de presentar los «sacramentos pascuales» –el Bautismo, la Crismación y, de modo culminante, la Eucaristía– como «contactos vicarios» con la carne vivificante del Resucitado 15. A través de  12

12.  Liturgia Horarum, Hymnus Æterne Rex altissime ad Officium lectionis in sollemnitate Ascensionis Domini. 13.  Cf. D. Norberg, Introducción a l’étude de la versification latine médiévale, Almquist-Wiksell, Upsala 1958, pp. 87 ss. 14. Cf. Tertuliano de Cartago, De resurrectione carnis 6, en CCL 2, 931. 15.  Para referirse a este contacto salvífico, la lex orandi romana emplea preferentemente el verbo contingo. Este verbo, en sus diversos morfemas, consta cinco veces en el Misal Romano (cf. M. Sodi – A. Toniolo, Concordantia et Indices Missalis Romani – Editio typica tertia, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2002, pp. 415-416). Aquí, el adjetivo «vicario» significa el modo mistérico-sacramental de darse el contacto, el cual substituye al físico sin perder realidad objetiva.Y hablar de sacramento después del Catecismo (1992) implica anuncio, presencia y comunicación.

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esos contactos, que acontecen en el seno de la celebración litúrgica, la Iglesia recibe y acoge la Vida del Kyrios. 3. La Pascua en nosotros La existencia en nuestra carne mortal no es verdadera Vida, sino muerte. La vida verdadera es «privativa de Dios», como ya hemos dicho. Los hombres se instalan en esa Vida –en su trascendencia y santidad–, en la medida en que participan de la hermosa victoria pascual del Salvador, que la celebración litúrgica hace presente. En efecto, en la liturgia del santo Triduo pascual, el cristiano, dotado del soplo que recibió Adán para ser un viviente, recibe el soplo que Cristo emitió desde el madero de la Cruz. Las exhalaciones divinas «toman cuerpo» en la celebración de la Iglesia. No se piense que esta afirmación es una explosión de entusiasmo, ni menos aún un destello de retórica ornamental; por el contrario, es consecuencia de la performatividad propia del anuncio litúrgico de la Palabra de Dios. Para la comunidad reunida en el Triduo pascual, la proclamación del relato de la creación del primer Adán en el Sábado Santo así como el relato de la Pasión del segundo Adán en el Viernes Santo, en cuanto gran liturgia de la palabra de una única celebración, no son mero anuncio, sino evento de gracia. La proclamación de la palabra, que hace Cristo, junto con la actualización de esa misma palabra, que realiza el Espíritu, son encarnación −aquí y ahora− de la «misión conjunta» que convierte el anuncio en acontecimiento de salvación para la asamblea santa 16. 16.  Cf. CCE, n. 689. Suponemos conocida la teología relativa a la sacramentalidad inherente al anuncio de la palabra (dabar) celebrada por la Iglesia desde el ambón; especialmente los contenidos de teología litúrgica presentes en Ordo lectionum Missæ, Prænotanda 3: «… en las distintas celebraciones y en las diversas asambleas de fieles que participan en dichas celebraciones,

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El cristiano pasa entonces de una creación a la nueva creación. Este es el tránsito que realiza quien participa en la celebración del santo Triduo pascual; tránsito que es punto de arranque para la configuración de nuestra relación con respecto al Cristo pascual. Configuración, acabamos de decir: con este sustantivo nos referimos a que ya no se contempla a Cristo desde una perspectiva meramente terrena, sino que se le trata como aprendieron a hacerlo María Magdalena, Pedro, Tomás… Ya no es solo el hijo de María, el hijo del carpintero…, sino que, sin dejar de ser eso, es, ante todo, «el Señor». Así es como se lo experimenta en la liturgia. Pensemos, por ejemplo, en las palabras y gestos del sacerdote cuando prepara el cirio pascual en la Noche santa de Pascua 17: Cristo es «principio y fin, alfa y omega, suyo es el tiempo y la eternidad. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Por sus

se expresan de modo admirable los múltiples tesoros de la única palabra de Dios, ya sea en el transcurso del año litúrgico, en el que se recuerda el misterio de Cristo en su desarrollo, ya en la celebración de los sacramentos y sacramentales de la Iglesia, o en la respuesta de cada fiel a la acción interna del Espíritu Santo, ya que entonces la misma celebración litúrgica, que se sostiene y se apoya principalmente en la palabra de Dios, se convierte en un acontecimiento nuevo y enriquece esta palabra con una nueva interpretación y una nueva eficacia. De este modo, en la liturgia, la Iglesia sigue fielmente el mismo sistema que usó Cristo en la lectura e interpretación de las sagradas Escrituras, puesto que Él exhorta a profundizar el conjunto de las Escrituras partiendo del «hoy» de su acontecimiento personal (cf. Lc 4, 16-21; 24, 2535. 44-49)». Para una exposición más amplia en torno a esta cuestión, cf. F. M. Arocena, La celebración de la Palabra – Teología y pastoral, CPL, Barcelona 2005. 17.  El lenguaje gestual, cuya explicación no es posible tratar en este momento, se compone de cinco verbos que expresan las respectivas acciones: grabar, trazar, hacer incisiones, incrustar. Cf. A. Berlanga, «Per sua sancta vulnera gloriosa». La soteriología de las llagas de Cristo en la liturgia romana, en D. Medeiros (A cura di), Sacrificium et canticum laudis. Parola, Eucaristia, Liturgia delle ore, Vita della Chiesa, LEV, Città del Vaticano 2015, pp. 419 ss.

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Llagas santas y gloriosas, nos proteja y nos guarde Jesucristo nuestro Señor. Amén» 18.

Se trata de un lenguaje verbal y gestual que, a la vez que declara la fe de la Iglesia, conlleva una determinada visión de Cristo. Un Cristo que porta sus cicatrices, que es señor del tiempo (Chronokrator), que dirige el curso de la historia y es dueño de la eternidad. El rito mismo –palabras y gestos– nos invita a pasar de la historia al misterio a través del sacramento como lugar de encuentro con el Resucitado; nos invita a dar el paso de la apoyatura en la parábola o el milagro a la inmersión en el sacramento. Para redescubrir esta «inmersión en el sacramento» contamos, de nuevo, con la ayuda del artista, con su inteligencia teologal y su intuición estética. Veamos cómo ha procedido en una de las paredes de la capilla Redemptoris Mater 19. En esa pared se ha inscrito al Resucitado en una elipse azul, tal y como se le pinta en los iconos de la Ascensión. Pero Marko Iván Rupnik añade un sugestivo detalle: una orla de su vestido traspasa el círculo azul en su parte inferior. ¿Qué se pretende indicar? (figura 3 y figura 4). Ese extremo del manto evoca el pasaje de la hemorroísa: al tocar el extremo del manto de Jesús la mujer se curó gracias a «la

18.  Misal Romano (1988), Vigilia pascual, Preparación del cirio. 19.  La Capilla Redemptoris Mater es uno de los espacios litúrgicos del Palacio Apostólico al servicio de la liturgia papal. Fue inaugurada por el beato Juan Pablo II el 14 de noviembre de 1999, casi en la vigilia del Gran Jubileo del año 2000. El mosaico muestra a Cristo sentado, bendiciendo con su mano derecha –Él es para nosotros la máxima bendición del Padre, «el Bendito», y portando en la mano izquierda el libro enrollado –Él lo toma de su Padre porque ninguno, salvo Él, puede tomarlo y abrir sus sellos (cf. Ap 5); solo Jesús escribe y descifra la historia, pues fuera de su Pascua todo es absurdo. El color de su vestido se refleja en el manto exterior de los apóstoles, que en la unidad del mismo color hacen alusión al misterio del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

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fuerza que había salido de él» 20. En el hoy de la Iglesia, el camino por el que recibimos la nueva vida en Cristo no se realiza de un modo especulativo, sino de una manera dinámica y vital. Aquí la pregunta oportuna sería: actualmente ¿es posible experimentar aquella misma fuerza terapéutica que provenía del Médico de los cuerpos y de las almas? La respuesta es afirmativa. La salvación de Dios, realizada una vez por todas por Cristo Jesús en el Espíritu, se hace presente en las acciones sagradas de la liturgia 21. Las celebraciones litúrgicas son el ámbito sacramental donde acontece el contacto salvífico entre el Resucitado y su Esposa, la Iglesia. Por eso, en el código figurativo del mosaico, presentar el extremo del manto en el exterior de la elipse celeste es un modo de significar la economía sacramental: en el hoy de la Iglesia, la dispensación del Misterio se realiza conforme al régimen de los símbolos cristianos; o, por decirlo brevemente, en el presente y hasta la consumación de este tiempo mortal, la oikonomía es leitourgía. 4. Los misterios de Cristo celebrados en su humanidad gloriosa

Pero volvamos al hilo cristológico de nuestro discurso. Acabamos de decir que el Cristo pascual ya no es simplemente el hijo de María, el hijo del carpintero…, sino que, «sin dejar de ser eso», es, ante todo, el Señor. Pero ¿qué queremos decir con «sin dejar de ser eso»? Se abre aquí un capítulo importante en torno a la cuestión que estamos tratando. El Cristo pascual es el Verbo Unigénito de Dios encarnado cuya naturaleza humana ha sido glorificada a la diestra de Dios. Pero, con ello, no se ha separado de los acontecimientos vividos en 20.  Cf. Mc 5, 25 ss. 21.  CCE, n. 15.

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su condición terrena: su nacimiento, su infancia, su adolescencia, su juventud…; no se ha desentendido de sus misterios: encarnación, nacimiento, epifanía, transfiguración, pasión, resurrección, ascensión… Sabemos que los acta et passa Christi ocupan un lugar destacado en el pensamiento de Tomás de Aquino. El Doctor Angélico contempla esos misterios como celebrados en la humanidad gloriosa del Kyrios, estando todos ellos copresentes ante el rostro del Padre 22. Son eventos salvíficos históricos y, a la vez, metahistóricos; sucedidos en un tiempo histórico determinado y, a la vez, eventos perennes porque viven el hoy divino del Kyrios, celebrados en su humanidad gloriosa. El Doctor Angélico explica que esa presencia de la naturaleza humana de Jesús, que Él ha introducido en el cielo, es ya, por sí misma, una intercesión ante el Padre en favor nuestro 23. ¿Por qué? En el misterio de su Ascensión, Cristo se convierte en anámnesis perenne para el Padre ante cuyo rostro presenta sus llagas gloriosas. En esa eterna anámnesis, el Padre recuerda el misterio pascual de amor, que ha actuado la redención, y contempla a su Hijo, que ha regresado de su éxodo –mirantibus Angelis– como Sacerdote. Y esa eterna anámnesis se dilata en forma de epíclesis sobre el mundo donde el Kyrios, «asegura la perenne efusión del Espíritu» 24. El «trabajo» de Cristo en su Ascensión 22. Cf. Tomás de Aquino, In Romanos, cap. 8, lect. 7: «… alio modo interpellat pro nobis “humanitatem pro nobis assumptam et mysteria in ea celebrata” conspectui paterno repræsentando» (el entrecomillado es nuestro). 23. Cf. Id., Summa Theologica, III, q. 57, a. 6; cf. J. P. Torrell, Le Christi en ses Mystères – La vie et l’œuvre de Jésus selon saint Thomas d’Aquin, vol. II, Desclée, Paris 1999, pp. 666-667. 24.  Cf. J. Corbon, Liturgia fontal, Palabra, Madrid 20092, pp. 61 ss.; cf. Misal Romano (1988), Prefacio para después de la Ascensión: «[Cristo] habiendo entrado una vez para siempre en el santuario del cielo, ahora intercede por nosotros, como “mediador que asegura la perenne efusión del Espíritu”» (el entrecomillado es nuestro).

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es derramar el Espíritu en el corazón de los hombres para atraerlos hacia sí 25. La Iglesia accede a los misterios de Cristo celebrándolos en las respectivas conmemoraciones del Año litúrgico. Y, así, en Navidad adoramos al Niño, en el Viernes Santo adoramos y besamos la santa Cruz, en Pascua cantamos la gloria del Resucitado… Empobreceríamos el significado de la liturgia si la adoración navideña, por ejemplo, consistiera en un mero recuerdo y no, más bien, en el reconocimiento de que el Verbo de Dios ha sido Niño y, por eso, es y será ya Niño para siempre. Los misterios de Cristo escapan «a ser devorados por el pasado», como dice literalmente la versión típica del Catecismo, porque son actos cuyo sujeto es la segunda Hipóstasis y la única posibilidad que tienen los actos humanos de hacerse perennes es cuando su sujeto es eterno 26. Este es el caso de Cristo. 5. El sagrado Banquete pascual A partir del segundo jueves de Pascua y a lo largo de un intervalo de ocho días consecutivos, la liturgia proclama desde el ambón el discurso del Pan de vida. Esta dilatada proclamación ¿responde a una casualidad? No; existe un nexo que pone en sintonía el banquete eucarístico con el mensaje primordial del tiempo pascual: la vida nueva. Ese nexo lo encontramos en el cuarto Evangelio: «… igual que el Padre […] vive y yo vivo por el Padre, así, quien me come vivirá por mí» 27. Nadie se habría atrevido a enunciar esta 25.  Cf. Jn 5, 17: «… mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo». 26.  CCE, n. 1085: «… todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte». 27.  Jn 6, 57.

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comparación. Esas palabras de Jesús significan que, siendo su comunión con el Padre una realidad vital, misteriosa y profunda, así también desea que sea la de quienes le reciben y le comen. La participación en su vida se realiza en virtud de la acción transformante del sacramento eucarístico. La intercomunicación entre el Kyrios y los cristianos se da por medio de la Eucaristía. Esta es la razón por la cual la Eucaristía es el sacramento pascual por antonomasia. Gracias al misterio eucarístico, la Vida nueva es un «ya» sacramentalmente acontecido en la vida del bautizado y, al mismo tiempo, un «ya» tensionado hacia su definitivo cumplimiento. En otros lugares del Evangelio apreciamos que las distintas comidas que hace el Resucitado indican que un modo de reconocerle será, en adelante, en medio de la fracción del Pan. De hecho, sorprende que Pedro apoye la prueba de la nueva convivencia con el Resucitado en el hecho de «haber comido con él» 28. Cuando Lucas, al principio de los Hechos de los Apóstoles, describe ese «comer juntos» de Jesús con los suyos –«mientras estaba a la mesa con ellos…»–, utiliza el término griego synalizómenos, que etimológicamente significa «comer con ellos la sal» 29. Esta forma verbal solo se encuentra en este lugar en todo el Nuevo Testamento; es un hápax legómenon que indudablemente Lucas ha elegido a propósito. La sal es garantía de perdurabilidad, es remedio contra la putrefacción 30. En el banquete con el Resucitado, los Apóstoles 28.  Cf. Hch 10, 4: «[Jesucristo se manifestó] no a todo el pueblo, sino a testigos elegidos de antemano por Dios, a nosotros, que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos». 29.  Hch 1, 4. 30.  No se debe olvidar una segunda dimensión presente en el hecho de comer pan y sal juntos. Además de significar la incorruptibilidad, comer en común pan y sal servía en el Antiguo Testamento para sellar alianzas sólidas. El comer sal de Jesús después de la Resurrección es un acontecimiento de alianza y, por ello, se halla en íntima conexión con la Última Cena, en la cual el Señor

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son hechos partícipes de su Vida, en cuanto realidad incorruptible. Los comensales son hechos «vivientes» en el sentido más profundo que cabe pensar. En el tiempo que discurre hasta la parusía, ese banquete se celebra en el altar. Acercarse al altar es el modo de participar de la Vida. El reino de Dios consiste en un banquete grande y feliz. Jesús, que lo había predicado varias veces en forma de parábola, ahora lo ofrece en forma de signo. Lo hace para que los suyos comprendan que el banquete sagrado es precisamente su modo de adelantar en ellos el banquete escatológico. El sacrum convivium es participación en la Vida incorruptible. En la Eucaristía, el Señor nos entrega la Vida que él vive ahora en el seno del Padre: indestructible y gloriosa. Los comensales quedan colmados de ella. El modo en que se tiene acceso al trueque entre la divinidad del Señor y la humanidad nuestra es a través del misterio sacramental y, en su zénit, a través de la Eucaristía. Consideremos un mosaico de Rupnik que nos habla del carácter pascual del sacramento eucarístico (figura 5 y figura 6). El artista figura el relato evangélico de la multiplicación de los panes, pero con una singularidad: el autor del milagro es el Kyrios; así lo indica la presencia de sus llagas gloriosas y de su costado abierto. Esta condición resucitada de Cristo se aprecia en el manto de Jesús, que presenta una blancura y una claridad superior al tono de los vestidos del apóstol y del muchacho. ¿Qué hay detrás de este «juego con el tiempo», de este flashback? Se trata de un recurso provisto de un profundo significado al que Rupnik ha acudido más veces en realizaciones precedentes. En efecto, a primera vista, poner como protagonista de la multiplicación de los panes al Resucitado equivale a la caída de un meteorito pascual en la zona prepascual había instituido la nueva Alianza (cf. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, vol. II, Encuentro, Madrid 2012, pp. 315 ss.).

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de los sinópticos 31; en realidad, se trata de una invitación a leer los acontecimientos prepascuales a la luz del misterio pascual. El muchacho representa el evangelio de este tiempo histórico por sus vestidos carentes de reflejos dorados; el Resucitado que toma el pan con sus manos llagadas remite al evangelio del sacramento, y el apóstol, con una veste no tan luminosa como la de Cristo pero dotada de ciertos brillos dorados, denota la plenitud del evangelio escatológico, es decir, la abundancia de los bienes mesiánicos reflejada en el número «septenario» de cestos, desbordante cada uno de panes. De otra parte, el hecho de que el Resucitado sitúe el pan que le ofrece el muchacho sobre su costado traspasado −un costado figurado de un oro y un rojo intensos− indica la immixtio del Pan en la sangre y el agua o, como enseñan los Padres de la Iglesia, indica un pan atravesado por la Pasión y el Espíritu de Cristo. En efecto, la Eucaristía es el memorial de la Pasión que el Espíritu realiza sobre el altar. En el Pan eucaristizado, el Padre nos da a su Hijo en cuanto alimento que destierra el poder de la muerte, en cuanto nutrimento que deviene «medicina de inmortalidad» (phármakon athanasías). 6. El Kyrios en su condición de ofrenda eterna A raíz de la ascensión del Señor se ha generado una nueva presencia suya en la Iglesia que la Carta a los Hebreos recoge en estos términos: «[Jesucristo] siempre vivo para interceder por nosotros» 32. Es la presencia de un Intercesor perenne ante el Padre, 31.  Cf. Mt 14, 15 ss.; Mc 6, 35 ss.; Lc 9, 12 ss. 32.  Hb 7, 25. Un estudio detallado de la Carta a los Hebreos: cf. capítulo 6 de Andrés Sáez. [Nota del Editor].

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de un Abogado celeste. Un texto del Misal Romano, tomado de la tradición galicana, recoge esta realidad con términos particularmente concisos, rotundos: Qui se pro nobis offerre non desinit, nosque apud te perenni advocatione defendit; qui immolatus iam non moritur, sed semper vivit occisus.

Porque él no cesa de ofrecerse por nosotros, de interceder por todos ante ti; inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre34.

a) Comencemos considerando las dos primeras líneas. ¿Qué significa que el Resucitado se encuentra junto a Dios en perenne condición de ofrenda (se offerre non desinit)? Lo que Jesús ha realizado en la Cruz no es una realidad caduca, sino actual, que nos afecta de cerca. Los sentimientos que guiaron su vida terrena, permanecen ahora intactos en la gloria. ¿Cuáles son esos sentimientos? Encontramos sus ecos en las antífonas y responsorios del Triduo pascual. De este modo podemos comprender el obsequio que Jesús prestó durante toda su vida al Padre, cómo se le rendía lleno de reverencia, cómo acataba su querer en medio del amor y del requiebro. Pues bien; estos sentimientos de Cristo, que son el constitutivo íntimo de su sacerdocio, que es eterno, son, por eso mismo, eternos también, es decir, se hallan perennizados en el «hoy» de Dios 34. En relación con este punto es oportuno recordar la existencia de muchos manuscritos de la tradición litúrgica en los que la  33

33.  Missale Romanum (2002), Præfatio paschalis III. El texto de este prefacio se toma del Missale Gothicum en donde encontramos esta contestatio adscrita al formulario de misa para los miércoles del tiempo pascual (MGo 296): […] hic enim est Agnus Dei, Unigenitus Filius tuus, qui tollit peccatum mundi, qui se pro nobis offerendi non desinit, nosque apud te perenni advocatione defendit, quian numquam moritur immolatus sed semper vivit occisus. 34.  Cf. Hb 7, 21 y 24: el Señor lo ha jurado y no se arrepiente: «Tú eres sacerdote eterno»; Jesús, como vive para siempre, posee un sacerdocio perpetuo.

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transfixión se considera acontecida con anterioridad a la muerte de Jesús: «… salió sangre y agua e, inclinando la cabeza, entregó el espíritu». Esta interpretación, que deriva de ciertos testigos interpolados en el evangelio de Mateo, dio origen a una tradición litúrgica, literaria e iconográfica que explica por qué en numerosos cuadros de la Crucifixión, hasta el siglo xii, se representa a Jesús recibiendo la lanzada cuando aún tiene los ojos abiertos. Unos autores defienden la interpretación histórica, que ilustraría el orden temporal de los hechos; otros apuestan por la interpretación simbólica, es decir, la que atendería al misterio que se realizó 35. Existen, por último, quienes no ven contradicción entre ambas interpretaciones, sino mutua complementariedad, ya que una y otra subrayan que el Crucificado es el Logos cuyo cuerpo sigue siendo el cuerpo del Dios vivo 36. Mostramos algunos mosaicos modernos que recogen esta antigua tradición (figura 7 y figura 8): En todo caso, quien se acerca a contemplar estos mosaicos debe protegerse de la tendencia espontánea a discurrir según la distinción neta entre antes y después. El lenguaje de la Biblia, de los Padres de la Iglesia y de la liturgia admite otros matices, sensibles al mundo simbólico. Esa es la óptica de la liturgia, en la que el tiempo tiene una importancia fundamental; baste pensar que sin la categoría de «historia de la salvación» el discurso teológico sobre la liturgia no sería posible. Cristo, por el misterio de su encarnación, ha hecho irrumpir su hoy divino en el hoy histórico de los hombres, dotando al tiempo de una dimensión abierta al designio salvífico de Dios (mysterion). El Misterio pascual ha curado al «tiempo ciego» abriéndolo a la perenne actualidad de Dios. 35.  Cf. A. Grillmeier, Der Lagos am Kreuz – Zur christologischen Symbolik der alteren Kreuzigungsdarstellung, Munich 1956. 36.  Cf. J. Leclercq, La liturgie et les paradoxes chrétiens, Du Cerf, 1963 (ed. española, La liturgia y las paradojas cristianas, Mensajero, Bilbao 1966, pp. 141 ss.

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Pero volvamos a nuestro prefacio galicano. Jesucristo no ha cumplido un rito en la Cruz, pero su gesto de amor inmenso lo ha confiado a su Iglesia bajo la forma de rito. Su sacrificio no se repite, sino que se actualiza. Su vida terrena –hecha toda ofrenda de obediencia– permanece ahora glorificada y es como una oblación permanente ante el rostro del Padre. Este es el significado profundo que se alberga en la expresión «no deja de ofrecerse por nosotros». En este sentido, la Vida de Jesús en el cielo es una Vida que habla. Pero aunque Jesucristo no haya cumplido un rito en la Cruz, nosotros, sin embargo, sí celebramos un rito –el rito eucarístico que Él nos mandó realizar– en el cual se hace presente, bajo los signos del pan y del vino, su vida culminada en el acto supremo de su muerte y resurrección. En la santa Misa actualizamos su sacrificio y lo presentamos ante el Padre de tremenda majestad, unido al nuestro, como una única y mística oblación en el Espíritu (oblatio Ecclesiæ). Siendo esto así, el Señor «no cesa de interceder por todos ante ti»; nunca deja de interceder por cada uno ante su Padre a fin de que nos convirtamos en una solo cosa con Él, como Él lo es con el Padre. Y es una alegría singular la que brota de esta realidad. b) Tras exponer la condición del Kyrios como intercesor y ofrenda eterna, el Missale Gothicum, y el Missale Romanum del que depende, plantean este nuevo enunciado cristológico: «… inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre». Estas palabras expresan que Jesús, inmolado y muerto sobre la Cruz, ahora está vivo para siempre; más aún, es el Viviente. Se significa que, muerto de una vez por todas, ahora vive sin fin. No sufre; no muere; «vive y reina con Dios Padre en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos». Ese «reinar» consiste precisamente en ser víctima, en ser oblación perfecta, y san Agustín lo condensó en tres palabras: victor quia victima 37. Cristo vence y reina haciéndose oblación por 37.  Agustín de Hipona, Confessiones, lib. X, c. 43 (CCL 27, 193).

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nosotros. En el tabernáculo de la reserva eucarística, el Kyrios no es sujeto de dolor, ni de soledad; somos nosotros quienes podemos ser insensibles a su amor y no darle gracias adorando su presencia velada bajo los signos del pan y del vino. Para la Iglesia que le adora, la vida de Cristo glorioso es una «pro-existencia» eucarística. Aquí, el prefijo «pro-» indica que su vida no es una existencia para sí mismo, sino para los demás; y esto como aquello que constituye su aspecto más íntimo e integral. Su ser es, en cuanto ser, un «ser para»; una existencia provechosa para el hombre 38. No es extraño, pues, que aún siendo la Eucaristía adorada una realidad casi ausente en el himnario del Oficio Romano sea, sin embargo, un poema vespertino, adscrito precisamente a la solemnidad de Cristo, Rey del Universo, el que recoja esa condición sacrificial del Kyrios en el tabernáculo de la reserva 39. Veamos cómo la lex orandi de esta solemnidad hace comparecer juntos «reinar» y «ofrecerse»: Ad hoc cruenta ab arbore pendes apertis bracchiis, diraque fossum cuspide Cor igne flagrans exhibes.

Esta es la causa [congregar a los hombres dispersos por el pecado] por la que pendiste del madero sangriento, con los brazos abiertos, mostrando tu Corazón que, atravesado por una lanza cruel, ardía inflamado en fuego.

Ad hoc in aris abderis vini dapisque imagine, fundens salutem filiis transverberato pectore.

Esta es la causa por la que, escondido en el altar bajo las especies de pan y de vino, derramas sobre tus hijos la salvación que mana de tu pecho traspasado41.

La segunda estrofa nos habla de la presencia eucarística de Cristo como fuente salvífica desde su costado traspasado. El Kyrios  40

38. Cf. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, vol. II, p. 160. 39.  Cf. F. M. Arocena, Los himnos de la tradición, BAC, Madrid 2013. 40.  Liturgia Horarum, Hymnus Te sæculorum ad I et II Vesperas sollemnitatis Iesu Christi, Universorum Regis.

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porta para siempre sus Llagas gloriosas, en cuanto signos que resplandecen con los destellos de su Victoria definitiva y total. Desde su herida abierta, Él derrama sobre el altar los misterios pascuales de nuestra salvación. 7. Conclusión abierta Hemos llegado al final de nuestra reflexión sobre el Resucitado y la relación pascual de la Iglesia con Él. En las páginas precedentes hemos intentado arrojar cierta luz sobre el adjetivo «pascual» que califica esa relación. El Misal Romano parece hacerse eco de ello cuando pide: «… concédenos, Señor, mantener presente la Pascua de tu Hijo en toda nuestra manera de vivir» 41. Sorprende el momento donde la liturgia sitúa esta plegaria: la víspera de Pentecostés, es decir, al término del tiempo pascual, como si esa gracia que implora fuera el compendio, el desideratum final que anhelan los fieles.

41.  Misal Romano (1988), Sábado de la VII Semana de pascua, colecta; Missale Romanum (1570), Dominica in albis, collecta: «Præsta, quæsumus, omnipotens Deus, ut, qui paschalia festa peregimus, hæc, te largiente, moribus et vita teneamus» (El tema de la «alegría» de la versión castellana está ausente en el original latino. Verter festa paschalia por «la Pascua de tu Hijo» es la opción que hicieron los traductores franceses del Misal, y la que seguimos nosotros, cf. C. Urtasun, Cuaresma y Pascua en las oraciones feriales, CPL; Barcelona 2000, pp. 564-565).

12 Ars celebrandi y adoración Juan José Silvestre Valor 1

Sumario: 1. Ars celebrandi. 2. Ars celebrandi-oración. 3. Ars celebrandi-adoración. 4. Ars celebrandi-adoración-celebración.

En las páginas de este capítulo trataremos de aproximarnos a una expresión que, en los últimos años al menos, podríamos calificarla como «de moda»: el ars celebrandi. El arte de celebrar rectamente, un concepto que se encuentra en directa relación con otros tres: oración, adoración y celebración. Trataremos de aproximarnos a ellos siguiendo las indicaciones de los Pastores santos que han guiado y guían la Iglesia de Cristo en el final del siglo xx y en los primeros compases del xxi.

1.  Juan José Silvestre Valor (Alcoy 1973), es licenciado en Derecho por la Universidad de Valencia (1996) y en Historia de la Iglesia por la Pontificia Università della Santa Croce (2004). Doctor en Liturgia por el Pontificio Istituto Liturgico Sant’Anselmo in Urbe (2007) con una tesis sobre la Teología Litúrgica de Louis Bouyer. Ordenado sacerdote en 2004, es profesor de Teología Litúrgica en el Istituto di Liturgia en la Pontificia Università della Santa Croce (Roma) desde 2005. Consultor de la Oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Romano Pontífice hasta 2013, en la actualidad es consultor de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.

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Como punto de partida nos situamos ante una celebración eucarística. ¿Qué espera Dios de nosotros? Las respuestas podrán ser diversas pero fundamentalmente pienso que espera que sepamos adherirnos plenamente a las palabras de Jesucristo: «… tomad y comed… esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros; tomad y bebed… éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados». El mandato del Señor haced esto (lo que Yo he hecho) en conmemoración mía, exige no solo que el sacerdote repita sus palabras y gestos; Él desea que todos acojamos con fe y amor el don que nos ofrece y, unidos a Él, sepamos entregarnos al Padre, en el Espíritu, por la salvación del mundo. Todos los fieles –todo el Pueblo de Dios sacerdotal y no solo el sacerdote celebrante– están llamados a vivir de este modo la Eucaristía, llamados a ofrecer al Padre un culto espiritual (Rom 12, 1), el sacrificio de sus vidas, unidas al Sacrificio de Cristo 2. En este sentido, «la liturgia nos llama a todos al servicio de Dios, por Dios y por los hombres, en el que no busquemos exhibirnos sino presentarnos con humildad ante Dios y dejarnos iluminar por su luz» 3. Así se comprende también que el fiel cristiano que participa en la celebración litúrgica está llamado a ser, cada día más consciente, de que su actitud principal y esencial no es hacer, sino escuchar, abrirse, recibir las palabras y ritos de la liturgia que le preceden y que le permiten transformarse, identificarse con Cristo por la acción del Espíritu Santo y así poder presentarse a Dios Padre en actitud adorante y con el deseo de cumplir su voluntad 4. Las 2.  Cf. A. García Ibáñez, «La Santa Misa, centro y raíz de la vida del cristiano», Romana 28 (1999/1) 157-158. 3.  Benedicto XVI, Discurso a los Obispos de la Conferencia Episcopal de la República Federal de Alemania II grupo, en visita «ad limina apostolorum», 18.XI.2006. 4. Cf. Benedicto XVI, Discurso a los Obispos de la Región Norte 2 de Brasil, en visita «ad limina apostolorum», 15.IV.2010.

Ars celebrandi y adoración

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acciones externas son importantes y necesarias, pero secundarias y tendrán su razón de ser cuando facilitan que podamos participar en la verdadera actio divina. Toda la formación litúrgica debe ir encaminada no a aprender y ensayar actividades exteriores, sino a facilitar el acercamiento a la actio esencial, al poder transformador de Dios que, a través del acontecimiento litúrgico, quiere transformarnos a nosotros y al mundo. De ahí que Benedicto XVI propusiese con fuerza: «Todos debemos colaborar para celebrar cada vez más profundamente la Eucaristía: no solo como rito, sino también como proceso existencial que me afecta en lo más íntimo, más que cualquier otra cosa, y me cambia, me transforma. Y, transformándome, también da inicio a la transformación del mundo que el Señor desea y para la cual quiere que seamos sus instrumentos» 5. Efectivamente, «con Cristo ha comenzado un nuevo modo de venerar a Dios, un nuevo culto. Este culto consiste en que el hombre vivo se convierte él mismo en adoración, en “sacrificio” incluso en su propio cuerpo. Ya no ofrecemos a Dios cosas; es nuestra misma existencia la que debe transformarse en alabanza de Dios» 6. Esto lo aprendemos en la liturgia y lo prolongamos poniéndolo en práctica en nuestra vida cotidiana. Queremos fijarnos en este capítulo en el primer aspecto, es decir, cómo aprendemos, participando en la liturgia, a adorar al Señor. Así pues trataremos de aproximarnos al binomio ars celebrandi-adoración.

5.  Benedicto XVI, Discurso en el encuentro con los párrocos y el clero de Roma, 26.II.2009. 6.  Benedicto XVI, Homilía en las I Vísperas de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, Clausura del Año Paulino, 28.VI.2009.

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1. Ars celebrandi El concepto ars celebrandi aparece en diversas ocasiones en la Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis y se presenta en relación directa con la famosa expresión «participación activa». En realidad los padres del Sínodo sobre la Eucaristía habían insistido varias veces «en la necesidad de superar cualquier posible separación entre el ars celebrandi, es decir, el arte de celebrar rectamente, y la participación plena, activa y fructuosa de todos los fieles. Efectivamente, el primer modo con el que se favorece la participación del Pueblo de Dios en el Rito sagrado es la adecuada celebración del Rito mismo. El ars celebrandi es la mejor premisa para la actuosa participatio» 7. Además, el arte de celebrar se encuentra entre los primeros instrumentos que hacen posible la tan necesaria formación litúrgica de sacerdotes y laicos. Como se lee en la misma exhortación: «… por lo que se refiere a la relación entre el ars celebrandi y la actuosa participatio, se ha de afirmar ante todo que la mejor catequesis sobre la Eucaristía es la Eucaristía misma bien celebrada» 8. De hecho, la epifanía del sacro 9 que se manifiesta en signos, gestos y palabras es ya por sí misma instrucción. En este sentido un signo convincente de la armonía entre ars celebrandi y participación auténtica nos lo señalan otras palabras de Sacramentum caritatis: «Una auténtica acción litúrgica expresa la sacralidad del Misterio eucarístico. Ésta debería reflejarse en las palabras y las acciones del sacerdote celebrante mientras intercede ante Dios, tanto con los fieles como por ellos» 10.  7. Benedicto XVI, Exh. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 38.   8.  Ibíd., n. 64.   9.  Sobre la cuestión de lo sagrado y su narración en la cultura actual: cf. capítulo 2 de José Luis Gutiérrez-Martín. [Nota del Editor]. 10.  Benedicto XVI, Exh. apost. post. Sacramentum caritatis, nota 116.

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Los santos, en este punto, son un ejemplo de primer orden. Sirvan como botón de muestra unas palabras de Mons. Echevarría, Prelado del Opus Dei, refiriéndose a san Josemaría Escrivá: «Quería que en las acciones litúrgicas se fomentase una piedad honda y doctrinal, consecuencia de la participación de los asistentes, lejos de todo anonimato. Amaba las rúbricas y meditaba su contenido para alimentar la fe, pues en cada gesto sabía distinguir un signo que ayuda a tratar al Señor con nuevo encendimiento. Estaba persuadido de que aumentaban la devoción de los que oficiaban y participaban; y deseaba que no hubiese ninguna improvisación, para evitar distracciones: ¡cómo acerca al Señor el rigor de la liturgia, cuando se hace con amor de Dios y con piedad!» 11.

Este es el objetivo de cualquier liturgia celebrada, el ideal del verdadero ars celebrandi: implicar a los fieles, hacerles comprender el significado de cuanto sucede. Cuando se consigue este objetivo, se produce la participación activa de todos porque no solo toman parte externamente de la celebración, sino que quedan profunda y espiritualmente implicados, de modo que entran en la acción de Cristo y de la Iglesia, y se produce en ellos un crecimiento de santidad y una transformación de su vida. Ahora bien, para que esto sea así, «es preciso que las celebraciones sean un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo a nivel personal e interno, lo cual se logra cuando los que asisten a ella lo hacen con el espíritu adecuado (cf. SC, n. 11)» 12. Se trata de que los que rezan se «adueñen» de esta oración y que «buscando a Cristo y penetrando cada vez más por la oración en su misterio, alaben a Dios y eleven súplicas con los mismos sentimientos con que obraba 11. J. Echevarría, Memoria del beato Josemaría, Rialp, Madrid 2000, p. 244. 12. J. López Martín, En el espíritu y la verdad II, Secretariado Trinitario, Salamanca 1993, p. 489.

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el divino Redentor» 13. Es decir, se requiere «que la piedad objetiva que la liturgia implica sea vitalmente asumida –vivenciada en la fe, reafirmada en la esperanza, prolongada en el amor– por quienes participan en su celebración» 14. En verdad la celebración litúrgica es participada de modo autén­tico si en ella se alcanza y nos dejamos alcanzar y transformar por el misterio de Cristo, que es el Salvador, y desde ella se recomienza interiormente cambiados y capaces de donarse sin reservas a Dios y a los hermanos. 2. Ars celebrandi – oración En el epígrafe anterior nos referíamos al ars celebrandi como el arte de celebrar rectamente. Esta actitud, celebrar rectamente, la encontramos en diversos números de la Ordenación General del Misal Romano; por ejemplo en el número 45 cuando afirma refiriéndose al silencio que debe reinar en la sacristía y en la misma iglesia antes de la celebración «para que todos se dispongan devota y debidamente para la acción sagrada», o al exponer la finalidad de los ritos iniciales «para que todos se dispongan debidamente a escuchar la Palabra de Dios y a celebrar dignamente la Eucaristía» (IGMR, n. 46). Ahora bien, podemos preguntarnos ¿qué es celebrar rectamente, o con dignidad y devoción? Pienso que unas palabras de Benedicto XVI dirigidas a un grupo de sacerdotes constituyen un adecuado punto de partida. En aquella ocasión afirmaba: «… en el ars celebrandi existen varias dimensiones. La primera es que la 13.  IGLH, n. 19. 14.  J. L. Illanes, Tratado de Teología espiritual, EUNSA, Pamplona 2007, p. 476.

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celebratio es oración y coloquio con Dios, de Dios con nosotros y de nosotros con Dios. Por tanto, la primera exigencia para una buena celebración es que el sacerdote entable realmente este coloquio. Al anunciar la Palabra, él mismo se siente en coloquio con Dios» 15. Hemos de detenernos un momento en este punto: la relación que existe entre oración y ars celebrandi; y lo hacemos fijándonos en Jesucristo. Según el testimonio de la Sagrada Escritura, el centro de la vida y de la persona de Jesús es su permanente comunicación con el Padre 16. «En la oración, Jesús vive un contacto ininterrumpido con el Padre para realizar hasta las últimas consecuencias el proyecto de amor por los hombres» 17. Es el amor al Padre y a los hombres lo que caracteriza sus sentimientos y es la oración la que los canaliza, los une y, por así decir, los armoniza. Benedicto XVI refiriéndose al fundamento de su libro Jesús de Nazaret dice: «Éste es el punto de apoyo sobre el que se basa mi libro: considera a Jesús a partir de su comunión con el Padre. Éste es el verdadero centro de su personalidad. Sin esta comunión no se puede entender nada y partiendo de ella Él se nos hace presente también hoy» 18. 15.  Benedicto XVI, Encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Albano, 31.VIII.2006. 16.  Cf. J. Ratzinger, El camino pascual, Biblioteca Autores Cristianos, Madrid 2005, pp. 90-96. El cardenal Koch extrae dos consecuencias de los textos de la Escritura en los que se observa la permanente comunicación de Jesús con su Padre. «Respecto al contenido significa que en este diálogo con su Padre se revela Él mismo como Hijo de Dios y que el título central de Jesús es Hijo. La consecuencia más formal es que la participación íntima a la oración de Jesús es premisa para su comprensión, de hecho la cristología nace de la oración y de ningún otro modo» (K. Koch, Il mistero del granello di senape. Fundamenti del pensiero teologico di Benedetto XVI, Lindau Torino 2012, p. 27. La traducción es nuestra). 17.  Benedicto XVI, Audiencia general, 30.XI.2011. 18. J. Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Prólogo, p. 10.

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En este contexto de filiación, oración y entrega a los demás que caracteriza toda la vida de Jesús, hemos de situar el evento de la Última Cena y la institución de la Eucaristía que «es la gran oración de Jesús y de la Iglesia» 19. Las palabras que Jesús pronuncia son una anticipación de su muerte, transformación de lo que no tiene sentido, en el sentido que se nos presenta a nosotros. Palabras que son verdaderas y no simples metáforas ni frases retóricas, porque no son simples palabras: la muerte real del Señor las sostiene. De hecho, la actitud sacrificial con la cual Jesús glorifica al Padre es el aspecto fundamental del culto de Cristo al Padre, y funda la auténtica espiritualidad de la oración. La glorificación del Padre por parte de Cristo no se da tanto con las palabras, sino con la vida. Como recuerda Benedicto XVI: «En la Última Cena Jesús resume toda su existencia en un gesto que se inscribe en la gran bendición pascual a Dios, gesto que él, como hijo, vive en acción de gracias al Padre por su inmenso amor. Jesús parte el pan y lo comparte, pero con una profundidad nueva, porque él se dona a sí mismo. Toma el cáliz y lo comparte para que todos puedan beber de él, pero con este gesto él dona la “nueva alianza en su sangre”, se dona a sí mismo. Jesús anticipa el acto de amor supremo, en obediencia a la voluntad del Padre: el sacrificio de la cruz. Se le quitará la vida en la cruz, pero él ya ahora la entrega por sí mismo. Así, la muerte de Cristo no se reduce a una ejecución violenta, sino que él la transforma en un libre acto de amor, en un acto de autodonación, que atraviesa victoriosamente la muerte misma y reafirma la bondad de la creación salida de las manos de Dios, humillada por el pecado y, al final, redimida. Este inmenso don es accesible a nosotros en el Sacramento de la Eucaristía: Dios se dona a nosotros, para abrir nuestra existencia a él, para involucrarla en el misterio de amor de la cruz, para hacerla partícipe del misterio eter-

19.  Benedicto XVI, Audiencia general, 11.I.2012.

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no del cual provenimos y para anticipar la nueva condición de la vida plena en Dios, en cuya espera vivimos»  20.

La muerte de Jesús nos revela así la clave para comprender la Última Cena: la Cena es la anticipación de la muerte, la transformación de la muerte violenta en un sacrificio voluntario, en aquel acto de amor que redime el mundo. Y la muerte, por el acto de amor infinito de la Cena le da su sentido. Cena y Cruz son, conjuntamente, el único e indivisible origen de la Eucaristía. A su vez, esta muerte sería algo vacío si no fuese verdad que el amor es más fuerte que la muerte. La muerte se nos presenta sin contenido y las palabras son nada si no llega la Resurrección que demuestre que han sido pronunciadas desde la autoridad de Dios. La Resurrección es la respuesta y la interpretación divina de la Cruz. Hemos destacado que la Cena fue anticipación de la muerte violenta y que la Cruz, sin el gesto de la Cena, quedaría vacía de sentido. Ahora se debe afirmar que la Cena también anticipa la Resurrección. La Cena sin la Cruz y la Cruz sin la Cena carecerían de sentido; pero ambas serían una esperanza fracasada sin la Resurrección. No solo son inseparables la Cena y la Cruz. Las palabras y gestos de la Cena, la muerte y la Resurrección están juntas. Esta tríada es lo que denominamos Misterio pascual, origen y fuente de la que proviene la Eucaristía. «El Triduum paschale está como incluido, anticipado y concentrado para siempre en el don eucarístico» 21.  Podemos ahora intuir que Jesucristo, transformando su sacrificio, su muerte, en palabra –en oración– hace posible que su muerte pueda ser re-presentada, pueda hacerse presente porque 20.  Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa que clausura el XXV Congreso Eucarístico Nacional Italiano, 11.IX.2011. 21.  Juan Pablo II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 17.IV.2003, n. 5.

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Él vive en la oración y la oración atraviesa los siglos 22. Al mismo tiempo esta muerte es comunicable, nosotros podemos entrar en esta oración transformante, podemos tomar parte. «Es este nuevo sacrificio que Él nos ha dado, en el que nos acoge a todos. Porque Cristo ha hecho de la muerte, la palabra de acción de gracias y de amor, puede ahora estar presente a lo largo de todos los siglos como fuente de la vida, mientras nosotros podemos entrar en él, entrando en esta oración» 23. En este sentido nos parece esencial destacar el carácter de oración de la santa Misa, también desde el punto de vista de la morfología de la celebración eucarística 24 : «La celebración eucarística es el acto de oración más grande y más elevado, y constituye el centro y la fuente de la que reciben su savia también las otras formas» 25.  Así pues, si nos fijamos en los sentimientos de Jesucristo se podrían resumir en el estar con Dios Padre, ser Hijo e ir a los hombres, porque quiere que sean hijos en el Hijo, y todo ello aunado en la oración del Verbo encarnado. Esta constituye una categoría cristológica fundamental para describir el misterio mismo de la filiación 22.  «Partiendo de las palabras de acción de gracias de Jesús, que dan a la berakha judía un nuevo centro, la oración de acción de gracias, la eucharistia, se manifiesta cada vez más como el verdadero modelo de referencia, como la forma litúrgica en la que las palabras de la institución poseen su propio sentido y se presenta el culto nuevo en sustitución de los sacrificios del templo: la glorificación de Dios en la palabra, pero en una palabra que se ha hecho carne en Jesús y que ahora, a partir de este cuerpo de Jesús que ha atravesado la muerte, abarca al hombre por entero, a toda la humanidad, y se convierte en el comienzo de una nueva creación» (J. Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, 168). 23. J. Ratzinger, La Eucaristía centro de la vida, p. 46. 24.  Cf. J. Ratzinger – Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, pp. 165-172; J. Ratzinger, «Forma y contenido de la celebración eucarística», en La fiesta de la fe, pp. 43-66. 25.  Benedicto XVI, Homilía en una Ordenación sacerdotal, 3.V.2009.

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del Señor 26. La oración es el acto central de la Persona de Jesús en cuanto hombre y, por lo tanto, un real conocimiento del Dios– Hombre es posible solo si se entra en ese acto de oración del Señor. En definitiva, sintonizar y participar en los sentimientos de Jesús únicamente es factible participando de su misma oración que se actualiza en la Eucaristía celebrada, adorada y proyectada en el tiempo por la Liturgia de las Horas. La práctica de la oración es el camino privilegiado en todo este proceso de identificación con Cristo 27. En realidad, solo podemos decir Abbà con Cristo, en comunión con Él, somos hijos en el Hijo. Por eso se requiere mirar constantemente y siempre de manera nueva a Cristo. Y esto implica una necesaria transformación paulatina de nuestro ser, ir progresivamente identificándonos con Él. Esto se da en grado máximo en la Eucaristía «que no es un simple acontecimiento con dos protagonistas, un diálogo entre Dios y yo. La comunión eucarística tiende a una transformación total de la propia vida. Con fuerza abre de par en par todo el yo del hombre y crea un nuevo nosotros» 28. Pero podemos dar un paso más y preguntarnos: ¿Cómo aprendo a rezar? ¿Cómo se da en mi vida el contexto de oración que me permite entrar en contacto con los sentimientos de Cristo? La 26.  Cf. Lc 6, 12–17; Lc 9, 18-20; Lc 9, 29. Un comentario a estos textos se ofrece en J. Ratzinger, Il Dio di Gesù Cristo: meditazioni sul Dio uno e trino, Queriniana, Torino 1978, pp. 78-90. 27.  «En esta unión de voluntades se alcanza la más profunda transformación del hombre que cabe pensar, transformación que es, al mismo tiempo, la única cosa digna de ser definitivamente deseada: su divinización. De este modo, la oración, que se adentra en la oración de Jesús y que se hace oración de Jesucristo en el cuerpo de Cristo, puede definirse como laboratorio de la libertad. Aquí, y en ningún otro lugar, acontece aquella profunda renovación del hombre de que tenemos absoluta necesidad si queremos avanzar hacia un mundo mejor» (J. Ratzinger, El camino pascual, p. 105). 28. J. Ratzinger, La comunione nella Chiesa, p. 80.

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contestación es clara: rezando con otros. En realidad, la filiación divina, el ser hijos en el Hijo, implica necesariamente los otros, la fraternidad, los hermanos hijos de un mismo Padre. Por eso, si bien el Señor recomienda que «cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará» (Mt 6, 6) pero esto no es una llamada al individualismo. Aislado de los demás, sin abrirse a los otros no se puede rezar a Dios. Por eso podemos afirmar que «la fe cristiana, nunca es mera relación subjetiva o personal-privada con Cristo y su palabra, sino que es totalmente concreta y eclesial» 29. Esto nos permite ahora entender mejor que Benedicto XVI, dirigiéndose a los sacerdotes, afirme que la celebratio es oración y coloquio con Dios. Diálogo en el que no solo hablamos como personas individuales, sino que entramos en el «nosotros» de la Iglesia que ora. Y para ello hemos de transformar nuestro «yo» entrando en el «nosotros» de la Iglesia, con las palabras de la Iglesia, entablando realmente un coloquio con Dios 30. Podemos resumir lo dicho hasta el momento recordando: «… orar es un caminar en comunión personal con Cristo, exponiendo ante Él nuestra vida cotidiana, nuestros logros y fracasos, nuestras dificultades y alegrías: es un sencillo presentarnos a nosotros mismos delante de Él. Pero para que eso no se convierta en una autocontemplación, es importante aprender continuamente a orar rezando con la Iglesia. Celebrar la Eucaristía quiere decir orar. Celebramos correctamente la Eucaristía cuando entramos con nuestro pensamiento y nuestro ser en las palabras que la Iglesia nos propone.

29. J. Ratzinger, Convocados en el camino de la fe. La Iglesia como comunión, p. 172. 30. Cf. Benedicto XVI, Discurso a los sacerdotes de la diócesis de Albano, 31.VIII.2006.

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En ellas está presente la oración de todas las generaciones, que nos llevan consigo por el camino hacia el Señor. Y, como sacerdotes, en la celebración eucarística somos aquellos que, con su oración, abren paso a la plegaria de los fieles de hoy. Si estamos unidos interiormente a las palabras de la oración, si nos dejamos guiar y transformar por ellas, también los fieles tienen al alcance esas palabras. Y, entonces, todos nos hacemos realmente “un cuerpo solo y una sola alma” con Cristo» 31.

3.  Ars celebrandi – adoración Una vez presentado el concepto de ars celebrandi en unión con su carácter de oración, podemos plantearnos su relación con la adoración que supone unión y transformación. Si hablamos concretamente de la santa Misa, hemos de ser conscientes de que el punto de partida que no se puede olvidar es que «en la Eucaristía no es que simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa unificación solo puede realizarse según la modalidad de la adoración» 32. Así pues, la adoración es un concepto de vital importancia, no siempre suficientemente considerado. En este sentido, el papa Francisco afirma de modo gráfico y directo comentando unas palabras de la Sagrada Escritura: «Consagrar de nuevo el templo para que se le dé gloria a Dios es por consiguiente el sentido esencial del gesto de Judas Macabeo, precisamente porque el templo es el lugar donde la comunidad va a orar, a alabar al Señor, a dar gracias, pero sobre todo a adorar. En efecto,

31.  Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa Crismal, 9.IV.2009. 32.  Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 22.XII.2005.

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en el templo se adora al Señor. Este es el punto más importante. Y esta verdad es válida para todo templo y para toda ceremonia litúrgica, donde lo que es más importante es la adoración y no los cantos y los ritos, por bellos que sean. Toda la comunidad reunida mira al altar donde se celebra el sacrificio y adora. Pero creo, humildemente lo digo, que nosotros los cristianos tal vez hemos perdido un poco el sentido de la adoración. Y pensamos: vamos al templo, nos reunimos como hermanos, y es bueno, es bello. Pero el centro está allí donde está Dios. Y nosotros adoramos a Dios» 33.

Y si nos preguntamos ¿qué es adorar?, podemos responder con Benedicto XVI recordando: «… las diversas acepciones que tiene el vocablo “adoración” en la lengua griega y en la latina. La palabra griega proskynesis indica el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. La palabra latina ad– oratio, en cambio, denota el contacto físico, el beso, el abrazo, que está implícito en la idea de amor. El aspecto de la sumisión prevé una relación de unión, porque aquel a quien nos sometemos es Amor. En efecto, en la Eucaristía la adoración debe convertirse en unión: unión con el Señor vivo y después con su Cuerpo místico» 34.

33.  Francisco, Homilía en Santa Marta, 22.XI.2013. El santo padre Francisco también se ha referido a la adoración en otras ocasiones por ejemplo Discurso a los participantes a la Plenaria del Pontificio Consejo para la promoción de la Nueva Evangelización, 14.X.2013, Homilías en Santa Marta, 10.II.2014 y 7.IX.2013, Homilía en la Santa Misa en san Pablo Extramuros, 14.IV.2013. 34.  Benedicto XVI, Discurso a la Plenaria de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, 13.III.2009. También en otra ocasión había desarrollado esta misma idea: «Yo encuentro una alusión muy bella a este nuevo paso que la Última Cena nos indica con la diferente acepción de la palabra “adoración” en griego y en latín. La palabra griega es proskynesis. Significa el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. Significa que la libertad no quiere decir gozar de

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Amor a Dios, amor a los hermanos, binomio siempre presente en la adoración y en la celebración. A su vez, «la adoración es ante todo un acto de fe: el acto de fe como tal. Dios no es una hipótesis cualquiera, posible o imposible, sobre el origen del universo. Él está allí. Y si Él está presente, yo me inclino ante Él. Entonces, razón, voluntad y corazón se abren hacia Él, a partir de Él. En Cristo resucitado está presente el Dios que se ha hecho hombre, que sufrió por nosotros porque nos ama. Entramos en esta certeza del amor corpóreo de Dios por nosotros, y lo hacemos amando con Él. Esto es adoración, y esto marcará después mi vida. Solo así puedo celebrar también la Eucaristía de modo adecuado y recibir rectamente el Cuerpo del Señor» 35.

Así pues, en mi opinión, cabe subrayar una relación directísima entre ars celebrandi y adoración. El arte del celebrar rectamente implica entrar en diálogo con la Trinidad y esto supone, en primer lugar, reconocernos criaturas que pueden escuchar y responder a su Creador. A su vez, somos criaturas elevadas a la dignidad de hijos de Dios, llamados a conformarnos con Cristo orante, transformarnos en hijos en el Hijo por obra del Espíritu Santo y así unirnos a Dios y, por Él, a los demás. Ars celebrandi y adoración aparecen así la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos y buenos. Este gesto es necesario, aun cuando nuestra ansia de libertad se resiste, en un primer momento, a esta perspectiva. Hacerla completamente nuestra solo será posible en el segundo paso que nos presenta la Última Cena. La palabra latina para adoración es ad-oratio, contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de nuestro ser» (Benedicto XVI, Homilía en la Jornada Mundial de la Juventud, Colonia 21.VIII.2005). 35.  Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 22.XII.2011.

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como conceptos dinámicos que implican transformación, unión, apertura a Dios y a los hijos de Dios en Cristo por el Espíritu Santo. 4. Ars celebrandi – adoración – celebración Esta adoración, como acto de fe, se manifiesta en primer lugar en la celebración misma y supone un «celebrar desde dentro». Como afirmaba Benedicto XVI: «No celebremos la Eucaristía con rutina como algo que de todos modos debemos hacer; celebrémosla desde dentro. Sumerjámonos en las palabras, en las acciones, en el acontecimiento que allí se realiza» 36. De ese modo, seguía diciendo el Papa, «se celebra partiendo del Señor y en comunión con él, y por tanto como es justo y necesario celebrar para los hombres» 37. Para que este celebrar «desde dentro» caracterice nuestro ars celebrandi «hace falta, en concreto, fomentar, tanto en la celebración de la Misa como en el culto eucarístico fuera de ella, la conciencia viva de la presencia real de Cristo, tratando de testimoniarla con el tono de la voz, con los gestos, los movimientos y todo el modo de comportarse» 38. Estamos con Cristo y nos llama a configurarnos, unirnos con Él por medio de las palabras y gestos de la liturgia que son «son expresión fiel, madurada a lo largo de los siglos, de los sentimientos de Cristo y nos enseñan a tener los mismos sentimientos que él; conformando nuestra mente con sus palabras, elevamos al Señor nuestro corazón» 39. De hecho, la naturaleza de la gestualidad litúrgica reenvía a Cristo. Cristo que asume la corporeidad humana 36.  Benedicto XVI, Discurso a los sacerdotes y diáconos permanentes, Frisinga 14.IX.2006. 37. Ibíd. 38.  Juan Pablo II, Carta apost. Mane nobiscum Domine, 7.X.2004, n. 18. 39.  Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Redemptionis Sacramentum, 19.III.2004, n. 5.

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es el cuadro de referencia para la gestualidad litúrgica 40. De ahí la importancia de prestar atención a todas las formas de lenguaje previstas por la liturgia: palabra y canto, gestos y silencios, movimientos del cuerpo, colores litúrgicos de los ornamentos… En esta línea resulta especialmente adecuado el consejo de Sacramentum caritatis: «El ars celebrandi ha de favorecer el sentido de lo sagrado y el uso de las formas exteriores que educan para ello, como, por ejemplo, la armonía del rito, los ornamentos litúrgicos, la decoración y el lugar sagrado. Favorece la celebración eucarística que los sacerdotes y los responsables de la pastoral litúrgica se esfuercen en dar a conocer los libros litúrgicos vigentes y las respectivas normas, resaltando las grandes riquezas de la Ordenación General del Misal Romano y de la Ordenación de las Lecturas de la Misa. En las comunidades eclesiales se da quizás por descontado que se conocen y aprecian, pero a menudo no es así. En realidad, son textos que contienen riquezas que custodian y expresan la fe, así como el camino del Pueblo de Dios a lo largo de dos milenios de historia» 41.

Conviene además tener presente, que hay modos de estar y de moverse en el presbiterio y ante el altar, de tratar los vasos sagrados, de realizar las lecturas, etc., que quizá nunca estuvieron explícitamente preceptuados, pero que siempre han sido, y serán, muestras de respeto, de urbanidad de la piedad 42 que sería lamentable descuidar por dejadez o por una mal entendida naturalidad. La liturgia es sagrada liturgia, y exige actitudes –interiores, en primer 40.  Cf. O. Pasquato, «La celebrazione interiormente partecipata o mistagogia in atto», en R. Nardin – G. Tangorra (ed.), Sacramentum caritatis. Studi e commenti sull’Esortazione Apostolica postsinodale di Benedetto XVI, Lateran University Press, Città del Vaticano 2008, p. 419. 41.  Benedicto XVI, Exh. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 40. 42. Cf. Josemaría Escrivá, Camino, n. 541, Rialp, Madrid 199459.

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lugar, pero también exteriores– igualmente sagradas. Actitudes que están muy lejos tanto del hieratismo como de una familiaridad chata que banaliza las palabras y los gestos 43. Efectivamente, como se lee en la Plegaria eucarística II, el Señor nos ha concedido el don de «astare coram te et tibi ministrare». Este «ministrare», «servir», implica y presupone una cercanía y familiaridad buena con el Señor. Pero conviene tener siempre presente que «… esta familiaridad encierra también un peligro: el de que lo sagrado con el que tenemos contacto continuo se convierta para nosotros en costumbre. Así se apaga el temor reverencial. Condicionados por todas las costumbres, ya no percibimos la grande, nueva y sorprendente realidad: él mismo está presente, nos habla y se entrega a nosotros. Contra este acostumbrarse a la realidad extraordinaria, contra la indiferencia del corazón debemos luchar sin tregua, reconociendo siempre nuestra insuficiencia y la gracia que implica el hecho de que él se entrega así en nuestras manos. Servir significa cercanía, pero sobre todo significa también obediencia» 44.

Por tanto, el «ars celebrandi» supone la correcta celebración de la liturgia y de los sacramentos en general, realizada con participación interior. Especialmente en los sacerdotes, este ars celebrandi constituye una gran catequesis, cada vez más necesaria, pues «el Pueblo de Dios necesita ver, en los sacerdotes y en los diáconos, un comportamiento lleno de reverencia y de dignidad, que sea capaz de ayudarle a penetrar las cosas invisibles, incluso sin tantas palabras y explicaciones» 45. «Me parece, decía Benedicto XVI, que la gente 43.  Cf. E. Bianchi, «Ars celebrandi. L’Eucaristia, fonte della spiritualità del presbitero», La Rivista del Clero Italiano (2007/5), 328-334. 44.  Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa Crismal, 20.III.2008. 45.  Juan Pablo II, Mensaje a la Asamblea Plenaria de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, 21.IX.2001.

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percibe si realmente nosotros estamos en coloquio con Dios, con ellos y, por decirlo así, si atraemos a los demás a nuestra oración común, si atraemos a los demás a la comunión con los hijos de Dios; o si, por el contrario, solo hacemos algo exterior» 46. Sin que esto implique un exhibicionismo que transforma la liturgia en «teatro» y que es fruto de un exceso de expresión sentimental o de la excesiva inspiración personal. En este caso el sacerdote deja de «ser signo» de Cristo, deja de ser su servidor para seducir, atraer a sí mismo 47. A su vez, un adecuado arte de celebrar constituye un eficaz factor de unidad. Como recordaba Benedicto XVI, «la garantía más segura para que el Misal de Pablo VI pueda unir a las comunidades parroquiales y sea amado por ellas consiste en celebrar con gran reverencia de acuerdo con las prescripciones; esto hace visible la riqueza espiritual y la profundidad teológica de este Misal» 48. Por último nos detenemos en un aspecto que pensamos es preciso cultivar con más esmero, para poder celebrar desde dentro y hacer posible la adoración: la experiencia del silencio. Resulta necesario «para lograr la plena resonancia de la voz del Espíritu Santo en los corazones y para unir más estrechamente la oración personal con la Palabra de Dios y la voz pública de la Iglesia» (Institutio generalis Liturgiae Horarum, 202) 49. El silencio «como un viaje comunitario hacia el interior, como interiorización de la palabra y los signos, como liberación de los papeles que esconden lo verdadero, es imprescindible para una participatio actuosa verdadera. El silencio hace posible el sosiego, la calma en la que el hombre hace suyo 46.  Benedicto XVI, Encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Albano, 31.VIII.2006. 47. Cf. Benedicto XVI, Exh. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 23. 48.  Benedicto XVI, Carta a los Obispos que acompaña a la Carta apost. motu proprio data Summorum Pontificum, 7.VII.2007. 49.  Juan Pablo II, Carta apost. Spiritus et Sponsa, 4.XII.2003, n. 13.

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lo duradero» 50. En definitiva, el silencio es también un elemento fundamental del ars celebrandi 51. Uno de estos momentos de silencio, indicados por la misma liturgia y que no interrumpen la acción litúrgica, sino que forman parte integrante de ella, son las oraciones que el sacerdote reza en voz baja antes y al finalizar la proclamación del Evangelio, en algunos momentos de la presentación de los dones y antes de la comunión. Estas oraciones invitan al sacerdote a personalizar su tarea, a entregarse al Señor, también con su mismo yo 52. Son al mismo tiempo un modo excelente de encaminarse con los demás al encuentro del Señor, de manera enteramente personal, pero a la vez yendo junto con los otros 53. Si bien los fieles no escuchan las oraciones secretas, el hecho mismo de ver al celebrante recitarlas les recuerda la importancia de esos gestos que se cumplen a lo largo de la celebración 54. Estas oraciones se presentan pues como una ayuda para ese celebrar «desde dentro», partiendo del Señor y en comunión con Él. En realidad el silencio hace posible la adoración porque facilita descubrir la presencia de Dios a lo largo de la celebración: en los ritos iniciales, cuando los saludos y el silencio previos a la oración colecta nos ayudan a reconocernos en la presencia de Dios; en la liturgia de la Palabra, donde ritus et preces, especialmente en la proclamación del Evangelio, nos muestran a Dios mismo que nos habla y espera nuestra respuesta; en la liturgia eucarística y la comunión, donde el silencio de asentimiento y unión, el rezar con 50. J. Ratzinger, La fiesta de la fe, p. 99. 51. Cf. Benedicto XVI, Exh. apost. post. Verbum Domini, n. 66. 52. Cf. Misal Romano, IGMR, n. 33. 53.  Cf. J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, pp. 237-238. 54.  Cf. E. Lodi, «Les prières privées du prêtre dans le déroulement de la messe romaine», en L’Eucharistie: célébrations, rites, piétés, CLV-Edizioni Liturgiche, Roma 1995, p. 257.

Ars celebrandi y adoración

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el cuerpo que se arrodilla nos hacen repetir con santo Tomás «Dominus meus, et Deus meus!» y nos conducen a prolongar durante la jornada lo vivido en la celebración. Hemos de concluir y lo hacemos recordando las grandes ideas que hemos tratado de exponer brevemente a lo largo del capítulo. La celebración es oración, coloquio con Dios, de Dios con nosotros y de nosotros con Dios. Así como la oración, el diálogo de amor obediente que se identifica con la persona amada, caracteriza la vida de Jesús, así, por obra del Espíritu Santo, ha de caracterizar también la vida de cada cristiano. De ahí que, la liturgia, medio por el que el Señor se hace presente y nos ha dejado para transformarnos y unirnos a Él, gracias al Espíritu Santo, para adorar al Padre, es necesario que se caracterice por la oración. La liturgia es escuela de oración, diálogo con Dios. En este diálogo, en el que Dios toma siempre la iniciativa, las palabras de la liturgia preceden a nuestra mente. Como consecuencia, se trata de «entrar», de «conformarse» a las palabras y gestos de la liturgia por medio de los cuales adquirimos los sentimientos de Cristo y por acción del Espíritu Santo nos hacemos una sola cosa con Él. Ars celebrandi que se traduce en oración que transforma en Cristo por obra del Espíritu Santo y así en adoración nos unimos al Padre. Bibliografía fundamental Selección de textos de Benedicto XVI sobre liturgia en www.collationes.org.

13 La adoración en la vida monástica Ignasi M. Fossas 1, OSB

Abordar el tema de la adoración en la vida monástica es difícil por la amplitud y la complejidad de los dos términos en cuestión. En otros capítulos de esta obra se profundiza sobre la riqueza del concepto «adoración» así como de su amplio campo semántico. Por otra parte, cualquiera que se haya asomado mínimamente al estudio del fenómeno monástico cristiano sabe que es un ámbito muy vasto y abigarrado, tanto en el espacio como en el tiempo. Finalmente, hay que afrontar la cuestión metodológica, que tampoco es fácil. Se podría enfocar el tema a partir de la alabanza en el oficio divino como expresión concreta de la adoración debida a la santidad de Dios. También se podría tratar de la actitud de reverencia

1.  Ignasi M. Fossas i Colet es monje benedictino de la Abadía de Montserrat. Se licenció en Medicina por la Universidad de Barcelona (1977-1983). En 1986 ingresó en la Abadía de Montserrat, donde comenzó su formación teológica, completada con la licencia en Liturgia por el Pontificio Istituto Liturgico Sant’Anselmo in Urbe (1993-1996). Hizo la profesión simple el 3 de septiembre de 1988 y la solemne el 21 de marzo de 1992. Fue ordenado presbítero por Mons. Pere Tena el 30 de noviembre de 2002. Desde 1996 es profesor en el Instituto Superior de Liturgia de Barcelona y en el Studium Teológico de la Abadía de Montserrat. El día 1 de octubre de 2011 fue nombrado prior de la Abadía.

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en la oración, así como de la oración pura, que no son otra cosa que sinónimos de la adoración misma. Para salvar estas dificultades, hemos optado por ceñirnos a un solo texto monástico, la Regula Monachorum, más conocida como Regla de san Benito (RB) 2, y a analizar la presencia en el mismo del verbo adorare. En el cap. 53, 6-7 de RB leemos lo siguiente: Y muéstrese en esta salutación a todos los que llegan o marchan la mayor humildad: con la cabeza inclinada o postrado todo el cuerpo en tierra, adórese en ellos a Cristo (Christus in eis adoretur), que es a quien se recibe. Este es el único lugar en toda la RB donde aparece el verbo adorare. Su ubicación nos permitirá decir algo sobre cómo concebía san Benito el modo de vivir la adoración en la vida monástica. El cap. 53 de RB trata de cómo se ha de recibir a los huéspedes. Nos hallamos, pues, en la parte de la Regla dedicada a la administración y organización del monasterio entendido como «Casa de Dios». Este capítulo se suele agrupar, junto con los que le siguen (RB 54-57), dentro del apartado que rige las relaciones del monje y del monasterio con el exterior. Puede llamar la atención a un lector contemporáneo que el término adorare o adoratio no aparezca en ninguno de los capí2.  G. Colombás, O. Cunill, L. Sansegundo (ed.), San Benito. Su vida y su Regla [Biblioteca de Autores Cristianos 115], Madrid 1968, 789 pp. No hace falta insistir sobre el valor y la importancia de este texto del siglo vi, que sintetiza de forma muy original la doctrina monástica nacida en Oriente (Egipto, Palestina, Siria) y reelaborada en el Occidente latino. A partir de los siglos viii-ix, se convirtió en la regla monástica por antonomasia en Occidente. Está formada por un prólogo doctrinal y setenta y tres capítulos, que se pueden agrupar bajo los siguientes apartados: 1. Constitución orgánica del monasterio (RB 1-3); 2. El arte espiritual (RB 4-7); 3. La oración (RB 8-20); 4. Régimen interior y código penitencial (RB 21-30); 5. Administración del monasterio como «casa de Dios» (RB 31-57); 6. La comunidad (RB 58-65); 7. Conclusión (RB 66: el portero y la clausura); 8. Adiciones: normas para mantener el espíritu y la vida de comunidad (RB 67-72); 9. Epílogo RB 73.

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tulos de la RB dedicados a la oración (RB 8-20), y ni tan solo en el capítulo inmediatamente precedente (RB 52) que trata del oratorio del monasterio. Sin embargo, esto es coherente con el conjunto del lenguaje de RB, que reserva para estos capítulos la expresión «estar en presencia de Dios» 3. Con este paralelismo entre la adoración a Cristo y la acogida al huésped, aparece, ya, un primer mensaje respecto al tema que nos ocupa, y que podríamos formular así: la adoración, en la vida monástica según san Benito, está estrechamente relacionada con las mediaciones humanas. Según la RB, y de acuerdo con el precepto evangélico (Mt 25, 35), no es posible separar a Dios y al prójimo cuando se trata de poner en práctica la adoración 4. Esta observación es interesante si tenemos en cuenta que estamos hablando de la vida monástica, que es percibida (y quizás presentada) a menudo como una vocación que comporta el distanciamiento del mundo, el alejamiento y la soledad con el objetivo de dedicarse primordialmente a las cosas de Dios. El capítulo dedicado a los huéspedes, que es pues objeto de nuestro estudio, comienza con una clara referencia cristológica: A todos los huéspedes que llegan la monasterio recíbaseles como al mismo Cristo, pues Él ha de decir: «Huésped fui y me recibisteis» (Mt 25, 35) (RB 53, 1). Esta expresión: tamquam Christus suscipiantur debe inspirar y sostener el tratamiento que los monjes tributan al huésped. Encontramos aquí el fundamento teológico-cristológico que permitirá más adelante dar un paso más y pasar del verbo recibir (suscipere) al verbo adorar (adorare). Puesto que se recibe a Cristo 3.  Así, por ejemplo, en RB 19 donde trata del modo de salmodiar, encontramos la siguiente afirmación: Consideremos, pues, de qué manera hemos de asistir ante la presencia de la Divinidad y de sus ángeles, y estemos en la salmodia de tal modo que nuestra mente concuerde con nuestros labios (RB 19, 6-7). 4.  Es una idea recurrente en varios capítulos de este libro: cf. capítulo 7 de Manuel Aroztegi y capítulo 15 de Angelo Lameri. [Nota del Editor].

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en el huésped, asimismo se adora a Cristo en el mismo huésped: adórese en ellos a Cristo (Christus in eis adoretur), que es a quien se recibe (qui et suscipitur) (RB 53, 7). El capítulo 53 continúa concretando cómo se debe llevar a cabo este gesto de hospitalidad. En primer lugar saldrán al encuentro el superior y los monjes con la más obsequiosa caridad (RB 53, 3), seguidamente y ante todo oren juntos y dense mutuamente la paz (RB 53, 4) para evitar las ilusiones diabólicas (RB 53, 5). La actitud de humildad hacia el huésped tiene una clara expresión corporal, de acuerdo con la antropología monástica: con la cabeza inclinada o postrado todo el cuerpo en tierra (RB 53, 7). Seguidamente se debe ofrecer al huésped el alimento espiritual y el corporal, por este orden. Así pues, el superior o quien este mandare, se sentará con el huésped y se leerá en su presencia la Ley divina para que se edifique, y después de ello se le obsequiará con el mayor agasajo (omnis ei exhibeatur humanitas) (RB 53, 8-9). Después de haber escuchado las Sagradas Escrituras se ofrecerá al huésped el alimento corporal: el abad se sentará a la mesa con él, quebrantando si hace falta el ayuno a no ser que sea uno de los principales días en que no pueda violarse (RB 53, 10) 5, no sin antes ofrecerle aguamanos y haberle lavado los pies, gesto que deben realizar tanto el abad como toda la comunidad (RB 53, 12-13). El texto añade a continuación el canto del Salmo 47, 10, en la línea tan típica de san Benito de ritualizar y de armonizar la dimensión corporal y la espiritual en los actos más importantes de la vida del monje: Concluido el lavatorio, digan este verso: «Hemos recibido, Señor, tu misericordia en medio de tu templo» (RB 53, 14). El capítulo 53 termina con varias disposiciones prácticas, en consonancia con la típica preocupación 5.  Para facilitar esto, y dado que los huéspedes nunca faltan en el monasterio (RB 53, 16) la Regla tiene previsto que el abad pueda comer aparte con los huéspedes (RB 53, 16 … haya cocina aparte para el abad y los huéspedes, RB 56 De la mesa del abad ).

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de San Benito por los detalles concretos. Así, como ya hemos indicado, dispone que haya una cocina aparte para el abad y los huéspedes (RB 53, 16), con dos hermanos destinados a ella y con ayudantes, si es preciso, para que los hermanos sirvan sin murmuración (RB 53, 17-18). Igual como ocurre con la enfermería y con el noviciado, prescribe que se confíe a un monje cuya alma esté poseída del temor de Dios el cuidado de la hospedería, en la cual haya camas preparadas en número suficiente, y sea la casa de Dios sabiamente administrada por hombres sabios (et domus Dei a sapientibus et sapienter amministretur) (RB 53, 21-22). Para finalizar recuerda que los monjes que no hayan recibido un encargo especial en relación con los huéspedes, deben ser muy sobrios en sus relaciones con ellos, limitándose a saludarles humildemente y pedirles la bendición (RB 53, 24). Los estudiosos de la RB han subrayado los cambios que introdujo san Benito en su texto respecto a las fuentes utilizadas, la más importante de las cuales fue la Regla del Maestro (RM). 6 Así pues, hay que considerar como original de la RB la referencia evangélica: Huésped fui y me recibisteis (Mt 25, 35), que –como ya hemos visto– es el fundamento de la actitud de recibir al huésped como a Cristo, y que, por lo tanto, debe tributarse a todos, en especial a nuestros hermanos en la fe y a los peregrinos. Al hilo de esta cita, es asimismo original de RB la actitud de la postración de todo el cuerpo en tierra, como signo de que en ellos se adora a Cristo, que es a quien se recibe. A partir, pues, de la referencia cristológica inicial, RB 53 supera la sospecha y la desconfianza de RM hacia los huéspedes y los forasteros que acuden al monasterio, para convertirla en ocasión de encuentro adorante con el Señor, que debe expresarse en la humanitas, es decir en la máxima solicitud por el bien del huésped. 6.  En este campo, el autor de referencia sigue siendo A. de Vogüé, La Règle de Saint Benoït. Commentaire historique et critique, tome VI [Sources Chrétiennes 186], Du Cerf, Paris 1971, pp. 1255-1279.

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Volvamos al versículo que nos ocupa (RB 53, 7). Es interesante notar que la dimensión cristológica de la vida monástica y su concreción a través de las mediaciones humanas se hallan presentes también en otros lugares de la RB. Así, el abad debe escuchar a todos los hermanos, incluso a los jóvenes, porque a menudo revela Dios al más joven lo que es mejor (RB 3, 3). La escucha de la voluntad de Dios pasa, pues, por la escucha de los hermanos. Lo mismo volvemos a encontrar en el capítulo dedicado a los enfermos: ante todo y sobre todo se debe cuidar de los enfermos, de modo que se les sirva como a Cristo en persona, porque Él mismo dijo: «Enfermo estuve y me visitasteis»; y «Lo que hicisteis a uno de estos pequeñuelos, a mí me lo hicisteis» (RB 36, 1-3). Al tratar de la obediencia, se repite el mismo principio: porque la obediencia que a los superiores se presta, a Dios se presta, supuesto que Él mismo dijo: «El que a vosotros oye, a mi me oye» (Lc 10, 16) (RB 5, 15). 7 Esta virtud de la obediencia no solo debe tributarse por todos al abad, sino que también deben los monjes obedecerse mutuamente (RB 71, 1). Podríamos multiplicar los paralelismos: escuchar a Dios implica escuchar a los hermanos; servir a Cristo implica servir a los hermanos enfermos; obedecer a Dios comporta obedecerse mutuamente y a los superiores… No es de extrañar que en la Alta Edad Media, los monjes participaran de la corriente teológica que identificaba el corpus (Christi) verum con el prójimo, con el hermano, así como con la Iglesia, y el corpus (Christi) mysticum (sacramental) con el cuerpo eucarístico, es decir con el pan consagrado. De hecho, ya en siglo ix, destacados monjes como Ruperto de Deutz, Pascasio Radberto, Ratramno o Rabano Mauro discutieron sobre el modo de la presencia de Cristo en la Eucaristía y más tarde, en el siglo xi Lanfranco, abad de Bec, 7.  Hay que leer esta prescripción a la luz del conjunto de la RB, en la cual su autor contempla la posibilidad del diálogo con el superior ante la posibilidad de que a uno se le encomienden cosas imposibles (RB 68).

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protagonizaría la conocida controversia en torno a la realidad de la presencia de Cristo en la eucaristía. Con el desarrollo de dicha controversia, se llegaron a invertir los términos anteriores, de modo que el corpus verum pasó a ser el pan eucarístico y el corpus mysticum pasó a designar a la comunidad, a la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, con las consecuencias que esto tuvo hasta nuestros días 8. Llegados a este punto, cabe señalar tan solo la evolución de la práctica ritual de la acogida de los huéspedes en los monasterios. Como es lógico suponer, en la actualidad se intenta conservar el espíritu y las actitudes interiores de la hospitalidad tal como los indica san Benito en la RB, pero no se aplican literalmente. Si el abad y los monjes salieran a recibir a todos los huéspedes, muchos días no pararían de ir y venir, y si además se echaran al suelo para saludarles, probablemente provocarían en los huéspedes reacciones contrarias a las que originariamente motivaron estos ritos. Sin embargo, es interesante notar que el rito del lavatorio de los pies y de la postración, se ha desplazado del huésped al postulante que se dispone a entrar en el noviciado. El conjunto ritual que san Benito había previsto para recibir al huésped: lectura de la Escritura, ósculo de paz, postración, lavatorio de los pies, proclamación de Ps 47, 10, se ha desplazado al rito de la entrada en el noviciado. Si bien ha cambiado el contexto comunitario y a la vez se ha reducido el número de sus destinatarios, sigue siendo válido el esquema propuesto por san Benito: la adoración a Dios, o a Cristo, está inseparablemente unida a la relación fraterna y al amor al prójimo, que se debe expresar en lo concreto de la vida cotidiana. Como decíamos al principio de este artículo, para afrontar el tema de la adoración en la vida monástica cabía la posibilidad de tratar bien sobre la adoración en el Oficio divino a partir de la 8.  H. de Lubac, Corpus mysticum. L’Eucaristie et l’Église au Moyen Age. Étude historique, Aubier, Paris 1949, 374 pp.

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conciencia de estar ante la presencia de Dios, o bien comentando la famosa frase de la Regla de san Benito, cuando dice que los monjes debemos estar en la salmodia (en el Oficio) de tal modo que nuestra mente concuerde con nuestros labios (ut mens nostra concordet voci nostrae) (RB 19, 7). Tratar de la adoración en la vida monástica puede significar abordar estos temas, sin duda. Pero aquí hemos optado por otro camino, que creemos justificado por razones filológicas y teológicas, que aporta algo interesante porque invierte el esquema habitual y que se podría resumir así: cuando hablamos de adoración en seguida pensamos en el ámbito de la oración y de la liturgia, mientras que en la tradición monástica, sin negar esto –claro está– se apunta también al prójimo, a las mediaciones humanas de la adoración.

14 La exposición del Santísimo Sacramento: implicaciones celebrativas, teológicas y pastorales Concepción González, PDDM 1 La exposición del Santísimo Sacramento

Sumario: 1. Introducción. 2. El libro litúrgico: el Ritual de la sagrada comunión y del culto a la Eucaristía fuera de la Misa. 3. Varias formas de culto a la Sagrada Eucaristía. 4. Conclusión.

1. Introducción Si en los años posteriores al Vaticano II se vivió en la Iglesia una penosa «desafección» al culto eucarístico fuera de la Misa, en este último período se está promocionando ampliamente, con el ferviente apoyo de los papas y demás pastores de la Iglesia. Son muchas las parroquias que los jueves, antes o después de la celebración eucarística, exponen el Santísimo Sacramento y cada vez más fieles participan en la oración silenciosa ante la Eucaristía. En las diócesis, con el apoyo o tal vez por iniciativa de los mismos obispos, aumentan las capillas, parroquias en las que se organiza la adoración perpetua. 1.  Religiosa Discípula del Divino Maestro, en la Familia Paulina. Además del servicio en su Congregación, dedicó varios años a la docencia de la liturgia en los Centros de la Universidad Eclesiástica San Dámaso, de los Claretianos y de Verbum Dei.

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En la Exhortación apostólica Evangelii Gaudium (EG) el papa Francisco hace una referencia explícita al tema: «La Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración, y me alegra enormemente que se multipliquen en todas las instituciones eclesiales los grupos de oración, de intercesión, de lectura orante de la Palabra, las adoraciones perpetuas de la Eucaristía» (EG n. 262). También san Juan Pablo II, en la Carta apostólica Mane nobiscum, Domine, con la que convocaba el Año de la Eucaristía, expresaba así sus esperanzas para la Iglesia: «Aunque el fruto de este Año fuera solamente avivar en todas las comunidades cristianas la celebración de la Misa dominical e incrementar la adoración eucarística fuera de la Misa, este Año de gracia habría conseguido un resultado significativo» (MND n. 29). Otro fuerte estímulo para el incremento de la adoración eucarística han sido las vigilias de adoración de las Jornadas Mundiales de la Juventud. No podemos olvidar, entre otras, la vigilia en Cuatro Vientos en agosto de 2011, con la fuerte tormenta de lluvia y viento que no impidieron que miles de jóvenes hincaran sus rodillas para adorar a Jesucristo el Señor, presente en la Custodia. A ello animó ciertamente el ejemplo de devoción serena del mismo santo padre emérito Benedicto XVI. Lo mismo hay que decir de la vigilia prolongada de oración-adoración, en septiembre de 2013, en la misma plaza de san Pedro en el Vaticano, pidiendo por la paz en Siria. Sin duda asistimos a una renovación espiritual que, no obstante, necesita dar razón de su fe. A veces se tiene la impresión de que, junto con el desarrollo de las horas de adoración en muchos lugares, muchos fieles no han asimilado con profundidad la rica doctrina y la teología eucarística y espiritual contenida en algunos documentos oficiales de la Iglesia: la misma Instrucción Eucharisticum Mysterium (EM) o el libro litúrgico que regula el culto a la Eucaristía fuera de la Misa. Son documentos que reflejan la

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conciencia de la Iglesia sobre el tesoro que le ha sido confiado, y el modo en que podemos acercarnos a tan admirable Sacramento. Se puede y se debe adorar a Jesucristo el Señor presente en el Sagrario. Creemos con fe viva que él está real y sustancialmente presente en la Eucaristía, y le adoramos con fe profunda. Entre las distintas formas de culto a la Eucaristía fuera de la Misa queremos detenernos en la Exposición del Santísimo. Lo haremos a partir de los textos del Ritual correspondiente, que pasamos a comentar a continuación. 2. El libro litúrgico: el Ritual de la Sagrada Comunión y del culto a la Eucaristía fuera de la Misa La reforma litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II nos ha ofrecido, además del Misal Romano (el libro de altar y los leccionarios) y de los Rituales de los Sacramentos, el Ritual que regula lo relativo a la sagrada comunión y al culto a la Eucaristía fuera de la Misa (RSCCE). Como es bien sabido, todos los libros litúrgicos promulgados desde la reforma promovida por el Concilio Vaticano II hacen preceder al desarrollo ritual –a las rúbricas– los «Prenotandos» u «Observaciones previas» para que, «a través de los ritos y oraciones», todos podamos comprender bien la liturgia, el Misterio que celebramos. El Decreto de promulgación de este Ritual parte con la afirmación de un principio fundamental, que es como el «pilar» que explica las relaciones entre la celebración eucarística y el culto fuera de la Misa: «La celebración de la Eucaristía en el sacrificio de la Misa es realmente el origen y el fin del culto que se le tributa fuera de la Misa». Después de las Observaciones generales previas, el Ritual presenta la siguiente estructura: en los capítulos I y II habla de la

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«Sagrada Comunión fuera de la Misa y la Comunión y el Viático llevados a los enfermos por un ministro extraordinario»; en el capítulo III trata de las «Varias formas de culto a la sagrada Eucaristía». Expone ampliamente el tema de la primera forma de culto: «la exposición de la sagrada Eucaristía», objeto principal de nuestra reflexión. Seguidamente presenta de forma más breve, «las procesiones» y «los congresos eucarísticos». Es una presentación que quiere destacar su dimensión teológico-pastoral, casi mistagógica, que va introduciendo en la comprensión de los diversos ritos, a través de los signos sensibles, tal como lo quiso la Constitución Sacrosanctum concilium (SC n. 48). Una lectura de las notas a pie de página revela que la fuente principal y casi única a la que se acude continuamente para la elaboración del Ritual es la Instrucción Eucharisticum Mysterium, promulgada por la Congregación de Ritos y el Consilium en mayo de 1967. El Ritual asume las conquistas realizadas por la EM, traduciendo en la práctica sus contenidos. 3. Varias formas de culto a la Sagrada Eucaristía Detengámonos en el capítulo III y sus tres números de introducción general al culto a la Eucaristía, donde se perfila una verdadera teología eucarística y litúrgica. Comienza el número 79 recomendando «con empeño» la devoción a la Eucaristía, «también fuera de la Misa». Con este número, ya de entrada, por lo menos implícitamente, se reconoce que el culto, la adoración al Misterio eucarístico, tiene un primer momento, que es «la celebración del sacrificio eucarístico», «fuente y punto culminante de toda la vida cristiana», y «el origen y el fin del culto a la Eucaristía fuera de la Misa» (RSCCE n. 2). El inciso «también fuera de la Misa», parece querer indicar que el culto de adoración

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es como prolongación de la celebración, doctrina que declara explícitamente el Ritual en sus primeros números: «… para prolongar la gracia del sacrificio» (RSCCE n 4). Todo esto nos lleva a afirmar, ya desde el principio, que el culto a la Eucaristía fuera de la Misa, la adoración eucarística, no es tanto un «momento extracelebrativo», cuanto la actitud que corresponde a todo acercamiento a la Eucaristía, partiendo del momento de la misma celebración. Es precisamente la celebración la que suscita y forma «los verdaderos adoradores en Espíritu y en verdad». Por eso, el culto eucarístico nunca será un sustitutivo de la Misa; el Santísimo Sacramento prolonga la presencia del Señor y su sacrificio, suscita el deseo de la plena comunión sacramental, actualiza y profundiza la gracia de la participación en el Memorial del Señor 2. El número siguiente amplía la reflexión sobre estos mismos principios y sitúa con equilibrio el culto eucarístico entre el sacrificio eucarístico, del que procede, y de la comunión, a la que se destina. El creyente que adora a Cristo Jesús en la Eucaristía percibe la profunda unidad: la Misa como origen y la comunión como fin. El culto de adoración no se presenta, pues, en el Ritual como un momento cerrado de coloquio adorante 3, sino como prolongación, mistagogía, que lleva a «participar más plenamente en el misterio pascual, y a responder con agradecimiento al don de aquel que por medio de su humanidad infunde continuamente la vida en los miembros de su Cuerpo».

2.  Escribe el papa emérito Benedicto XVI a este propósito: «La adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia […]. La adoración prolonga e intensifica lo acontecido en la misma celebración litúrgica» (Exh. apost. Sacramentum caritatis, n. 66). 3.  Dice el n. 80: «Permaneciendo ante Cristo, el Señor, disfrutan de su trato intimo, le abren su corazón por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo».

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Jesucristo presente en el Sacramento es el mismo que, por la invocación del Espíritu Santo y en virtud de las palabras de la Institución en el marco de la Plegaria eucarística, está vivo en el corazón de la celebración: Cristo muerto y resucitado, el Sacerdote y Mediador que conduce al Padre, la Víctima que reconcilia y que se nos da en alimento. La presencia real y sustancial del Señor en el sagrario, o expuesto en el altar, es un recordatorio, un verdadero memorial del Sacrificio eucarístico del cual proviene, y de la comunión sacramental y espiritual a la que tiende como objetivo final y consumación plena. La fe en esta realidad lleva a tener presente en la mentalidad, en la oración y en la vida la inseparable unidad entre la adoración eucarística y la celebración: «… la piedad que impulsa a los fieles a adorar la santa Eucaristía los lleva a participar más plenamente en el misterio pascual». Porque el tiempo prolongado y el «trato admirable» del que saca el cristiano «aumento de fe, esperanza y caridad», fomenta a la vez «las disposiciones debidas» para celebrar «con la devoción conveniente el memorial del Señor y recibir frecuentemente el pan que nos ha dado el Padre». El número 81 expone otro principio: la relación profunda entre la oración ante la Eucaristía y la comunión sacramental, subrayando el fin común que une la adoración eucarística y la sagrada comunión. Ambas tienden a la «comunión = común-unión» con Cristo el Señor: «… la Presencia proviene del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual». Jesucristo en la comunión renueva el «pacto» que nos impulsa a mantener en nuestras costumbres y en la vida lo que a través de los «gestos y las palabras» de la celebración eucarística hemos celebrado y recibido por la fe y el sacramento. Se subraya aquí el principio de la conexión profunda entre celebración-adoración-vida, porque la vida eucarística se ha de manifestar también «en las costumbres», para que, «con alegría y fortaleza», discurran en el esfuerzo «por

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impregnar al mundo del espíritu cristiano», siendo así «testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana». 3.1.  La exposición de la Sagrada Eucaristía Con el número 82 el Ritual pasa a tratar el tema de la primera forma de culto a la Eucaristía fuera de la Misa, la «exposición del Santísimo Sacramento», recordando de nuevo cuanto se ha dicho sobre la doble finalidad de la exposición: «… lleva a reconocer la maravillosa presencia de Cristo e invita a la unión de corazón con él». De esta forma el Ritual subraya el vínculo entre el culto eucarístico y la comunión sacramental y anima a que la relación con la Misa aparezca claramente en los signos de la misma exposición del Santísimo Sacramento, evitando «cuidadosamente todo lo que en algún modo pueda oscurecer el deseo de Cristo, que instituyó la Eucaristía ante todo para que fuera nuestro alimento». Parece que el leitmotiv del Ritual, como ya lo era de EM, es el principio de la unidad de todo el Misterio eucarístico. Lo dice claramente el número 4: «Para ordenar y promover rectamente la piedad hacia el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, hay que considerar el misterio eucarístico en toda su amplitud, tanto en la celebración de la Misa como en el culto de las sagradas especies, que se conservan después de la Misa para prolongar la gracia del sacrificio». Teniendo en cuenta el desarrollo de la piedad eucarística a lo largo de la historia de la Iglesia, reconocemos que se había hecho necesario y urgente aclarar y subrayar este principio. Es una aportación que se ha demostrado que equilibra la teología y la espiritualidad eucarísticas. El Espíritu Santo, que, según la promesa de Jesús, conduce a su Iglesia a la verdad plena, la ilumina según las necesidades, a lo largo de toda su historia. La sencillez de algunos signos –como recuerdan los números 84 y 85– nace como consecuencia del principio recién citado: delante del Santísimo Sacra-

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mento, presente en el sagrario o expuesto a la adoración pública, «se hace genuflexión sencilla»; y el número de cirios o velas que se encienden, para la exposición han de ser «los mismos que en la Misa». La simbología de las luces en la liturgia nos es arbitraria. Enseña la Ordenación General del Misal Romano que los cirios encendidos son «expresión de veneración o de celebración festiva» 4. Hay datos sobre su colocación sobre el altar desde al menos la primera mitad del siglo xi; costumbre que se generalizó cada vez más, aunque hay algunos testimonios –miniaturas de los siglos xiii y xiv– que representan los candeleros sostenidos por los acólitos 5. En el caso de la exposición prolongada, la Iglesia recomienda que cada año, en los lugares donde normalmente queda reservada la Eucaristía, se tenga una exposición solemne «para que la comunidad local pueda meditar y adorar más intensamente este misterio» (RSCCE n. 86). Al mismo tiempo establece una condición de la que depende la mayor o menor duración de la misma: «Esta exposición se hará solamente si se prevé una asistencia conveniente de fieles». Como se ve, queda destacado el carácter comunitario de la participación y el respeto al Sacramento por la presencia de un número suficiente de adoradores 6. Sobre la exposición breve de la Sagrada Eucaristía trata el número 89, que coincide en gran parte con lo que establece el número 95 al hablar de la adoración: no se puede exponer el Santísimo únicamente para dar la bendición; y añade que «antes de la bendición con el Santísimo Sacramento, se dedique un tiempo conveniente a la lectura de la Palabra de Dios, a los cánticos, a las preces y a la ora4.  Cf. OGMR, nn. 117. 307. Los candelabros sobre el altar remiten al texto del Apocalipsis 1, 12-13. 5.  Cf. M. Righetti, Historia de la liturgia, vol. I, Editorial Católica, Madrid 1956, pp. 493 ss. 6.  Por eso el n. 88 permite reservar el Santísimo Sacramento en horas previamente determinadas cuando falte un número conveniente de adoradores.

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ción en silencio prolongada durante algún tiempo». No se determina el tiempo, pero, por el contenido de la adoración, se comprende que la exposición de la Sagrada Eucaristía no es un rito al que se recurre para cualquier momento de oración. Exponer el Santísimo Sacramento con demasiada facilidad, para cualquier ocasión en que se disponga de un poco de tiempo, no responde a la finalidad que expresaba el número 82 del Ritual, tomado del número 60 de la EM, y que merece la pena volver a citar: «… la exposición de la sagrada Eucaristía […] lleva a reconocer en ella la maravillosa presencia de Cristo e invita a la unión de corazón con él». Este es el fin por el que se «expone» la Sagrada Eucaristía, y es importante subrayar también el elemento que se recuerda explícitamente en los números 89 y 95: «… la oración en silencio prolongada durante algún tiempo». Quizás sea precisamente el «silencio» uno de los elementos propios y que más atrae e invita a la adoración, sobre todo a las jóvenes generaciones. La liturgia renovada pide expresamente el silencio no solo en la adoración extra Missam, sino en varios momentos de la celebración eucarística, momentos que dan a la celebración un ritmo sereno que permite a todos ir sintonizando con lo que celebran, oyen y dicen. Este silencio, con el adjetivo de «sagrado» ya se había pedido en la Sacrosanctum concilium entre los elementos que ayudan a «promover la participación activa», que es la principal preocupación de toda la reforma litúrgica conciliar: aclamaciones, respuestas, salmodia, antífonas, cantos, acciones o gestos y posturas corporales… un silencio sagrado (cf. SC n. 30). En la misma dirección se mueve la introducción a otro libro litúrgico, la Liturgia de las Horas. Cuando se refiere a los momentos de silencio, expresa así el fin que se persigue: «… lograr la plena resonancia de la voz del Espíritu Santo en los corazones y para unir más estrechamente la oración personal con la Palabra de Dios y la voz pública de la Iglesia, es lícito dejar un espacio se silencio» (n. 202). El silencio en la adoración de la Eucaristía nos dispone a

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una participación orante, nos prepara para entrar en el misterio y en el tiempo de Dios, en la nube de Dios que nos envuelve a todos (Ex 13, 22); en la «teofanía» en la que el Señor se hace presente en el altar para ser ofrecido al Padre por la salvación del mundo 7. En este sentido el uso del incienso –que siempre puede utilizarse (n. 85)– refuerza con su simbología esta misma idea. Aquí podemos hacer un inciso del todo pertinente. Después de hablar del culto a la Eucaristía en general, el número 90 se refiere a la adoración en las comunidades religiosas. En estas comunidades se aseguraría entonces la continuidad, junto a la intensificación del espíritu de adoración, aunque el número de adoradores se tenga que reducir, según las posibilidades de las distintas comunidades. El Ritual subraya la razón fundamental de esta concesión: «… también de esta forma, según las normas del Instituto, aprobadas por la Iglesia, ellos adoran y ruegan a Cristo, el Señor, en el Sacramento, en nombre de toda la comunidad y de la Iglesia». 3.2.  Algunas consideraciones sobre el Rito de la exposición y la Bendición eucarística. Las procesiones eucarísticas La secuencia ritual es de una gran sencillez y deja una amplia libertad de elección. Se estructura en cuatro partes: la exposición, la adoración, la bendición y la reserva. Queremos en estas líneas comentar dos expresiones de los números que orientan esta celebración (nn. 93-100). La primera trata del lugar de la exposición: el altar cubierto con un mantel, tal como se lee en el número 93: «Póngase el copón o la custodia sobre la mesa del altar». Sigue la concesión –«se puede utilizar»– el trono o expositorio, con la condición de que no sea 7. Cf. Francisco, Homilía, 10.II.2014.

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«en un lugar demasiado alto y distante». El ubi de la celebración muestra su doble vertiente: cristológica, pues el altar es símbolo de Cristo 8, y eucarística, como mesa del sacrificio y de la comunión 9. Y el inciso –que no sea un lugar distante– subraya la necesaria comunión visual de los que van a adorar a Cristo. La segunda expresión procede del número 95: «… que los fieles atentos a la oración se dediquen a Cristo el Señor». El énfasis es claro ya desde el texto latino oficial de este número del Ritual: Christo Domino vacent. El verbo latino vacare tiene una etimología incierta; de aquí procede el sustantivo castellano «vacaciones». En una primera aproximación podría traducirse como ser vaciado, libre; en nuestro contexto alude a que los fieles puedan dedicarse, libremente, desocupados y dispongan de tiempo para la presencia y el diálogo con Cristo en la Eucaristía. Considerada la sustancia, cobran sentido entonces los modos en que «llenamos» ese tiempo de adoración: la lectura de la Sagrada Escritura, los cantos y las oraciones con una referencia directa a aquello que ven nuestros ojos. Es muy importante esta recomendación, para que el tiempo de la adoración no decaiga en una piedad, sin incidencia en la vida cristiana, descentrada, en la que se intente quizás llenar el tiempo con otras prácticas de piedad o con moniciones o predicaciones que no lleven de manera directa a una mayor estima del misterio eucarístico 10. En este contexto se comprende la posibilidad de celebrar alguna hora de la Liturgia de las Horas ante el Santísimo (n. 96). Considerando la adoración como una «prolongación de la gracia   8.  Cf. CCE, n. 1383.   9.  Cf. OGMR, n. 296. 10.  Por eso el Ritual contiene una buena selección de textos de la Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento (nn. 113-129; 143-153), de Salmos responsoriales (nn. 130-137) y de Himnos de la tradición (nn. 192-199).

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del sacrificio», y medio para fomentar las «disposiciones debidas que permitan celebrar con la devoción conveniente el memorial del Señor y recibir frecuentemente el pan que nos ha dado el Padre» (RSCCE n. 80), este texto del Ritual coincide con los contenidos del párrafo de la Ordenación General de la Liturgia de las Horas en su número 12: «… por su medio las alabanzas y acciones de gracias que se tributan a Dios en la celebración de la Eucaristía se amplían a las diferentes horas del día, y las súplicas de la Iglesia se dirigen a Cristo y, por él, al Padre en nombre de todo el mundo». Con ello, las prerrogativas del misterio eucarístico se extienden a las diversas horas del día o de la noche. La segunda forma de culto a la Eucaristía es la de las procesiones eucarísticas, a las que podemos considerar como una forma particular de «exposición del Santísimo». En efecto, Jesucristo, presente en la custodia, recorre y «se expone» para su pueblo, que hace testimonio público de su fe y piedad hacia él, presente real y sustancialmente en la Eucaristía. Entre estas procesiones, reviste especial importancia y significación en la vida pastoral de la parroquia o de la ciudad la que suele celebrarse todos los años en la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo» (n. 102). Creemos que sigue siendo actual su significación también hoy, como signo colectivo de fe y de adoración. Naturalmente el Ritual recuerda que es responsabilidad de los pastores tener en cuenta estas mismas «circunstancias», a la hora de organizar las procesiones por las calles de los pueblos y ciudades. Como un estribillo, este apartado sobre las procesiones eucarísticas remacha la idea de que estas manifestaciones de culto siempre han de tener relación con la Eucaristía celebrada: sea porque la hostia que se lleva en procesión haya sido consagrada en la Misa precedente (n. 103), sea por las vestiduras del sacerdote que lleva el Sacramento y que pueden ser las mismas que en la Misa o por portar la capa pluvial (n. 105).

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4. Conclusión Una mirada de conjunto a todo el capítulo III del Ritual nos ha permitido comprobar que las implicaciones celebrativas y rituales tienen en su raíz una teología y una pastoral determinadas. Subrayaremos, a continuación, algunas de las que nos parecen más importantes para la piedad eucarística. Algunos elementos celebrativos relativos al ornato en la exposición, a los cirios que hay que encender durante la exposición del Sacramento, la prohibición de celebrar la Misa en la misma nave donde está expuesto el Santísimo, están justificadas por principios teológicos, que el mismo Ritual se encarga de enumerar. El ornato y modo de la exposición tiene que recordar ante todo el fin de la exposición, uno positivo y otro negativo: que manifieste su relación con la Misa y que no oscurezca el deseo del Señor en la institución de la Eucaristía: la Eucaristía ha sido instituida por Jesús ante todo «para ser “alimento”: «Tomad y comed […] Tomad y bebed». Es un principio dogmático que la Iglesia ha mantenido siempre, explícito ya en el Concilio de Trento; un principio que ha llevado a algunos a poner en duda la ortodoxia de la adoración eucarística fuera de la Misa, soslayando la mens de la Iglesia. Se ha escrito y debatido abundantemente sobre este tema. El papa emérito Benedicto XVI en el número 66 de Sacramentum caritatis escribía a este propósito: «Una objeción se basaba en la observación de que el Pan eucarístico no habría sido dado para ser contemplado, sino para ser comido. En realidad, a la luz de la experiencia de oración de la Iglesia, dicha contraposición se mostró carente de todo fundamento. Ya decía san Agustín: “nadie come de esta carne sin antes adorarla”». Otra idea recurrente ha sido la relación entre el Sacrificio eucarístico y el culto de adoración. El sacrificio de Cristo rompe las barreras que nos separaban de Dios; el nuevo culto que Él establece

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pasa necesariamente a través de Él. La oración silenciosa ante la Eucaristía favorece la asimilación de la Palabra y de las actitudes de Jesús, hasta el punto de hacer propias sus intenciones y sentimientos, introduciéndonos en su oración al Padre. La adoración eucarística tiende a ser verdadera «comunión espiritual», comunión en el Espíritu, que lleve al adorador a la unidad de vida con Cristo Jesús (cf. Ga 2, 20). Al recordar aquellas adoraciones eucarísticas y la costumbre de la Hora santa en años anteriores al Vaticano II, la solemnidad de aquellos momentos –con tantas luces, velas, la música…– hacía pensar que allí estaba la máxima expresión de nuestra fe. No pretendo criticar aquellas adoraciones. Ciertamente muchas personas se han santificado viviendo aquella espiritualidad y tales formas de expresión de la piedad eucarística. Recuerdo el impacto que recibí entrando en la Congregación de las Discípulas del Divino Maestro, con la solemne exposición del Santísimo desde la Misa de la mañana hasta la bendición eucarística por la tarde. Lo recuerdo con gratitud, mientras doy sinceras gracias a Dios por la reforma litúrgica. Por obra del Espíritu Santo, presente y vivo en la Iglesia, los padres conciliares del Vaticano II y la reforma sucesiva nos han regalado la Constitución litúrgica, la instrucción EM y el Ritual que hemos intentado presentar. Podemos decir, agradecidos, que hoy se vive el principio nuclear de toda la piedad eucarística: «La celebración de la Eucaristía es el centro de toda la vida cristiana […] es realmente el origen y el fin del culto que se le tributa fuera de la Misa». Unidad íntima que conduce y hace posible la comunión sacramental y espiritual.

15 Adoración y reserva eucarística Angelo Lameri 1

Sumario: 1. El cuidado del Cuerpo de Cristo. 1.1. El Cuerpo sacramental. 1.2. El Cuerpo eclesial. 2. Adoración. 2.1. A la luz del magisterio reciente. 2.2. En síntesis. 3. El lugar de la reserva eucarística. 3.1. Sagrario y altar. 3.2. Sagrario y el lugar de reunión de la asamblea litúrgica. 4. Conclusión.

1.  El cuidado del Cuerpo de Cristo El misterio de la Eucaristía, como queda patente en la Sagrada Escritura y en la tradición de la Iglesia de Oriente y de Occidente, no se agota en la celebración sacramental, sino que alcanza una dilatación significativa a la que podríamos denominar «cuidado del Cuerpo de Cristo».

1.  Angelo Lameri, sacerdote de la diócesis de Crema, es titular de la Cátedra de Liturgia y sacramentaria general en la Pontificia Universirà Lateranense (Roma). Imparte también su docencia en la Pontificia Università della Santa Croce (Roma). Junto a la enseñanza, trabaja como consultor de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, y de la Oficina de Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice. Es colaborador de la Oficina Litúrgica Nacional de la Conferencia Episcopal Italiana.

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1.1.  El Cuerpo sacramental Un dato de fe inalterada es la neta afirmación de que el pan y el vino ofrecidos sobre el altar se transforman en el verdadero Cuerpo y Sangre de Cristo. Ya en el siglo ii, en su Apología I, Justino declaraba: «… a este alimento lo llamamos Eucaristía. A nadie le es lícito participar si no cree que nuestras enseñanzas son verdaderas, ha sido lavado en el baño de la remisión de los pecados y la regeneración, y vive conforme a lo que Cristo nos enseñó. Porque no los tomamos como pan o bebida comunes, sino que, así como Jesucristo, Nuestro Salvador, se encarnó por virtud del Verbo de Dios para nuestra salvación, del mismo modo nos han enseñado que esta comida–de la cual se alimentan nuestra carne y nuestra sangre–es la Carne y la Sangre del mismo Jesús encarnado, pues en esos alimentos se ha realizado el prodigio mediante la oración que contiene las palabras del mismo Cristo» (n. 66).

Esta conciencia ha traído como consecuencia a un cuidado particular del Cuerpo sacramental de Cristo que se manifiesta, entre otras cosas, en la costumbre de conservar con respeto y veneración las Especies consagradas, una vez acabada la Misa. Este hecho ha conocido las más variadas modalidades y motivaciones a lo largo de los siglos: desde la reserva en las domicilios particulares hasta la reserva pública en las iglesias; desde la reserva con el fin de llevar la Eucaristía a los enfermos y encarcelados hasta para algunos usos que hoy llamaríamos supersticiosos. Nathan Mitchell enumera algunos fines de la reserva de la Eucaristía: para quienes estaban ausentes en la celebración dominical, para los enfermos y moribundos, para llevar la comunión a algunos laicos o ascetas, como si se tratase de un amuleto o de una protección contra los peligros o para asegurarse la protección divina; a veces para asegurar la verdad de un juramento, o para el uso en otras liturgias (por ejemplo, la celebración de los presantificados del Viernes Santo); a

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fin de manifiestar la unidad entre dos asambleas litúrgicas (el rito del sancta, propio de la liturgia papal)  2. Se entrecruzan así unas motivaciones derivadas de la profesión de fe en la presencia real de Cristo, con otras ligadas a exigencias de carácter pastoral. A lo largo de los siglos los fines para la conservación de la Eucaristía arriba mencionados pueden reducirse a dos fundamentales: «No es inútil recordar que el fin primero y primordial de la reserva de las sagradas especies fuera de la misa es la administración del viático; los fines secundarios son la distribución de la comunión fuera de la misa y la adoración de nuestro Señor Jesucristo, oculto bajo las mismas especies» 3. La Instrucción Eucharisticum Mysterium retoma aquí el capítulo 6 del Decreto sobre el sacramento de la Eucaristía de la Sesión XIII del Concilio de Trento (11.X.1551), que a su vez remite al Concilio de Nicea, donde ya se testimonia como antigua la norma de no privar del indispensable viático a quien se encuentra en peligro de muerte 4, y a las afirmaciones del mismo Concilio de Trento «sobre el culto y la veneración debidos a este santísimo sacramento»  5. Por tanto, los fines de la conservación aparacen en orden de importancia: poder reservar la Eucaristía para distribuir la comunión fuera de la Misa (especialmente a los enfermos, bajo la forma de Viático), y expresar públicamente –a través de la adoración– la fe en la presencia real de Cristo en las Especies consagradas. A esta evolución del pensamiento teológico 2.  Cf. N. Mitchell, «Storia della custodia eucaristica in occidente», en G. Boselli (a cura), Assemblea santa. Forme, presenze, presidenza, Edizioni Qiqajon, Magnano 2009, p. 221. 3.  Sagrada Congregación de Ritos – Consilium ad exsequendam Constitutionem de sacra Liturgia, Istruzione Eucharisticum Mysterium (25.V.1967), n. 49. 4. Cf. H. Denzinger – P. Hünermann, Enchiridion symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Edb, Bologna 1995 (= DH), n. 129. 5.  DH, nn. 1643-1644.

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y del magisterio sobre la conservación de la Eucaristía le siguen los modos y el lugar para la reserva: «… desde la reserva en una carta, en un pergamino o en una caja se evolucionó hacia formas siempre más suntuosas; y desde la reserva en un lugar secreto y apartado del domicilio particular, a la reserva pública, solemne y expuesta, hasta hacerla sobresalir sobre un altar» 6. 1.2.  El Cuerpo eclesial No debemos olvidar, sin embargo, que por «cuidado del Cuerpo de Cristo» la tradición eclesial entiende también otra cosa. El conocido resumen del segundo capítulo de los Hechos de los Apóstoles habla de cuatro características fundamentales de la comunidad cristiana de los orígenes: «Perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2, 42). El orden en que apararecen tales características pone en relación la perseverancia en la comunión con el partir el pan. La «comunión» se menciona justo antes de la fracción del pan. Para celebrar la Eucaristía no basta la presencia de cierto número de cristianos reunidos en momentos preestablecidos (el domingo) para ofrecer al Señor un culto público; es necesario que tales cristianos construyan una comunidad, en la que cada miembro se considera al servicio de los demás. El culto específicamente cristiano (la Eucaristía) es, por tanto, inseparable de la vida cristiana. Precisamente por esto es significativo el hecho de que la comunión y la celebración eucarística se citen como en secuencia a partir del gesto de que la caracteriza: el partir el pan. También la Didajé (segunda mitad del siglo i) designa a la Eucaristía con el término 6. S. Marsili, «Altare, tabernacolo, assemblea», en G. Boselli (a cura), Assemblea santa. Forme, presenze, presidenza, p. 207.

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klasma 7 (partido, bocado, pedazo) para indicar el ligamen estrecho entre el pedazo de pan y el gesto eucarístico que está en su origen: «… por tanto, dándole el nombre de “partido” la Didajé entiende el pan eucarístico no como una realidad subsistente en sí misma en cuanto pan (sustancia), sino en cuanto partido (relación), es decir, hecho para ser compartido»  8. Se sigue la convicción profunda de que la celebración eucarística, memorial de la entrega incondicionada de Cristo a la voluntad del Padre hasta la muerte de cruz, implica una vida cristiana de caridad 9. La Eucaristía presupone la caridad, así como el Bautismo presupone la fe 10.   7.  Con este término se indican los trozos sobrantes en las narraciones de las multiplicaciones de los panes: Mc 6, 43; Mc 8, 8.19-20; Mt 14, 20; Mt 15, 37; Lc 9, 17; Jn 6, 12.13.  8. Cf. G. Boselli, «Liturgia e amore per i poveri», Rivista del Clero Italiano, 90 (2009) 566-582 (aquí, p. 568).   9.  Cf. la famosa homilía de san Juan Crisóstomo: «¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí en el templo con lienzos de seda si al salir lo abandonas en su frío y desnudez […] ¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre en el pobre? Da primero de comer al hambriento y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo. ¿Quieres hacer ofrenda de vasos de oro y no eres capaz de dar un vaso de agua? Y ¿de qué serviría recubrir el altar con lienzos bordados de oro cuando niegas al mismo Señor el vestido necesario para cubrir su desnudez? ¿Qué ganas con ello? […]. Con esto que estoy diciendo, no pretendo prohibir el uso de tales adornos, pero si que quiero afirmar que es del todo necesario hacer lo uno sin descuidar lo otro; es más: os exhorto a que sintáis mayor preocupación por el hermano necesitado que por el adorno del templo. Nadie, en efecto, resultará condenado por omitir esto segundo, en cambio, los castigos del infierno, el fuego inextinguible y la compañía de los demonios están destinados para quienes descuidan lo primero. Por tanto, al adornar el templo, procurad no despreciar al hermano necesitado, porque este templo es mucho más precioso que aquel otro» (Homilías sobre el Evangelio de Mateo, 50, 3-4: PG 58, 508-509). 10. Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q. 73, a. 3: «Así como el Bautismo es llamado sacramento de la fe, así también la Eucaristía es llamado sacramento de la caridad, que es el vínvulo de la perfección».

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Un segundo texto particularmente expresivo para nuestra reflexión es la exhortación del apóstol Pablo para que cada uno se examine antes de recibir el Pan eucarístico y de beber el Cáliz del Señor (1 Co 11, 28), porque «el que come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación» (1 Co 11, 29). El contexto de estas severas afirmaciones es la preocupación fundamental del Apóstol: la unidad de la asamblea en el momento de la Cena del Señor. Pablo está preocupado por la falta de amor recíproco que manifiestan los de Corinto, que se manifiesta además en la falta de unidad en el momento de celebrar la Cena del Señor. Si quienes participan en el banquete eucarístico no están unidos en el amor, estarían comiendo el cuerpo y bebiendo el cáliz de modo indigno, haciéndose así cada uno «reo del cuerpo y de la sangre del Señor» (1 Co 11, 27). Pablo insiste en que no es posible celebrar la Eucaristía desentendiéndose de la presencia de los hermanos: comer el Cuerpo del Señor no puede separarse de reconocer al Cuerpo del Señor que es la Iglesia, la comunidad cristiana, que encuentra en la celebración eucarística su manifestación más significativa. Como consecuencia, la devoción que se dirige al Cuerpo sacramental del Señor también se dirige a su Cuerpo eclesial. 2. Adoración Las consideraciones anteriores nos ayudan a entender también cómo hemos de interpretar y vivir la adoración del Cuerpo del ­Señor. La instrucción antes citada –Eucharisticum Mysterium–, retomando la enseñanza de Pío XII en la Mediator Dei, declara que «la reserva de las especies sagradas para los enfermos ha introducido la laudable costumbre de adorar este manjar del cielo conservado en las iglesias. Este culto de adoración se basa en una razón muy sólida y firme, sobre todo porque a la fe en la presencia real del Señor

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le es connatural su manifestación externa y pública» (n. 49). Con pocas palabras se sintetiza el largo camino de la Iglesia para fundamentar el culto de adoración a las Especies consagradas tanto en el fin primario de su conservación (la comunión fuera de la Misa, especialmente para los enfermos) como en la constante verdad de fe sobre la presencia real de Cristo. Este segundo aspecto debe ser comprendido a la luz de la enseñanza de la Constitución litúrgica Sacrosanctum concilium, que lee la presencia real en el contexto de las diversas modalidades de presencia de Cristo en su Iglesia: «Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt. 18, 20)» (n. 7).

Resulta también significativo que Pablo VI, cuando explica la enseñanza del Concilio, añade en su encíclica Mysterium fidei otra modalidad particular de la presencia de Cristo: «… presente está Él en su Iglesia que ejerce las obras de misericordia, no solo porque cuando hacemos algún bien a uno de sus hermanos pequeños se lo hacemos al mismo Cristo, sino también porque es Cristo mismo quien realiza estas obras por medio de su Iglesia, socorriendo así continuamente a los hombres con su divina caridad» 11. También leemos en la misma encíclica: 11.  Pablo VI, Carta encíclica Mysterium fidei (3.IX.1965), n. 36.

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«… por lo demás, la Iglesia católica, no solo ha enseñado siempre la fe sobre a presencia del cuerpo y sangre de Cristo en la Eucaristía, sino que la ha vivido también, adorando en todos los tiempos sacramento tan grande con el culto latréutico que tan solo a Dios es debido. Culto sobre el cual escribe san Agustín: “En esta misma carne [el Señor] ha caminado aquí y esta misma carne nos la ha dado de comer para la salvación; y ninguno come esta carne sin haberla adorado antes…, de modo que no pecamos adorándola; antes al contrario, pecamos si no la adoramos”» (n. 56).

Por tanto, se nos invita a considerar la adoración de la Eucaristía en relación con esta presencia peculiar y «excelente» de Cristo en su Iglesia 12, y en relación con la misma celebración, en la que el hacerse presente el sacrificio de Cristo invita a una lógica participación en él, a través de la comunión sacramental de su Cuerpo y su Sangre. 2.1.  A la luz del magisterio reciente Nos proponemos ahora comprender mejor el sentido de la adoración de las Especies eucarísticas a partir del magisterio reciente. Tanto el papa emérito Benedicto XVI como el papa Francisco nos ofrecen elementos complementarios para nuestra reflexión. 12.  Aquí nos ayuda la interpretación de Pablo VI cuando explica el sentido de la peculiar presencia eucarística: «Tal presencia se llama real, no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, porque es también corporal y substancial, pues por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro. Falsamente explicaría esta manera de presencia quien se imaginara una naturaleza, como dicen, «pneumática» y omnipresente, o la redujera a los límites de un simbolismo, como si este augustísimo sacramento no consistiera sino tan solo en un signo eficaz de la presencia espiritual de Cristo y de su íntima unión con los fieles del Cuerpo místico» (n. 40).

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El papa Benedicto 13, tomando pie del distinto matiz que la palabra «adoración» tiene en griego y en latín, sugiere dos características fundamentales. El griego proskynesis remite al gesto de la sumisión, es decir, al reconocimiento de Dios como medida de nuestra vida: «… significa que la libertad no quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos y buenos. Este gesto es necesario, aun cuando nuestra ansia de libertad se resiste, en un primer momento, a esta perspectiva». El gesto de postrarse, como signo de abandonar nuestra libertad en Dios, es posible si se lee a la luz del término latino ad-oratio, literalmente ad os, contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor: «… la sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de nuestro ser». Del magisterio del papa Francisco son elocuentes algunos fragmentos de una homilía pronunciada pocas semanas después del inicio de su ministerio como sucesor de Pedro: «… ¿qué quiere decir adorar a Dios? Significa aprender a estar con él, a pararse a dialogar con él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la más buena, la más importante de todas. Cada uno de nosotros, en la propia vida, de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy preciso de las cosas consideradas más o menos importantes. Adorar al Señor quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar, creer –pero no simplemente de palabra– que únicamente él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos ante él de que es el único Dios, el Dios de

13. Cf. Benedicto XVI, Homilía en la santa Misa con ocasión de la XX JMJ (Colonia, 21.VIII.2005).

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nuestra vida, el Dios de nuestra historia. Esto tiene una consecuencia en nuestra vida: despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, y en los cuales nos refugiamos, en los cuales buscamos y tantas veces ponemos nuestra seguridad. Son ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos; pueden ser la ambición, el carrerismo, el gusto del éxito, el poner en el centro a uno mismo, la tendencia a estar por encima de los otros, la pretensión de ser los únicos amos de nuestra vida, algún pecado al que estamos apegados, y muchos otros […]. Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y escoger al Señor como centro, como vía maestra de nuestra vida […]. El Señor nos llama cada día a seguirlo con valentía y fidelidad; nos ha concedido el gran don de elegirnos como discípulos suyos; nos invita a proclamarlo con gozo como el Resucitado, pero nos pide que lo hagamos con la palabra y el testimonio de nuestra vida en lo cotidiano. El Señor es el único, el único Dios de nuestra vida, y nos invita a despojarnos de tantos ídolos y a adorarle solo a él» 14.

2.2.  En síntesis Pensamos que las consideraciones propuestas son suficientemente elocuentes para hacernos cargo del sentido más profundo de la adoración eucarística. No de trata de una práctica «piadosa» que nos encierra en un intimismo solitario como una huida del mundo para estar con el Señor; se trata de permanecer con el Señor contemplando su amor presente en su Cuerpo entregado por nosotros, como un deseo de entrar en comunión real con Él, comiendo su carne y bebiendo su sangre. En otras palabras, es manifestación de nuestro amor por Él, del «cuidado» que manifestamos hacia su cuerpo sacramental y eclesial; ese cuerpo de las sagradas Especies y 14.  Francisco, Homilía en la santa Misa en san Pablo Extramuros (Roma, 14.IV.2013).

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el de su Cuerpo llagado en el hermano, recordando que «al final de los tiempos, se permitirá contemplar la carne glorificada de Cristo solo a quien no se haya avergonzado de la carne de su hermano herido y excluido»  15. 3. El lugar de la reserva eucarística Pasemos ahora a considerar la cuestión del lugar de la conservación de la Eucaristía en las iglesias. Nos detenemos primero en el documento más reciente que contiene indicaciones precisas al respecto; se trata del número 69 de la Exhortación apostólica Sacramentum caritatis 16 de Benedicto XVI, donde se lee: «… sobre la importancia de la reserva eucarística y de la adoración y veneración del sacramento del sacrificio de Cristo, el Sínodo de los Obispos ha reflexionado sobre la adecuada colocación del sagrario en nuestras iglesias. En efecto, esto ayuda a reconocer la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. Por tanto, es necesario que el lugar en que se conservan las especies eucarísticas sea identificado fácilmente por cualquiera que entre en la iglesia, también gracias a la lamparilla encendida. Para ello, se ha de tener en cuenta la estructura arquitectónica del edificio sacro: en las iglesias donde no hay capilla del Santísimo Sacramento, y el sagrario está en el altar mayor, conviene seguir usando dicha estructura para la conservación y adoración de la Eucaristía, evitando poner delante la sede del celebrante. En las iglesias nuevas conviene prever que la capilla del Santísimo esté cerca del presbiterio; si esto no fuera posible, es preferible poner el sagrario en el presbiterio, suficientemente

15.  Francisco, Discurso a los párrocos de Roma (6.III.2014). 16.  Benedicto XVI, Exhortación apost. postsinodal Sacramentum caritatis (22.II.2007).

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alto, en el centro del ábside, o bien en otro punto donde resulte bien visible. Todos estos detalles ayudan a dar dignidad al sagrario, cuyo aspecto artístico también debe cuidarse. Obviamente, se ha de tener en cuenta lo que dice a este respecto la Ordenación General del Misal Romano. En todo caso, el juicio último en esta materia corresponde al Obispo diocesano».

3.1.  Sagrario y altar Intentemos acercarnos al texto con una interpretación lo más fiel posible. Las indicaciones no están exentas de alguna incertidumbre e imprecisión terminológica 17. Por una parte, se insiste en el valor de la visibilidad (cuatro veces al menos), y por otra, se aboga por la conservación en una capilla, tanto en las iglesias antiguas 18 como, con mayor motivo en las de nueva construcción 19. Con acierto se remite a las indicaciones de la Ordenación General del Misal Romano, pero tan solo al número 314 en nota al pie, el cual prescribe la colocación del sagrario «en una parte de la iglesia muy digna, distinguida, visible, bien adornada y apta para la oración». Se omite sin embargo el número 315 que indica dos lugares: 17.  La expresión «altar mayor con sagrario (altare maius cum tabernaculo)» se refiere probablemente, en las iglesias antiguas, al altar llamado tridentino que no se utiliza más para celebrar, en cuanto que se presume la presencia de un nuevo altar fijo y dedicado sobre el que se celebra el sacrificio eucarístico. En este caso, la expresión altare maius es impropia, al menos a la luz de cuanto se dice en la Ordenación General del Misal Romano, n. 303, que lo define como «antiguo altar (altare vetus)», prohibiendo que se realicen sobre él las acciones sagradas y prescribiendo que sea adornado con especial esmero. Queda claro que la expresión altare maius es impropia en este caso. 18.  En efecto solo «en las iglesias en las que no existe una capilla del Santísimo Sacramento» se dice que se use el altar antiguo. 19.  En las iglesias nuevas, sin embargo, «conviene disponer de una capilla del Santísimo próxima al presbiterio».

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o en el presbiterio (no sobre el altar de la celebración) o en alguna capilla adecuada para la adoración. Parece entonces que Sacramentun caritatis mientras que parece favorecer un lugar individualizado donde el sagrario sea visible, sin embargo, anima a colocarlo en una capilla, invirtiendo de este modo el orden propuesto por el parágrafo 315 de la Ordenación General del Misal Romano. La referencia a la decisión del obispo de la diócesis confirma la voluntad de no dar una prescripción unívoca. Intentemos extraer en positivo algunos elementos útiles para nuestra reflexión sobre el «cuidado del Cuerpo de Cristo». Podemos subrayar al menos dos aspectos. El primero sobre la relación entre el lugar de la reserva eucarística y el altar. Aquí el texto que estamos comentando es suficientemente claro y reenvía a las prescipciones del Misal. La insistencia en la capilla o en la misma distinción entre el lugar de la reserva y el altar muestra una preferencia por la centralidad del altar de la celebración. Este dato no es en absoluto reciente. El Caeremoniale episcoporum de Clemente VIII (1600) permitía la reserva del Sacramento también en un lugar que no fuese el altar; es más, indicaba que en el caso de que fuese conservado sobre un altar, este no podía ser el altar mayor ni el altar donde se celebraba la Misa solemne o las vísperas. Si se debía colocar el Sacramento sobre un altar donde se celebraba, las sagradas Especies deberían ser trasladadas a otro lugar antes de tal celebración, excepto en algunos casos concretos y previstos. Esta norma se presentaba como procedente de antiguas tradiciones 20. Estas indicaciones subrayan que el centro eucarístico es el altar. Así se expresa de hecho la Ordenación General del Misal Romano: «… el altar, en el que se hace presente el sacrificio de la cruz bajo los 20. Cf. A. M. Triacca – M. Sodi, Caeremoniale episcoporum. Editio princeps (1600), nn. 206-211, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2000, pp. 61-62.

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signos sacramentales, es también la mesa del Señor, para participar en la cual, se convoca el Pueblo de Dios a la Misa; y es el centro de la acción de gracias que se consuma en la Eucaristía» (n. 296). Hemos de prestar atención a este punto: aquí no se quiere dar una prioridad sagrada al altar respecto a las Especies eucarísticas, sino que se afirma una verdad de orden teológico: el centro de toda la vida cristiana para la Iglesia y para cada fiel cristiano es la celebración de la Eucaristía. En efecto, en la Misa «se tiene la cumbre, tanto de la acción por la cual Dios, en Cristo, santifica al mundo, como la del culto que los hombres tributan al Padre, adorándolo por medio de Cristo, Hijo de Dios, en el Espíritu Santo […]. Las demás acciones sagradas y todas las obras de la vida cristiana están vinculadas con ella, de ella fluyen y a ella se ordenan»  21. Hay por tanto distinción entre el altar y el sagrario, pero al mismo tiempo una relación. De hecho, incluso cuando se encuentra en una capilla, esta debe estar próxima al presbiterio. En el caso de que no exista una capilla, se prefiere la colocación del sagrario en el presbiterio, en el centro del ábside o en otro punto donde sea bien visible. El sagrario aparece, por tanto, como una continuación del altar, «no como lugar del sacrificio, sino como reserva para nutrir ocasionalmente la mesa del sacrificio» 22 y como continuación de la adoración debida a la acción sacrificial de Cristo. Así se expresa la introducción al Ritual de la sagrada comunión y del culto a la Eucaristía fuera de la misa: «… los fieles, cuando veneran a Cristo presente en el Sacramento, recuerdan que esta  presencia proviene del sacrificio y se ordena al mismo tiempo a la comunión sacramental y espiritual […]. Traten, pues, los fieles de venerar a Cristo en el Sacramento de acuerdo con su propio modo de vida. Y los pastores 21.  Ordenación General del Misal Romano, n. 16. 22. S. Marsili, «Altare, tabernacolo, assemblea», en G. Boselli (a cura), Assemblea santa, p. 215.

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en este punto vayan delante con su ejemplo y exhórtenlos con sus palabras» (n. 80). Además la adoración es una prolongación de la unión íntima con Cristo alcanzada en la comunión sacramental: «… acuérdense, finalmente, de prolongar por medio de la oración ante Cristo, el Señor,  presente en el Sacramento, la unión con él conseguida en la comunión y renovar la alianza que los impulsa a mantener en sus obras, costumbres y en su vida la que han recibido en la celebración eucarística por la fe y el Sacramento» (n. 81). 3.2.  El sagrario y el lugar de reunión de la asamblea litúrgica El segundo aspecto que queremos iluminar es la relación entre la adoración a Cristo presente en las Especies eucarísticas y el cuerpo eclesial del Señor. Podemos interpretar en este sentido las indicaciones que prescriben que, ya sea la capilla o cualquier otro lugar en el que se coloque el sagrario, debe estar en relación directa con el resto de la iglesia-edificio. El lugar previsto para la reserva eucarística y para la oración personal no puede separarse del lugar donde la asamblea se reúne para celebrar el sacrificio eucarístico y los demás sacramentos. La presencia real de Cristo en el pan y el vino transubstaciados no es separable de Cristo presente «en su Iglesia que ora, porque es él quien ora por nosotros, ora en nosotros y a Él oramos: ora por nosotros como Sacerdote nuestro; ora en nosotros como Cabeza nuestra y a Él oramos como a Dios nuestro. Y Él mismo prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”»  23. Por esto el Ritual sobre el culto eucarístico antes citado declara: «… la piedad que impulsa a los fieles a adorar a la santa Eucaristía los lleva a participar más plenamente en el misterio pascual y a

23.  Mysterium fidei, n. 36.

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responder con agradecimiento al don de aquel que por medio de su humanidad infunde continuamente la vida en los miembros de su Cuerpo. Permaneciendo ante Cristo, el Señor, disfrutan de su trato intimo, le abren su corazón por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo con Cristo toda su vida al Padre en el Espíritu Santo sacan de este trato admirable un aumento de su fe, su esperanza y su caridad» (n. 80).

La adoración de la Eucaristía no es por tanto una cerrazón intimista en sí mismos, sino que abre a la realidad de la Iglesia, invita a interceder por las necesidades del mundo, refuerza y sostiene el testimonio cristiano. De ahí la invitación a los fieles: «… procurarán, pues, que su vida transcurra con alegría en la fortaleza de este alimento del cielo, participando en la muerte y resurrección de Señor. Así, cada uno procure hacer buenas obras, agradar a Dios, trabajando por impregnar al mundo del espíritu cristiano y también proponiéndose llegar a ser testigo de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana» (n. 81). 4. Conclusión Desde el comienzo de nuestra reflexión hemos intentado adoptar una visión unitaria de la celebración del sacrificio de Cristo y de su presencia continuada en su Cuerpo sacramental 24 y en su Cuerpo eclesial. La Iglesia, de hecho, es «fruto» de la celebración de la Eucaristía. Nos lo enseña muy bien la plegaria eucarística cuando en la

24.  Para profundizar en la presencia sacramental-sustancial de Cristo en la Eucaristía: cf. A. García Ibáñez, La Eucaristía, don y misterio: tratado históricoteológico sobre el misterio eucarístico, EUNSA, Pamplona 2009, pp. 547-562. [Nota del Editor].

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epíclesis 25 pone en relación la transformación del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre del Señor con la transformación de quienes participan en el banquete de las bodas del Cordero. En la epíclesis «la Iglesia, por medio de invocaciones especiales, implora la fuerza del Espíritu Santo para que los dones ofrecidos por los hombres sean consagrados, es decir, se conviertan en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, y para que la víctima inmaculada que se va a recibir en la Comunión sirva para la salvación de quienes van a participar en ella»  26 . A este propósito Benedicto XVI enseñaba: «… el Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que también nosotros mismos seamos transformados. Nosotros mismos debemos llegar a ser Cuerpo de Cristo, sus consanguíneos. Todos comemos el único pan, y esto significa que entre nosotros llegamos a ser una sola cosa» 27. La Iglesia-Cuerpo de Cristo vive de su presencia, es inseparable de Él, su Cabeza, y se convierte a su vez en «templo» en el que tiene lugar el encuentro con Dios. Precisamente por esto, en la iglesia-edificio, que es icono de la Iglesia-Cuerpo de Cristo 28, se

25.  La epíclesis (del verbo griego epikaleo, llamar) es una petición o invocación del Espíritu Santo (cf. Jn 14, 16), en la plegaria eucarística y en otras fórmulas eucológicas mayores. [Nota del Editor]. 26.  Ordenación General del Misal Romano, n. 79c. 27.  Benedicto XVI, Homilía en la santa Misa con ocasión de la XX JMJ (Colonia, 21.VIII.2005). Otro tanto se afirma en Deus caritas est, n. 13: «La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega». Cf. también Sacramentum caritatis, n. 70: «En efecto, comulgando el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo se nos hace partícipes de la vida divina de un modo cada vez más adulto y consciente […]. La Celebración eucarística aparece aquí con toda su fuerza como fuente y culmen de la existencia eclesial, ya que expresa, al mismo tiempo, tanto el inicio como el cumplimiento del nuevo y definitivo culto, la logiké latreía». 28. Cf. Prefacio de la Dedicación de una iglesia: «Porque en esta casa visible que hemos construido, donde reúnes y proteges sin cesar a esta familia que ha-

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conserva la Eucaristía como presencia viva de su Señor, y por ello la adoración que la Iglesia le confiere es signo del amor singular y exclusivo por Dios, que encuentra su dilatación natural en el amor al prójimo. Adoración e intercesión están íntimamente asociadas entre sí como expresión de la participación de todo bautizado al sacerdocio de Cristo cuya «función sacerdotal se prolonga a través de su Iglesia, que, sin cesar, alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo» (SC, n. 83).

cia ti peregrina, manifiestas y realizas de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros. En este lugar, Señor, tú vas edificando aquel templo que somos nosotros, y así la Iglesia, extendida por toda la tierra, crece unida, como cuerpo de Cristo, hasta llegar a ser la nueva Jerusalén, verdadera visión de paz».

Astrolabio

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ESPIRITUALIDAD Mujeres valientes. Meditaciones sobre las mujeres en el Evangelio (4.ª edición) / Enrique Cases Una cita con Dios. Pablo Cardona I. Adviento y Navidad (2.ª edición) II. Pascua III. Tiempo Ordinario. Semanas 1.ª a 12.ª IV. Cuaresma V. Tiempo Ordinario. Semanas 13.ª a 23.ª VI. Tiempo Ordinario. Semanas 24.ª a 34.ª Hombres ante Dios. Meditaciones sobre los hombres en el Evangelio / Enrique Cases Meditaciones para el Camino de Santiago / Tomás Trigo A la luz de su mirada (2.ª edición) / Juan Ramón García-Morato Dios sin idea del mal / Juan Miguel Garrigues Vivir el domingo / José Antonio Íñiguez Herrero Tres misterios de misericordia. Inmaculada Concepción - Presentación - Anunciación / Marie-Dominique Philippe, o.p. Contemplación de los Misterios del Rosario / Jesús Martínez Conversaciones con la Virgen / Pedro Estaún El hombre frente a su muerte. ¿El absurdo o la salvación? / Marie-Dominique Goutierre Cómo acertar con mi vida. La mirada del hombre ante su destino (2.ª edición) / Juan Manuel Roca Meditaciones ante el retablo de Torreciudad / Antonio María Ramírez Creados por amor, elegidos para amar (2.ª edición) / Juan Ramón García-Morato Aprender a querer, saber vivir / Juan Ramón García-Morato Juego, ecología y trabajo. Tres temas teológicos desde las enseñanzas de san Josemaría Escrivá / Rafael Hernández Urigüen

FAMILIA La más bella aventura. El amor conyugal y la educación de los hijos / Luis Riesgo Ménguez y Carmen Pablo de Riesgo CONVERSACIONES SOBRE EDUCACIÓN FAMILIAR

Luis Riesgo Ménguez y Carmen Pablo de Riesgo I. Lo que los padres no deberíamos olvidar II. Infancia III. Adolescencia IV. Juventud V. Abuelos y nietos El lugar al que se vuelve. Reflexiones sobre la familia (5.ª edición) / Rafael Alvira Mujer y hombre frente a los nuevos desafíos de la vida en común / Jutta Burggraf Casarse: un compromiso para toda la vida (3.ª edición) / Amadeo Aparicio Rivero El matrimonio a examen / Amadeo Aparicio Rivero Ocio y tiempo libre: un reto para la familia / Ignasi de Bofarull

Políticas familiares / Carolina Montoro Gurich y Guillermo Barrios Baudor (Dirs.) La realización personal en el ámbito familiar (1.ª reimpr.) / Gerardo Castillo La paternidad en el pensamiento de Karol Wojtyla (1950-1979) / Rafael Hurtado La familia, transmisora de la fe. Textos de Benedicto XVI y comentarios / Augusto Sarmiento, Javier Escrivá Vademécum para matrimonios. Respuestas breves a cuestiones de hoy y de siempre / Augusto Sarmiento Somos felices, naturalmente. Cuestiones de sexualidad y familia / José María Pardo Sáenz Reflexiones sobre el trabajo en el hogar y la vida familiar / Rafael Hurtado Generosidad. En la familia y siempre / Augusto Sarmiento Vademécum para la familia. La verdad del humor humano / Augusto Sarmiento

FILOSOFÍA Y CIENCIAS SOCIALES Manual sobre el aborto (2.ª edición) / Dr. J. C. Willke y esposa Libertad en la sociedad democrática / Jean-Claude Lamberti La última edad (2.ª edición) / Diego Díaz Domínguez De Aristóteles a Darwin (y vuelta) (3.ª edición) / Etienne Gilson Los herejes de Marx / Manfred Spieker Analítica de la sexualidad / Autores varios El enigma del hombre (2.ª edición) / Manuel Guerra Introducción a la antropología filosófica (6.ª edición) / José Miguel Ibáñez Langlois Agonía de la sociedad opulenta / Augusto del Noce Crítica de las utopías políticas / Robert Spaemann La supresión del pudor, signo de nuestro tiempo y otros ensayos (2.ª edición) / Jacinto Choza Sobre el estructuralismo / José Miguel Ibáñez Langlois Las raíces de la violencia / Sergio Cotta Ética: cuestiones fundamentales (9.ª edición) / Robert Spaemann Dimensiones de la realidad / Juan José R. Rosado La barbarie de la reflexión. Idea de la historia en Vico / Juan Cruz Cruz Al otro lado de la muerte. Las elegías de Rilke / Jacinto Choza Alimentación y cultura. Antropología de la conducta alimentaria / Juan Cruz Cruz Sentido del curso histórico / Juan Cruz Cruz Elementos de Filosofía y Cristianismo / Jesús García López Sobre la razón poética / María Antonia Labrada El mundialismo económico frente a la Europa cultural / Jacqueline Ysquierdo Hombrecher Libertad como pasión / Daniel Innerarity La intimidad (2.ª edición) / Miguel-Angel Martí García Razones del corazón. Jacobi entre el romanticismo y el clasicismo / Juan Cruz Cruz Las virtudes / Peter T. Geach El poder de la sinrazón / José Luis del Barco La ilusión (2.ª edición) / Miguel-Angel Martí García Libertad en el tiempo. Ideas para una teoría de la historia / Juan Cruz Cruz Ciencia, ateísmo y fe en Dios (2.ª edición) / José Antonio Sayés Tomás de Aquino. Vida, obras y doctrina / James A. Weisheipl Los otros humanismos / Jacinto Choza La renovación pragmatista de la filosofía analítica. Una introducción a la filosofía contemporánea del lenguaje (2.ª edición) / Jaime Nubiola La convivencia / Miguel-Angel Martí García La irrealidad literaria / Daniel Innerarity Sexo y naturaleza / Autores varios La tolerancia / Miguel-Angel Martí García Dignidad: ¿una palabra vacía? / Tomás Melendo y Lourdes Millán-Puelles Tras las ideas. Compendio de Historia de la Filosofía (2.ª edición) / Carlos Goñi Zubieta De dominio público. Ensayos de teoría social y del hombre / Higinio Marín El pensamiento de Edith Stein / Michel Esparza El taller de la filosofía. Una introducción a la escritura filosófica (5.ª edición) / Jaime Nubiola Expertos en sobrevivir. Ensayos ético-políticos / Ana Marta González Orden natural y persona humana. La singularidad y jerarquía del universo según Mariano Artigas / Miroslaw Karol El viviente humano. Estudios Biofilosóficos y Antropológicos / Alejandro Serani Merlo El trabajo. Comunión y excomunicación / Nicolas Grimaldi En busca de la naturaleza perdida. Estudios de bioética fundamental / Ana Marta González

El diablo es conservador / Alejandro Llano Sueño y vigilia de la razón / Alejandro Llano La verdadera imagen de Romano Guardini. Ética y desarrollo personal / Alfonso López Quintás De Foucault a Derrida. Pasando fugazmente por Deleuze y Guattari, Lyotard, Baudrillard / Amalia Quevedo El misterio de los orígenes (2.ª edición) / Joaquín Ferrer Arellano Breve teoría de la España moderna / Fernando Inciarte La justicia política en Tomás de Aquino. Una interpretación del bien común político / Gabriel Chalmeta ¿Sentido o sinsentido del hombre? / Edmond Barbotin Nuevas cuestiones de bioética / José Miguel Serrano Ruiz-Calderón Por un feminismo de la complementariedad. Nuevas perspectivas para la familia y el trabajo / Ángel Aparisi y Jesús Ballesteros (eds.) Filosofía y vida de Eugenio d’Ors. Etapa catalana: 1881-1921 / Marta Torregrosa Una visión global de la globalización / Antxón Sarasqueta La implantación de los derechos del paciente. Comentarios a la Ley 41/2002 /Pilar León Sanz (ed.). El caos del conocimiento. Del árbol de las ciencias a la maraña del saber / Juan Arana Deseo, violencia, sacrificio / Alejandro Llano Siniestra. En torno a la izquierda política en España / Héctor Ghiretti La filosofía analítica y la espiritualidad del hombre. Lecciones en la Universidad de Navarra / G.E.M. Anscombe (Edición de J.M. Torralba y J. Nubiola) Una filosofía de la esperanza: Josef Pieper / Bernard N. Schumacher Derecho a la verdad. Valores para una sociedad pluralista / Andrés Ollero La experiencia social del tiempo / Rafael Alvira, Héctor Ghiretti, Montserrat Herrero (Eds.) Claves para una antropología del trabajo / Maria Pia Chirinos Humanidades para el siglo XXI / Rafael Alvira y Kurt Spang (Eds.) Peirce y el mundo hispánico. Lo que C. S. Peirce dijo sobre España y lo que el mundo hispánico ha dicho sobre Peirce / Jaime Nubiola y Fernando Zalamea Cultura y pasión / Alejandro Llano La disolución en Yugoslavia / Romualdo Bermejo García y Cesáreo Gutiérrez Espada Pensar en libertad / Jaime Nubiola Más allá de la división del trabajo / Agustín González Enciso (Ed.) Origen del hombre. Ciencia, Filosofía y Religión (3.ª edición) / Mariano Artigas y Daniel Turbón Una tentación totalitaria. Educación para la Ciudadanía / Jesús Trillo-Figueroa y Martínez-Conde La realidad social: transformaciones recientes en España / Antonio Lucas Marín (Ed.) Del sexo al género. La nueva revolución social / M.ª Isabel Llanes Bermejo ¿Qué es el dinero? / Javier M.ª Ramos Arévalo Melancolía y tedio / Amalia Quevedo Una tierra, dos Estados: Análisis jurído-político del conflicto árabe-israelí / Romualdo Bermejo García y Pilar Pozo Serrano Caminos de la filosofía (2.ª edición) / Alejandro Llano Historia del feminismo (siglos XIX y XX) (2.ª edición) / Gloria Solé Romeo Somos información. La nueva ciencia de lo intangible / Antxón Sarasqueta La guerra de Af-Pakistán y el uso de la fuerza en las relaciones internacionales / P. Pozo Serrano Antropología diaria / Javier Ortigosa Lezáun Lecciones de ética / Leonardo Polo Charles S. Peirce (1839-1914): un pensador para el siglo XXI / Sara Barrena y Jaime Nubiola Credibilidad e identidad. En torno a la Teología de la Fe en Santo Tomás de Aquino / Piotr Roszak Hábitos emocionales en torno a la salud y la belleza / Luis E. Echarte Fantasmas. De Plinio el Joven a Derrida / Amalia Quevedo Movimientos sociales y acción colectiva. Pasado y presente / María Jesús Fernández Torres

HISTORIA Grandes interpretaciones de la historia (5.ª edición) / Luis Suárez Historia de las religiones / Manuel Guerra I. Constantes religiosas (2.ª edición) II. Los grandes interrogantes (2.ª edición) III. Antología de textos religiosos (2.ª edición) Civilizaciones del Este asiático / Wm. Theodore de Bary Sacerdotes en el Opus Dei. Secularidad, vocación y ministerio / Lucas F. Mateo Seco y Rafael Rodríguez-Ocaña

Rusia entre dos revoluciones (1917-1992) / Autores varios La Gamazada. Ocho estudios para un centenario / Autores varios Corrientes del pensamiento histórico / Luis Suárez Fernández Cuba y España, 1868-1898. El final de un sueño / Juan B. Amores Carredano Pablo Sarasate (1844-1908) / Custodia Plantón Mi encuentro con el Fundador del Opus Dei. Madrid, 1939-1944) (3.ª edición) / Francisco Ponz El matrimonio civil en España. Desde la República hasta Franco / Francisco Martí Gilabert La vida de Sir Tomás Moro (2.ª edición) / William Roper (Introducción, traducción y notas de Alvaro de Silva) ¿Por qué asesinaron a Prim? La verdad encontrada en los archivos / José Andrés Rueda Vicente Carlos IV en el exilio / Luis Smerdou Altolaguirre Carlos V. Emperador de Imperios / Emilia Salvador Esteban Filipinas. La gran desconocida (1565-1898) / Lourdes Díaz-Trechuelo El conflicto árabe-israelí en la encrucijada ¿es posible la paz? / Romualdo Bermejo García Josemaría Escrivá de Balaguer y los inicios de la Universidad de Navarra (1952-1960) / Onésimo Díaz Hernández y Federico M. Requena (Eds.) La Iglesia y la esclavitud de los negros / José Andrés-Gallego y Jesús María García Añoveros La moda en la pintura: Velázquez. Usos y costumbres del siglo XVII / Maribel Bandrés Oto Felipe V: La renovación de España. Sociedad y economía en el reinado del primer Borbón / Agustín González Enciso Cristianismo y europeidad. Una reflexión histórica ante el tercer milenio (1.ª edición; 1.ª reimpresión) / Luis Suárez Fernández Profetas del miedo. Aproximación al terrorismo islamista / Javier Jordán El legado social de Juan Pablo II / José Ramón Garitagoitia Eguía Joseph Ratzinger. Una biografía / Pablo Blanco Sarto Los creadores de Europa. Benito, Gregorio, Isidoro y Bonifacio (1.ª reimpr.) / Luis Suárez Fernández El nuevo rostro de la guerra / Javier Jordán y José Luis Calvo Albero Los musulmanes en Europa / José Morales España y sus tratados internacionales: 1516-1700 / Jesús M.ª Usunáriz Intuición y asombro en la obra literaria de Karol Wojtyla / M.ª Pilar Ferrer Rodríguez La revista Vida Nueva (1967-1976). Un proyecto de renovación en tiempos de crisis / Yolanda Cagigas Ocejo La correspondencia de Tomás Moro / Anna Sardaro Terrorismo y magnicidio en la historia / Mercedes Vázquez de Prada (Ed.) Terror.com. Irak, Europa y los nuevos frentes de la yihad / Alfonso Merlos Historia de Europa en el siglo XX. A través de grandes biografías, novelas y películas (1914-1989) / Onésimo Díaz Hernández Historia de Israel y del pueblo judío: guerra y paz en la Tierra Prometida / María del Mar Larraza (Ed.) Continuidades medievales en la conquista de América / Eduardo Daniel Crespo Cuesta América y la Hispanidad. Historia de un fenómeno cultural / Antonio Cañellas Mas (coord.) El régimen de Franco. Unas perspectivas de análisis / Álvaro Ferrary y Antonio Cañellas Mas (coords.) León XIII, un papado entre modernidad y tradición / Santiago Casas

LENGUA Y LITERATURA J. R. R. Tolkien. Cuentos de hadas / José Miguel Odero El castellano actual: usos y normas (10.ª edición) / Manuel Casado Octavio Paz: poética del hombre / Rafael Jiménez Cataño La luz y la mirada. Aproximación a la autobiografía de Julien Green / Alvaro de la Rica C. S. Lewis y la imagen del hombre / María Dolores Odero y José Miguel Odero El centro del laberinto. Los motivos filosóficos en la obra de Borges / Juan Arana Actitud modernista de Juan Ramón Jiménez / Pedro Antonio Urbina Miguel d’Ors y los bachilleres del siglo XXI / Angel Cadelo y Angel Esteban Antonio Machado, periodista / Alfonso Méndiz Noguero Castellanopatías (Enfermedades del castellano de fin de siglo). Con un Diccionario de lo que no hay que decir (2.ª edición) / Sergio Lechuga Quijada La teoría poética de Miguel de Unamuno / Teresa Imízcoz Beunza Femenino plural. La mujer en la literatura / María Caballero Wangüemert La obra literaria de Josemaría Escrivá / Miguel Ángel Garrido Gallardo El jardín de los clásicos / Ignacio Arellano Persuasión. Fundamentos de retórica (2.ª reimpr.) / Kurt Spang

Cartas íntimas de Antoine de Saint-Exupéry. Entre la soledad y el amor / María del Pilar Saiz Cerreda El arte de la literatura. Otra teoría de la literatura / Kurt Spang Lenguaje, valores y manipulación / Manuel Casado

MÚSICA La realidad musical / Juan Cruz Cruz (ed.)

RELIGIÓN En memoria de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer (2.ª edición) / Alvaro del Portillo, Francisco Ponz y Gonzalo Herranz Homenaje a Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer / Autores varios Fe y vida de fe. Caminar con María en el Año de la Fe (4.ª edición) / Pedro Rodríguez A los católicos de Holanda, a todos / Cornelia J. de Vogel La aventura de la teología progresista / Cornelio Fabro ¿Por qué creer? (3.ª edición) / San Agustín ¿Qué es ser católico? (2.ª edición) / José Orlandis Razón de la esperanza (2.ª edición) / Gonzalo Redondo La fe de la Iglesia (3.ª edición) / Karol Wojtyla Juan Pablo I. Los textos de su Pontificado La fe y la formación intelectual / Tomás Alvira y Tomás Melendo Juan Pablo II a los universitarios (5.ª edición) Juan Pablo II a las familias (5.ª edición) Juan Pablo II a los enfermos (3.ª edición) Juan Pablo II y el orden social. Con la Carta Encíclica Laborem Exercens (2.ª edición) Juan Pablo II habla de la Virgen (3.ª edición) Juan Pablo II y los derechos humanos (1978-1981) (2.ª edición) Juan Pablo II a los jóvenes Juan Pablo II, la cultura y la educación Juan Pablo II y la catequesis. Con la Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae Me felicitarán todas las generaciones / Pedro María Zabalza Urniza Juan Pablo II y los medios de comunicación social Creación y pecado (2.ª edición) / Cardenal Joseph Ratzinger Sindicalismo, Iglesia y Modernidad / José Gay Bochaca Ética sexual / R. Lawler, J. Boyle y W. May Ciencia y fe: nuevas perspectivas / Mariano Artigas Juan Pablo II y los derechos humanos (1981-1992) Ocho bienaventuranzas (2.ª edición) / José Orlandis Los nombres de Cristo en la Biblia / Ferran Blasi Birbe Vivir como hijos de Dios. Estudios sobre el Beato Josemaría Escrivá (6.ª edición) / Fernando Ocáriz e Ignacio de Celaya Los nuevos movimientos religiosos. (Las sectas). Rasgos comunes y diferenciales (2.ª edición) / Manuel Guerra Gómez Introducción a la lectura del “Catecismo de la Iglesia Católica” / Autores varios La personalidad del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer (2.ª edición) / Autores varios Señor y Cristo / José Antonio Sayés (agotado) Homenaje a Mons. Álvaro del Portillo / Autores varios Confirmando la Fe con Juan Pablo II / José Luis García Labrado Santidad y mundo / Autores varios Sexo: Razón y Pasión. La racionalidad social de la sexualidad en Juan Pablo II / José Pérez Adán y Vicente Villar Amigó Los doce Apóstoles (2.ª edición) / Enrique Cases Martín Ideas éticas para una vida feliz. Guía de lectura de la Veritatis splendor / Josemaría Monforte Revuelta Jesucristo, Evangelizador y Redentor / Pedro Jesús Lasanta Teología y espiritualidad en la formación de los futuros sacerdotes / Pedro Rodríguez (Dir.) Esposa del Espíritu Santo / Josemaría Monforte De la mano de Cristo. Homilías sobre la Virgen y algunos santos (3.ª edición) / Cardenal J. Ratzinger Servir en la Iglesia según Juan Pablo II / Jesús Ortiz López Iglesia y Estado en el Vaticano II / Carlos Soler Un misterio de amor. Solteros ¿por qué? / Manuel Guerra Gómez

Pero, ¿Quién creó a Dios? / Alejandro Sanvisens Herreros Las sectas y su invasión del mundo hispano: una guía / Manuel Guerra Gómez Cristología breve / Enrique Cases Qué dice la Biblia. Guía para entender los libros sagrados (2.ª edición) / Antonio Fuentes Mendiola Comprender los Evangelios / Vicente Balaguer (Coord.) Cristianos y democracia / César Izquierdo y Carlos Soler (Editores) (1.ª reimpr.) El impacto de la Biblia. Textos que hablan y hacen cultura / Juan Luis Caballero (Editor) El celibato sacerdotal. Espiritualidad, disciplina y formación de las vocaciones al sacerdocio (2.ª edición) / Juan Luis Lorda (Editor) Belleza y misterio. La liturgia, vida de la Iglesia / José Luis Gutiérrez-Martín El mensaje social cristiano / Julio de la Vega-Hazas (Ed.) Los Ángeles. Apuntes de la enseñanza de Santo Tomás / Jesús Sancho Bielsa Creer y amar con Benedicto XVI (2.ª edición) / José Luis García Labrado Naturaleza y Misión de la Teología. Ensayos sobre su situación en la discusión contemporánea / Joseph Ratzinger Al hilo de un pontificado. El gran «sí» de Dios / Ramiro Pellitero En busca de una ética universal: un nuevo modo de ver la ley natural. Documento y comentarios / Tomás Trigo (Ed.) La misión del sacerdote en la Iglesia / Ramiro Pellitero (Dir.) La historia de Cristo, amor de Juan Pablo II / Pedro Beteta Introducción a los escritos de san Juan. Evangelio, Cartas y Apocalipsis / Juan Chapa (ed.) La oración deJuan Pablo II con los Salmos / Gloria Heras (Ed.) Amor, justicia y caridad / Juan José Pérez-Soba ¿Qué es el derecho en la Iglesia? / Carlos José Errázuriz M. María, camino de retorno. Nueva evangelización y piedad mariana / Antonio Aranda (ed.) Abrir las puertas a Dios y a los demás. Al hilo de un pontificado (2) / Ramiro Pellitero «Creemos y conocemos». Lectura teológica del Catecismo de la Iglesia Católica / Antonio Aranda (ed.) La fe en el pensamiento de Josehp Ratzinger. Un estudio desde Introducción al cristianismo / Daniel Cardó, S.V.C. Teología, Vaticano II y Evangelización según Joseph Ratzinger / Benedicto XVI. Nuevos estudios / Pedro Blanco Sarto Tres lecciones sobre la fe y un epílogo acerca de la libertad religiosa / Josep-Ignasi Saranyana Teología Moral Especial / Roberto Esteban Duque Adorar a Dios en la liturgia / Alfonso Berlanga (ed.)

SALUD Y MEDICINA Deporte para todos / Jörg Stäuble Conozca su diabetes (3.ª edición) / Emilio Moncada Lorenzo La enfermedad epiléptica / Francisco Abad Alegría Dormir mejor. Causas y tratamiento del insomnio / Luis María Gonzalo El buen hacer médico / David Mendel Comentarios al Código de Ética y Deontología Médica (2.ª edición) / Gonzalo Herranz Psicoterapia básica / Richard Parry Muerte cerebral. Biología y ética / Jesús Colomo Gómez SIDA: Aspectos ético-médicos / Juan Moya y Fernando Mora Reflexoterapia: Bases neurológicas / Luis María Gonzalo Homosexualidad y esperanza. Terapia y curación en la experiencia de un psicólogo (5.ª edición) / Gerard van den Aardweg Antropología del dolor. Sombras que son luz / Johannes Vilar i Planas de Farnés La verdad sobre los tranquilizantes / Rafael Montoya Sáenz El sueño, los sueños, un mundo misterioso. Los ritmos naturales de la vigilia y del descanso, los más frecuentes trastornos de la noche, las conquistas de la medicina del sueño / Elio Lugares y Luciana Omicini La hipertensión. ¿Qué se puede hacer, qué debe evitarse? / Michele Lombardo Deontología farmacéutica. Concepto y fundamento / José López Guzmán y Ángela Aparisi Miralles Cerebro y afectividad / María Gudín Romper el círculo vicioso. Salud intestinal mediante la dieta. Dietas para la enfermedad de Crohn, la colitis ulcerosa, la diverticulitis, la enfermedad celíaca, la fibrosis quística y la diarrea crónica (3.ª edición) / Elaine Gottschall

Teoría elemental de la gastronomía / Juan Cruz Cruz Intervención dietética en la obesidad ( 1.ª reimpr.) / Giuseppe Russolillo, Icíar Astiasarán, J. Alfredo Martínez Consejos médicos para la tercera edad / Eduardo Alegría, Luis María Gonzalo, Juan Luis Guijarro, Jesús Ibáñez, Emilio Quintanilla, Jesús Repáraz, Ricardo Zapata Cefaleas / Pablo Irimia Sieira, Eduardo Martínez Vila La ansiedad. Un enemigo sin rostro / Javier Schlatter Navarro Comer bien a cualquier edad / J. Alfredo Martínez, Susana Santiago, M. Iosune Zubieta Depresión y enfermedad bipolar en niños y adolescentes / César Soutullo Esperón Ejercicio y calidad de vida. Claves para mantener la salud mental y física / Luis María Gonzalo (Coord.). ¿Sabemos realmente qué comemos? Alimentos transgénicos, ecológicos y funcionales / Amelia A. Marti del Moral y J. Alfredo Martínez Hernández (Eds.) Cómo prevenir y curar lesiones deportivas / Alfonso del Corral, Francisco Forriol Campos, Javier Vaquero Martín Comprendiendo la homosexualidad (3.ª ed.) / Jokin de Irala Sin miedo. Cómo afrontar la enfermedad y el final de la vida (2.ª edición) / Miguel Ángel Monge Esquizofrenia / Felipe Ortuño Aborto y contracepción / Guillermo López Health Institutions at the Origin of the Welfare Systems in Europe / Edited by Pilar León Sanz Elementos de dietoterapia / Arantza Ruiz de las Heras y J. Alfredo Martínez Ingestas Dietéticas de Referencia (IDR) para la población española / Federación Española de Sociedades de Nutrición, Alimentación y Dietética (FESNAD) Ser felices sin ser perfectos. Estrategias de cambio para un anancástico (2.ª edición) / Javier Schlatter Navarro Alimentación, ejercicio físico y salud / Diana Ansorena y J. Alfredo Martínez Alimentación y deporte / Javier Ibáñez Santos e Iciar Astiasarán Anchía Análisis psicológico del hombre / Fernando Sarráis Oteo Temas de psicología práctica / Fernando Sarráis Oteo Personalidad / Fernando Sarráis Oteo Neuropsicología de la sexualidad / Adrián Cano Prons y María Contreras Chicote Dormir y soñar / Javier Cabanyes

SOCIOLOGÍA Introducción a la sociología (5.ª edición) / Antonio Lucas Marín El laberinto social. Cuestiones básicas de sociología (4.ª edición) / Pablo García Ruiz Lo femenino. Género y diferencia (3.ª edición) / Carlos Goñi Zubieta Positivismo y violencia. El desafío actual de una cultura de la paz / José María Barrio Maestre Identidad cristiana. Coloquios universitarios / Antonio Aranda (Ed.) Sociología. El estudio de la realidad social / Antonio Lucas Marín